Giovanni
Macchia
La
tarde de aquel terrible 18 de julio de 1898, cuando la Audiencia de lo Criminal
de Versalles confirmó su condena a un año de prisión, Zola no tuvo siquiera el
tiempo de regresar a su casa para besar por última vez a su adorado perro
Pimpin. Incitado por sus amigos Clemenceau y Labori, de incógnito, con una
pequeña maleta que contenía unos pocos objetos y su máquina fotográfica, Zola
tomó el tren en la Gare du Nord y partió para Gran Bretaña.
"Exilio" es una palabra ligeramente
áulica que puede leerse en los textos escolares. Es como la muerte. Son
siempre los otros los que mueren, decía Duchamp. Pero el exilio de Zola estuvo
desprovisto de memorables gestos y de toda grandeza. Era uno de los tantos
exiliados modernos que escapan para no terminar en la cárcel. Solo, en un país
al que no amaba, sin conocer una palabra de inglés, viajaba con nombres falsos,
haciéndose llamar Pascal, o Beauchamp o Richard. Inmerso en un silencio
inhumano, tras el bullicio parisino, el proceso y las vulgares caricaturas,
siempre temió ser reconocido, arrestado. Comenzó a cambiar de residencia en
zonas cada vez más lejanas o deshabitadas. Los pocos amigos, con sus excesivos
miramientos hacia su persona, sin duda no lo tranquilizaban. Si en los momentos
de calma se reaseguraba diciéndose que los agentes franceses no tenían el
derecho de actual en territorio extranjero, allí estaban, no obstante,
los afectuosos amigos para aconsejarle que usara toda posible precaución
para huir de las investigaciones, para recordarle que el peligro existía
y podía provenir de las cartas o de las personas que llegaban a él desde
Francia.
Las
fotografías que también en Inglaterra, cediendo a su insuperable manía, logró
sacar, son ante todo un singular documento vital. Respiran la atmósfera de
aquel exilio: el silencio, el miedo, la sospecha y ninguna gracia hacia el país
que lo acogía. Se condensa más desesperación en estas imágenes que en las
declaraciones abiertas de sus cartas o de sus notas.
La
fotografía se conviene casi en una confesión indirecta. Inscribió Cecchi que
nadie expresó mejor la tristeza de un despertar londinense como Mallarmé cuando
recuerda el crujido de la antracita que la criada madrugadora vertía en el cubo
de hierro. Un sus tímidas y modestas vistas, nadie expresó mejor que Zola la
melancolía de ciertas calles anónimas de Londres, distintas e iguales, tan
cercanas y tan lejanas a la vez, alegradas por pequeños hoteles tristes y por
la sombra sin belleza de los campanarios de las iglesias.
Quizás
fueron tomadas los domingos. De Nittis había pintado los desiertos domingos
londinenses. También en éstas, el caminar de unos pocos viandantes, el chillido
de un carretón, el trote lento de un caballo, despiertan ecos prolongados y
profundos de hora estival. A menudo incluso los caballos están quietos, en
reposo. El cochecito de un niño o de una anciana paralítica transcurre con
dificultad por la acera desvencijada. Hay en todo ello una gran circunspección,
casi como si el fotógrafo quisiera ver sin ser visto. Lejanos están el gran
Londres y los maravillosos paisajes industriales.
"Je
vis au désert. Je ne vois absolument personne, je passe trois ou quatre jours
sans méme ouvrir les lévres, servi par des muets". La fotografía, hija de
ese silencio, sirve para ponerse en comunicación con la pequeña humanidad muda
y sin sonrisas que transcurre por esas calles. En raras ocasiones la compacidad
de las imágenes se disuelve como para revelar un secreto. Entonces se trata de
la súbita resurrección del mundo que ha dejado atrás, el tranquilo mundo
familiar de afectos, de trabajo, de dulces hábitos. Detrás de los cristales,
entre las cortinillas abiertas, en un interior a la manera de Vuillard, se
percibe a una dama que lee. Cuatro "vírgenes británicas", cuatro
compungidas damiselas inglesas en bicicleta le traen el recuerdo de Jeanne.
Permanente y fiel está en Zola el amor abrasador por la intimidad familiar.
Lloró como un niño cuando le escribieron que su Pimpin había muerto. Y no es un
azar que en medio de aquella "détresse morale absolue", en aquella
"grande angoisse" de Londres, haya comenzado a escribir la novela de
la familia, de la grandeza y eternidad de la familia: Fécondité.
Para
nosotros que las vemos ninguna fotografía es contemporánea. Incluso si ha sido
tomada dos minutos antes, nos habla ya de un tiempo révolu. Pero las
fotografías tomadas en Francia por Zola eran como el "borrador"
de sus creaciones. Eran el documento de una realidad que ofrecía, en la
diversidad de perspectivas, lo que podía escapar a un ojo inseguro. Casi
imponían las directrices para la descripción, devastada hasta la alucinación
por el amor del detalle, por la precisión, por la voluntad de comprender el
secreto de lo que existe. En el espacio que operaba Zola como fotógrafo se
desplegaba entre lo que era la pintura de su época (los amados impresionistas)
y lo que vendrá a ser el cine (imágenes de una realidad en movimiento). Las
fotografías londinenses, en cambio, nacieron como apuntes de la memoria, sin
ningún propósito de ser utilizadas. Incluso cuando Zola tendría todas las
razones para ambientar su Angeline en el paisaje inglés, porque en Inglaterra,
viviendo en casa de "Penn", se sintió atraído, durante sus frecuentes
paseos en bicicleta, por una pequeña mansión abandonada, según se decía por los
espíritus, incluso en ese caso piensa en Francia. El relato Angeline fue
ambientado "du cote d’Orgeval, au-dessus de Poissy".
No
obstante, existía un Londres al que debería haber amado. Muchos años antes,
entusiasmado por las telas de Jongking y de Monet, había formulado sus
declaraciones de amor hacia las grandes ciudades de inmensos horizontes, cuyas
vistas conmovían más que los Alpes o el azul mar de Nápoles. ¿Qué ciudad más
que Londres había dado vida a nuevas formas arquitectónicas en las que el
conocimiento de los principios y de la práctica de la mecánica se había
difundido tanto, aunando en sus amplias estructuras el cristal y el hierro? En
París, donde no obstante permanecía fiel en la decoración de su casa a una
mescolanza de estilo Luis XIII y de bizantino o neogótico, se había hecho
fotografiar con complacencia al pie de la Torre Eiffel y se había detenido
largo rato a contemplar el palacio de la electricidad. ¿Por qué no quiso
fotografiar las estaciones de Paddington o de King's Cross y no entró en la
Goal Exchange o en uno de los grandes templos ingleses de la industria?
Nosotros sólo sabemos que no quiso regresar a Francia sin conservar en sus
archivos para futuras empresas la imagen de la más famosa de esas
construcciones: el Palacio de Cristal, creado casi medio siglo atrás por el
gran jardinero paisajista que fue James Paxton. Cuatro fotografías
circunscriben los tiempos y los grados de la visión.
En
una primera fotografía, las líneas del palacio, con la gran cúpula central, se
dibujan sobre el horizonte: difuminado en la niebla, inmenso, agazapado como un
dinosaurio que avanza, con su calma amenazadora, en medio de la naturaleza
circundante: la pobre naturaleza enferma de la periferia, destinada a morir.
Zola observa aquella gran sombra desde una pequeña calle fangosa, en la
que las alquerías desastradas están cercadas a duras penas por estacas medio
arrumbadas.
En
la segunda fotografía, el objetivo se aproxima. Ya no es la calle fangosa sino
dos rieles que se pierden en la naturaleza, como una profunda herida entre los
árboles negruzcos; el Palacio de Cristal, menos distante, canta en medio del
desorden circundante la infinita y exacta letanía de sus vértebras de hierro.
Los traslúcidos espacios de cristal sólo se ven interrumpidos por
penachos de verde, y gracias a esas interrupciones el palacio se distiende en
la imaginación. Podría no acabar jamás. En la tercera fotografía Zola se encuentra
ya a dos pasos del enorme edificio. El dinosaurio sueña su sueño dominical,
entre pequeños hoteles, entre caballos de tiro somnolientos y hombres de levita
o de chaqueta blanca, entre algunos árboles desmedrados. Sólo la última
fotografía, a pocos metros de distancia, en un amplio espacio y en medio de
gran soledad, se asiste a la revelación, con cierto espanto, como ante la
fachada de una gran catedral; una catedral de cristal y hierro, con su
transepto, sus prolongadas naves, sus viguerías metálicas dispuestas a regular
distancia unas de otras y el entramado de los montantes: imponente expresión de
una estética del hierro, que clamaba a la eternidad y que en cambio, como es
sabido, se derrumbó y desapareció algunas décadas después como un espectro en
una hoguera dantesca.
Las
ruinas de París, Versal travesías S.A, Barcelona, 1990.
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