Severo Sarduy
¿Qué
sucedería si nos hablaran en un idioma y entendiéramos en otro, si lo que nos
entra por una oreja nos saliera por la otra pero fragmentado, invertido, reducido a la alquimia
de sus letras o a su anagrama? En esa Babel atómica, habría que escucharlo todo
al derecho y al revés, abrir los ojos, estar a la que se te calló: detrás del
asegurador “No te mata” podría ocultarse La noche enloquecida —notte matta—; todo hay uno sería
acompañado por su abstinencia; y cada sorpresa significaría la prisión de una
pobre monja —sor presa—. El emblema barroco de este universo ya no
delirante sino dalirante no sería otro que un onagro sobre un órgano,
incongruente coincidencia, como la de un paraguas sobre una mesa de disección,
pero cuyo soporte es un juego de letras, una recombinación de letras: la vida
es un crucigrama feroz.
Este
universo de hipérboles sonoras, en que cada personaje se convierte en una Juana
de Arco miniaturizada, oyendo voces por doquier, y donde cada palabra, como
dice el adagio ferroviario, puede ocultar otra, es el de Larva de Julián Ríos: las palabras se difunden y caen, como la
nieve, atomizadas, formando efímeras figuras que se deshacen con la misma
velocidad, y en la misma ilusión en que se formaron; todo es reflejo, trompe-l’oeil, imagen engañosa. O
mejor, Larva, el volumen material del
libro, el cubo irregular que forman sus páginas, no es más que una gigantesca
cámara de eco.
Pero,
¿quién juega así con las palabras, quién desordena, revuelve y dilapida las
sacras arcas del idioma español, quién viene a darnos gato por liebre y a
transformar nuestros oídos en un verdadero laberinto? Sobre todo, dos
personajes de nombre emblemático y conducta impropia: Milalias, que contempla los
hongos vagabundos de cualquier calle londinense y no se pierde un solo
retruécano con tal de ensartar una obscenidad, y su chakti, su energía
femenina, Babelle en zapatillas de ámbar, que lo acompaña entre las figuras
emperifolladas de cualquier noche de carnaval y con él se libra a otras, que no
desdeñaría ningún Kama Sutra.
Fin de la inocencia
Por
supuesto, hay otro modo de encarar la empresa, a la vez desmesurada y ejemplar,
de Larva: enunciarlo requiere también
otro lenguaje. Se trata de saber qué modificaciones, qué tipos de ondas dibujan
en la superficie sensible y espejeante del significado —como en una capa de
mercurio—, las perturbaciones voluntarias, el azar y los fallos provocados en la superficie superior y visible, en la materia fónica y visual del
significante.
De
ahí que el libro se presente, como una partitura o una efeméride, en dos
registros: en la página derecha asistimos al relato, o a lo que es una
simulación de todo posible relato —los “personajes” son como una sacudida o un
psicoanálisis del castellano; desarman el idioma como un juguete en manos de un
niño furioso: para ver cómo funciona—; en la página izquierda viene a caer,
como una lluvia de partículas, el residuo de ese frote, el sedimento de esa
saturación, la madre del idioma, como la del vino.
Ese
viento solar, magnético, hecho de vocales desplazadas, de inversiones
burlescas, de consonantes dobles o mudas, marca de su incandescencia, de su
materia ígnea la página izquierda de Larva al mismo tiempo la proyecta —de allí el carácter ecuménico de ese cruce de
hablas— no sólo en el propio castellano, o en su estrato más inconsciente o más
arcaico, sino en todos los idiomas, desde el latín y el ruso hasta el ríspido
dialecto, marcado con olor de incienso, de especias y de curry, que practica
una odalisca india de Londres. Y más: de esa proyección o de ese resto del
relato van surgiendo otras palabras encajadas unas en las otras, otra
dimensión, otro relato especular, simétrico de Larva que es como su negativo, o su doble en la anti-materia.
Con
la lectura de Larva termina también nuestra ingenuidad de oyentes, o nuestra inocencia.
Ya nunca más oiremos las deshilachadas conversaciones de una barra, el discurso
autoritario de un maestro, o hasta las confesiones de la almohada, sin tratar
de escuchar, al mismo tiempo y como en filigrana, la voz del altoparlante de la
izquierda, la voz del Otro, en la confusa estereofonía de la cotidianidad, y
hasta en nuestro propio discurso, que casi siempre supone saber. No hacen otra
cosa los psicoanalistas, sobre todo los que, a una técnica de la “escucha
distraída” formó Lacan.
Al
final de Larva, Milalias nos pide que
busquemos su figura en una constelación como si, personaje de un mito, de una serie
de variantes cíclicas, se hubiera resuelto en su propia anulación, en el
recorrido gratuito de la mirada por las estrellas; llega a cifrar ese
recorrido, como para que el distraído espectador de la bóveda celeste no pueda
sino reconstituirlo, volver a “darle cuerpo”, para que el desafío de las
significaciones vuelva a comenzar.
En
unos yaquis tirados por el suelo, el narrador de Paradiso de José Lezama Lima, descubre, formado por azar, el rostro
de su padre muerto.
Esta
reminiscencia, para señalar que el escrutador de Larva no está solo; otros oidores —la palabra es de Lezama— en las Canarias,
en Sao Paulo, en París o en Londres, forman con él un coro, aunque secreto
fuerte, que estusiasma la pulsión de descifrar.
Tomado de La Vanguardia, 23 de febrero de 1984.
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