Salvador Reyes
Capitán,
otra vez va a llegar el invierno.
¿Y
nuestro viaje? Lo discutimos hace ya tanto tiempo
Sin
embargo, estamos aún amarrados al muelle
fumando
nuestro tabaco de musgosas redes.
Yo
he intentado sembrar un árbol como un hombre serio.
¿Y
qué cree usted que floreció? La Rosa de los Vientos
Es
inútil, inútil, mi querido Capitán:
es
ya la hora de hacernos a la mar.
Sus
gruesas botas de agua están paseando el muelle
Y
la marea mece blandamente nuestro queche.
Como
las líneas de una mujer, saboreamos las líneas del barco.
¡Capitán,
ya es la hora de tomar el largo!
Todo
está a bordo: víveres,
cartas, instrumentos.
Nos
estrechan la mano nuestros amigos aduaneros.
Allí
arden las luces sollozantes de los adioses
y
resbalan en la garganta de la noche húmeda y salobre.
Pienso
en el viento que se desborda por la relinga de los foques,
en
el bauprés clavando el corazón del Norte.
Estalla
un puñado de estrellas a popa, en la noche del Pacífico
y grito: ¡Adiós
para siempre, Valparaíso!
Más allá del faro
el viento hinchará la cangreja;
rápidamente
alcanzaremos la estera de las ballenas,
El
mar libre y áspero, la soledad que cuadra bien al hombre
y
la danza negra y desnuda del horizonte.
La
maniobra obedece fácil a su voz marítima;
me
oriento perfectamente por la estrella de su pipa.
Sólo
el rostro de una mujer puede encerrar, Capitán,
el
infinito, el vértigo del mar.
La tempestad,
las maldiciones, la sal que escuece la boca;
nuestras
manos que sangran aferrando la escota
y
no saber si mañana veremos el día…!
¡Votó
al diablo! Son cosas que vale la pena vivirlas.
Podríamos
peinar las cabelleras del infierno.
¿Se
acuerda usted de cuando era Capitán de la “Tenglo”?
Desde
un pasado soberbio de valor y violencia
se
alza su puño de piedra frente a la tripulación insurrecta.
Ahora,
libres entre el cielo y las olas,
cortamos
trozos al destino con el cuchillo de la roda
y
nos hartarnos de vida con esa gula de los marinos.
¡No
hay más verdad que el goce de nuestros instintos!
El
Pacífico, árbol generoso, con sus frutos de puertos…
Guayaquil,
Panamá, San Francisco y los atoles polinésicos.
Nuestro
queche plega las olas en las quietas bahías,
y
en la playa, desnuda y perezosa, se tiende a descansar la vida.
¡Cierra
caña a estribor!.... ¡Oh, Capitán Straube!
Como
una mujer tiembla el barco de la quilla a los mástiles.
La
gran posesión del mar y su beso desnudo
y
nosotros corriendo a pleno trapo en la juventud del mundo.
Agua
salobre, viento salobre, vida salobre.
Flecha
clavada en la fama del horizonte.
Tiburones
y albatros enlazan el cielo y el mar.
¡Es la hora
de levar anclas, Capitán!
1922
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