El doctor Valentín Langensack, mi profesor de
geografía, solía decir que había dos clases de fronteras: naturales y políticas.
Infaliblemente, a continuación venía la pregunta: «¿Cuáles son las naturales,
cuáles las políticas?».
Montañas, ríos, mares y cadenas montañosas son las
naturales. Las políticas son barreras de madera de dos o tres colores, casetas
con escudos, policías fiscales in natura. Marcadas por el mapa con
puntos, rayas, líneas, etc.
Cuando el doctor Valentín Langensack -¡Dios lo
tenga en su gloria!- aún vivía, sólo había dos clases de fronteras.
Ahora que está muerto, sin duda sigue habiendo
fronteras políticas, pero hace mucho que ya no hay fronteras naturales, sino antinaturales.
Las fronteras políticas tampoco son ya puntos, rayas,
líneas, etc., sino vejaciones, vías dolorosas, pasiones, Gólgotas,
crucifixiones, en una palabra: registros…
Se puede llegar a la Hungría occidental de habla
alemana de distintas maneras: por Ebenfurt o a través del bosque, por senderos
de contrabandistas o por Wiener-Neustadt.
Yo elegí Wiener-Neustadt.
En la plaza del Ring está la dirección de policía, y
allí empieza la frontera antinatural. Porque, curiosamente, un pasaporte
austriaco en regla, dotado de todos los visados y emborronado con todas las
firmas ilegibles de todos los comisarios y direcciones de policía del mundo, no
basta para pasar la frontera. Hay que conseguir además una autorización de
cruce de la frontera en Wiener-Neustadt. Y ése es el comienzo de la frontera.
La frontera misma está media hora más allá de
Wiener-Neustadt. Es de noche, y como por desgracia no soy ningún especulador,
tengo la intención de cruzar la frontera por la mañana.
Pero, para poder pernoctar en Wiener-Neustadt, hay
que haber nacido en Mattersdorf. Precisamente en Mattersdorf. Me enteré de eso
en el Hotel Central, donde pregunté humildemente si podía conseguir una
habitación. No recibí respuesta alguna. No por eso dejé de esperar. En la
frontera, vale el refrán: «Ninguna respuesta es una próxima respuesta».
Delante de mí había un caballero rellenando una hoja
de registro. Luego el caballero desapareció, y ocupé su lugar. La hoja de
registro estaba ante mí.
Vino una camarera, leyó la hoja y me miró. Luego
dijo, con espontánea cordialidad y emoción en la voz:
-Le daré la número cincuenta y dos. Pero sólo porque
es usted de Mattersdorf.
A lo que yo guardé silencio y seguí a la camarera
hasta la número cincuenta y dos.
Cuando hube dejado mis cosas y me hube guardado la
llave, saqué mi revólver y dije, muy amablemente:
-Señorita, yo no soy de Mattersdorf. Esa hoja de
registro es de otro caballero.
-Vaya –dijo ella-, de haberlo sabido no le habría
dado la habitación.
-No se arrepentirá –respondí, me guardé el revólver y
le di un billete de diez coronas.
Así que volví a mi cuarto en Wiener-Neustadt sin
ser nacido en Mattersdorf. ¡Hay que tener suerte!...
Por la mañana, caminé media hora antes de llegar a la
frontera propiamente dicha. Sin duda hay una vía que lleva directamente de
Wiener-Neustadt a Sauerbrunn, pero el tren no circula. En primer lugar, porque
es una frontera antinatural, en segundo lugar, para que los viajeros puedan
llevar sus maletas. En la frontera hay seis gendarmes y uno de la Policía
secreta. Uno de los gendarmes mira el pasaporte, otro me mira y pregunta:
-¿Nada que declarar?
¡Qué ingenuo! Me pregunto si algún contrabandista
habrá confesado alguna vez que llevaba cosas que declarar.
No por eso dejo de decir, como marcan las normas:
«No!», y paso.
Veinte pasos más allá, un guardia rojo analfabeto
trata de deletrear un pasaporte. Le lleva mucho tiempo. Precisamente con mi
pasaporte el buen hombre quiere aprender alemán. Tengo que darle dos
cigarrillos para que abandone todo intento de estudiar y me devuelva el
pasaporte.
Al otro lado empieza Neudörfl.
Neudörfl es la introducción al país de
Heanzen. No entiendo muy bien ese disminutivo, Dörfl. Debería llamarse Neudörf.
El pueblo consiste en una sola calle, increíblemente larga, formada a ambos
lados por casitas blancas. Es sábado, y día de gran limpieza. Niños rubios
juegan entre la porquería de la calle. En una lejana granja gruñe apaciblemente
un cerdo. Un gallo se pasea por en medio de la calle. Dos patos chapotean en un
charco.
Como Neudörfl no tiene la menor intención de
acabarse, decido interrumpirlo por mi cuenta y entro en una taberna. El
posadero es húngaro, la mujer austriaca. Un mozo es austriaco, una camarera
húngara. El posadero es muy amable con la camarera, la dueña con el mozo.
Afinidades electivas y tribales, en el límite de las novelas de amor y los
escándalos amorosos.
Al cabo de un cuartillo de vino tinto vuelve a empezar
Neudörfl. Un campesino sale de la iglesia. Pregunto por el señor cura.
-Yer le dio un ataque –dice.
-¿Vive aún?
-Sí, pero no le quea mucho. Estaba furioso con
Bela Kun, ¡y ahora le ha dao un ataque! –se lamenta el campesino.
-¿Se alegra usted de que Kun se haya ido?
-Pero claro. Eso no había quien lo aguantara.
-¿Sabe que ahora pertenecen ustedes a Austria?
-¡Aún no! ¡Pero tó se andará! ¿Vié usté
de Viena?
-Sí.
-Ah, ah, de Viena –dice sonriendo, y le brillan los
ojillos.
Detrás de la iglesia, Neudörfl se acaba al fin. A la
izquierda está Waldheim am Lichtenwerd. Una fonda. Dentro hay un gendarme
austriaco con todo el correaje. ¿Qué hace aquí? ¿No será la fuerza de
ocupación? ¡Por el amor de Dios, no!; Waldheim am Lichtenwerd ha vuelto a ser
Austria! Algo me dice que eso no sería una frontera antinatural. Un pico
austriaco entre Hungría y Hungría. ¡Y en el pico una fonda, y en la fonda un
gendarme! ¡Qué extraña frontera!
Justo detrás de la fonda empieza el bosque. En la
oscuridad hay un hombre con revólver, y grita: «¡Manos arriba!». Al oír ese
grito se detienen cuatro guardias rojos húngaros que iban a Waldeheim. El
agente de policía los cachea, ordena: «¡Adelante! ¡Marchen!», y los lleva al
interior del bosque. Es un sitio un poco inquietante, en el que aún no termina
un país y aún no empieza otro.
Quien busque la ocasión de irritarse puede cubrir el
resto del camino junto a la vía del ferrocarril hasta Sauerbrunn. ¡Qué hermosa
vía! ¡Qué fácilmente podría recorrerla un tren! ¡Y no habría que gritar «¡Manos
arriba!» ni haría falta ver gendarme alguno, y sería en general mucho más
cómodo!
¡Pero no! Las fronteras son incómodas. ¡Sí! ¡Cuando
mi profesor de geografía vivía, y las dividía en políticas y naturales, la cosa
era distinta, por supuesto! Pero ahora que está muerto solamente quedan las
antinaturales…
Der
Neue Tag, 7-8-1919
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