sábado, 28 de febrero de 2015

Simone Boué compañera de Cioran





Fernando Savater 




Simone Boué, profesora de Liceo y compañera de E.M. Cioran durante más de 50 años, falleció ahogada en una playa francesa el pasado verano. Dice Stendhal: "Hacen falta al menos 10 líneas en francés para alabar a una mujer con delicadeza". Yo necesitaría muchas más en español para hacer medianamente justicia a Simone en esta despedida. Era inteligente, vivaz, irónica, discreta. Sobre todo era la elegancia misma, la encarnación de ese chic parisiense que puede pasarse de pasarelas y que no se adquiere derrochando dinero en casa de los modistas. A ella le bastaba -tenía que bastarle porque eran pobres- con un pañuelo, una sencilla rebeca, con cambiar de sitio una flor. En la casa minúscula de la rue de l'Odeon todo era perfecto y humilde, como pintado por Vermeer. "¡Agáchese!", me decía Cioran al entrar. "¡Cuidado con la cabeza, la puerta es muy baja!". Parte del gozo de su hospitalidad generosa y cordial era oírles contar las anécdotas a medias, lanzándose tiernas puyas: él criticando a Francia sin la cual no podía vivir; ella, francesa a más no poder. Al final, cuando Cioran empezaba a perder la cabeza, ella completaba, sin que se notaran sus balbuceos, y hacía ambos papeles, el censor acerbo y la amable réplica. La vi por última vez en junio, en el primer aniversario de la muerte de Cioran. "Por favor, cuidado con la cabeza", me dijo al entrar. Me contó su amargura por una biografía reciente de Cioran, no tanto por la insistencia escandalosa en sus veleidades fascistas juveniles como por la pedante bobada de compararle ¡con Wittgenstein! Luego nos despedimos y era para siempre. No sé quién será el próximo inquilino del pequeño apartamento en el corazón del barrio latino; no sé si sabrá que en esas tres habitaciones se vivió una tan larga y preciosa historia de amor. Por favor, agachen la cabeza; y descúbranse-




El País, 30 septiembre de 1997



martes, 24 de febrero de 2015

A un joven






Carlos Drummond de Andrade



Estimado Alipio:


Ayer por la noche, al salir usted de mi departamento, adonde vino en busca de sabiduría griega y sólo encontró un coñac y un gato llamado Crispín, decidí pasar por escrito lo que le dijera. ¿Lección de escepticismo? No. Eso uno lo aprende solo. La única cosa que se puede remotamente concluir de lo que conversamos es: no vale la pena practicar la literatura, si ella contribuye a agravar la falta de caridad que traemos desde la cuna.

Por eso, y porque no adelantaría nada, no le doy consejos. Le doy anticonsejos, hijo mío. Y si lo llamo hijo perdone: es costumbre de la gente madura. Podría llamarle hermano, tan semejante somos, a pesar del tiempo y de los pormenores físicos: ambos cultivamos lo real ilusorio, que es un bien y un mal para el alma. Poco queda por hacer cuando no nacemos para los negocios ni para la política ni para el oficio de las armas. Nuestro negocio es la contemplación de la nube. Que por lo menos ello no nos torne demasiado antipáticos a los ojos de los coetáneos absorbidos por preocupaciones más seculares. Recoja pues estos apuntes. Alipio, y sepa que lo estimo:

I. Sólo escriba cuando del todo no pueda dejar de hacerlo. Y siempre se puede dejar.
II. Al escribir, no piense que va a derribar las puertas del misterio. No derribará nada. Los mejores escritores consiguen apenas reforzarlo, y no exija de sí tamaña proeza.
III. Si permanece indeciso entre dos adjetivos, deje fuera ambos, y use el sustantivo.
IV. No crea en la originalidad, está claro. Pero no vaya a creer tampoco en la banalidad, que es la originalidad de todo el mundo.
V. Lea mucho y olvide lo más que pueda.
VI. Anote las ideas que tenga en la calle, para evitar desarrollarlas. La casualidad es mal consejero.
VII. No se sienta orgulloso si le dicen que su nuevo libro es mejor que el anterior. Quiere decir que el anterior no era bueno.
VIII. Pero si le dicen que su nuevo libro es peor que el anterior, puede ser que le digan la verdad.
IX. No responda a los ataques de quien no tiene categoría literaria: sería perder el tiempo. Y si el atacante tuviera categoría, no ataque, pues tiene otras cosas que hacer.
X. ¿Cree que su infancia fue maravillosa y merece ser recordada en todo momento en sus escritos? Sus compañeros de infancia ahí están, y tienen opinión diferente.
XI. No salude con humildad al escritor famoso, ni al escritor oscuro con soberbia. A veces ninguno de ellos vale nada, y en la duda lo mejor es ser atento para con el prójimo, incluso si se trata de un escritor.
XII. El portero de su edificio probablemente ignora la existencia, en el inmueble, de un escritor excepcional. No juzgue por eso que todos los asalariados modestos sean insensibles a la literatura, ni que haya obligatoriamente escritores excepcionales en todos los edificios.
XIII. No saque copias de sus cartas, pensando en el futuro. El fuego, la humedad y las polillas pueden inutilizar su cautela. Es más simple confiar en la falta de método de esos tres críticos literarios.


                                                         II


Aquí le mando, joven Alipio, otras grageas de supuesta sabiduría, para completar así la instrucción que le suministré.

XIV. Procure hacer que su talento no ofenda el de sus compañeros. Todos tienen derecho a presumir genialidad exclusiva.
XV. Haga fichas de lectura. Las papelerías aprecian ese hábito. Las fichas absorberán su exceso de vitalidad y, no usadas, son inofensivas.
XVI. Si siente propensión hacia el gang literario, instálese en el seno de su generación y ataque. No hay policía para ese género de actividad. El castigo son sus compañeros y luego el tedio.
XVII. No se juzgue más honesto que su amigo porque sabe identificar un elogio falso, y él no. Tal vez usted sea apenas más duro de corazón.
XVIII. Evite disputar premios literarios. Lo peor que puede suceder es que los gane, otorgado por jueces a los que usted y su sentido crítico jamás premiarían.
XIX. Su vanidad asume formas tan sutiles que llega a confundirse con la modestia. Haga una prueba: proceda conscientemente como vanidoso, y verá cómo se siente.
XX. Sea más tolerante con el fanfarronismo de su amigo; casi siempre esconde una deficiencia, y sólo impresiona a otros fanfarrones.
XXI. En cuanto a su propio fanfarronismo, éste se enfriará si usted observa que, en la hipótesis más cristalina, es objeto de tolerancia ajena.
XXII. Antes de reproducir en la solapa de su libro la opinión del cofrade, piense, primero, que él no autorizó su divulgación; segundo, que la opinión puede ser mera cortesía; tercero, que usted no admira tanto a su cofrade.
XXIII. Procure ser justo con los otros; si fuera muy difícil, bondadoso; en el peor de los casos, elusivo.
XXIV. Opinión duradera es la que se mantiene válida por tres meses. No exija mayor coherencia de los otros ni se sienta obligado intelectualmente a tanto. Y proceda a la revisión periódica de sus admiradores.
XXV. Procure no mentir, a no ser en los casos indicados por la cortesía o por la misericordia. Es arte que exige gran refinamiento, y usted será recibido allí dentro de diez años, si llega a ser famoso; y si no llega, no habrá valido la pena.
XXVI. Déjese fotografiar con placer, sin llamar a los fotógrafos; no rechace dar autógrafos i se mortifique si no se los piden. Homero no dejó cartas ni retratos, Baudelaire dejó unos y otros. Lo esencial sucede con otros papeles.
XXVII. Usted tiene un diario para explicarse: ¿se encuentra tan confundido? Para justificarse: ¿su conciencia anda medio turbia? Para proyectarse en el futuro: ¿se juzga tan extraordinario?
XXVIII. Trate a las corporaciones con cortesía, pues algún día puede ingresar en una; con indiferencia, pues lo más probable es no ingresar nunca.
XIX. Aplíquese a no sufrir con el éxito de su compañero, incluso admitiendo que él sufra por el suyo. Por egoísmo, ahórrese cualquier especie de sufrimiento.
XXX. Una buena combinación moral es la del orgullo y la humildad; ésta nos absuelve de nuestras flaquezas, aquél nos impide caer en otras. En cuanto a los santos escritores, es de suponer que fueran canonizados a pesar de su condición literaria.
XXXI. Sea discreto. Es lo más cómodo.



Traducción: Inti García Santamaría



 El poeta y su trabajo / 17 –otoño 2004. 




lunes, 23 de febrero de 2015

Poema en la estación de Astapovo





Mario Quintana

El viejo Lev Tolstoi huyó de casa
y fue a morir a la estación de Astapovo.
Seguramente se sentó en un viejo banco
uno de esos viejos bancos abrillantados por el uso
que existen en las pequeñas estaciones del mundo
contra una pared desnuda.
Se sentó y sonrió amargamente
pensando que
en toda su vida
apenas quedaba de Gloria
esa ridícula matraca llena de cascabeles y cintas de colores
en las manos esclerosadas de un anciano decrépito.
Y entonces la Muerte 
al verlo tan solo a aquella hora en la estación desierta
consideró que él estaba allí a su espera
cuando solo se había sentado a descansar un poco.
La Muerte llegó en su antigua locomotora
(siempre llega puntualmente en la hora incierta…)
Aunque tal vez no pensó en nada de eso, el gran Viejo
y quién sabe si hasta murió feliz: él huyó…
él huyó de casa…
él huyó de casa a los ochenta años de edad…
¡No todos realizan los viejos sueños de la infancia!



Traducción Pedro Marqués de Armas




sábado, 21 de febrero de 2015

El perro de Pergolesi



Guy Davenport



Hace unos doce años, en medio de una de esas conversaciones que en un momento pueden referirse al asma de Proust y enseguida al tamaño de las barras de chocolate en estos tiempos perversos, Stan Brakhage—el más avanzado guardia de los cineastas—me preguntó si yo sabía algo del perro de Pergolesi.
“Nada de nada”, respondí confiado, y añadí que no sabía que hubiera tenido uno. ¿Qué era lo que había que saber sobre el perro de Pergolesi? He allí el misterio, replicó él. Justo antes de esa conversación, Brakhage había estado haciendo una película bajo la dirección de Joseph Cornell, el excéntrico artista que juntaba delicados objetos en estrechos marcos de madera para lograr un tipo de arte norteamericano maravilloso e inolvidable, en parte surrealista y en parte casero. Cornell pasó toda su vida adulta más o menos recluido en la Avenida Utopía, en Flushing, husmeando en sus cajas de recortes y rarezas hasta hallar la mágica combinación de cosas que pudiera ordenar en un cajón vitrina—un perico de celuloide de Woolworth’s, un mapa estelar, una pipa de arcilla, una estampilla griega.
Cornell también hizo collages y lo que podría llamarse esculturas—como muñecas en un lecho de ramas—, además de películas. Para éstas necesitaba un camarógrafo; eso explica la presencia de Brakhage en la Avenida Utopía. Los dos se llevaban muy bien, dos genios inventando una extraña poesía de imágenes—calados de la era Victoriana, lámparas con ventiladores, sombrías habitaciones de ventanas melancólicas. Brakhage estaba fascinado con el erudito y tímido Cornell, cuyos pasatiempos incluían la preparación de vastos archivos de ballerinas francesas del siglo diecinueve, las enseñanzas de Mary Baker Eddy, y baratijas de todas las épocas y todos los continentes.
En una de sus charlas surgió el tema del perro de Pergolesi. Brakhage preguntó qué importancia podía tener la tal mascota del compositor. Cornell se puso tieso. Luego levantó los brazos con profunda sorpresa. ¿Qué? ¿Cómo no iba a saber del perro de Pergolesi? Él había asumido, dijo con frialdad y desilusión, que conversaba con un hombre sofisticado y culto. Si el señor Brakhage no comprendía esa alusión al perro de Pergolesi, ¿tendría la amabilidad de retirarse de inmediato y no volver?
Brakhage se marchó. Así concluyó la colaboración entre el cineasta más poético de la república y uno de sus artistas más imaginativos. La pérdida es enorme, y fue el perro de Pergolesi la causa del conflicto.
Hice todo lo que pude para ayudar a Brakhage a encontrar ese perro tan importante y elusivo. Él mismo le preguntó a la gente que en su opinión podría tener noticia. Yo pregunté también. Aquellos a quienes preguntamos a su vez preguntaron a otros. Ni las biografías ni los libros de historia fueron de utilidad. Nadie tenía ni idea de un perro que hubiera pertenecido a Giovanni Battista Pergolesi o que hubiera tenido tratos con él. Durante diez años sondeé a las personas que creí idóneas, y cada vez que me topaba con Brakhage sacudía la cabeza, y él igual: no habíamos encontrado el P. de P.
Nunca se nos ocurrió que Cornell desconociera tanto como nosotros sobre el fulano perro de Pergolesi. En los Cuadernos de Samuel Butler se halla esta aleccionadora entrada: “El escultor Zeffirino Carestia me dijo que en Inglaterra contábamos con un gran escultor llamado Simpson. Me entró la duda y le pregunté por el trabajo del susodicho. Al parecer, era el autor de un monumento a Nelson en la Abadía de Westminster. Me di cuenta, por supuesto, de que aludía a Stevens, quien hizo el monumento a Wellington en la Abadía de San Pablo. Le pregunté de nuevo y resultó que yo tenía razón”.
Nunca tenemos tanta certeza de nuestro conocimiento como al estar totalmente equivocados. La seguridad con la que Chaucer incluyó a Alcibíades en una lista de bellas mujeres, o con la que Keats enumeró en un soneto inmortal los erróneos descubridores del Pacífico, debería ser una lección para nosotros.
La ignorancia alcanza grandes cosas. La más reciente Enciclopedia Británica nos informa que el libro El castillo de Axel, de Edmund Wilson, es una novela (en realidad es un libro de ensayos); que Eudora Welty escribió Reloj sin manecillas (la novela de Carson McCullers); y que la fotografía de Julio Verne que acompaña la entrada sobre él es el retrato de un ave paseriforme de cabeza amarilla(Auriparus flaviceps). La New York Review of Books aludió una vez a Los papeles de Petrarca, de Charles Dickens, y un somnoliento corrector del Times Literary Supplement en una ocasión le atribuyó a Margery Allingham la creación de un detective llamado Albert Camus.
La vaguedad tiene el encanto del color local. En un himnario Shaker, una nota al pie identifica a George Washington como “uno de nuestros primeros presidentes”.
Cuando le entró la loquera con el asunto del perro de Pergolesi, Cornell sobrepasó la mera imprecisión y entró en el terreno de la pifia total. Tarde o temprano la suerte me iba a hacer encontrar a la persona correcta, que resultó ser alguien que estaba al tanto de las veleidades de Cornell en relación con los temas triviales. Se trataba de John Bernard Myers, crítico y comerciante de arte. Él estaba seguro de que Cornell se refería al perro de Borgese. Me quedé mudo, lo mismo que Brakhage en aquella ocasión fatal. ¿Qué? ¿Cómo no iba a saber del perro de Borgese?
Elisabeth Mann Borgese—hija de Thomas Mann, profesora de ciencias políticas en la Universidad de Dalhousie, ecologista y conservacionista distinguida—en los años cuarenta había entrenado un perro para que respondiera preguntas usando una máquina especial que se adaptaba a sus patas. El éxito de esa labor aún resulta dudoso en círculos científicos, pero a Cornell se le grabó el espectáculo del animal con el teclado como si fuera uno de los eventos del siglo, y suponía que cualquier persona bien informada tendría noticia de ello. Lo hacía llorar el hábito de la consumada bestia de la señora Borgese de escribir PERRA MALA cada vez que fallaba una respuesta. Cornell tenía un archivo de recortes de prensa sobre el tema, y a pesar del cambio radical que su imaginación había ejecutado, no tenía escrúpulos a la hora de rechazar a la gente tediosamente ignorante de tan espléndidas cosas.



*Publicado en Every Force Evolves a Form (San Francisco: North Point Press, 1987).






miércoles, 18 de febrero de 2015

Ecos de la prensa



Bruno Schulz


Sin el aplauso del mundo, trabaja (en Drohonycz) con una ensimismada y serena pasión benedictina un extraño artista, enamorado de las leyendas de siglos pasados, que estudia los antiguos documentos, escruta los archivos de la alcaldía e investiga los amarillecidos papeles de la parroquia; se trata del señor Lachawicz, que hace revivir el pasado de nuestra ciudad.

El señor Lachawicz, estudiando con ejemplar esmero los antiguos misales, los libros sagrados y códices, penetró tan a fondo en el estilo de esas obras del arte iluminista que lo conoce al dedillo. El señor Lachawicz tiene un exquisito gusto decorativo. Al parecer –sin ningún esfuerzo e instintivamente- sabe armonizar texto, ornamento e imagen. Como si este artista hubiese descubierto una riquísima vena inventiva que apenas puede controlar. Sin duda alguna, nos encontramos ante un extraordinario fenómeno de epigonismo o atavismo artístico, una reencarnación del antiguo arte iluminista y su traslación a los tiempos modernos.

En esta época agitada y transitoria representa un caso excepcional.

El señor Lachawicz debería ser más conocido en el ámbito de la gráfica contemporánea, puesto que parece no tener competencia. Confiamos que los gestores de nuestra ciudad no dejen escapar la posibilidad de adquirir ese excepcional trabajo de un artista que ha sabido convocar a través de su obra la memoria de Drohobycz.



Primera edición: Przeglad Podkarpacia, Nº 12, 1934
Reimpresión: Jerzy Ficowski, Oklolice…p. 40.


Tomado de Ensayos críticos, 2004.