sábado, 3 de noviembre de 2018

Las mariposas no sueñan (2)



  Rogelio Saunders

 ¿Era la alameda, por fin, eso que brillaba más allá del límite establecido por la fotografía (por los dedos oleosos que volvían a manosearla una y otra vez, ni insolentes ni asombrados: era algo que estaba más allá del asombro: ese espasmo inaudito de la proporción (¿tan familiar? ¿tan antiguo?), en los aledaños de un grupo arquitectónico formado por dos masas casi gemelas, semiborrado ya por la fina greda del tiempo y sin embargo tan vivo en esa lejanía como el joven soldado que en ese mismo instante avanzaba o retrocedía sobre la hierba, saludaba riendo a los delfines o tiraba con entusiasmo de la jarcia que calcinaba sus manos pequeñas y oscuras (manos de empedernido lector que sueña en el fondo de una celda coronada por un agujero enrejado y oblongo).
Él mismo era ese soldado, sin dejar de ser el niño que ascendía en busca del montgolfier o que miraba el vuelo inverosímil de las gaviotas, tendido con los brazos abiertos sobre el rectángulo de arena.
Oía sin oír (aquí en el alto de hierba, o allá en la cercanía de las olas), pensando más bien en términos negativos: lo que no debía olvidar, lo que no debía perder...
(Recordó de pronto el intrincado dibujo en la balconadura de hierro forjado. El centelleo de las hojas en la transparencia del final del verano. El bulto amarillento que se acercaba como una ola redonda a la inocencia de su boca de niño. El restallido doloroso de la bofetada.)
  
Era cierto que ya no oía nada. Pero aún oía ese sonido, ese jadeo sin fin.
Era de noche (o era de día). El blanco de una noche sin noche lo iluminaba todo. Todo lo que, expuesto en la plena luz del día (en la perplejidad e interrogación más intensa), era invisible, había desaparecido.   
“Tú y yo” (dije, hubiera querido decir). Como si hubiera un quién. Como si pudiera nombrarse la sombra, el silencio, la desaparición. (Como si pudiera nombrarme a mí, que también había desaparecido.)
Pero ese que había desaparecido no dejaba de oír, no dejaba de ver. Allá lejos (o allá cerca), tan inminente, tan sorpresivo, que el ojo se anegaba en la forma (o en la no forma) y le era imposible separar lo soñado de lo vivido (el espejo de la sombra, la muerte de la vida).
Todos los sueños habían dejado de ser suyos. Toda la vida y todas las vidas. Pero esa ligereza no lo aligeraba, pues el día de sol y el cenceño cogollito verde eran ahora tan inalcanzables como el cuadro verdadero que había servido para pintar el cuadro falso colgado en la sucia pared de la cafetería.
La espalda se alejaba en el mercado con paso demasiado veloz, con gesto demasiado distraído. Días y también noches en otros desiertos, oyendo hablar a otras bocas, sonriendo a los desconsolados que habían perdido a sus amigos y sus caravanas, disperso en la multitud de sombras que erraban en un abigarrado espacio sin oscuridad ni luz, irreconocido y llamando, o esperando un llamado, llamándose a sí mismo como quien persigue una pintura en una espalda, una escena antigua que ondulaba entre las telas, perdido como todos los demás, llamando sin rostro en el laberinto de arena, pintado él también en otra espalda que alguien perseguiría a su vez, obsesivo y anónimo como el diálogo que resonaba en las bóvedas del recinto amurallado.
  
Ligereza del guerrero dormido sobre su lanza. El sol de alumbre dibujaba otro adensado cielo para su reposo. Sólo que no había reposo, ni cielo posible. Todo era sueño dentro de la ausencia y ausencia dentro del sueño. Tú y yo, llamándonos desde las orillas de ríos opuestos, y tan cerca sin embargo como las cabezas que se acercaban (o quizá se besaban) tras el cristal opaco, en un pasillo o en un túnel, en un balcón enrejado o en un saledizo caliente de roca.

Llovía, o quizá había dejado de llover hacía mucho tiempo. El techo se combaba bajo el peso del agua. El sonido antiguo, ilocalizable, continuaba. Continuaban los pasos intensos en la escargot de piedra, la mano aferrada a la barandilla de metal, la cabeza cayendo sobre las pesadas tapas de hule del libro amarillo. El verdín ascendía igualmente, aferrado a la ausencia de los azulejos. Un gato sin edad y sin nombre señoreaba allí, dueño de una geometría vertiginosa cruzada por ráfagas de légamo verde, por las huellas evaporadas de otros saludos y otros pasos desaparecidos ya en el resplandor violeta que había sustituido a la pintura.
Subía, cansado de las muchas noches sin encuentro, de los infinitos pasos malgastados en infinitas escaleras.
En el cuarto en tinieblas (en su irreconocida noche), todo continuaba.
Oía el sonido antiguo y familiar, y sin embargo ajeno, informe, lejano.
Era un grito que no resonaba aquí, porque aquí no había espacio para ese grito que ni siquiera el cuervo en su dilatado destierro en la nieve negra se atrevía a oír. Grito que quería ser dibujado y que se adhería como una hoja húmeda al cielomar de una antigua pared desconchada. (Antigua como el mural, ahora también desaparecido. Como las baldosas, vencidas por la sinusoide continua de la desaparición, por el empoblamiento flordelisoideo de la subterra.)
Exacto y definido como la acrópolis y aún por dibujar, allí donde cae sin cesar una gota de ámbar hialino sobre la eclíptica partida del astrolabio. Reflejo gemelo del “quién soy” en el infinito irreconocimiento de la rayadura. En su neutra hendedura, gemela de la otra (de la inextensa risa de la rosa diseminada en el lecho submarino, rodeada de silenciosos asesinos fosforescentes). El rito o ceremonia celebrado durante miles de noches en el mismo escenario, con las mismas palabras y los mismos actores, y un único testigo desterrado para siempre en la concavidad soñadora del espejo, como una sombra inclinada sobre otra sombra, oyendo, adivinando, contando como un viejo avaro la pobre riqueza de esos instantes que sólo podían percibirse en el espejo empañado de un día sin día o una noche sin noche (yo mismo, yo mismo era el prisionero que leía un libro interminable, encerrado en unos de los muchos, de los infinitos túneles enarenados del laberinto).
Todo se repite (aquí arriba, o allá abajo).
Todo continúa (aquí arriba, o allá abajo).
La tragedia cien veces escenificada bajo el alargado cono de sombra, como un antiguo y perfeccionado oficio de tinieblas.
Labio morado de la enferma, adherido al cristal, succionando, ansia sin fin. El cristal sudando nieve; la boca que exuda, boca de pez abandonado en el océano, boca de rosoidea sin pétalos, sin hijos, infinitamente sexuada. Tu boca, tu sueño. Tu asombro, tu asfixia, tu ansia. Tu pelo de niña pegado en la frente que arde con la fiebre fría de la nieve, del viento feroz en la copa de los árboles, furioso y desviado como el relato (hijo de otro relato, hijo de otro relato sin fin). Como los túneles vertiginosos del laberinto, llenos, como tu boca, de ausencia, como tu mano, del canto silábico, lento e imposible del condenado.
Tú eras la niña eterna encerrada en el cuarto de ángulos desemejantes, esperando al padre, al novio, al hijo o al amante que nunca vino.
Y sin embargo...
(Ya estaba allí, su filamento curvo y percutiente de cuervo, de encogido, de perverso encapotado siempre por advenir, amado hasta la extenuación y más allá de la extenuación, hasta la enfermedad y más allá de la enfermedad, hasta la muerte y más allá de la muerte. El arquitecto o matemático enajenado, el falso doctor, el rayador encerrado momentáneamente en una torre (estudiante eterno, hijo eterno, padre eterno, sin domicilio y sin nombre) que sube por una escalera sin fin y cuyos dedos torpes y sucios no pueden tocar a la niña, no pueden acariciarla o hacerle daño, porque son demasiado grandes o están demasiado lejos (en el espejo y más allá del espejo, en el reborde blanquecino de un día sin día y una noche sin noche), porque de pronto no hay allí sino los blandos, aceitosos, resbaladizos espolones de las plumas, y el pico, desesperado e inútil, resbala en el espesor del cristal, rayando, llamando, lacerando la tarde de invierno con sus lentas sílabas de condenado.)
Y sin embargo...
¿No estábamos tú y yo mirando la sombra alargada del niño en el desconchado del techo? ¿No nos amábamos hasta la muerte y más allá de la muerte, anegados en el vértigo negro y rojo de ese mediodía que era como la más larga noche, gigantes desarticulados allende el palimpsesto compacto de cuerpos y papeles? ¿No habíamos imaginado la allée de esparcido ocre y las hojas de otoño arremolinándose como ratas tenaces, mordiendo en el lecho de raíces los pasos sin huella del vagabundo, del gigantoma hipermétrope que hacía equilibrio como un funambulista descalzo sobre la cima precaria de un muro? 
No éramos ya, y aún éramos.
Íbamos aún, encerrados en la lentícula geométrica como esforzados soldaditos de plomo con una misión desconocida. Nos rodeaba la áspera y esparcida planicie de una repisa, y más allá, a lo lejos, brillaban como en un sueño las olas de papier-maché, sustituyéndose sin fin frente a quienes seguían con ojos redondos la equívoca ceremonia sobre el endurecido suelo de tablas, cautivos del encantamiento más antiguo.

Yo te miraba a ti, pero no era a ti quien miraba. No podía mirarte, ni oírte. No era el lugar o el tiempo lo que se interponía, como una mueca desdeñosa o una risa (o como quien lanza despreocupadamente una gorra azul al aire). Nos oíamos y nos hablábamos, pero no éramos nosotros quienes nos veíamos y quienes nos hablábamos.
Así, mi cabeza caía hacia un lado, como la de un niño, y arrastraba un pie detrás, como hacen los niños. Sin duda el viento del desierto no soplaba solamente allí donde nos dicen los viajes y los libros. No había que haber envejecido para escuchar ya el dictum insonoro que caía como un badajo sobre toda esperanza, sobre todo canto de joven nacianceno elevado hacia el sol en la vecindad de las duchas antiguas.
Y era siempre eso que no tenía nombre y bajo lo cual sin embargo no podíamos cobijarnos. Estaba allí, espeso y coloreado como las sombras encadenadas en el largo muro del promontorio.
Eso éramos nosotros: sombras encadenadas. Soldados empujados por una orden desconocida hacia la pared vertiginosa de un desfiladero. Hijos del desencantado rizoma; de la caída perenne de la gota sobre la eclíptica partida del astrolabio.
Y eso es, aún (dijo o soñó), lo que perdura. La canción del viejo vagabundo reflejada en los adoquines mojados por la lluvia.
«Je suis l’accordioniste. Le dernier représentant d’un métier triste.»
La allée inútil, casi orgullosa, rodeada por el espesor del follaje, por los cantos diminutos de los leñadores que avanzan en fila india hacia un onduliforme claro sólo presentido, hacia un lejano medio día sólo imaginado. El hipogeo abierto y luminoso en el que el entrecruzarse de las ramas se confundía con la caída vertiginosa de las hojas, el milisegundo exacto antes de que cayera sobre la nuez (hipertrofiada y oblonga como una piedra-imán de sedoso espejeo negro) el golpe maestro del duende leñador.

Tu sexo, dijo él. No el alto de hierba recortada y áspera (y soñaba), sino el agua y su fondo donde se desmigaja la rosa. La abertura en el verde a través de la cual puede verse el mar que es el cielo que es el mar que es el cielo. Caído allí como en la pulpa de un árbol. Caído, es decir: sin asidero. Tu sexo (y soñaba aún, sin la gracia del sueño), el cristal a través del cual el niño mira sudoroso el juego risueño de las hojas. El pájaro verde y tornasol que se repite en otro pájaro verde y tornasol. Verde violeta del pájaro soldado a su grito. Un chillido sin música. Como algo oído en un sueño, un horror sin nombre, el presentimiento de un empoblamiento que habitaba el reverso del ojo, vibrando, estridulando como una sombra transparente, aferrado al cogollito misterioso de los setos, cantando, succionando, atrayendo, llamando.      
Tu sexo —dijo, semiinclinado en la tosca mesa de tablas, parpadeando dudáneo bajo el centelleo del ruido de fondo.                                     
Ah —dijo, pensando en todo lo que ya no escribiría. En las grandes pausas arrancadas al sueño y al trabajo (a la vida, en fin, aunque ese nombre insuficiente y engañoso no sonara a nada), como una escena antigua vista una y otra vez en la densidad redonda del cristal empañado. Dos cabezas que daban la impresión de tocarse cuando lo que las separaba en realidad no eran los años o los siglos, sino la imposibilidad de volver a ser lo que habían sido sin los sueños y los actos que los habían hecho ser lo que eran. (Lo que éramos: lo que fuimos. Yo sin ella y ella sin ella. Y yo mismo, allá en la lejanía, en equilibrio precario sobre la cima de un muro, como un flautista que se desmorona en silencio con su flauta en la explanada de un mirador, hora tras hora, noche tras noche, siglo tras siglo.)
Volvía la intimación del fragmento, intenso y desligado. Volvía la escena antigua: el diálogo de los amantes pintado con trazos vertiginosos de acuarela sobre el alto muro de la noche, donde también hacían su ronda de murmullos los homos vagadores, hijos de una ausencia que los hacía libres y que al mismo tiempo los encadenaba a la evanescencia ocre del desierto, como estaba encadenado el halcón en su bóveda transparente y aérea.
La carne abierta y roja, ardiente, subdividida, era una herida antigua que no podía curarse. Su sufrimiento de rosa milenaria no tenía lugar aquí, sino en la densidad dolorosa de un letargo cíclico, de un desencantado manuscrito siempre por comenzar, una sórdida lucha cuyos reflejos eran el movimiento perpetuo de las olas, los gritos en diminuendo allende la arena de una playa, los sueños inquietos de los alborotadores grumetes después muertos y antes saludándose con una sonrisa entre los promontorios de arena, los capitostes amarillos coronando las mudas farolas, el zigzagueo desorientado del siluro en el desfiladero ocre de la espalda, el centelleo vibratorio de la oscuridad en el borde del ojo, hijo de la tiniebla soñadora que se espesaba en la esquina del cuadro, hija a su vez del ángulo que alargaba al infinito el escenario sórdido del cuarto, donde el ciclo alcanzaba su colmo y donde sin embargo nada terminaba, pues no éramos sino las sombras coloreadas de una noche sin noche pintada en el gran libro amarillo al que desembocaban los innumerables callejones y pasadizos de la ciudad plegada. No era el todo. Era imposible que fuera el todo. Porque el todo mismo no era sino un fragmento, un diminuto azulejo que centelleaba entre otros miles de azulejos dentro de la alargada caja de madera (también llamada Kalos) cuya tapa se había abierto una vez en la luminosidad de plata del otoño, mientras el scarabeus reptaba por la camisa blanca como un antiguo centinela, anunciando con mudo signo el horror sin nombre de la existencia revelada.
  
Yo era el que enjugaba esa frente fragmentada; el que amasaba en la oscuridad el muslo engordado y frío. Mudas señales de la desaparición; del más claro día herido por un rayo venido del falso cielo de las estaciones; por esa catástrofe que sólo adquiría sentido en la reducida escena sin límites del teatro, como una ceremonia de aparecidos que debía celebrarse cada noche bajo el balanceo sordo y desencantado de la bombilla. El lugar oscuro y sin nombre donde danzaba un movimiento perpetuo de olas, y donde se oían otra vez voces lejanas que iban y venían en la arena, voces de niños perdidos que ascendían por una cuerda en la oscuridad o que se aventuraban bajo el agua en el laberinto subterráneo de una grotta, allende los turbios remolinos de olas que lajaban con un silbido furioso los promontorios anfracturados de la isla.
 (Era la misma grotta que había visto más de una vez a la luz del día, y cuyo interior estaba subdividido por agujeros perforados en la piedra a intervalos regulares.)
Allí era marzo siempre, y el pelo enmadejado, ido en la imitación nocturna de la hidra, volvía a contar la historia de la niña y el cuervo, del doctor oscuro que recorría sin descanso los inclinados callejones y pasadizos, del joven que subía cada noche por la tortuosa escalera de piedra y volvía a encontrarse con los enmasilladores enmascarados, del siluro que se alejaba ondulando como un pañolón en lo oscuro, de los alborotadores grumetes que perseguían a inexistentes muchachas entre las palmeras enanas, ignorantes del sanguinolento arlequín que también velaba, como en la víspera de un asalto definitivo, ya sin sombrero, ladro difuso recostado indolente en el gastado cilindro de una farola.
Volvió a oír las voces lejanas de los soldados y a ver el lento espectro flotar en la cercanía de un iluminado rectángulo de arena. Era el recuerdo, o era el olvido. Con la espalda apoyada en la dura y húmeda pared que imaginaba de granito, recordaba, no podía dejar de recordar, alucinado por el parpadeo del ruido de fondo.
Enfermo, acostado sobre un suelo frío y húmedo que imaginaba de granito, soñaba, alzado él también en la fiebre como un nebuloso ídolo, llamado al ámbito de reflejos donde parecían querer coagularse unas figuras, como indecididos restos de sueños, entre el terror de los azulejos resbaladizos y la voz pequeña y amable que lo llamaba (voz inidentificable ya) detrás de unas finas y descascarilladas persianas de madera.

Ella también volvía a donde yo no estaba. Se demoraba, dudánea, sobre los pálidos signos que dibujaban el engañoso coágulo de humo del presente, caminaba sin huellas sobre la arena roja hacia otro mundo poblado de inclinadas callejuelas y pasadizos, cautiva en la muda asíntota que nos atraía sin fin y que nos separaba sin fin.
Cada uno miraba al otro desde ese ahora transparente y último donde, presos aún en el alargado espejo anónimo de los siglos, nos habíamos reunido. Y eso fue lo que me dijiste —me dijo. Que hubieras querido que nos reuniéramos cuando ya no hubiera esta ansia ligada al deseo y a la muerte entre nosotros (este buscarse en la muerte y más allá de la muerte, este necesitarse en la muerte y más allá de la muerte). Y que entonces caminaríamos por una larga alameda ocre hacia el arco que se abría en el espesor del bosque, el ensoñado fragmento arrancado al mar en el que, como en el fondo circunscrito y luminoso de un caleidoscopio, ondulaba y sonreía la pequeña barca de colores vivos.
Como si esa alameda fuera la verdadera vida y no esa vida de hecha de gestos dibujados y borrados y vueltos a dibujar en el alargado espejo esmeril que era también un gran mural de lapislázuli, poblado por una larga hilera de figuras que avanzaban hacia el amanecer y que ya no podían separarse, como dibujadas por la misma mano hábil, desligada y cruel (como soñadas por el mismo constructor dolicocefálico en su cárcel de lapislázuli y arena).
Antes de que yo muriera y antes de que tú hubieras ascendido por tu propia voluntad a la torre de piso de tablas. (Gemela de la otra, habitada en la lejanía por un gigante hipermétrope que gruñía inclinado sobre una escritura incomprensible, o que golpeaba enfebrecido las teclas desafinadas de un piano, bajo la máscara polvorienta del viajero, al tañido y éxtasis de una música que percutía aquí con estruendo demencial sólo porque no había espacio posible para su dimensionalidad pasmosa, para ese sobresalto inaudito de la proporción que se extendía más allá de los bordes de la fotografía, hacia un tiempo sin tiempo y un espacio sin espacio, hacia la presentida claridad o inocencia de ese instante desconocido en que los dos volveríamos a encontrarnos, yo sin ella y ella sin ella, como despreocupados compañones que volvían en el atardecer por una alargada franja de arena roja.)
         
Pero era imposible, como era imposible el todo. Subido, como un vigía antiguo, sobre el zócalo que coronaba la atalaya o el alto oleaje de almenas, con el ojo fijo puesto en la superficie ondulilínea del lago o mirando sin esperanza hacia el punto en el que coincidían el azul del final del verano y la piedra caliza, me había convertido en el guardián eterno del informe, abandonado, incomprensible Kalos. (El gran cuerpo vacío era ahora un deshabitado patio de juegos en el que sólo era visible el largo pasillo de baldosas verdinegras, como el tablero incompleto de un ajedrez antiguo, huella a su vez de un ars combinatoria o ritual mucho más antiguo cuyas fórmulas y cuyas ceremonias y cuyos oficiantes habían desaparecido para siempre.)
Ella no volvería, porque no habría nacido.
Los dos habíamos muerto antes de nacer, hijos de un coágulo de historias que eran las nuestras pero que nacían y se dispersaban, centelleaban y desaparecían como señales anónimas en el enmadejamiento infinito de la pantalla y su ruido de fondo.
Muertos los dos en el mismo instante; y en el mismo instante, vivos. Pero vivos, ¿únicamente en el amor (o en eso que no era, que no podía llamarse amor)? Imposible responderle, pues yo también estaba preso en la fijeza del vitral que había aprisionado falsamente el tiempo entre un dibujo hecho con diminutos azulejos y una caja de lápices de colores. Preso y sin límites como el sol, glauco y oblongo como el subdividido orificio de una claraboya, iluminando la subterra flordelisoidea con todos sus rayos extendidos en la falsa noche de esmeril. (Hipertrofiado sol de medianoche, inmenso en el vértigo de lo imaginario, oscuro cielo protector de los que se perdieron en la curvatura simple del ocaso, en el sonido cantarín de la palabra ocaso, pintados en el largo muro de desencantadas puertas amarillas, encerrados en el mural de azulejos infinitesimales, descaminados sin regreso como bufones de intensas, de enloquecedoras carmañolas verde esmeralda.) 

El sabor de sangre en sus labios. Compartir algo —dijo. Como si hubiera algo que compartir. Algo que esperar, algo que construir. El lunar, ahora más grande, pardo en la luz derramada (tinta en la tinta más intensa del mediodía, alicatada en el cristal donde todos los sueños decían ya no o todavía no). Su ojo almendrado de avutarda, ladeado mientras miraba nerviosa, sentada en el brazo del sillón como en una rama a punto de quebrarse, ella, la sombra paralela y doble como doble y paralelo era el labio rojo de sangre, la sangre oscura en el rojo del labio, enferma y siempre abierta, pudriéndose, desmigajándose, pero siempre abierta, como la nieve partida por el sol (convertida en piedra de desfiladero, donde desaparecían las sombras con sus voces cada vez más lejanas, como en otro espejo), el largo pasillo alicatado de azulejos verdes y negros como en el gran mural imaginario, negro y rojo él también como el serpeo aguachiento de la nieve (continuo e inextinguible, como el lodo).
Ella, la constructora. Ella, la destructora.
 “Tú eres mi padre” —dijo. O mañana. Pero no había ningún mañana. U hoy. Pero no había ningún hoy. Atenacé el cabello abundante, hecho de crudas raíces. Caía en algo que no era una boca o un cuerpo, pero que continuaba sin fin, sin un cuándo o un dónde. No era su cara y era su cara. Mi mano rozó la estopa húmeda, el labio sin límite. Miré fugazmente por la ventana redonda y ya no había nadie. Volví a mirar y su cara estaba a un centímetro de la mía, caliente, ansiosa, llena de sufrimiento y de vida, de un sí urgente y sin fecha.          

La miré. Miré su rostro despojado de color, su boca distendida en un grito eterno, su muslo manchado, sucio, engordado, lelo. La mano que colgaba sin solución, lejos del dibujo, de la vida, del tiempo. Palpé la extraña forma de su cráneo (lo había visto más de una vez, ese alargamiento, esas protuberancias, y siempre me había producido asombro). El cráneo también continuaba más allá del tiempo, hermano de los gestos enedimensionales encerrados en el cuadrángulo colorinesco de la fotografía. Hermano del dolicocefálico sentado en la silla de piedra, redondeado él también y oscuro, intenso, desconocido, lanzando signos y flechas en mudo espejeo a la conjeturable mirada, a la insonora perplejidad que lo descubriría muchos siglos después (pero, ¿qué significaba después?) al ciego azar de una palabra dicha sin intención y evaporada enseguida en la atmósfera controlada por unos objetos diminutos atornillados en el suelo a intervalos regulares.
Tomé su mano que colgaba como un signo último, viva y muerta al mismo tiempo (mano sin mano, mano de niña, mano de anciana.) Me parecía extraño que la mano de una mujer estuviera tan deformada por el uso del lápiz. Ese dedo fibroso y desviado era la huella de una corrupción más antigua, profunda, esencial. Quería desentrañarla, robarla. (Ese yo que quería, ese yo que soñaba.) Pero no era capaz de ver más allá del cristal empañado, de la nieve que caía silenciosa sobre el desdibujado sendero donde el cuervo hacía señales con el pico y daba pequeños saltos en el serpeo aguachiento (era yo mismo, rayando, llamando, lacerando la tarde de invierno con lentas sílabas de condenado: miraba el cielo intensamente azul, tendido como un pequeño grumete sobre el rectángulo de arena: no sabía cómo había llegado hasta allí: oía un susurro continuo o un jadeo: veía en el cristal la huella proterva de una mano de niña: alguien me llamó: ascendía, o más bien huía, sintiendo las lanzas de la lluvia clavándose en diagonal en el terso lienzo esparcido de la mejilla: la mano se alargaba siguiendo la huida vertiginosa del montgolfier, colorinesco y asombroso: era el globo, el otro globo: la mano seguía aferrándose como una garra al borde resbaladizo de la cornisa: la hipertrofiada gaviota volvía a pasar rasando el globo del ojo: alguien lo llamó.)

Dedo mojado en saliva, en semen, erguido contra el viento. Dedo de niña cuyo sexo ha sido usado y reusado no una o diez veces sino cien mil veces, y está aún intacto. Embarrada de fiebre, hundida en un camastro estrecho y sucio que parecía construido sólo para ella. Una hora o cien mil horas. Un año o cien mil años. Nunca allí y sin embargo siempre allí en el golpe de gong de lo que nunca podía suceder ahora. La niña, con la frente apoyada en la ventana. La frente de avutarda, redondeada, hermosa, y el sudor formándose en su mano como la tela en el vientre de la araña. El grito, el aullido o rugido, nacido de la noche (de una noche sin noche). El sueño de la rosoidea abierta y heterocroma sobre el suelo submarino, rodeada de silenciosos asesinos fosforescentes.                      
Sin nombre, sin fecha. Sin padre, sin hijo.
Un grito. Otro grito. Otro grito. Otro.
Sin edad. Sin sexo.
Como un golpe de ausencia pleno oído en el corazón desconsolado de la medianoche.
Lejano. Doloroso. Indefinible.



¿Qué nos ha pasado? —preguntó de pronto, volviendo la cara arrebatada hacia el afilado viento de otoño.
No nos ha pasado nada —dije—. Es sólo la muerte. El Tiempo.



Me preguntó por qué le devolvía el libro.
Es demasiado pesado para que vaya conmigo. A donde voy no puedo llevármelo.
Me miró.
Era un libro grande, de páginas amarillas, llenas de una escritura antigua, hermosa, incomprensible.
Arabescos trazados muchos siglos antes en la piedra arenisca. Signos esquizoideos soñados por el ejercicio continuo de una tarea secular, confiada a uno solo, al ojo múltiple encerrado en la torre octogonada, libre para siempre y condenado, rehén de la elusiva lettera, siguiendo cada noche los pasos que resonaban en la escargot de hierro o en la anfracturada sinusoide de piedra, seguido a su vez por un gran perro negro por los inclinados túneles y pasadizos de la ciudad plegada, luego epileptoide sobre las duelas endurecidas del camastro, luego alelado y último en la infinitud del rectángulo de arena. Todo estaba allí: vivido, anotado, soñado, desaparecido.

Nos miramos por última o por primera vez, rehenes de algo invisible que no era el amor. Halcones detenidos por una risa; por un gesto visto al pasar entre los cientos de miles que se apoyaban como sombras coloreadas en el largo muelle de balaustres blancos. (Sin duda el viejo marino todavía estaría allí, esperando en lo alto de la cubierta, con el ojo del catalejo fijo en el azul del final del verano, desmigajado y perenne como el flautista en la almenada semicircunferencia del mirador.)
Concentrados en la sencillez de ese momento, semiborrados en la fina greda o llovizna que flotaba en la penumbra del cuarto, hablaban con la cabeza baja, únicos y hermosos como habían sido entonces y como ya nunca serían, y como hubieran debido ser sin los sueños y los actos que los habían hecho ser lo que eran.
Sonrió, con el lápiz levantado, a medio camino entre el papel aceitado y los perpendiculares parapetos que lo separaban de la inmensidad ocre. Todo había ocurrido en el territorio esparcido de una repisa, entre jóvenes grumetes o soldados que habían oído la orden equívoca de avanzar allende los arremolinados e intensos senos de las olas. Un diálogo de amantes dibujado en el vértigo rojo de la enfermedad y el abrazo, en la espuma que volvía resbaladizos los azulejos a la hora del baño, donde las manos hipertrofiadas iban y venían con erráticos centelleos, dibujando el laberinto de ecos, adelantando la posibilidad de ese día que no podía estar en ningún día y de esa noche que no podía estar en ninguna noche.

Sabía que no volverían a verse. Quiso levantar la mano, decir adiós.
Quiso a decir su nombre (el nombre, o el nombre del nombre), pero una sombra se interpuso, como el vaho de una boca de niña o el penduleo de una cabeza en el espesor del cristal.


  Fragmento de la novela inédita Las mariposas no sueñan. Ver primera parte aquí


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