Joseph Brodsky
"Il y a des remèdes à la
sauvagerie primitive; il n' en a point à la manie de paraître ce qu'on n'est pas".Marquis
de Custine, Lettres de Russie.
En virtud del volumen y la
calidad de la literatura de ficción rusa del siglo XIX, ha habido la creencia
muy difundida de que la gran prosa rusa de ese siglo se ha dejado caer
automáticamente, por pura inercia, en el nuestro. De tanto en tanto, a lo largo
de nuestro siglo, se podían oír voces aquí y allá que atribuían a tal o cual
escritor la dignidad del gran escritor ruso, abastecedor de la tradición. Estas
voces, provenientes de la crítica oficial y de la burocracia soviética, así
como de la propia intelligentsia, llegaban con una frecuencia de
unos dos grandes escritores por década.
Tan sólo durante los años de la
posguerra -que han durado dichosamente hasta ahora-, media docena de nombres,
como mínimo, han llenado el aire. Los años cuarenta terminaron con Mijail
Zoshchenko, y los cincuenta se iniciaron con el redescubrimiento de Babel.
Luego vino el deshielo, y la corona le fue otorgada a VIadimir Dudintsev por su No
sólo de pan. Los años sesenta se los repartieron El doctor
Zhivago, de Boris Pastemak, y la revaloración de Mijail Bulgakov. La
mayor parte de los años setenta pertenecen obviamente a Solyenitsin; en la
actualidad lo que se lleva es la llamada prosa campesina, y el nombre más
frecuentemente pronunciado es el de Valentín Rasputín.
La burocracia, sin embargo,
resulta ser mucho menos tornadiza en sus preferencias: lleva casi 50 años
manteniéndose en sus trece, promocionando a Mijail Sholojov. La constancia dio
resultado -o más bien lo dio un ingente encargo de construcción naval a
Suecia-, y en 1965 Sholojov se hizo con su Premio Nobel. Sin embargo, pese a
todo este gasto, pese a tanto músculo del Estado por una parte y tanta agitada
oscilación de la intelligentsia. El vacío proyectado sobre
este siglo por la gran prosa rusa del anterior no parece llenarse. Cada año que
pasa crece de tamaño, y ahora que el siglo se acerca a su término existe la
creciente sospecha de que Rusia puede hacer mutis en el siglo XX sin dejar tras
de sí una gran prosa.
Es ésta una trágica perspectiva,
y un nativo de Rusia no ha de mirar febrilmente a su alrededor en busca de
alguien a quien echar la culpa: la culpa está en todas partes, ya que pertenece
al Estado. Su mano ubicua segó a los mejores, y estranguló a la segunda fila
restante hasta convertirla en pura mediocridad. De consecuencias más
desastrosas y de mayor alcance fue, sin embargo, el surgimiento -patrocinado
por el Estado- de un orden social cuyo retrato o incluso crítica reduce
automáticamente la literatura al nivel de la antropología social. Es de
presumir que hasta eso habría sido soportable si el Estado hubiera permitido a
los escritores hacer uso en su paleta de la memoria individual o colectiva de
la civilización anterior, es decir, de la civilización abandonada: si no como
referencia directa, sí al menos a modo de experimentación estilística. Con tal
cosa declarada tabú, la prosa rusa se fue deteriorando rápidamente hasta
tomarse el lisonjero autorretrato de un ser debilitado.
La caída
Este tipo de cosa se llamó
"realismo socialista" y hoy día es objeto de burla universal. Pero
como a menudo sucede con la ironía, aquí la burla le resta a uno considerable
capacidad para comprender cómo fue posible que una literatura cayera a plomo,
en menos de 50 años, desde Dostoievski hasta individuos como Bubennov o
PavIenko. ¿Fue este picado consecuencia directa de un nuevo orden social, de un
levantamiento nacional que de la noche a la mañana redujo el funcionamiento
mental de la gente a un nivel en el que el consumo de basura se hizo
instintivo? ¿O acaso no hubo ya alguna grieta en la mismísima literatura del
siglo XIX que precipitó esa caída? ¿O fue simplemente una cuestión de
altibajos, de un péndulo vertical propio del clima espiritual de cualquier
nación? Y en todo caso, ¿es lícito hacer tales preguntas?
Es lícito, y sobre
todo en un país con un pasado autoritario y un presente totalitario. Pues a
diferencia del subconsciente, del super-yo se espera que se exprese. No cabe
duda de que el levantamiento nacional que tuvo lugar en Rusia en este siglo no
tiene paralelo en la historia de la cristiandad. De manera similar, su efecto
reductor sobre la psique humana fue lo bastante único para permitir
que los gobernantes hablaran de una "nueva sociedad" y un "nuevo
tipo de hombre". Pero, claro está, ése era precisamente el objetivo de la
empresa en su totalidad: desarraigar espiritualmente a la especie hasta un
punto sin retorno; porque, ¿de qué otro modo se puede edificar una sociedad
verdaderamente nueva?
En otras palabras, lo que tuvo
lugar fue una tragedia antropológica sin precedentes, un salto atrás genético
cuyo resultado neto es una reducción drástica del potencial humano. Utilizar
subterfugios al respecto, valerse aquí de ensalmos de ciencia política es
desorientador e innecesario. La tragedia es el género escogido por la historia.
De no ser por la propia elasticidad de la literatura, no habríamos conocido
ningún otro.
Para la literatura -no así para
sus lectores- esto es a la vez bueno y malo. Lo bueno viene del hecho de que la
tragedia da como resultado una obra literaria con una sustancia mayor de la
habitual e incrementa el número de sus lectores al apelar a una curiosidad
morbosa. Lo malo es que la tragedia circunscribe en gran medida la imaginación
del escritor a sí misma.
El drama personal, no digamos el
nacional, reduce, de hecho niega, a un escritor la capacidad para alcanzar el
distanciamiento estético imprescindible a una obra de arte perdurable. La
gravedad del asunto anula sin más el deseo de empeño estilístico. Al narrar la
historia de un exterminio masivo, uno no siente unas tremendas ansias de dar
rienda suelta al flujo de la conciencia; y con razón. Por muy atractiva que tal
circunspección resulte, el alma del escritor saca de ella más provecho que su
hoja de papel.
Sobre el papel, tal despliegue de
escrúpulos empuja a la obra de ficción hacia el género biográfico, ese último
bastión del realismo. A la postre, toda tragedia es un suceso biográfico, de
una u otra forma. ( ... ) La triste verdad respecto a esta ecuación de arte y
vida es que se hace siempre a costa del arte. Si una experiencia trágica
hubiera sido garantía de una obra maestra, los lectores serían una lúgubre
minoría enfrentada a multitudes ilustres que habitarían panteones en ruinas y
vueltos a erigir.
Pues la prosa es, aparte de todo,
un artificio, una bolsa llena de trucos. Como artificio, posee su propio
linaje, su propia dinámica, sus propias leyes y su propia lógica. Tal vez más
que nunca, esto ha sido puesto de manifiesto por los esfuerzos del modernismo,
cuyos patrones desempeñan un importante papel en la actual valoración de la
obra del escritor. Pues el modernismo no es más que una consecuencia lógica
-compresión y concisión- de lo clásico. Si estos patrones del modernismo tienen
alguna significación psicológica, ésta es que el grado de su dominio indica el
grado de independencia de un escritor respecto de su material, o, de manera más
general, el grado de primacía de un individuo sobre sus propias dificultades o
las de su nación.
Semejantes al aire
Puede argüirse en otras palabras,
que al menos estilísticamente el arte ha sobrevivido a la tragedia, y que, con
ello, también lo ha hecho el artista. Que la cuestión, para un artista, es
contar la historia no según ella misma, sino según las propias condiciones del
artista. Porque el artista representa a un individuo, a un héroe de su propio
tiempo: no del tiempo pasado. Su sensibilidad debe más a las antedichas
dinámica, lógica y leyes de su artificio que a su experiencia histórica real,
que casi siempre es redundante. La tarea del artista ante su sociedad es
proyectar, ofrecer esta sensibilidad al público como acaso la única ruta de
partida disponible desde el yo conocido y cautivo. Si el arte enseña algo a los
hombres es a hacerse semejantes al arte: no semejantes a los otros hombres. En
efecto, si hay para los hombres una oportunidad de convertirse en algo que no
sea víctimas o villanos de su tiempo, la oportunidad reside en su pronta
respuesta a aquellos dos últimos versos del Torso de Apolo, de
Rilke, que dicen:
"... este torso te grita con
todos sus músculos: / '¡Has de cambiar de vida.?".
Y es en esto precisamente en lo
que la prosa rusa de este siglo fracasa. Hipnotizada por la amplitud de la
tragedia que sobrevino a la nación, sigue rascándose las heridas, incapaz de
trascender, la experiencia ni
filosófica ni estilísticamente. Por devastadora que sea la acusación que uno
haga contra el sistema político, su formulación viene siempre envuelta en las
cadencias de la retórica humanista religiosa fin de siècle. Por
envenenadamente sarcástico que se ponga uno, el blanco de tal sarcasmo es
siempre externo: el sistema y los poderes-que-sean. El ser humano es siempre
ensalzado, su bondad innata es siempre vista como la garantía de la derrota
final del mal.
En la época que leyó a Proust,
Kafka, Joyce, Musil, Svevo, Faulkner, Beckett, etcétera, son precisamente estas
características las que hacen que un ruso bostezante y desdeñoso coja una
novela policiaca o un libro de autor extranjero: un checo, un polaco, un húngaro,
un inglés, un indio. Sin embargo, estas mismas características satisfacen a
muchas lumbreras literarias occidentales que deploran el lamentable estado de
la novela en su propia lengua y que oscura o transparentemente aluden a
aquellos aspectos del sufrimiento que resultan beneficiosos para el arte
literario. Puede sonar a paradoja, pero, por una serie de razones -la principal
de las cuales es la pobre dieta cultural a la que se ha tenido a la nación
durante más de medio siglo-los gustos lectores del público ruso son mucho menos
conservadores que los de los portavoces de sus colegas occidentales. Para
éstos, presumiblemente sobresaturados de distanciamiento modernista,
experimentación, absurdo y demás, la prosa rusa de este siglo es un respiro,
una tregua, y se extienden con entusiasmo sobre el tema del alma rusa, de los
valores tradicionales de la literatura de ficción rusa, del legado
superviviente del humanismo religioso del siglo XIX y de todo el bien que, hizo
a las letras rusas, del -debería citar- severo espíritu de la ortodoxia rusa.
(En comparación, sin duda, con la flexibilidad del catolicismo romano.)
Cualquiera que sea el hacha con
que este tipo de gente quiera triturar a quienquiera que sea, la verdadera
cuestión es que el humanismo religioso es, en efecto, un legado. Pero no es
tanto un legado del siglo XIX en concreto cuanto del espíritu general de la
consolación, de la justificación del orden existencial en el plano más elevado,
preferentemente eclesiástico, propio de la sensibilidad rusa y del empeño
cultural ruso como tal. Lo menos que puede decirse es que en la historia, de
Rusia no hay escritor que esté libre de esta actitud, que no atribuya a la
Divina Providencia los más lúgubres acontecimientos y los haga automáticamente
objeto del perdón humano. El problema de esta -por lo demás- conmovedora
actitud es que la comparte también plenamente la policía secreta, y que sus
empleados podrían esgrimirla el día del juicio final como excusa válida para
sus prácticas.
Dejando de lado los aspectos prácticos,
una cosa está clara: esta suerte de relativismo eclesiástico da como natural
resultado una intensificación de la atención al detalle, llamado en otros
lugares realismo. Guiados por esta visión del mundo, el escritor y el policía
rivalizan entre sí en precisión, y, según quien lleve la ventaja en la
sociedad, ofrecen este realismo con su epíteto circunstancial. Lo cual
demuestra que la transición de la literatura de ficción rusa desde Dostoievski
hasta su estado actual no se ha producido de la noche a la mañana, y que
tampoco era exactamente una transición, porque, incluso para su propia época,
Dostoievski era un fenómeno autónomo, aislado. La triste verdad sobre la entera
cuestión es que la prosa rusa lleva bastante tiempo en un derrumbamiento metafísico:
desde que dio a Tolstoi, quien se tomó un poco demasiado literalmente la idea
de que el arte refleja la realidad, y a cuya sombra las oraciones subordinadas
de la prosa rusa han estado retorciéndose indolentemente hasta hoy.
Tolstoi y Dostoievski
Esto puede parecer una
simplificación grosera, pues, en efecto, por sí sola la avalancha imitadora de
Tolstoi tendría una significación estilística limitada de no ser por su lugar
en el tiempo: alcanzó de lleno a los lectores rusos casi simultáneamente con Dostoievski.
Sin duda para un lector occidental medio, esta clase de distinción entre
Dostoievski y Tolstoi tiene una importancia limitada o exótica. Al leer a ambos
en traducción, los ve como a un solo gran escritor ruso, y el hecho de que los
dos fueran traducidos (al inglés) por la misma mano, la de Constance Garnett,
no es una ayuda. Todo eso está muy alejado de la realidad, y, francamente, la
proximidad en el tiempo de Dostoievski y Tolstoi fue la más desdichada
coincidencia de la historia de la literatura rusa. Sus consecuencias fueron
tales que quizá la única defensa posible de la Providencia contra las
acusaciones de hacer trampas con el maquillaje espiritual de una gran nación
sea decir que de este modo impidió a los rusos acercarse en exceso a sus secretos.
Porque quién mejor que la Providencia para saber que quien sigue a un gran
escritor está destinado a recoger las cosas exactamente donde las dejó el gran
hombre. Y quizá Dostoievski se elevó demasiado para el gusto de la Providencia.
Así que envió a un Tolstoi como para asegurarse de que Dostoievski no lograba
continuidad en Rusia.
Conferencia (Biddle Memorial
Lecture) pronunciada en el Museo Solomon R. Guggenheim, de Nueva York, el 31 de
enero de 1984, bajo los auspicios de la Academia de Poetas Americanos.
Traducción de Javier Marías
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