Ricardo Piglia
Lunes
Había dejado de tomar alcohol y tenía pequeñas
perturbaciones que me producían efectos extraños. No lograba dormir y en las
noches de insomnio salía a caminar por las calles vacías. El pueblo parecía deshabitado
y yo me internaba en los barrios oscuros, como un espectro. Veía las casas en
la claridad de la noche, los jardines iguales; oía el rumor del viento entre
los árboles.
Martes
Salgo de esos estados medio encandilado como
quien ha pasado demasiado tiempo mirando la luz de una lámpara. Me despierto
con una rara sensación de lucidez, recuerdo vívidamente algunos detalles
aislados -una cadena rota en la vereda, un pájaro congelado en la nieve, la
frase de un libro-. Es lo contrario de la amnesia: las imágenes están fijas con
la claridad de una fotografía.
Últimamente han aparecido lo que podríamos llamar utopías defensivas. ¿Cómo podríamos escapar del control?
Sólo mi médico en Buenos Aires sabe lo que está
pasando y, de hecho, en diciembre, me prohibió viajar. Imposible, voy a dar
clase.
Si me seguían los síntomas tenía que hacerme ver.
Es un gran clínico y un hombre afable; siempre está sereno. Según él, yo
padecía una rara dolencia llamada Cristalización arborecente. El
cansancio acumulado y un leve disturbio neurológico me producían pequeñas
alucinaciones.
Jueves
Hay un mendigo que pasa la noche en el
estacionamiento del restaurant Blue Point, al fondo de Nassau
Street. Tiene un cartel en el pecho que dice: "Soy de Orión" y viste
un piloto blanco abotonado hasta el cuello. De lejos parece un enfermero o un
científico en su laboratorio. Ayer, cuando volvía de una de mis caminatas
nocturnas, me detuve a conversar con él. Ha escrito que es de Orión por si
aparece alguien que también es de Orión. Necesita compañía, pero no cualquier
compañía. "Sólo personas de Orión, Monsieur", me dice. Cree que soy
francés y no lo he desmentido para no cambiar el curso de la conversación. Al
rato se queda en silencio y después se recuesta en el alero y se duerme. Tiene
un carrito de supermercado en el que lleva todas sus pertenencias.
Viernes
Cuando me siento encerrado voy a Nueva York y
paso un par de días en medio de la multitud de la ciudad, sin llamar a nadie,
sin hacerme ver, visitando lugares anónimos y evitando los bares. Paro en Leo
House, una residencia católica, atendida por monjas. Fue creada como
hospedaje para los familiares que visitaban a los enfermos de un hospital
cercano pero ahora es un pequeño hotel abierto al público (aunque tienen
prioridad los sacerdotes y los seminaristas).
En Chelsea, encontré un videoclub Films
noir especializado en películas policiales. El dueño es bastante
simpático; lo llaman Dutch porque es hijo de holandeses. Tiene algunas joyas
inhallables, por ejemplo Detour de Edgar Ulmer, una película
extraordinaria, superserie B, filmada en una semana, casi sin plata; largos
primeros planos de un viaje en auto, conversaciones en off, luces
en la noche. Cuenta la historia de un hombre desesperado que hace autostop y se
pierde en los desvíos del camino. Parece una versión psicótica de On
the road de Kerouac. Todo lo que encuentra por azar en la ruta es
destructivo y mortal.
En realidad estoy buscando Sección:
Desaparecidos del director francés Pierre Chenal, basada en la novela
de David Goodis, y filmada en Buenos Aires en los años cuarenta. Un film mítico
que nadie ha visto. El Holandés me aseguró que puede localizarlo pero tengo que
darle tiempo, cree que hay una copia en uno de los sitios piratas del Perú, Polvos
azules, donde se encuentran las réplicas de todas las películas que se
han filmado en el mundo.
Lunes
Ayer cuando llegué de vuelta a casa era cerca de
la medianoche. Encontré correspondencia atrasada en el buzón, pero nada
importante, facturas sin pagar, folletos de publicidad. Miré un rato
televisión, los Lakers vencían a los Celtics, Obama sonreía con su aire
artificial y campechano, un auto se hundía en el mar en un aviso de Toyota, en
un canal estaban proyectando Possessed de Curtis Bernhardt,
una de mis películas favoritas. Joan Crawford aparece en medio de la noche en
un barrio de Los Ángeles y deambula por las calles extrañamente iluminadas.
Creo que me adormecí porque me despertó el
teléfono y alguien que conocía mi nombre y me llamaba Profesor con demasiada insistencia,
se ofreció a venderme cocaína.
Al sonar el teléfono creí que era un amigo que me
llamaba desde Buenos Aires y bajé el sonido del televisor. Cuando el dealer se
dio a conocer, pensé que todo era tan insólito que seguro era cierto. Me negué
y corté la comunicación. Podía ser un chistoso, un imbécil o un agente de la
DEA que estaba controlando la vida privada de los académicos de las Ivy League.
¿Cómo conocía mi apellido?
En la pantalla las figuras silenciosas de
Geraldine Brooks y de Van Heflin se abrazaban bajo la claridad pálida. Del otro
lado de la ventana, vi la casa iluminada de mi vecino y, en la sala de abajo,
una mujer con jogging que hacía ejercicios de Tai Chi, lentos y
armoniosos, como si flotara en el aire.
Miércoles
Últimamente han aparecido lo que podríamos llamar
las utopías defensivas. ¿Cómo podemos escapar del control? Una estrategia de
huida imposible porque no hay lugar de llegada. Hace unos meses hicimos una
antología en Buenos Aires y le pedimos a veinte narradores de distintas generaciones
que escribieran un relato situado en el futuro. Los textos, más que
apocalípticos, eran ficciones defensivas, definidas por la soledad y la fuga.
Son utopías que tienden a la invisibilidad, intentan producir un sujeto fuera
de control.
Sábado
Las mujeres que salen a fumar a los portales de
los edificios de Nueva York tienen un aspecto furtivo, me dice ella, son
inquietantes. Se ven pocos hombres, cada vez menos, fumando en la calle. Las
mujeres salen de sus empleos y encienden un cigarrillo bajo el aire helado,
determinadas por la urgencia y la gracia seductora de la adicción. Un vicio
débil, si se puede llamar así. Los yonquis todavía se
esconden. Siento haber dejado de fumar, al verlas, me dice. Luego, como si
continuara lo que ha dicho antes, dice: En esta época, por primera vez en la
historia, hay más escritores que lectores de literatura.
Jueves
Después de tantos años de escribir en estos
cuadernos he empezado a preguntarme en qué tiempo de verbo hay que situar los
acontecimientos. Un Diario registra los hechos mientras suceden, no los
recuerda, ni los organiza narrativamente. Tiende al lenguaje privado, al
ideolecto. Por eso cuando uno lee un Diario, encuentra bloques de existencia,
siempre en presente, y sólo la lectura permite reconstruir la historia que se
despliega invisible a lo largo de los años. Los Diarios aspiran al relato y en
ese sentido están escritos para ser leídos (aunque nadie los lea).
Martes
Trabajo en el prólogo a una edición de los
últimos relatos de Tolstói. Los escribía en secreto, escondido de sí mismo, y
son, desde luego, excelentes, mucho mejores que los cuentos de Chéjov.
Luego de la conversión que lo ha llevado a
abandonar la literatura, Tolstói decide dedicar su vida a los campesinos,
convertirse en otro, ser más puro y más sencillo. Renuncia a sus propiedades,
quiere vivir del trabajo manual. Resuelve aprender a hacer zapatos, porque un
par de botas bien hechas son, según dice, más útiles que Anna Karenina. El
zapatero del pueblo le enseña -con temor ante las incomprensibles
excentricidades del conde- su viejo oficio.
Tolstói anotó en su diario. Escribir no es difícil, lo difícil
es no escribir. Esa frase tendría que ser la consigna de la literatura
contemporánea.
Tomado de El País, 11 de marzo de 2011
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