Julio Camba
Una de las pocas cosas que siempre hemos
tenido por ciertas acerca de la China resulta ahora ser una mentira como una
casa. Me refiero a esa especie de que los chinos, mientras gozan de buena
salud, les pasan una pensión a sus médicas, retirándosela tan pronto como son
víctimas de alguna enfermedad, y no volviendo a pagársela hasta que se encuentran perfectamente restablecidos.
Viajeros dignos de todo crédito aseguran
que la sabiduría china no ha llegado aún a elaborar ese sistema que,
evidentemente, sería la suma perfección, y al parecer, en la China ocurre lo
misino que aquí, esto es, que el interés de los médicos no consiste en tener a
la gente sana, sino al contrario, en procurar, por todos los medios que caiga
enferma.
Pero
lo que no es cierto de los médicos sí, lo es de los astrónomos, o, por lo menos,
lo era en la antigua China, donde estos respetables caballeros solían responder
con sus cabezas de todos los tifones, terremotos, lluvias torrenciales, huracanes
y tornados que no habían sido capaces de evitar. Así un día, mil o mil quinientos
años antes de la era cristiana, los chinos empezaron a ver corno el sol iba
siendo devorado en el firmamento por un dragón espantoso, y, poseídos del mayor
pavor, se echaron a buscar por todas partes a los sabios Fuh y Fah, que eran
los astrónomos más ilustres de la corte. El dragón ya le había dado al sol un
gran mordisco en la cabeza, y amenazaba con tragárselo todo entero cuando aún
no se había encontrado rastro alguno de Fuh ni de Fah.
—¿Dónde
estarán esos hombres? —se decía el pueblo aterrorizado—. ¿Por qué no vienen de
una vez a matar al dragón? Y echando mano de todos los tambores que
había en Pekín empezaron a batirlos desesperadamente a ver si el monstruo se
asustaba con el ruido.
¡Plan! ¡Plan! ¡Racataplán...!
Al redoble de los tambores se unía el vocerío
ensordecedor de la multitud, y poco a poco pudo verse cómo el dragón iba, aunque
de muy mala gana, soltando su presa.- Por fin, y gracias a los esfuerzos concertados
de todo el pueblo, el dragón abandonó la lucha y huyó, sin que hasta la fecha
haya logrado averiguarse adonde. Pero ¿qué era de Fuh y de Fah?
No se dio con ellos hasta algunas horas más
tarde, cuando un grupo de chinos que entró en una taberna a celebrar la
victoria del ¡sol los encontró borrachos perdidos debajo de una mesa. Sí,
señores. Los dos ilustres, honorables y venerables ancianos, gloria de la
ciencia, asombro de la humanidad y orgullo del Celeste Imperio, estaban
borrachos perdidos. Se habían puesto a beber desde por la mañana, y cuando el
dragón, que los acechaba, vio que ya no podían tenerse en pie, fue cuando decidió
lanzarse sobre el sol.
Huelga añadir que tanto Fuh como Fah fueron
decapitados inmediatamente con todos los honores debidos, a su alta jerarquía.
Luego se nombró a otros dos astrónomos de corte,' y mientras no hubo inundaciones
ni terremotos, eclipses de sol ni tempestades de arena, los hombres se dieron la mejor vida del mundo.
La Vanguardia, 6 de abril de 1949
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