sábado, 31 de enero de 2015

Muerte de Ignacio Felipe Semmelweis



Guido Ceronetti


¡Ah cuántos muertos demasiado excavados
Cuántos cadáveres de madres ofendidas
Por mi escalpelo, ciudad de larvas, 
Tu relámpago infecto castiga!
Sobre la boca de la Melancolía
Que me torcía con su rabia ha puesto
Hambre a un Enigma triste y desmoronado
Con sus manos, a la víctima quejumbrosa
Feroces garfios. Muero.
Ah Skoda, Skoda. Tu consumada 1
Mano clínica como un pensamiento
Que acompaña, grave bondad, sentir
Posarme los ojos táctiles sobre el pecho,
Más dulce me es que el rostro de una mujer.
Dime: ¿por qué no dejamos
Aquellos úteros enfermos morir?
¿Querer que la vida perdure
No es crimen, Skoda? ¿No muero impío
Por extraer tantas vidas?
¿Por qué hay un mal en dar la vida
Como en quitarla? ¿Y el dolor
En la ardiente víscera materna
no lo propago yo también dando aire,
Vigilando los lechos donde lo quemaba
La fiebre vomitada por su parto?
¿Por qué cada acto del hombre es malo
Sumado al mal en el incendio humano?
La sabiduría de un hombre que delira
Esta aquí desplegada, la rota lámpara
Suspendida en mi oscuridad, tropieza
Con su peso descolgándose
Sobre mojados escalones: llévame
Del subterráneo a los juegos de los jardines.
Mi bramido apagado, aferra ya,
Purgada caricia, esta mano especial:
Símbolo del bien que se precipita
A sí mismo en el lamento que lo atrae.




1 Skoda fue el gran clínico de la escuela médica vienesa, maestro y protector de Semmelweis. Cuando S. estaba muriendo presa del delirio, por septicemia, estaba a su lado el viejo maestro Skoda. 



Traducción de Pedro Marqués de Armas


La distanza poesie 1946-1996, Bur Rizzoli, 2010, p. 158-59. 




jueves, 29 de enero de 2015

Góngora, Einstein y los chinos




Alfonso Reyes


Hoy no sobresalta a nadie la afirmación de que el cerebro humano puede aprender a pensar “de otro modo”. Y aunque acaso nunca lo había establecido la filosofía tan categóricamente como en las palabras de Bergson, estos sabios de la media calle —los viajeros—, contrastando de pueblo en pueblo hábitos y noticias, hace mucho ya que lo sabían.
No era ello una novedad para los misioneros que se entraban por las selvas de América, esforzándose por vaciar en los moldes del cristianismo el contenido mental, que por todas partes los desbordaba, de la teología indígena, y tratando de ajustar a la cabeza de sus catecúmenos el casco de acero de la religión importada.
No lo era para los aventureros que arriesgaron por primera vez la vuelta al mundo, y fueron a dar, en las escalas de oriente, con unos sistemas de razonar que apenas les parecían gobernados por la razón, y con una visión de las cosas que todavía hoy, si nos asomamos a ella desprevenidos, casi nos provoca los vértigos de un abismo de locura y de frenesí.
Tampoco lo ha sido para los investigadores de esos viejos pueblos llamados primitivos, pueblos que, en su aislamiento, perpetúan extrañas maneras de entender la vida y la conducta. Ejemplo expresivo el de los griegos, con quienes nos creemos tan familiarizados: ¿tenían ellos la misma representación del color que podemos llamar moderna? William Gladstone se espanta de la escasez y vaguedad cromática de la Ilíada y de la Odisea, donde parecen predominar el blanco y el negro, y donde las designaciones del color son, a veces, tan desconcertantes, que el físico William Pole acabó por creer que Homero era daltoniano, y no ciego como la leyenda lo hace. No nos cabría entonces más consuelo que la seguridad de que también las abejas, obreras pacientes de la miel, padecen —al decir de los especialistas— la limitación llamada dicromática. 1
La exactitud, de que el espíritu occidental se precia tanto, más bien era cosa despreciada por los chinos clásicos. Pero la exactitud misma ¿es una ajustada descripción de la naturaleza y de los fenómenos sensibles, o es sólo una abstracción en el sentido en que lo es la geometría euclidiana?
El sacerdote inglés Arthur H. Smith no se cansaba de advertir que la falta de unidad en las conmensuraciones era una característica de la mente china, y hasta “una fuente de placer” para aquellos hombres remotos. Yo me figuro que los dos teléfonos diferentes de la ciudad de México deben de producir al turista un desconcierto semejante.
Por todas partes le salían al paso al Dr. Smith las diferencias entre la ideación europea y la asiática. Y lo que más le asombraba era cierto desconocimiento general de las relaciones de causación:
—¿Por qué se habrá caído esta teja? —preguntaba.
—Porque se ha caído —le contestaban, seguros de haberle dado una explicación suficiente.
—Me dijiste ayer que vendrías a verme. ¿Por qué faltaste?
Y la respuesta: —Porque falté.
Como en el ejército chino la altura de la clavícula es un dato esencial, y el soldado “está completo sin la cabeza”, un hombre que había servido en las filas no podía convencerse de que su talla fuera otra que la medida de los hombros abajo. Un labriego que vivía a 45 li de la ciudad pretendía habitar a una distancia no menor de 90 li, porque para él todo viaje tenía que ser un viaje redondo, de ida y vuelta.
Puede asegurarse que hay intuiciones de metageometría en estas posibles inexactitudes. Una de las rutas mandarinas más importantes era computada en 193 li de norte a sur, y en sólo 190 de sur a norte, porque en un sentido se andaba cuesta arriba, y cuesta abajo en el otro. De suerte que la dificultad y el esfuerzo alteran el concepto de la pura y simple dimensión. Aquí no hay Euclides que valga.
Aquí el continuo espaciotiempo, novedad de nuestra geometría einsteiniana, se siente y se respira en el aire. Aquí se da ya el caso que preveía el poeta Maeterlinck —incorregible aficionado a la ciencia— cuando aseguraba que la “cuarta dimensión” ronda ya la sensibilidad de los hombres, se insinúa en ella poco a poco, y un día acabará por parecer evidente.
¡Qué lejos estamos del modo de pensar que hasta hoy se ha considerado propio del occidente! Góngora —en cuyo sistema poético hay una contextura matemática que está todavía por estudiar, una cierta facilidad para el logogrifo aritmético y para ese malabarismo algebraico que se llama “sustitución de incógnitas”— pone así la corona a Euclides: “Desde Sansueña a París, / dijo un medidor de tierras / que no había un paso más / que de París a Sansueña.” Quiere decir, conforme a la geometría de ayer y reduciendo el caso a su última instancia, que entre dos puntos determinados sólo se puede trazar una recta, y que la recta es el camino más corto entre dos puntos. Pero he aquí que en la naturaleza las cosas se dan en especie más complicada; he aquí que hoy la física —o la filosofía natural— ha llegado a la conclusión de que la geometría euclidiana sólo es defendible prácticamente hasta donde lo era la noción de la tierra plana entre los antiguos: porque sirve y basta para las pequeñas cosas diarias, porque basta y sirve para andar por casa. En la superficie plana —concepto abstracto— la recta es el camino más corto.
Pero en la superficie de curvatura variable —lo único que el fenómeno natural nos ofrece— hay que abandonar la recta, que ha perdido todas sus propiedades, y hay que optar por la “geodésica”, que viene a heredarla y a ser el camino más corto.
Todo punto material en libertad camina siempre, en el universo, por el atajo de la geodésica, conforme al principio de economía, de Fermat, tan válido en física como en biología y psicología. Y todos los marinos saben que, entre Lisboa y Nueva York, la senda más breve, en virtud de la redondez terrestre, no es una recta, sino una curva; y ni siquiera la curva trazada hacia el oeste directamente sobre un paralelo, sino una curva algo torcida hacia al noroeste.
Después de todo, la geodésica no es más que el misterioso “intervalo” de Einstein —único dato rígido en este su universo elástico—; y la recta sólo viene a ser un caso privilegiado de la geodésica, un caso protegido, un producto aséptico. 2


1 C. Villalobos Domínguez, “Los colores que veían los griegos”, en Nosotros, Buenos Aires, V-1930.
2 ¿No he oído decir que el mismo “intervalo” se ha rendido, último reducto de la geometría clásica? —1940.


Este artículo apareció en El Nacional en 1939 y fue recogido en Los trabajos y los días, Tomo IX, O.C.  





domingo, 25 de enero de 2015

Las sacras arcas del español




Severo Sarduy


¿Qué sucedería si nos hablaran en un idioma y entendiéramos en otro, si lo que nos entra por una oreja nos saliera por la otra pero fragmentado, invertido, reducido a la alquimia de sus letras o a su anagrama? En esa Babel atómica, habría que escucharlo todo al derecho y al revés, abrir los ojos, estar a la que se te calló: detrás del asegurador “No te mata” podría ocultarse La noche enloquecida —notte matta—; todo hay uno sería acompañado por su abstinencia; y cada sorpresa significaría la prisión de una pobre monja —sor presa—. El emblema barroco de este universo ya no delirante sino dalirante no sería otro que un onagro sobre un órgano, incongruente coincidencia, como la de un paraguas sobre una mesa de disección, pero cuyo soporte es un juego de letras, una recombinación de letras: la vida es un crucigrama feroz.
Este universo de hipérboles sonoras, en que cada personaje se convierte en una Juana de Arco miniaturizada, oyendo voces por doquier, y donde cada palabra, como dice el adagio ferroviario, puede ocultar otra, es el de Larva de Julián Ríos: las palabras se difunden y caen, como la nieve, atomizadas, formando efímeras figuras que se deshacen con la misma velocidad, y en la misma ilusión en que se formaron; todo es reflejo, trompe-l’oeil, imagen engañosa. O mejor, Larva, el volumen material del libro, el cubo irregular que forman sus páginas, no es más que una gigantesca cámara de eco.
Pero, ¿quién juega así con las palabras, quién desordena, revuelve y dilapida las sacras arcas del idioma español, quién viene a darnos gato por liebre y a transformar nuestros oídos en un verdadero laberinto? Sobre todo, dos personajes de nombre emblemático y conducta impropia: Milalias, que contempla los hongos vagabundos de cualquier calle londinense y no se pierde un solo retruécano con tal de ensartar una obscenidad, y su chakti, su energía femenina, Babelle en zapatillas de ámbar, que lo acompaña entre las figuras emperifolladas de cualquier noche de carnaval y con él se libra a otras, que no desdeñaría ningún Kama Sutra.

Fin de la inocencia

Por supuesto, hay otro modo de encarar la empresa, a la vez desmesurada y ejemplar, de Larva: enunciarlo requiere también otro lenguaje. Se trata de saber qué modificaciones, qué tipos de ondas dibujan en la superficie sensible y espejeante del significado —como en una capa de mercurio—, las perturbaciones voluntarias, el azar y los fallos provocados en la superficie superior y visible, en la materia fónica y visual del significante.
De ahí que el libro se presente, como una partitura o una efeméride, en dos registros: en la página derecha asistimos al relato, o a lo que es una simulación de todo posible relato —los “personajes” son como una sacudida o un psicoanálisis del castellano; desarman el idioma como un juguete en manos de un niño furioso: para ver cómo funciona—; en la página izquierda viene a caer, como una lluvia de partículas, el residuo de ese frote, el sedimento de esa saturación, la madre del idioma, como la del vino.
Ese viento solar, magnético, hecho de vocales desplazadas, de inversiones burlescas, de consonantes dobles o mudas, marca de su incandescencia, de su materia ígnea la página izquierda de Larva al mismo tiempo la proyecta —de allí el carácter ecuménico de ese cruce de hablas— no sólo en el propio castellano, o en su estrato más inconsciente o más arcaico, sino en todos los idiomas, desde el latín y el ruso hasta el ríspido dialecto, marcado con olor de incienso, de especias y de curry, que practica una odalisca india de Londres. Y más: de esa proyección o de ese resto del relato van surgiendo otras palabras encajadas unas en las otras, otra dimensión, otro relato especular, simétrico de Larva que es como su negativo, o su doble en la anti-materia.
Con la lectura de Larva termina también nuestra ingenuidad de oyentes, o nuestra inocencia. Ya nunca más oiremos las deshilachadas conversaciones de una barra, el discurso autoritario de un maestro, o hasta las confesiones de la almohada, sin tratar de escuchar, al mismo tiempo y como en filigrana, la voz del altoparlante de la izquierda, la voz del Otro, en la confusa estereofonía de la cotidianidad, y hasta en nuestro propio discurso, que casi siempre supone saber. No hacen otra cosa los psicoanalistas, sobre todo los que, a una técnica de la “escucha distraída” formó Lacan.
Al final de Larva, Milalias nos pide que busquemos su figura en una constelación como si, personaje de un mito, de una serie de variantes cíclicas, se hubiera resuelto en su propia anulación, en el recorrido gratuito de la mirada por las estrellas; llega a cifrar ese recorrido, como para que el distraído espectador de la bóveda celeste no pueda sino reconstituirlo, volver a “darle cuerpo”, para que el desafío de las significaciones vuelva a comenzar.
En unos yaquis tirados por el suelo, el narrador de Paradiso de José Lezama Lima, descubre, formado por azar, el rostro de su padre muerto. 
Esta reminiscencia, para señalar que el escrutador de Larva no está solo; otros oidores —la palabra es de Lezama— en las Canarias, en Sao Paulo, en París o en Londres, forman con él un coro, aunque secreto fuerte, que estusiasma la pulsión de descifrar.



 Tomado de La Vanguardia, 23 de febrero de 1984. 


viernes, 23 de enero de 2015

Ni Fuh ni Fah




Julio Camba


Una de las pocas cosas que siempre hemos tenido por ciertas acerca de la China resulta ahora ser una mentira como una casa. Me refiero a esa especie de que los chinos, mientras gozan de buena salud, les pasan una pensión a sus médicas, retirándosela tan pronto como son víctimas de alguna enfermedad, y no volviendo a pagársela hasta que se encuentran perfectamente restablecidos.

Viajeros dignos de todo crédito aseguran que la sabiduría china no ha llegado aún a elaborar ese sistema que, evidentemente, sería la suma perfección, y al parecer, en la China ocurre lo misino que aquí, esto es, que el interés de los médicos no consiste en tener a la gente sana, sino al contrario, en procurar, por todos los medios que caiga enferma.

Pero lo que no es cierto de los médicos sí, lo es de los astrónomos, o, por lo menos, lo era en la antigua China, donde estos respetables caballeros solían responder con sus cabezas de todos los tifones, terremotos, lluvias torrenciales, huracanes y tornados que no habían sido capaces de evitar. Así un día, mil o mil quinientos años antes de la era cristiana, los chinos empezaron a ver corno el sol iba siendo devorado en el firmamento por un dragón espantoso, y, poseídos del mayor pavor, se echaron a buscar por todas partes a los sabios Fuh y Fah, que eran los astrónomos más ilustres de la corte. El dragón ya le había dado al sol un gran mordisco en la cabeza, y amenazaba con tragárselo todo entero cuando aún no se había encontrado rastro alguno de Fuh ni de Fah.

—¿Dónde estarán esos hombres? —se decía el pueblo aterrorizado—. ¿Por qué no vienen de una vez a matar al dragón? Y echando mano de todos los tambores que había en Pekín empezaron a batirlos desesperadamente a ver si el monstruo se asustaba con el ruido.

¡Plan! ¡Plan! ¡Racataplán...!

Al redoble de los tambores se unía el vocerío ensordecedor de la multitud, y poco a poco pudo verse cómo el dragón iba, aunque de muy mala gana, soltando su presa.- Por fin, y gracias a los esfuerzos concertados de todo el pueblo, el dragón abandonó la lucha y huyó, sin que hasta la fecha haya logrado averiguarse adonde. Pero ¿qué era de Fuh y de Fah?

No se dio con ellos hasta algunas horas más tarde, cuando un grupo de chinos que entró en una taberna a celebrar la victoria del ¡sol los encontró borrachos perdidos debajo de una mesa. Sí, señores. Los dos ilustres, honorables y venerables ancianos, gloria de la ciencia, asombro de la humanidad y orgullo del Celeste Imperio, estaban borrachos perdidos. Se habían puesto a beber desde por la mañana, y cuando el dragón, que los acechaba, vio que ya no podían tenerse en pie, fue cuando decidió lanzarse sobre el sol.

Huelga añadir que tanto Fuh como Fah fueron decapitados inmediatamente con todos los honores debidos, a su alta jerarquía. Luego se nombró a otros dos astrónomos de corte,' y mientras no hubo inundaciones ni terremotos, eclipses de sol ni tempestades de arena, los hombres se dieron la mejor vida del mundo. 




La Vanguardia, 6 de abril de 1949

miércoles, 14 de enero de 2015

Catástrofes en el aire





Joseph Brodsky


"Il y a des remèdes à la sauvagerie primitive; il n' en a point à la manie de paraître ce qu'on n'est pas".Marquis de Custine, Lettres de Russie.
En virtud del volumen y la calidad de la literatura de ficción rusa del siglo XIX, ha habido la creencia muy difundida de que la gran prosa rusa de ese siglo se ha dejado caer automáticamente, por pura inercia, en el nuestro. De tanto en tanto, a lo largo de nuestro siglo, se podían oír voces aquí y allá que atribuían a tal o cual escritor la dignidad del gran escritor ruso, abastecedor de la tradición. Estas voces, provenientes de la crítica oficial y de la burocracia soviética, así como de la propia intelligentsia, llegaban con una frecuencia de unos dos grandes escritores por década.
Tan sólo durante los años de la posguerra -que han durado dichosamente hasta ahora-, media docena de nombres, como mínimo, han llenado el aire. Los años cuarenta terminaron con Mijail Zoshchenko, y los cincuenta se iniciaron con el redescubrimiento de Babel. Luego vino el deshielo, y la corona le fue otorgada a VIadimir Dudintsev por su No sólo de pan. Los años sesenta se los repartieron El doctor Zhivago, de Boris Pastemak, y la revaloración de Mijail Bulgakov. La mayor parte de los años setenta pertenecen obviamente a Solyenitsin; en la actualidad lo que se lleva es la llamada prosa campesina, y el nombre más frecuentemente pronunciado es el de Valentín Rasputín.
La burocracia, sin embargo, resulta ser mucho menos tornadiza en sus preferencias: lleva casi 50 años manteniéndose en sus trece, promocionando a Mijail Sholojov. La constancia dio resultado -o más bien lo dio un ingente encargo de construcción naval a Suecia-, y en 1965 Sholojov se hizo con su Premio Nobel. Sin embargo, pese a todo este gasto, pese a tanto músculo del Estado por una parte y tanta agitada oscilación de la intelligentsia. El vacío proyectado sobre este siglo por la gran prosa rusa del anterior no parece llenarse. Cada año que pasa crece de tamaño, y ahora que el siglo se acerca a su término existe la creciente sospecha de que Rusia puede hacer mutis en el siglo XX sin dejar tras de sí una gran prosa.
Es ésta una trágica perspectiva, y un nativo de Rusia no ha de mirar febrilmente a su alrededor en busca de alguien a quien echar la culpa: la culpa está en todas partes, ya que pertenece al Estado. Su mano ubicua segó a los mejores, y estranguló a la segunda fila restante hasta convertirla en pura mediocridad. De consecuencias más desastrosas y de mayor alcance fue, sin embargo, el surgimiento -patrocinado por el Estado- de un orden social cuyo retrato o incluso crítica reduce automáticamente la literatura al nivel de la antropología social. Es de presumir que hasta eso habría sido soportable si el Estado hubiera permitido a los escritores hacer uso en su paleta de la memoria individual o colectiva de la civilización anterior, es decir, de la civilización abandonada: si no como referencia directa, sí al menos a modo de experimentación estilística. Con tal cosa declarada tabú, la prosa rusa se fue deteriorando rápidamente hasta tomarse el lisonjero autorretrato de un ser debilitado.






La caída

Este tipo de cosa se llamó "realismo socialista" y hoy día es objeto de burla universal. Pero como a menudo sucede con la ironía, aquí la burla le resta a uno considerable capacidad para comprender cómo fue posible que una literatura cayera a plomo, en menos de 50 años, desde Dostoievski hasta individuos como Bubennov o PavIenko. ¿Fue este picado consecuencia directa de un nuevo orden social, de un levantamiento nacional que de la noche a la mañana redujo el funcionamiento mental de la gente a un nivel en el que el consumo de basura se hizo instintivo? ¿O acaso no hubo ya alguna grieta en la mismísima literatura del siglo XIX que precipitó esa caída? ¿O fue simplemente una cuestión de altibajos, de un péndulo vertical propio del clima espiritual de cualquier nación? Y en todo caso, ¿es lícito hacer tales preguntas?
Es lícito, y sobre todo en un país con un pasado autoritario y un presente totalitario. Pues a diferencia del subconsciente, del super-yo se espera que se exprese. No cabe duda de que el levantamiento nacional que tuvo lugar en Rusia en este siglo no tiene paralelo en la historia de la cristiandad. De manera similar, su efecto reductor sobre la psique humana fue lo bastante único para permitir que los gobernantes hablaran de una "nueva sociedad" y un "nuevo tipo de hombre". Pero, claro está, ése era precisamente el objetivo de la empresa en su totalidad: desarraigar espiritualmente a la especie hasta un punto sin retorno; porque, ¿de qué otro modo se puede edificar una sociedad verdaderamente nueva?
En otras palabras, lo que tuvo lugar fue una tragedia antropológica sin precedentes, un salto atrás genético cuyo resultado neto es una reducción drástica del potencial humano. Utilizar subterfugios al respecto, valerse aquí de ensalmos de ciencia política es desorientador e innecesario. La tragedia es el género escogido por la historia. De no ser por la propia elasticidad de la literatura, no habríamos conocido ningún otro.
Para la literatura -no así para sus lectores- esto es a la vez bueno y malo. Lo bueno viene del hecho de que la tragedia da como resultado una obra literaria con una sustancia mayor de la habitual e incrementa el número de sus lectores al apelar a una curiosidad morbosa. Lo malo es que la tragedia circunscribe en gran medida la imaginación del escritor a sí misma.
El drama personal, no digamos el nacional, reduce, de hecho niega, a un escritor la capacidad para alcanzar el distanciamiento estético imprescindible a una obra de arte perdurable. La gravedad del asunto anula sin más el deseo de empeño estilístico. Al narrar la historia de un exterminio masivo, uno no siente unas tremendas ansias de dar rienda suelta al flujo de la conciencia; y con razón. Por muy atractiva que tal circunspección resulte, el alma del escritor saca de ella más provecho que su hoja de papel.
Sobre el papel, tal despliegue de escrúpulos empuja a la obra de ficción hacia el género biográfico, ese último bastión del realismo. A la postre, toda tragedia es un suceso biográfico, de una u otra forma. ( ... ) La triste verdad respecto a esta ecuación de arte y vida es que se hace siempre a costa del arte. Si una experiencia trágica hubiera sido garantía de una obra maestra, los lectores serían una lúgubre minoría enfrentada a multitudes ilustres que habitarían panteones en ruinas y vueltos a erigir.
Pues la prosa es, aparte de todo, un artificio, una bolsa llena de trucos. Como artificio, posee su propio linaje, su propia dinámica, sus propias leyes y su propia lógica. Tal vez más que nunca, esto ha sido puesto de manifiesto por los esfuerzos del modernismo, cuyos patrones desempeñan un importante papel en la actual valoración de la obra del escritor. Pues el modernismo no es más que una consecuencia lógica -compresión y concisión- de lo clásico. Si estos patrones del modernismo tienen alguna significación psicológica, ésta es que el grado de su dominio indica el grado de independencia de un escritor respecto de su material, o, de manera más general, el grado de primacía de un individuo sobre sus propias dificultades o las de su nación.






Semejantes al aire

Puede argüirse en otras palabras, que al menos estilísticamente el arte ha sobrevivido a la tragedia, y que, con ello, también lo ha hecho el artista. Que la cuestión, para un artista, es contar la historia no según ella misma, sino según las propias condiciones del artista. Porque el artista representa a un individuo, a un héroe de su propio tiempo: no del tiempo pasado. Su sensibilidad debe más a las antedichas dinámica, lógica y leyes de su artificio que a su experiencia histórica real, que casi siempre es redundante. La tarea del artista ante su sociedad es proyectar, ofrecer esta sensibilidad al público como acaso la única ruta de partida disponible desde el yo conocido y cautivo. Si el arte enseña algo a los hombres es a hacerse semejantes al arte: no semejantes a los otros hombres. En efecto, si hay para los hombres una oportunidad de convertirse en algo que no sea víctimas o villanos de su tiempo, la oportunidad reside en su pronta respuesta a aquellos dos últimos versos del Torso de Apolo, de Rilke, que dicen:
"... este torso te grita con todos sus músculos: / '¡Has de cambiar de vida.?".
Y es en esto precisamente en lo que la prosa rusa de este siglo fracasa. Hipnotizada por la amplitud de la tragedia que sobrevino a la nación, sigue rascándose las heridas, incapaz de trascender, la experiencia ni filosófica ni estilísticamente. Por devastadora que sea la acusación que uno haga contra el sistema político, su formulación viene siempre envuelta en las cadencias de la retórica humanista religiosa fin de siècle. Por envenenadamente sarcástico que se ponga uno, el blanco de tal sarcasmo es siempre externo: el sistema y los poderes-que-sean. El ser humano es siempre ensalzado, su bondad innata es siempre vista como la garantía de la derrota final del mal.
En la época que leyó a Proust, Kafka, Joyce, Musil, Svevo, Faulkner, Beckett, etcétera, son precisamente estas características las que hacen que un ruso bostezante y desdeñoso coja una novela policiaca o un libro de autor extranjero: un checo, un polaco, un húngaro, un inglés, un indio. Sin embargo, estas mismas características satisfacen a muchas lumbreras literarias occidentales que deploran el lamentable estado de la novela en su propia lengua y que oscura o transparentemente aluden a aquellos aspectos del sufrimiento que resultan beneficiosos para el arte literario. Puede sonar a paradoja, pero, por una serie de razones -la principal de las cuales es la pobre dieta cultural a la que se ha tenido a la nación durante más de medio siglo-los gustos lectores del público ruso son mucho menos conservadores que los de los portavoces de sus colegas occidentales. Para éstos, presumiblemente sobresaturados de distanciamiento modernista, experimentación, absurdo y demás, la prosa rusa de este siglo es un respiro, una tregua, y se extienden con entusiasmo sobre el tema del alma rusa, de los valores tradicionales de la literatura de ficción rusa, del legado superviviente del humanismo religioso del siglo XIX y de todo el bien que, hizo a las letras rusas, del -debería citar- severo espíritu de la ortodoxia rusa. (En comparación, sin duda, con la flexibilidad del catolicismo romano.)
Cualquiera que sea el hacha con que este tipo de gente quiera triturar a quienquiera que sea, la verdadera cuestión es que el humanismo religioso es, en efecto, un legado. Pero no es tanto un legado del siglo XIX en concreto cuanto del espíritu general de la consolación, de la justificación del orden existencial en el plano más elevado, preferentemente eclesiástico, propio de la sensibilidad rusa y del empeño cultural ruso como tal. Lo menos que puede decirse es que en la historia, de Rusia no hay escritor que esté libre de esta actitud, que no atribuya a la Divina Providencia los más lúgubres acontecimientos y los haga automáticamente objeto del perdón humano. El problema de esta -por lo demás- conmovedora actitud es que la comparte también plenamente la policía secreta, y que sus empleados podrían esgrimirla el día del juicio final como excusa válida para sus prácticas.
Dejando de lado los aspectos prácticos, una cosa está clara: esta suerte de relativismo eclesiástico da como natural resultado una intensificación de la atención al detalle, llamado en otros lugares realismo. Guiados por esta visión del mundo, el escritor y el policía rivalizan entre sí en precisión, y, según quien lleve la ventaja en la sociedad, ofrecen este realismo con su epíteto circunstancial. Lo cual demuestra que la transición de la literatura de ficción rusa desde Dostoievski hasta su estado actual no se ha producido de la noche a la mañana, y que tampoco era exactamente una transición, porque, incluso para su propia época, Dostoievski era un fenómeno autónomo, aislado. La triste verdad sobre la entera cuestión es que la prosa rusa lleva bastante tiempo en un derrumbamiento metafísico: desde que dio a Tolstoi, quien se tomó un poco demasiado literalmente la idea de que el arte refleja la realidad, y a cuya sombra las oraciones subordinadas de la prosa rusa han estado retorciéndose indolentemente hasta hoy.






Tolstoi y Dostoievski

Esto puede parecer una simplificación grosera, pues, en efecto, por sí sola la avalancha imitadora de Tolstoi tendría una significación estilística limitada de no ser por su lugar en el tiempo: alcanzó de lleno a los lectores rusos casi simultáneamente con Dostoievski. Sin duda para un lector occidental medio, esta clase de distinción entre Dostoievski y Tolstoi tiene una importancia limitada o exótica. Al leer a ambos en traducción, los ve como a un solo gran escritor ruso, y el hecho de que los dos fueran traducidos (al inglés) por la misma mano, la de Constance Garnett, no es una ayuda. Todo eso está muy alejado de la realidad, y, francamente, la proximidad en el tiempo de Dostoievski y Tolstoi fue la más desdichada coincidencia de la historia de la literatura rusa. Sus consecuencias fueron tales que quizá la única defensa posible de la Providencia contra las acusaciones de hacer trampas con el maquillaje espiritual de una gran nación sea decir que de este modo impidió a los rusos acercarse en exceso a sus secretos. Porque quién mejor que la Providencia para saber que quien sigue a un gran escritor está destinado a recoger las cosas exactamente donde las dejó el gran hombre. Y quizá Dostoievski se elevó demasiado para el gusto de la Providencia. Así que envió a un Tolstoi como para asegurarse de que Dostoievski no lograba continuidad en Rusia.







Conferencia (Biddle Memorial Lecture) pronunciada en el Museo Solomon R. Guggenheim, de Nueva York, el 31 de enero de 1984, bajo los auspicios de la Academia de Poetas Americanos.



Traducción de Javier Marías