domingo, 1 de febrero de 2015

El consejo de Tolstói





Ricardo Piglia

Lunes
Había dejado de tomar alcohol y tenía pequeñas perturbaciones que me producían efectos extraños. No lograba dormir y en las noches de insomnio salía a caminar por las calles vacías. El pueblo parecía deshabitado y yo me internaba en los barrios oscuros, como un espectro. Veía las casas en la claridad de la noche, los jardines iguales; oía el rumor del viento entre los árboles.
Martes
Salgo de esos estados medio encandilado como quien ha pasado demasiado tiempo mirando la luz de una lámpara. Me despierto con una rara sensación de lucidez, recuerdo vívidamente algunos detalles aislados -una cadena rota en la vereda, un pájaro congelado en la nieve, la frase de un libro-. Es lo contrario de la amnesia: las imágenes están fijas con la claridad de una fotografía.

Últimamente han aparecido lo que podríamos llamar utopías defensivas. ¿Cómo podríamos escapar del control?


Sólo mi médico en Buenos Aires sabe lo que está pasando y, de hecho, en diciembre, me prohibió viajar. Imposible, voy a dar clase.
Si me seguían los síntomas tenía que hacerme ver. Es un gran clínico y un hombre afable; siempre está sereno. Según él, yo padecía una rara dolencia llamada Cristalización arborecente. El cansancio acumulado y un leve disturbio neurológico me producían pequeñas alucinaciones.
Jueves
Hay un mendigo que pasa la noche en el estacionamiento del restaurant Blue Point, al fondo de Nassau Street. Tiene un cartel en el pecho que dice: "Soy de Orión" y viste un piloto blanco abotonado hasta el cuello. De lejos parece un enfermero o un científico en su laboratorio. Ayer, cuando volvía de una de mis caminatas nocturnas, me detuve a conversar con él. Ha escrito que es de Orión por si aparece alguien que también es de Orión. Necesita compañía, pero no cualquier compañía. "Sólo personas de Orión, Monsieur", me dice. Cree que soy francés y no lo he desmentido para no cambiar el curso de la conversación. Al rato se queda en silencio y después se recuesta en el alero y se duerme. Tiene un carrito de supermercado en el que lleva todas sus pertenencias.
Viernes
Cuando me siento encerrado voy a Nueva York y paso un par de días en medio de la multitud de la ciudad, sin llamar a nadie, sin hacerme ver, visitando lugares anónimos y evitando los bares. Paro en Leo House, una residencia católica, atendida por monjas. Fue creada como hospedaje para los familiares que visitaban a los enfermos de un hospital cercano pero ahora es un pequeño hotel abierto al público (aunque tienen prioridad los sacerdotes y los seminaristas).
En Chelsea, encontré un videoclub Films noir especializado en películas policiales. El dueño es bastante simpático; lo llaman Dutch porque es hijo de holandeses. Tiene algunas joyas inhallables, por ejemplo Detour de Edgar Ulmer, una película extraordinaria, superserie B, filmada en una semana, casi sin plata; largos primeros planos de un viaje en auto, conversaciones en off, luces en la noche. Cuenta la historia de un hombre desesperado que hace autostop y se pierde en los desvíos del camino. Parece una versión psicótica de On the road de Kerouac. Todo lo que encuentra por azar en la ruta es destructivo y mortal.
En realidad estoy buscando Sección: Desaparecidos del director francés Pierre Chenal, basada en la novela de David Goodis, y filmada en Buenos Aires en los años cuarenta. Un film mítico que nadie ha visto. El Holandés me aseguró que puede localizarlo pero tengo que darle tiempo, cree que hay una copia en uno de los sitios piratas del Perú, Polvos azules, donde se encuentran las réplicas de todas las películas que se han filmado en el mundo.
Lunes
Ayer cuando llegué de vuelta a casa era cerca de la medianoche. Encontré correspondencia atrasada en el buzón, pero nada importante, facturas sin pagar, folletos de publicidad. Miré un rato televisión, los Lakers vencían a los Celtics, Obama sonreía con su aire artificial y campechano, un auto se hundía en el mar en un aviso de Toyota, en un canal estaban proyectando Possessed de Curtis Bernhardt, una de mis películas favoritas. Joan Crawford aparece en medio de la noche en un barrio de Los Ángeles y deambula por las calles extrañamente iluminadas.
Creo que me adormecí porque me despertó el teléfono y alguien que conocía mi nombre y me llamaba Profesor con demasiada insistencia, se ofreció a venderme cocaína.
Al sonar el teléfono creí que era un amigo que me llamaba desde Buenos Aires y bajé el sonido del televisor. Cuando el dealer se dio a conocer, pensé que todo era tan insólito que seguro era cierto. Me negué y corté la comunicación. Podía ser un chistoso, un imbécil o un agente de la DEA que estaba controlando la vida privada de los académicos de las Ivy League. ¿Cómo conocía mi apellido?
En la pantalla las figuras silenciosas de Geraldine Brooks y de Van Heflin se abrazaban bajo la claridad pálida. Del otro lado de la ventana, vi la casa iluminada de mi vecino y, en la sala de abajo, una mujer con jogging que hacía ejercicios de Tai Chi, lentos y armoniosos, como si flotara en el aire.
Miércoles
Últimamente han aparecido lo que podríamos llamar las utopías defensivas. ¿Cómo podemos escapar del control? Una estrategia de huida imposible porque no hay lugar de llegada. Hace unos meses hicimos una antología en Buenos Aires y le pedimos a veinte narradores de distintas generaciones que escribieran un relato situado en el futuro. Los textos, más que apocalípticos, eran ficciones defensivas, definidas por la soledad y la fuga. Son utopías que tienden a la invisibilidad, intentan producir un sujeto fuera de control.
Sábado
Las mujeres que salen a fumar a los portales de los edificios de Nueva York tienen un aspecto furtivo, me dice ella, son inquietantes. Se ven pocos hombres, cada vez menos, fumando en la calle. Las mujeres salen de sus empleos y encienden un cigarrillo bajo el aire helado, determinadas por la urgencia y la gracia seductora de la adicción. Un vicio débil, si se puede llamar así. Los yonquis todavía se esconden. Siento haber dejado de fumar, al verlas, me dice. Luego, como si continuara lo que ha dicho antes, dice: En esta época, por primera vez en la historia, hay más escritores que lectores de literatura.
Jueves
Después de tantos años de escribir en estos cuadernos he empezado a preguntarme en qué tiempo de verbo hay que situar los acontecimientos. Un Diario registra los hechos mientras suceden, no los recuerda, ni los organiza narrativamente. Tiende al lenguaje privado, al ideolecto. Por eso cuando uno lee un Diario, encuentra bloques de existencia, siempre en presente, y sólo la lectura permite reconstruir la historia que se despliega invisible a lo largo de los años. Los Diarios aspiran al relato y en ese sentido están escritos para ser leídos (aunque nadie los lea).
Martes
Trabajo en el prólogo a una edición de los últimos relatos de Tolstói. Los escribía en secreto, escondido de sí mismo, y son, desde luego, excelentes, mucho mejores que los cuentos de Chéjov.
Luego de la conversión que lo ha llevado a abandonar la literatura, Tolstói decide dedicar su vida a los campesinos, convertirse en otro, ser más puro y más sencillo. Renuncia a sus propiedades, quiere vivir del trabajo manual. Resuelve aprender a hacer zapatos, porque un par de botas bien hechas son, según dice, más útiles que Anna Karenina. El zapatero del pueblo le enseña -con temor ante las incomprensibles excentricidades del conde- su viejo oficio.
Tolstói anotó en su diario. Escribir no es difícil, lo difícil es no escribir. Esa frase tendría que ser la consigna de la literatura contemporánea.




Tomado de El País, 11 de marzo de 2011



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