Guy Davenport
Hace unos doce años, en medio de una de esas conversaciones
que en un momento pueden referirse al asma de Proust y enseguida al tamaño de
las barras de chocolate en estos tiempos perversos, Stan Brakhage—el más
avanzado guardia de los cineastas—me preguntó si yo sabía algo del perro de
Pergolesi.
“Nada de nada”, respondí confiado, y añadí que no sabía que
hubiera tenido uno. ¿Qué era lo que había que saber sobre el perro de
Pergolesi? He allí el misterio, replicó él. Justo antes de esa conversación,
Brakhage había estado haciendo una película bajo la dirección de Joseph Cornell,
el excéntrico artista que juntaba delicados objetos en estrechos marcos de
madera para lograr un tipo de arte norteamericano maravilloso e inolvidable, en
parte surrealista y en parte casero. Cornell pasó toda su vida adulta más o
menos recluido en la Avenida Utopía, en Flushing, husmeando en sus cajas de
recortes y rarezas hasta hallar la mágica combinación de cosas que pudiera
ordenar en un cajón vitrina—un perico de celuloide de Woolworth’s, un mapa
estelar, una pipa de arcilla, una estampilla griega.
Cornell también hizo collages y lo que podría llamarse
esculturas—como muñecas en un lecho de ramas—, además de películas. Para éstas
necesitaba un camarógrafo; eso explica la presencia de Brakhage en la Avenida
Utopía. Los dos se llevaban muy bien, dos genios inventando una extraña poesía
de imágenes—calados de la era Victoriana, lámparas con ventiladores, sombrías
habitaciones de ventanas melancólicas. Brakhage estaba fascinado con el erudito
y tímido Cornell, cuyos pasatiempos incluían la preparación de vastos archivos
de ballerinas francesas del siglo diecinueve, las enseñanzas de Mary Baker
Eddy, y baratijas de todas las épocas y todos los continentes.
En una de sus charlas surgió el tema del perro de Pergolesi.
Brakhage preguntó qué importancia podía tener la tal mascota del compositor.
Cornell se puso tieso. Luego levantó los brazos con profunda sorpresa. ¿Qué?
¿Cómo no iba a saber del perro de Pergolesi? Él había asumido, dijo con
frialdad y desilusión, que conversaba con un hombre sofisticado y culto. Si el
señor Brakhage no comprendía esa alusión al perro de Pergolesi, ¿tendría la
amabilidad de retirarse de inmediato y no volver?
Brakhage se marchó.
Así concluyó la colaboración entre el cineasta más poético de la república y
uno de sus artistas más imaginativos. La pérdida es enorme, y fue el perro de
Pergolesi la causa del conflicto.
Hice todo lo que pude para ayudar a Brakhage a encontrar ese
perro tan importante y elusivo. Él mismo le preguntó a la gente que en su
opinión podría tener noticia. Yo pregunté también. Aquellos a quienes
preguntamos a su vez preguntaron a otros. Ni las biografías ni los libros de
historia fueron de utilidad. Nadie tenía ni idea de un perro que hubiera
pertenecido a Giovanni Battista Pergolesi o que hubiera tenido tratos con él.
Durante diez años sondeé a las personas que creí idóneas, y cada vez que me
topaba con Brakhage sacudía la cabeza, y él igual: no habíamos encontrado el P.
de P.
Nunca se nos ocurrió que Cornell desconociera tanto como
nosotros sobre el fulano perro de Pergolesi. En los Cuadernos de Samuel Butler
se halla esta aleccionadora entrada: “El escultor Zeffirino Carestia me dijo
que en Inglaterra contábamos con un gran escultor llamado Simpson. Me entró la
duda y le pregunté por el trabajo del susodicho. Al parecer, era el autor de un
monumento a Nelson en la Abadía de Westminster. Me di cuenta, por supuesto, de
que aludía a Stevens, quien hizo el monumento a Wellington en la Abadía de San
Pablo. Le pregunté de nuevo y resultó que yo tenía razón”.
Nunca tenemos tanta certeza de nuestro conocimiento como al
estar totalmente equivocados. La seguridad con la que Chaucer incluyó a
Alcibíades en una lista de bellas mujeres, o con la que Keats enumeró en un
soneto inmortal los erróneos descubridores del Pacífico, debería ser una
lección para nosotros.
La ignorancia alcanza grandes cosas. La más reciente
Enciclopedia Británica nos informa que el libro El castillo de Axel, de Edmund
Wilson, es una novela (en realidad es un libro de ensayos); que Eudora Welty
escribió Reloj sin manecillas (la novela de Carson McCullers); y que la
fotografía de Julio Verne que acompaña la entrada sobre él es el retrato de un
ave paseriforme de cabeza amarilla(Auriparus flaviceps). La New York Review of
Books aludió una vez a Los papeles de Petrarca, de Charles Dickens, y un
somnoliento corrector del Times Literary Supplement en una ocasión le atribuyó
a Margery Allingham la creación de un detective llamado Albert Camus.
La vaguedad tiene el encanto del color local. En un himnario
Shaker, una nota al pie identifica a George Washington como “uno de nuestros
primeros presidentes”.
Cuando le entró la loquera con el asunto del perro de
Pergolesi, Cornell sobrepasó la mera imprecisión y entró en el terreno de la
pifia total. Tarde o temprano la suerte me iba a hacer encontrar a la persona
correcta, que resultó ser alguien que estaba al tanto de las veleidades de
Cornell en relación con los temas triviales. Se trataba de John Bernard Myers,
crítico y comerciante de arte. Él estaba seguro de que Cornell se refería al
perro de Borgese. Me quedé mudo, lo mismo que Brakhage en aquella ocasión
fatal. ¿Qué? ¿Cómo no iba a saber del perro de Borgese?
Elisabeth Mann Borgese—hija de Thomas Mann, profesora de
ciencias políticas en la Universidad de Dalhousie, ecologista y
conservacionista distinguida—en los años cuarenta había entrenado un perro para
que respondiera preguntas usando una máquina especial que se adaptaba a sus
patas. El éxito de esa labor aún resulta dudoso en círculos científicos, pero a
Cornell se le grabó el espectáculo del animal con el teclado como si fuera uno
de los eventos del siglo, y suponía que cualquier persona bien informada
tendría noticia de ello. Lo hacía llorar el hábito de la consumada bestia de la
señora Borgese de escribir PERRA MALA cada vez que fallaba una respuesta.
Cornell tenía un archivo de recortes de prensa sobre el tema, y a pesar del
cambio radical que su imaginación había ejecutado, no tenía escrúpulos a la
hora de rechazar a la gente tediosamente ignorante de tan espléndidas cosas.
*Publicado en Every Force Evolves a Form (San Francisco:
North Point Press, 1987).
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