miércoles, 14 de enero de 2015

Catástrofes en el aire





Joseph Brodsky


"Il y a des remèdes à la sauvagerie primitive; il n' en a point à la manie de paraître ce qu'on n'est pas".Marquis de Custine, Lettres de Russie.
En virtud del volumen y la calidad de la literatura de ficción rusa del siglo XIX, ha habido la creencia muy difundida de que la gran prosa rusa de ese siglo se ha dejado caer automáticamente, por pura inercia, en el nuestro. De tanto en tanto, a lo largo de nuestro siglo, se podían oír voces aquí y allá que atribuían a tal o cual escritor la dignidad del gran escritor ruso, abastecedor de la tradición. Estas voces, provenientes de la crítica oficial y de la burocracia soviética, así como de la propia intelligentsia, llegaban con una frecuencia de unos dos grandes escritores por década.
Tan sólo durante los años de la posguerra -que han durado dichosamente hasta ahora-, media docena de nombres, como mínimo, han llenado el aire. Los años cuarenta terminaron con Mijail Zoshchenko, y los cincuenta se iniciaron con el redescubrimiento de Babel. Luego vino el deshielo, y la corona le fue otorgada a VIadimir Dudintsev por su No sólo de pan. Los años sesenta se los repartieron El doctor Zhivago, de Boris Pastemak, y la revaloración de Mijail Bulgakov. La mayor parte de los años setenta pertenecen obviamente a Solyenitsin; en la actualidad lo que se lleva es la llamada prosa campesina, y el nombre más frecuentemente pronunciado es el de Valentín Rasputín.
La burocracia, sin embargo, resulta ser mucho menos tornadiza en sus preferencias: lleva casi 50 años manteniéndose en sus trece, promocionando a Mijail Sholojov. La constancia dio resultado -o más bien lo dio un ingente encargo de construcción naval a Suecia-, y en 1965 Sholojov se hizo con su Premio Nobel. Sin embargo, pese a todo este gasto, pese a tanto músculo del Estado por una parte y tanta agitada oscilación de la intelligentsia. El vacío proyectado sobre este siglo por la gran prosa rusa del anterior no parece llenarse. Cada año que pasa crece de tamaño, y ahora que el siglo se acerca a su término existe la creciente sospecha de que Rusia puede hacer mutis en el siglo XX sin dejar tras de sí una gran prosa.
Es ésta una trágica perspectiva, y un nativo de Rusia no ha de mirar febrilmente a su alrededor en busca de alguien a quien echar la culpa: la culpa está en todas partes, ya que pertenece al Estado. Su mano ubicua segó a los mejores, y estranguló a la segunda fila restante hasta convertirla en pura mediocridad. De consecuencias más desastrosas y de mayor alcance fue, sin embargo, el surgimiento -patrocinado por el Estado- de un orden social cuyo retrato o incluso crítica reduce automáticamente la literatura al nivel de la antropología social. Es de presumir que hasta eso habría sido soportable si el Estado hubiera permitido a los escritores hacer uso en su paleta de la memoria individual o colectiva de la civilización anterior, es decir, de la civilización abandonada: si no como referencia directa, sí al menos a modo de experimentación estilística. Con tal cosa declarada tabú, la prosa rusa se fue deteriorando rápidamente hasta tomarse el lisonjero autorretrato de un ser debilitado.






La caída

Este tipo de cosa se llamó "realismo socialista" y hoy día es objeto de burla universal. Pero como a menudo sucede con la ironía, aquí la burla le resta a uno considerable capacidad para comprender cómo fue posible que una literatura cayera a plomo, en menos de 50 años, desde Dostoievski hasta individuos como Bubennov o PavIenko. ¿Fue este picado consecuencia directa de un nuevo orden social, de un levantamiento nacional que de la noche a la mañana redujo el funcionamiento mental de la gente a un nivel en el que el consumo de basura se hizo instintivo? ¿O acaso no hubo ya alguna grieta en la mismísima literatura del siglo XIX que precipitó esa caída? ¿O fue simplemente una cuestión de altibajos, de un péndulo vertical propio del clima espiritual de cualquier nación? Y en todo caso, ¿es lícito hacer tales preguntas?
Es lícito, y sobre todo en un país con un pasado autoritario y un presente totalitario. Pues a diferencia del subconsciente, del super-yo se espera que se exprese. No cabe duda de que el levantamiento nacional que tuvo lugar en Rusia en este siglo no tiene paralelo en la historia de la cristiandad. De manera similar, su efecto reductor sobre la psique humana fue lo bastante único para permitir que los gobernantes hablaran de una "nueva sociedad" y un "nuevo tipo de hombre". Pero, claro está, ése era precisamente el objetivo de la empresa en su totalidad: desarraigar espiritualmente a la especie hasta un punto sin retorno; porque, ¿de qué otro modo se puede edificar una sociedad verdaderamente nueva?
En otras palabras, lo que tuvo lugar fue una tragedia antropológica sin precedentes, un salto atrás genético cuyo resultado neto es una reducción drástica del potencial humano. Utilizar subterfugios al respecto, valerse aquí de ensalmos de ciencia política es desorientador e innecesario. La tragedia es el género escogido por la historia. De no ser por la propia elasticidad de la literatura, no habríamos conocido ningún otro.
Para la literatura -no así para sus lectores- esto es a la vez bueno y malo. Lo bueno viene del hecho de que la tragedia da como resultado una obra literaria con una sustancia mayor de la habitual e incrementa el número de sus lectores al apelar a una curiosidad morbosa. Lo malo es que la tragedia circunscribe en gran medida la imaginación del escritor a sí misma.
El drama personal, no digamos el nacional, reduce, de hecho niega, a un escritor la capacidad para alcanzar el distanciamiento estético imprescindible a una obra de arte perdurable. La gravedad del asunto anula sin más el deseo de empeño estilístico. Al narrar la historia de un exterminio masivo, uno no siente unas tremendas ansias de dar rienda suelta al flujo de la conciencia; y con razón. Por muy atractiva que tal circunspección resulte, el alma del escritor saca de ella más provecho que su hoja de papel.
Sobre el papel, tal despliegue de escrúpulos empuja a la obra de ficción hacia el género biográfico, ese último bastión del realismo. A la postre, toda tragedia es un suceso biográfico, de una u otra forma. ( ... ) La triste verdad respecto a esta ecuación de arte y vida es que se hace siempre a costa del arte. Si una experiencia trágica hubiera sido garantía de una obra maestra, los lectores serían una lúgubre minoría enfrentada a multitudes ilustres que habitarían panteones en ruinas y vueltos a erigir.
Pues la prosa es, aparte de todo, un artificio, una bolsa llena de trucos. Como artificio, posee su propio linaje, su propia dinámica, sus propias leyes y su propia lógica. Tal vez más que nunca, esto ha sido puesto de manifiesto por los esfuerzos del modernismo, cuyos patrones desempeñan un importante papel en la actual valoración de la obra del escritor. Pues el modernismo no es más que una consecuencia lógica -compresión y concisión- de lo clásico. Si estos patrones del modernismo tienen alguna significación psicológica, ésta es que el grado de su dominio indica el grado de independencia de un escritor respecto de su material, o, de manera más general, el grado de primacía de un individuo sobre sus propias dificultades o las de su nación.






Semejantes al aire

Puede argüirse en otras palabras, que al menos estilísticamente el arte ha sobrevivido a la tragedia, y que, con ello, también lo ha hecho el artista. Que la cuestión, para un artista, es contar la historia no según ella misma, sino según las propias condiciones del artista. Porque el artista representa a un individuo, a un héroe de su propio tiempo: no del tiempo pasado. Su sensibilidad debe más a las antedichas dinámica, lógica y leyes de su artificio que a su experiencia histórica real, que casi siempre es redundante. La tarea del artista ante su sociedad es proyectar, ofrecer esta sensibilidad al público como acaso la única ruta de partida disponible desde el yo conocido y cautivo. Si el arte enseña algo a los hombres es a hacerse semejantes al arte: no semejantes a los otros hombres. En efecto, si hay para los hombres una oportunidad de convertirse en algo que no sea víctimas o villanos de su tiempo, la oportunidad reside en su pronta respuesta a aquellos dos últimos versos del Torso de Apolo, de Rilke, que dicen:
"... este torso te grita con todos sus músculos: / '¡Has de cambiar de vida.?".
Y es en esto precisamente en lo que la prosa rusa de este siglo fracasa. Hipnotizada por la amplitud de la tragedia que sobrevino a la nación, sigue rascándose las heridas, incapaz de trascender, la experiencia ni filosófica ni estilísticamente. Por devastadora que sea la acusación que uno haga contra el sistema político, su formulación viene siempre envuelta en las cadencias de la retórica humanista religiosa fin de siècle. Por envenenadamente sarcástico que se ponga uno, el blanco de tal sarcasmo es siempre externo: el sistema y los poderes-que-sean. El ser humano es siempre ensalzado, su bondad innata es siempre vista como la garantía de la derrota final del mal.
En la época que leyó a Proust, Kafka, Joyce, Musil, Svevo, Faulkner, Beckett, etcétera, son precisamente estas características las que hacen que un ruso bostezante y desdeñoso coja una novela policiaca o un libro de autor extranjero: un checo, un polaco, un húngaro, un inglés, un indio. Sin embargo, estas mismas características satisfacen a muchas lumbreras literarias occidentales que deploran el lamentable estado de la novela en su propia lengua y que oscura o transparentemente aluden a aquellos aspectos del sufrimiento que resultan beneficiosos para el arte literario. Puede sonar a paradoja, pero, por una serie de razones -la principal de las cuales es la pobre dieta cultural a la que se ha tenido a la nación durante más de medio siglo-los gustos lectores del público ruso son mucho menos conservadores que los de los portavoces de sus colegas occidentales. Para éstos, presumiblemente sobresaturados de distanciamiento modernista, experimentación, absurdo y demás, la prosa rusa de este siglo es un respiro, una tregua, y se extienden con entusiasmo sobre el tema del alma rusa, de los valores tradicionales de la literatura de ficción rusa, del legado superviviente del humanismo religioso del siglo XIX y de todo el bien que, hizo a las letras rusas, del -debería citar- severo espíritu de la ortodoxia rusa. (En comparación, sin duda, con la flexibilidad del catolicismo romano.)
Cualquiera que sea el hacha con que este tipo de gente quiera triturar a quienquiera que sea, la verdadera cuestión es que el humanismo religioso es, en efecto, un legado. Pero no es tanto un legado del siglo XIX en concreto cuanto del espíritu general de la consolación, de la justificación del orden existencial en el plano más elevado, preferentemente eclesiástico, propio de la sensibilidad rusa y del empeño cultural ruso como tal. Lo menos que puede decirse es que en la historia, de Rusia no hay escritor que esté libre de esta actitud, que no atribuya a la Divina Providencia los más lúgubres acontecimientos y los haga automáticamente objeto del perdón humano. El problema de esta -por lo demás- conmovedora actitud es que la comparte también plenamente la policía secreta, y que sus empleados podrían esgrimirla el día del juicio final como excusa válida para sus prácticas.
Dejando de lado los aspectos prácticos, una cosa está clara: esta suerte de relativismo eclesiástico da como natural resultado una intensificación de la atención al detalle, llamado en otros lugares realismo. Guiados por esta visión del mundo, el escritor y el policía rivalizan entre sí en precisión, y, según quien lleve la ventaja en la sociedad, ofrecen este realismo con su epíteto circunstancial. Lo cual demuestra que la transición de la literatura de ficción rusa desde Dostoievski hasta su estado actual no se ha producido de la noche a la mañana, y que tampoco era exactamente una transición, porque, incluso para su propia época, Dostoievski era un fenómeno autónomo, aislado. La triste verdad sobre la entera cuestión es que la prosa rusa lleva bastante tiempo en un derrumbamiento metafísico: desde que dio a Tolstoi, quien se tomó un poco demasiado literalmente la idea de que el arte refleja la realidad, y a cuya sombra las oraciones subordinadas de la prosa rusa han estado retorciéndose indolentemente hasta hoy.






Tolstoi y Dostoievski

Esto puede parecer una simplificación grosera, pues, en efecto, por sí sola la avalancha imitadora de Tolstoi tendría una significación estilística limitada de no ser por su lugar en el tiempo: alcanzó de lleno a los lectores rusos casi simultáneamente con Dostoievski. Sin duda para un lector occidental medio, esta clase de distinción entre Dostoievski y Tolstoi tiene una importancia limitada o exótica. Al leer a ambos en traducción, los ve como a un solo gran escritor ruso, y el hecho de que los dos fueran traducidos (al inglés) por la misma mano, la de Constance Garnett, no es una ayuda. Todo eso está muy alejado de la realidad, y, francamente, la proximidad en el tiempo de Dostoievski y Tolstoi fue la más desdichada coincidencia de la historia de la literatura rusa. Sus consecuencias fueron tales que quizá la única defensa posible de la Providencia contra las acusaciones de hacer trampas con el maquillaje espiritual de una gran nación sea decir que de este modo impidió a los rusos acercarse en exceso a sus secretos. Porque quién mejor que la Providencia para saber que quien sigue a un gran escritor está destinado a recoger las cosas exactamente donde las dejó el gran hombre. Y quizá Dostoievski se elevó demasiado para el gusto de la Providencia. Así que envió a un Tolstoi como para asegurarse de que Dostoievski no lograba continuidad en Rusia.







Conferencia (Biddle Memorial Lecture) pronunciada en el Museo Solomon R. Guggenheim, de Nueva York, el 31 de enero de 1984, bajo los auspicios de la Academia de Poetas Americanos.



Traducción de Javier Marías





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