Rogelio Saunders
Volvió, tenso el vestido rosado y
sucio, abierto en la espalda. Mudos periódicos viejos dispersos en el
planómeno, allende la rata que erguida leía en la sed lo que no podía escuchar
en el caño curvado de latón, absorto en su sueño de óxido.
El pájaro de alas
extendidas señalaba una escalera, una galería de deslucidos azulejos.
¿Era allí, por
fin?
(Pensó. Dibujó.)
El sfumato del
hollín había pintado cabezas de niños que penduleaban sin solución en la
ausencia del aire. Marzo: el escenario geométrico donde los grumetes de alegres
brazos tiraban con entusiasmo de una cuerda inconclusa. Su espalda ocre,
mordida por un escorpión. El sudor soldado a su frente intensa, ardiente,
lloviznada.
Yo no soy tú, y tú
no eres yo.
¿Quién había dicho
eso?
Tenía grandes
manchas de óxido, como redondeles de lapislázuli escarlata.
Insistió: “Yo soy
la rosa”.
El jadeo en el
cristal, donde el ojo de la niña se agrandaba. Ojo de avutarda, fijo como un
recuerdo en la frente desgajada: intenso, vibratorio, esferoidal. Cristal negro
del ojo, donde borronea, diminuto, un rostro.
Volvió la cabeza
hacia el ángulo agudo, infinito. No había visto nunca esa entrega, esa
respiración que se abría como una flor blanquecina en el ocre, tiñendo de
violeta la carne. El dulce olor de su inocencia abierta en la oscuridad como
una herida roja. La oscuridad roja del ocre, la saliva en la boca, la mirada
sin color. En otro mundo: en un mundo sin mundo: en una noche sin noche y un
día sin día.
El cuervo, del
otro lado, cantaba una canción inaudible, muerto de frío, aferrado a su rama.
Como si inscribiera en el serpeo de la nieve negra una historia imposible de
contar.
Por ese día —dijo.
No importa —dijo.
(Luego se volvió,
en medio de la allée, y desapareció.)
Yo soy la rosa
—dijo, abierta como otra noche en la noche.
Noche sin espacio
y sin grito.
Ciega, preguntó:
¿Quién eres tú? (Era una niña con el cabello blanco y el rostro oscuro. La mano
muerta brillaba esparcida en el muslo, sucio, engordado, lelo.) Yo soy tu padre
—dije. Pero no me creyó. No tengo padre —dijo. No he nacido nunca. Un viento
leve me rozó la sien envejecida como un ala. Era un patio a cielo abierto (pero
entre muros) y había un sol radiante arriba. (Un fragmento desligado, hermano
de los pequeños azulejos que formaban el rompecabezas.) Pero no lanzaba
reflejos por sí mismo, ya que era de piedra caliza. Los reflejos venían de otra
parte: de aquel día sin día, visible o presentible en la oscuridad del espejo.
(Yo era el que buscaba, yo era el que ascendía la escalera de piedra.)
Aquí —dijo.
Desmayada,
continuaba el aferramiento. La mano soldada al cristal, la madeja ocultando la
cara, la saliva cayendo de la boca.
Aquí —dijo.
Así —dijo.
Me parecía que su
cuerpo no comenzaba ni terminaba nunca. Esparcido en el espacio sin límites del
cuarto del confín, era también sin límites, sin edad, sin color.
Inextenso, como el planómeno. Inexistente,
como los turbios animálculos que habitaban la noche sin noche del abandonado,
informe, incomprendido Kalos.
Los negros pétalos
de la rosa vibraban en el lecho fosforescente donde también hacían su ronda de
silenciosos asesinos las anémonas moradas.
Con hambre, con
sed, con sueño.
Nunca ella y
siempre ella misma en el grito desgarrador que resonaba en el ángulo agudo del
cuarto. (O en el pequeño grito que bajaba con pasos rápidos por la escalera, en
esa especie de camarote donde todo era de madera, donde señoreaban altos y
tarabiscoteados anaqueles, portadores de una vaga promesa, de horas sin tiempo
con la cabeza sumergida en el gran libro de páginas amarillas que siempre era
el mismo y siempre era otro. (Una sinusoide azul ascendía y descendía
rítmicamente en el cristal de la claraboya.)
La escalera: la
barandilla antigua, cilíndrica, con su extemporáneo brillo de bronce.
Todo iba hacia
ella. Todo venía de ella.
El sueño del labio
sin límite. El sueño de la copa, abierta como una herida sin bordes, como un
oscuro sendero sin orillas. (Pues la orilla era aquella siempre sin trazar y
por la que yo volvía solo, oyendo el tintineo inclinado y filoso de la lluvia.)
Tú —dije, mirando
el sudor que manaba en la figura del espejo.
Cuerpo y sudor que
eran de nadie y míos. Míos para siempre allí donde no podía haber ningún para
siempre, porque todo estaba contenido en la intensidad de ese ahora que no
volvería (o que volvería sólo como la sombra de todo ahora).
Ella volvía a
besarme, caída de un brazo del sillón desvencijado, intensa y aniñada como su
locura, que era la mía. Locura del espejo y de la hoja, del ocre esparcido no
como carne sino como sombra.
Y ella venía;
llamaba. Y ella no venía; no llamaba. Así eran los días. Así eran las noches.
(Así eran los nodías, así eran las nonoches.) Enferma, alzaba su boca y su
mano. La mano pequeña, desligada, creaba de sí misma el sudor que goteaba en la
madera, desdibujando la lenta curvatura hojaldrada del ojo.
Hoy no —decía.
Los pájaros
volaban veloces bajo un cielo inverso, como mensajeros con las manos atadas,
con la mirada que no podía ver (ese ojo redondo, fijo, recortado a cincel)
ondulando en la soñada indecisión entre lo aneblado y lo gris, donde había una
fermentación, una disminución, la simulación cada vez más ínfima y cómica de
grandes catástrofes. Sus muslos eran el horizonte brillante y perlado de una
hipertrofiada flor saxígrafa. Gigantomaquia en que el pene peciolo entrenadaba,
desorientado entre confusas helicoides, como un explorador que ha visto
demasiado, soñado demasiado, vivido demasiado, ya para siempre distraído entre
el brillo engañoso de las islas. (Corsario abandonado, hijo abandonado, padre
abandonado.)
Sabía sólo que
debía ir, oír, llamar, como un pequeño soldado que se derrite al sol sobre la
oscura repisa de madera que es también una vasta planicie de lapislázuli y
arcilla, rectificada por el canto incisivo de los torvos, agujereados,
interminables promontorios de sal.
Ven —dijo.
Su cuerpo se abrió
como un abismo ocre, sanguinolento, ensimismado, y la luz cruda del alto
ventanal dio de lleno sobre el espasmo que hizo crujir y esparció la letra como
la bocanada última, enfebrecida, de un ahogado. El resplandor matemático de lo
real lo hizo parpadear entre el contorno afilado de las máquinas. Sonreí. Al
final, esos viejos periódicos habían servido para algo (en lugar de la arena y
el pez, del sexo y el sudor, la sangre sobre el palimpsesto compacto de la
letra). El calor era más encarnizado en la ausencia del viento, y antes de que
desapareciera todo vi el vuelo soberano del halcón recortado en el azul sin
nombre del final del verano.
Sonrió, hija del
calor infernal, de la noche dudánea, salida del pálido vestido sucio como una
aparición (el vestido que era rosado y también rojo, colgado al viento o
esparcido y sucio, pero siempre sucio, abierto, insaciado, infinito), hija del
espejo y dueña del espejo, de todas las baldosas en que la suciedad brillaba
anulando los límites para crear esa ausencia de límites en que ambos estaban
presos, como náufragos en una intensidad sin luz, ahogándose como oscuros
nadadores fosforescentes en el soñado mar desprovisto de olas, en el fondo sin
luz donde todos los muertos cabeceaban y sonreían, ingenuos y amoratados como
navegantes desconocidos.
Sentada en un
brazo desvencijado del sillón, reía, como un general despojado de sus medallas.
Yo también reía,
tumbado en el improvisado camastro, epileptoide y antiguo sobre la dureza
extemporánea de las duelas.
Quería decirle que
aquella mañana en que volví solo por el largo paseo de arena que bordeaba los
arrecifes (los oscuros promontorios detrás de los cuales se oían, en oleaje,
gritos de guerra cada vez más ínfimos), ya sabía que no volveríamos a vernos.
Ya presentía esa tragedia sin tiempo (o hecha sólo de tiempo) que sería nuestra
dolorosa asíntota en el espejo, sin hoy y sin mañana. Como en esa frase que
todos repetían sin comprenderla: “Es cuestión de tiempo”. Y era cuestión de
tiempo, sin duda. Pero de qué tiempo. Tiempo del halcón que volaba en círculos
sobre la almenada construcción de piedra caliza, preso (como nosotros) en el
azul compacto de un mediodía que era sólo la circunnabulatura diminuta y
convexa de un caleidoscopio. (Esa escena, siempre única y siempre repetida, de
olas sustituyéndose sin fin dentro del rectángulo marítimo de un sello).
Y que por eso
(porque lo sabía, sin poder decirlo, sin aceptarlo, sin comprenderlo) volvía
así, lelo, decepcionado, también sucio; ignorante de todo lo que no fuera la
despedida, el sonido percutiente de las gotas que se enterraban en mi piel como
indetenibles agujas diagonales.
Ajeno a todo e
inseparado de todo, como un condenado reciente. Con el pecho mecánico lleno de
aserrín, de la alegría del final y del sonsonete seductor de un día que parecía
más prometedor que los otros y que sin embargo era tan impreciso y tan banal
como todos los otros. Corría casi, apresurado, pisando con falsa seguridad la
arena roja. Y ese temor indefinible (o quizá demasiado definido) que también me
acompañaba era la señal segura de todo lo que sería borrado en el futuro. De
todo lo que en el futuro ya no sería posible, como en una casi cómica inversión
de las leyes del universo. Como si ella y yo nos hubiéramos convertido en
figuritas de papel hechas a un solo corte y ya no pudiéramos separarnos. Podía
reírme o llorar, ahora que sabía más de lo que hubiera debido para ser tan
feliz como creía que era. (Y creerlo, incluso así, era toda la felicidad que me
estaba destinada.) Pero lo verdaderamente trágico era que ella también lo
sabía, aunque de una forma más oscura, más ligada a la enfermedad y al ángulo
agudo en ese cuarto donde el hollín había creado un escenario perennemente
nocturno (una sorda música que hacía presentir los pasos del falso doctor con
su falsa capota en la intrincada estructura a la que se ascendía por unos
sórdidos escalones de piedra).
Y ese saber mutuo
y sin embargo imposible de compartir nos hacía avanzar desde direcciones
opuestas hacia un mismo punto desconocido y neurálgico. Hacia un espacio sin
extensión, como un esparcido horizonte desprovisto de noches y de días,
aneblado y blanquecino en la comisura de los ojos, como una boca que había
estado a punto de sonreír o un centelleo en el reborde de un techo, la
ondulación liviana de una mano en busca de un cometa (del colorinesco
montgolfier que no flotaba allí sino en la plata empañada del espejo, en el
dudoso otoño que había confundido a árboles y pájaros, creando un territorio
indeciso, un quiasmo intemporal cortado diagonalmente por el silbido de un tren
amarillo y rojo, ciego y feliz él también en esa extensión delimitada e
infinita (infinitamente aproximada a la forma aplanada de un romboide) a la que
todos llamábamos el Césped).
Cabeceo impreciso
de la rosa en su cárcel translúcida. Ondulación de los que habían oído la orden
equívoca de avanzar y se habían adentrado como sombras en la pared vertiginosa
de un desfiladero.
Avanzábamos hacia
allí, pero éramos como otras sombras dibujadas por el humo en olvidadas
paredes, en muros que se fracturaban siguiendo el trazado esquizoide de la
ciudadela: sus pliegues infinitos que recordaban a otras ciudades, a vagabundos
que se saludaban en la noche con lento cabeceo mudo, como olvidados rehenes de
otras noches, de amaneceres congeniales y fríos allende la hiedra disminuida de
un patio, en el convivio imaginario que ahora era una ronda interminable de
sonámbulos que buscaban sin esperanza el contubernio perpetuo del Sentido,
vuelto disnombre en la casa del reflejo, intermitente y dudáneo como el Pharos
cuya precaria luz no devolvía la certeza lineal de los cantos y las horas, sino
que sólo acentuaba la sombra empurpurada del cuervo y el ángulo demencial que
sobrevivía agazapado en la oscuridad de los aleros y los túneles.
Oscuras cabezas
que penduleaban sin llegar a tocarse, presas en el laberinto nebuloso de esa
densidad redonda, como lentos figurantes rechazados por el gesto tajante de un
capitán arlequinado, cuyo brazo acabado en guante de madera era una inflexible
señal de crucero, inoperante ya, desvencijada y rota, pero desgarradora y
urgente como las cabezas y los soles de papier-maché que se amontonaban en el
húmedo callejón trasero de un teatro.
Soles rechazados.
Niños rechazados. Sentados bajo un árbol de papel en el espacio colorinesco del
geoma, adornaban con lentas lágrimas de sal su articulada risa de muñecos,
sombreados ya por la tardía luminiscencia del Césped que flotaba en el espacio
como una mueca o como el eco de un nombre, remedo del discurso impronunciado
del ente subido a horcajadas sobre un desvencijado cenotafio de hojalata.
Los pájaros que
luego serían mis compañeros también estaban allí, ajenos a todo como las negras
uves infantiles que una mano hábil y antigua había dibujado y borrado y vuelto
a dibujar contra el fondo de feldespato rojizo del crepúsculo.
Era eso lo que nos había perdido: a mí y a
todos.
Por eso recorríamos una y otra vez el borde
amarillo del muelle (de ese muelle que también era un largo promontorio de
piedra caliza) como hormigas que dudaban perplejas en la línea pespunteada del
horizonte. Íbamos y veníamos en los espejos, cabeceando como niños (nosotros,
que ya no contábamos los días ni los años, que ya no sabíamos quiénes éramos ni
de dónde veníamos), balbuceando en la noche nuestras sílabas de navegantes,
hijos de un manuscrito siempre por descifrar, de un largo cuento que no sucedía
en una noche sino en muchas noches, que continuaba sin solución en infinitas
líneas de fuga, en caras apenas dibujadas, en interminables paredes
descoloridas, en cuerpos apenas entrevistos en la espesa tiniebla de la esquina
de un cuadro, en las líneas onduladas de la madera, en los hilos que se entretejían
sin orden ni fin en la urdimbre espesa del gobelino, en los infinitesimales
azulejos de un rompecabezas que no había sido hecho para ningún niño (porque
ningún niño hubiera podido descifrar su anómala, su desoladora geometría), y en
los incontables túneles de ese laberinto o hipogeo que otros habían construido
sin esperanza bajo la arena, invisibles para sí mismos, desemejantes como las
áleas soñadas bajo un sol implacable por las largas caminatas de un carpintero
alto y un dolicocefálico escriba.
Con los ojos
abiertos, no conseguíamos vernos. Soñábamos sueños distintos, como náufragos
sin nombre encadenados a una misma cama, golpeando los mismos gongos de bronce
distantes, alargados como ojos sobrecargados de tinta negra en los murales
iluminados por un resplandor rojizo, mudos como el gran perro negro que hacia
su ronda entre los blancos promontorios de la noche, dueño, como el guerrero
hermafrodita, de los senderos invisibles que recorrían de un extremo a otro la
ciudad plegada.
Era en una misma
noche o era en un mismo día. Pero ninguna noche y ningún día podían ser como
esa noche y como ese día, rayados en el espejo por una mano de niño (pues eran
niños los que habían hecho ese pacto bajo la lluvia o en la arena, allende la
barandilla desmenuzada del barco donde esperaba como un calendario sin hojas el
viejo marino).
Niños de grandes
cabezas y ojos redondos que se asomaban a través de los agujeros dejados por la
silenciosa desaparición de los cristales. Yo mismo había sido ese niño,
provisto de una cabeza o de cien cabezas que se asomaban riendo a una hilera
interminable de ventanas. Abajo, el turbio estudiante o doctor con una falsa
capota seguía recorriendo sin objeto las calles de ángulos imposibles,
esperando él también la única llamada, la orden silenciosa que lo haría
ingresar por fin en una única noche o en un único día, aunque fuera la noche o
el día sin fecha y sin nombre de la desaparición.
Sin duda el día de niebla no había acabado aún
en los sospechados neones cuyos serpentines calcinados eran las torvas señales
de un ceremonial cuyos instrumentos y cuyos oficiantes y cuyos libros de horas
habían desaparecido para siempre.
¿Para siempre?
Ella volvía con su
sonrisa de muerta por los tortuosos pasadizos que desembocaban en una escueta
pared amurallada, parcialmente cubierta por la hiedra: la misma que había visto
en el patio de la casa de duelas grises en cuya entrada ahora un desdeñoso
gañán agitanado repartía tarjetas de colores a los turistas.
Hacía frío en ese
largo y húmedo rectángulo gris, y en el cuarto arriba (más reducido aún por el
extraño ángulo que lo deformaba y lo extendía ad infinitum) sin duda el niño se
arrodillaba aún en el alféizar, mirando hacia el patio de luz donde señoreaba
el serpeo aguachiento de la nieve. Pero aquello no había sucedido ni sucedería
nunca. Y sin embargo...
—Vámonos —dijo
ella.
— Aún no —dije—.
Aún no.
El viento hizo
mover de nuevo las hojas, subdividiendo el espejeo del pavimento alquitranado
con latigazos de dolorosa oscuridad, como en la acera de inesperados adoquines
(rombos o alícuotos hexágonos) en que el pie había encallado de pronto, y el
camino se había subdividido, y la noche había dejado de ser noche.
Ahora todo era
ambiguo, indefinible, lejano.
Tropezó. Arriba,
al otro lado de la calle, brillaba la buharda diminuta bajo el techo a dos
aguas de tejas rojas, iluminada y de papel como en los cuentos infantiles.
(Sólo que él ya no creía en los cuentos infantiles. Ya no podía creer; ya no
podía soñar. Porque ahora todo era sueño, pero no sueño como sobrevuelo
incorpóreo sin espacio, sino como sórdida ronda en el espejo, en el denso
cristal empañado que atraía toda luz hacia la glauca iridiscencia de un sol
suspendido in æternum en la flordelisoidea subterra de la medianoche.)
Pero no lo sabes
—dijo ella, oyendo la música de un violín lejano—. Así como ya no puedes
reconocer la música.
No hay ninguna
música, aquí —dije.
Ja ja —rió con su
risa fresca, esparcida y liviana como el ocre.
Todo resonaba.
Todo sonreía.
¿Qué nos ha
pasado? —dije.
No nos ha pasado
nada —dijo—. Es sólo la muerte. El Tiempo.
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