Dolores Labarcena
Cuando Sara descolgó el
teléfono y una voz familiar le informó que había descuartizado a su hija y
arrojado sus miembros al río (“bracitos y piernas flotando corriente abajo”,
dijo), corroboró de inmediato su dictamen. Su marido y padre de la criatura, el
escritor y maestro de Cienciología Ron Hubbard, siempre lo dio por hecho, era
un loco de atar; estaba segura, sin embargo, que la había secuestrado. Aunque
la policía al final consideró el asunto “desavenencias domésticas”, Sara no
sólo sostuvo el recurso de hábeas corpus
sino que se fue al condado de Los Ángeles donde, a público y subasta, le
planteó el divorcio, develando a los medios que su matrimonio era una farsa:
Hubbard ya estaba casado.
No me detendré en el
escándalo mediático en que se vio envuelto Hubbard, ya entonces suficientemente
famoso, ni en la promiscua trayectoria de Sara desde sus tiempos de ocultista
en el Templi Orientis bajo el liderazgo de Aleister Crowley, sino en Alexis, la
niña. Según el padre, y a ojos de muchos acólitos, Alexis fue el primer “bebé
dianético” del mundo, protegido desde el nacimiento contra cualquier disturbio
o conflicto. Al contrario de un bebé común, había hablado a los tres meses, a
los cuatro gateó, y a los once, mantenía un diálogo con cualquier adulto. Por estas dotes que la hacían envidiablemente única y que tanto la
emparentaban a él, alegando “lavados de cerebro” por parte de la madre, un
celoso y despechado Hubbard la secuestró.
El camino de huida o
salvación pasaba por Chicago, donde se presentó ante un psicólogo a fin de
contrarrestar la acusación de su mujer de que era un esquizofrénico de primer
orden. El psicólogo le realizó varios exámenes, entre ellos el test de
Rorschach, y concluyó que se trataba de una persona creativa, cuyos bandazos
nerviosos se explicaban por problemas en el seno familiar. Contento con el
resultado efectuó la referida llamada y se dirigió luego a la sede central de
la Fundación Dianética, en Elizabeth, New Jersey, donde hizo un alto para
proseguir a Florida, pues tenía la intención de escribir su próximo libro y
requería de un clima más agradable. Sin embargo, después de algunos días en
Tampa y todavía muy tenso por su delicada situación, pensó: por qué no a Cuba.
Claro que no le
importaban el calor ni los cocoteros; la elección fue netamente geográfica,
Cuba es una isla. ¿A quién se le ocurriría buscarlo allí? Así que al llegar a
La Habana en febrero de 1951, junto a su ayudante Mille y la pequeña Alexis, se
hospedó en un hotel del Paseo del Prado, no sin antes alquilar una máquina de
escribir. Allí permanecieron solo dos noches en las que Hubbard trabajó de
corrido, entre el ruido de las tuberías, las vitrolas y el llanto de Alexis, en
lo que a la postre sería La ciencia de la supervivencia, obra que
terminó semanas más tarde en un cómodo apartamento del Vedado con ayuda de una
y otra botella de ron. En cuanto a Alexis, se encargaron un par de niñeras
jamaicanas.
Al parecer, poco debió
tentarlo la ciudad. Un hombre que lucha contra Xenu, tirano galáctico
gobernante de la Confederación Galáctica con sede en la estrella Markab, podía
darse el lujo de plantarse un casco, metafóricamente hablando, contra las
interferencias externas. De modo que concluyó sus apuntes sobre la “Escala de
Tonos”, teoría según la cual el ser humano debía liberarse pasando por diversos
niveles, dejando atrás el odio, la ira y las ambiciones hasta llegar al Thetan
Operativo, o TO, algo que ni siquiera Buda o Jesucristo alcanzaron.
Sin embargo, ya en “busca
y captura” por el FBI y viendo perseguidores apostados en todas partes, decidió
escribirle a Sara comunicándole su paradero. En la carta decía algo así: “Estoy
en un hospital militar en Cuba a punto de ser repatriado a los Estados Unidos como
científico clasificado inmune a cualquier clase de interferencia”. Había
terminado allí supuestamente por una parálisis del lado derecho, que adjudicaba
a actos de magia negra por parte de sus enemigos. Añadía que Alexis estaba
recibiendo excelentes cuidados y en postdata agregaba: “La Dianética durará
10.000 años”.
Al salir del hospital se
presentó en la embajada de su país y alegó que estaba siendo objeto de
persecución por los comunistas, quienes querían apropiarse de su manuscrito. El
agregado consular, sumamente escéptico, envió de inmediato un telegrama al FBI en
Washington pidiendo instrucciones sobre un visitante al que describía, entre
otros rasgos, con “ojos bien desorbitados”. La réplica fue escueta pero de
algún modo quitaba hierro al asunto: “Que regrese…”. Y en
efecto, eso hizo. Pero valiéndose de sus relaciones con el poderoso magnate Mr.
Purcell, aviesamente interesado en la Dianética, quien fletara un avión que lo
llevó hasta el aeropuerto de Wichita, donde aterrizó vestido con una guayabera
color crema y lo esperaba una multitud de simpatizantes. A poco, escribiría una
carta al fiscal general en la que se autotitula “científico del campo de los
fenómenos atómicos y moleculares”, y en la cual, aprovechándose del apogeo del
macartismo acusa a Sara de infiltrada comunista en la fundación Dianética, así como
a su amante Miles Hollister, y a Gregory Hemingway, hijo del escritor.
“¿Cuándo, cuándo tendremos una buena redada?”
El divorcio se llevó a
término. Sara retiró los cargos de “estrangulaciones y experimentos
científicos” e incluso las acusaciones de esquizofrénico, calificándolo ahora
de “hombre fino y brillante” y, en cambio, Hubbard le entregó a Alexis. El
trato consistía en que si la custodia le pertenecía a la madre, Hubbard la
desheredaría de por vida, y así lo hizo.
Según sus biógrafos (y
esto explica, diría cualquier psicólogo, su identificación narcisista con
Alexis) ya a los tres años Hubbard domaba caballos, a los cuatro se postulaba
“hermano de sangre” de los indios pies negros y a los doce era el Eagle Scout
más joven de Estados Unidos. Entre 1925 y 1929 estudió en China, India y el
Tíbet, aprendiendo de los más altos maestros, gnósticos y gurús las enseñanzas
del jainismo, zoroastrismo, bahaísmo, sijismo y budismo. Habría combatido,
además, en la Segunda Guerra Mundial, sufriendo graves lesiones por las que
ganó honrosamente la medalla al valor. Pero sin embargo ninguno alude a sus
tempranos cambios de humor, ni encaran aquella frase de su juventud: “Me
gustaría comenzar una religión. ¡Ahí es donde está el dinero!” Se saltan
sus biográficos, igualmente, su homofobia, la que arrastró a Quentin, uno de
sus hijos, al suicidio. Tras haberle expresado al padre que deseaba ser
bailarín, y que dejaba la Cienciología, Quentin conectó una manguera al tubo de
escape de su automóvil. Pero lo que más llama mi atención al leer su
biografía es el “Electrómetro”, un aparato que inventó en 1968 y que según
Hubbard podía calcular el sufrimiento al que es sometido un tomate cuando se
corta en rebanadas. Actualmente se expone en el Nonseum de
Herrnbaumgarten, un pueblito cerca de Viena, donde comparte espacio con la
Sub-ametralladora M3 de cañón curvo y el Escarba Nariz mecánico.
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