Fernando Savater
Los
múltiples exilios de VIadimir Nabokov remiten metonímicamente a su verdadero
destierro, a su desplazamiento esencial: el que le aleja de su lengua.
Expulsado de Rusia, de Alemania, de Francia, acosado por los simétricos
totalitarismos nazi y bolchevique, Nabokov resbala fundamentalmente sobre las
lenguas europeas, desgarrándose de ese ruso del que Sholzenitsyn le proclama
prosista incomparable hacia un imposible damero maldito de idiomas estructurado
sobre el basamento del inglés. De algún modo, Nabokov ha renunciado a
convertirse en un buen escritor anglosajón, como logró ser Conrad,
pues esto supondría desistir de su condición de exiliado y asimilarse
definitivamente a su lingüística, patria adoptiva; por eso conserva en sus
novelas fragmentos en diversos idiomas, descoyunta los significados
trasladándolos de una lengua a otra, traduce y retraduce cada párrafo como el
malabarista que trastoca fulminantemente la posición de las cáscaras de nuez
hasta que somos incapaces de decir dónde se oculta el esquivo guisante. Parece
como si el inglés fuera en lo idiomático lo que Estados Unidos en lo nacional,
una abstracta estructura en la que se hacen compatibles diversidades europeas
de las que recibe su vitalidad: así al menos parece verlo el exiliado Nabokov.
En cierta ocasión, Mircea Eliade preguntó a Saint John Perse por qué había
elegido Washington DC para vivir, a lo que el poeta -repuso: «Porque es una
ciudad que no existe, una simple ficción administrativa; es vivir en lo
indeterminado». Algo así pareció encontrar Nabokov en el inglés-americano,
cuando recibió de Estados Unidos dos irónicas identidades: un idioma base, que
le permitiera, potenciar al máximo la diversidad de los que posee, y una
nacionalidad que le ha permitido exiliarse de nuevo tranquilamente a la muy
abstracta Suiza. Nabokov sólo quería un idioma fijo para exhibir mejor la
irreductible diferencia de los otros y un pasaporte americano para conquistarse
sin disputa el derecho a no estar en ningún sitio. Tal es la ética de ese
destierro que Nabokov ha decidido transformar en estilo. Representante
demasiado lúcido de los ciudadanos de naciones que ya no son patrias, de los
hablantes de lenguas de impura vitalidad mezclada, de quienes renuncian a toda
palabra con mayúscula para que les dejen seguir jugando a lo que les gusta,
Nabokov es el más contemporáneo de los novelistas. Y quizá también el más
grande. La novela titulada Barra siniestra, que acaba de aparecer
en castellano, es la primera en que Nabokov asumió su exilio lingüístico y se
decidió a escribir en inglés. Un inglés esmaltado de ruso, de alemán, hasta de
latín, una especie de volapük de envidiable maestría barroca.
El largo, conscientemente autoirónico prólogo nos instala desde la entrada en
la pura reflexión sobre el estilo. Nabokov insiste en que se trata de escribir
y nada más: no hay mensaje, no hay alegoría, no hay ideas... La delegación
vienesa no está invitada. «No me interesa la sátira,- ni la política ni la
economía; no me preocupan la bomba atómica ni el futuro de la humanidad». ¿Qué
pensar de estas declaraciones tajantes, de esta apología sin rebozo del más
descarnado art pour,l'art? Me atrevo a prestar un testimonio
dubitativo a título personal: me fastidia soberanamente todo experimentalismo
literario, toda novela que exige para ser gozada afición a la semiología o un
número extraordinario deTel Quel, pero nada me divierte y me hace
disfrutar tanto como los libros de Nabokov. Nada mejor urdido que sus tramas,
nada tan permanentemente inteligente como sus ideas, lanzadas al acaso, como el
helado y terrible humor con que analiza las situaciones creadas. Leyendo a
Nabokov se paladea sin duda el triunfo de un estilo fulgurante, pero también
-tanto monta...- un, concienzudo desarraigo de los tópicos morales, que rigen
el mundo, una visión implacable de lo que los hombres han hecho con los otros
hombres o el destino con todos ellos, un áspero anhelo sólo a medias admitido
de libertad y sinceridad de ánimo. Barra siniestra es una
novela antitotalitaria en ese sentido eficaz que los escritores directamente
testimoniales o panfletarios no alcanzan jamás. Es también el poema de ternura
atroz que narra el despedazamiento de dos seres que se aman por la repugnante
razón de Estado.
Tomado de El País, mayo, 1976
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