Muy
lejos estaba de sospechar la cruel coincidencia, el despiadado tiro, de que aquella
mañana, justamente (vete a saber si a la hora misma, acaso uno de aquellos
acompañamientos), en ese humilladero del verano daban tierra a un escritor con
quien esperaba encontrarme. Casi un compatriota, pese al nombre y apellido
ostrogodos, que en Roma lucraba el pan —pasados los entusiasmos revolucionarios—
como traductor de la FAO.
Calvert Casey, el nombre de pila, por el apellido
de uno de los fundadores de Baltimore, su cuna; el apellido, por la sangre irlandesa
de su padre, un pingüe guarnicero de aquel paraíso de la hípica que fue el
Maryland, luego metido en el ramo de la maquinaria agrícola y con negocios en
Cuba, donde casó con una española. Y así Calvert Casey, un cuarentón moreno,
flaco y alto, reunía los modales nórdicos, aliviados con el humor irlandés, y
una campechanía de cordial marca hispana. Porque la temprana muerte del padre
le ancló, desde niño, a Cuba y su ulterior carrera neoyorquina no conseguiría
borrar (y él estaba lejos de proponérselo) esta componente de su carácter. Y en
Cuba —mientras el aceptado exilio le traía a Europa— seguía la adorada madre
española. Diré más: la noticia del fallecimiento de ésta, recibida durante un
breve viaje ginebrino, fue la gota que colmó el cáliz del tan voluntario como
insufrible destierro. Perdido el último gusto de la vida, nada más regresar de
Ginebra se la quitó en su casa de Roma, uno de aquellos días de agobiante e
improvisto calor del pasado mes.
Con aquel nombre que parecía desmentirlo, ya
que no por su aspecto y talante, Calvet Casey era un escritor, un cumplido narrador
y ensayista, en nuestro idioma. Un estupendo escritor de una Cuba que es
realidad y mito a un tiempo, blandamente nostálgica del fino europeísmo de sus últimos
días españoles, prosaizada por el alud comercial y turístico yanquis, hundida en
el concusionario desgobierno y exultante, un momento, a la aurora de la
libertad y al prometerse un papel misionero.
Ese complejo y bullente mundo es el de los
libros de Casey. Ustedes recordarán la docena de espléndidos y tristes relatos
que forman El regreso, como las
recientes Notas de un simulador, volúmenes
publicados, ambos, por Seix Barral. Cuba, y la nostalgia de Cuba, por poético y
humanísimo trasunto de un Paraíso definitivamente perdido: no por próximo,
menos inalcanzable. Crecido en el clima de guerras y carrera nuclear, reclamado
por dos mundos antagónicos a fuer de hombre partido, abrazando ora una, ora la
opuesta ideología, que se le agostaban de inmediato: en denodada e inalcanzable
procura de sí mismo, Cuba (la idiosincrasia cubana) aprontaba el escenario
ideal para el mundo de sus historias. Esa turbamulta en que la ostentada y
próspera modernidad se conjuga con vivencias de arcaicas civilizaciones; donde
las esperanzas siempre fallidas, o sólo realizadas con pro para terceros; donde
la obsesión de la destrucción total, cruz de unos pocos, se diluye en la indiferencia
de los más. Acabada imagen de un mundo en disolución que —al acendrado mirar
del melancólico escritor— no invoca otro remedio que revoluciones, matanzas,
confinamientos, ley del hambre. Y, de postre, la atómica. Metamórfica virtud
del escritor, que de tan negros ingredientes compone un canto a los entrañables
valores del linaje humano. Preciosa prenda, ¡pobre Casey!, de esperanza. — M.
La Vanguardia, 12 de junio de 1969
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