viernes, 11 de marzo de 2022

Un fantasma de nubes



Guillaume Apollinaire

 

Como era la víspera del catorce de julio

Hacia las cuatro de la tarde

Bajé a la calle para ver a los saltimbanquis


Esa gente que hace suertes al aire libre

Empieza a ser escasa en París

En mi juventud eran tanto más numerosos

Casi todos se han marchado a provincia


Tomé el bulevar Saint-Germain

Y en una placita situada entre Saint-Germain-des-Prés y la estatua de Danton

Di con los saltimbanquis


La muchedumbre los rodeaba muda y resignada a esperar

Me abrí lugar en aquel círculo para verlo todo

Pesos formidables

Ciudades de Bélgica alzadas a pulso por un obrero ruso de Longwy

Pesas negras y vacías que tienen por barra un río congelado

Dedos que enrollan un cigarrillo amargo y delicioso como la vida


Numerosas alfombras sucias cubren el suelo

Alfombras con pliegues indelebles

Alfombras que ya son casi color de polvo 36

Y en las que algunas manchas verdes o amarillas

Persisten como una tonada que nos persiguiera


Imagina al personaje huraño y flaco

La ceniza de sus padres le brotaba como barba entrecana

Así mostraba toda su herencia en el rostro

Parecía soñar con el futuro

Mientras maquinalmente tocaba el organillo

Cuya lenta voz era un lamento maravilloso

Gluglús gallos y gemidos sordos


No se movían los saltimbanquis

El más viejo llevaba unas mallas de ese oro violáceo

que tiñe las mejillas de ciertas muchachas aunque

frescas ya cerca de la muerte

Ese rosa anida en los pliegues que a menudo rodean sus bocas

O cerca de las narices

Es el rosa de la traición


Aquel hombre llevaba así a cuestas

El innoble color de sus pulmones


Brazos brazos por todas partes vigilantes


El segundo saltimbanqui

Sólo iba vestido de su sombra

Lo miré largamente

Pero su rostro se me escapa

Es un hombre sin cabeza


Otro más tenía todo el aire de un granuja

De un apache en que se aunaran bondad y crápula

Con sus pantalones bombachos y sus calcetines con ligas

No recordaba acaso al alcahuete a medio ataviarse


Cesó la música y hubo negociaciones con el público

Céntimo a céntimo fue arrojada la suma de dos francos

cincuenta sobre la alfombra

En vez de los tres francos que el viejo había fijado

como precio de los números


En cuanto estuvo claro que nadie daba más

Se decidió empezar con la función

De debajo del organillo salió un saltimbanqui diminuto vestido de rosa pulmonar

Con pieles en tobillos y muñecas

Lanzaba gritos cortos

Y saludaba apartando amablemente los brazos

Con las manos abiertas


Con una pierna hacia atrás preparada para la genuflexión

Saludó hacia los cuatro puntos cardinales

Y cuando caminó sobre una bola

Su cuerpo esbelto se transformó en música tan

delicada que no hubo espectador a ella insensible

Un duendecillo sin ninguna humanidad

Pensó cada cual

Aquella música de las formas

Borraba la del organillo

Tocada por el hombre del rostro cubierto de antepasados


El pequeño saltambanqui se pavoneaba

Tan armoniosamente

Que el organillo cesó de tocar

Y el organillero escondió el rostro entre las manos

Sus dedos se parecían a los descendientes de su destino

Fetos minúsculos que le salían de la barba

Nuevos gritos de pielroja

Música angélica de los árboles

Desaparición del niño

Los saltimbanquis levantaron a pulso las pesas

En juegos malabares


Pero cada espectador buscaba ya en sí mismo al niño milagroso

Siglo oh siglo de las nubes



 

sábado, 5 de marzo de 2022

Cómo vive y trabaja el poeta José Lezama Lima

 

Octavio R. Costa

Un traje de gabardina gris. Una impoluta y almidonada camisa blanca. Una corbata de color olvidado. Unos recios y lustrosos zapatos negros, con una gruesa suela que luce casi inestrenada. Una voluminosa estructura anatómica. Un rostro de noble y limpia expresión que remata en una negra cabeza perfecta y ondulantemente peinada hacia atrás. Una palabra abundante, suntuosa, discursiva, rubricada por unos ademanes suaves y elegantes. Y una respiración defectuosa, rítmicamente condicionada por el asma que desde los seis meses le ha llegado implacable, pertinaz, hasta los célibes cuarenta y dos años que tiene ya este sumo pontífice de la poesía trascendentalista, este rector mayor del Grupo Orígenes.

Está sentado en la sala pequeña y oscura de la casa en que vive, desde hace veinticinco años, con su madre y con una vieja criada que entró a servir a la familia cuando el poeta tenía cuatro años. Detrás de él se ve una gran fotografía de alguien que se le parece. Está con un espléndido traje de militar. Es su padre vestido de coronel del Ejército cubano. Una imagen de treinta y tres años que en 1919 dejó de envejecer víctima de la influenza.

En todos los otros marcos pintura cubana contemporánea. Ahí está, en una sinfonía de colores, la estampa juvenil de Lezama tal como la vio hace unos años la pupila de Arche. Es un rostro alargado, impasible y lampiño. Pero lo mejor y más intencionado de la tela son esas manazas que el pintor le ha adjudicado al poeta. Son las manos creadoras de la Muerte de Narciso, de Enemigo rumor, de Aventuras sigilosas, de La fijeza, de los ensayos de Analecta del reloj. Las mismas manos poderosas e incansables que han trabajado en la función y en el itinerario de esas revistas que han sido Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía y en Orígenes.

Unos prodigiosos y casi metafísicos gallos de Mariano, una tierna y azulada tarde de parque hecha por Escobedo con dos muchachas y dos sombrillas, un rígido rostro en la sala, pero en la saleta contigua, donde ya aparece la presencia de libros en dos libreros densamente cargados, y en el comedor de la casa, y en el desordenado despacho del poeta, hacia dondequiera que se claven las pupilas, el encuentro grato y maravilloso de la plástica actual. Es Mariano de nuevo, y la gran Amelia, y el frustrado Arístides Fernández, y Arche otra vez, y Mijares y Portocarrero.

Y entre tanto rostro quieto, mudo, clavado en la tela el rostro todo sonrisa y la cabeza toda blanca de la madre del poeta, que manda primero café y que después que se ha oído casi dos horas el verbo erudito y elegante del hijo ilustre, quiere rubricar su cortesía con un cacao frío, espeso, espirituoso, y animador, que ofrece ella misma.

Ésta es la mesa de trabajo del poeta. Una mesa simple, sencilla, sin arte alguno. Una mesa cualquiera. ¿Qué hay en ella? Es una colección de miniaturas. Una estupenda maternidad donde hay una cara de madre en todas sus dimensiones y una cesta colgante de un brazo y provista de todo su libre movimiento. Un coyote sin fiereza. Un dios de la abundancia. Una tortuga cargada de simbolismo y como una réplica transida de sabiduría para la celeridad de Aquiles. Y un caracol gaditano, que es el más barroco de los caracoles. Y un cofre alemán, labrado en plata. Y un Narciso lleno de gracia. Y en las paredes, entre los cuadros, láminas. Una reproducción de la mascarilla de Pascal, con toda su gran nariz disparada en búsqueda intelectual y su boca seca, hundida y fúnebre. Y el rostro severo de Góngora. Y Martí, el único gran clásico que en tres siglos ha producido la lengua española, el que llenó de luz ofuscadora el barroquismo de Gracián y de Quevedo, el que tiene dimensiones de cíclope al lado de ese artífice de taracea, de Correa y Covarrubia que es Gabriel Miró.

Así habla Lezama en este despacho suyo sin lujos inútiles, con dos rústicos y altos libreros en desorden, con una máquina de escribir, que usa solamente para la transcripción, porque él crea y recrea sentado en un sillón con una tabla que descansa sobre los dos brazos de madera.

***

José Lezama Lima vive y trabaja dentro del inefable mundo de la poesía. Se levanta temprano. Va a la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, donde ejerce especiales funciones de asesor. A la imprenta de Ucar, en donde se está tirando el próximo número de Orígenes. A recorrer las librerías. A visitar a alguno de sus grandes amigos, a Cintio Vitier, a Baquero, a Octavio Smith, a Eliseo Diego, a Lorenzo García Vega, a Roberto Fernández Retamar, a Gaztelu, a Julián Orbón, a Portocarrero, a Amelia Peláez, porque tiene el don, la vocación y la afición de la amistad. Después del almuerzo la siesta. Por la tarde las nuevas andanzas. Y por la noche, en su silencio, en su reposo, en su soledad, la lectura y la creación, allá después que han entrado en el reloj las horas de la madrugada.

Fue siempre un infatigable lector. Nació con el instinto de la lectura, de la que fue el asma un oportuno cómplice. El muchacho se leyó completas las colecciones de Hugo y de Dumas. Después vino el encuentro deslumbrador de Marcel Proust, que recorrió en todo su trayecto para aprender el valor inefable de un patio, de una abuela, de un hogar. Luego Chesterton, el del catolicismo poético, y Maritain, el de la catolicidad dialéctica. Y los clásicos españoles, con larga y gozosa estación en Góngora, y en Gracián y en Quevedo. Y luego comenzaron los poetas, y desfilaron Poe, Baudelaire y todos los simbolistas. Y el catolicismo volvió con Claudel. Y entonces, y después, y siempre, y ahora, San Agustín y Santo Tomás. Y Platón.

Lee de todo, porque ante todo tiene una afilada curiosidad. Lo mismo versos, que filosofía, que historia. Para que nada quede fuera, se mete entre las páginas que pueden resultarle más molestas. Éstas son, principalmente, las existencialistas de Sartre y de Camus. No ve en esa actitud filosófica una fuente de libertad, sino una vaciedad y una regresión. Una desoladora sequedad vital.

Después que lee, después de ese viaje por la creación ajena, mecánicamente cae el poeta en la creación propia. Y no hay día en que no trabaje. Primero es la nebulosa, la aparición en bloque. Es un instante puramente cuantitativo. Luego viene el lento proceso de reducción que se traduce en una profunda, laboriosa, racional y gozosa artesanía, a través de la cual, como en un conjuro, el poeta, transido de gracia, con el espíritu estremecido, amasa, modela, configura e ilumina al poema.

¿En qué consiste la poesía de Lezama, esta poesía difícil, hermética, que aturde y desconcierta? Es una poesía sencillamente distinta, que rompe la tradición cubana y española y que irrumpe con una fuerza agresiva y violenta. Ahí están dentro de ella, dentro de su gran estructura, una estructura arquitectónicamente abierta a los más lejanos y anchos horizontes, los despojos de la lógica, de la gramática, de la retórica, de la física. Todas las viejas leyes del mundo cotidiano y del universo poético aparecen deshechas y desechadas por este poeta que entiende la poesía como algo superior a un mero lujo de los sentidos, como algo mayor que una música para vaciar las vibraciones sentimentales o intelectuales de la persona.

A lo personal del mundo lírico, Lezama opone la cosmovisión de su poética. En vez de dar dolor, o ilusión, aspira a dar una interpretación de la vida, una concepción del Universo, una filosofía del hombre y de su destino, una colosal cosmogonía. Es una poesía metafísica, filosófica, teológica, tal como lo fueron la de Lucrecio, la de Dante, la de Goethe.

Es un sistema, en una concepción dialéctica, en una aventura en busca de la esencia de la vida, del hombre, del mundo. Es una búsqueda a través de la lucidez, de la razón, del intelecto, de la gracia, en pos del cogollo central que vibra en la entraña humana, que rige el movimiento de los siglos y que da sentido y forma y poesía a toda la vivienda cosmológica.

Una poesía así, tan fuera de lo cotidiano, de las medidas normales, tiene que resultar oscura, impenetrable. Pero, ¿qué es la oscuridad y la claridad del verso?, pregunta Lezama. ¿No hablaba Homero de una voz de lirio? ¿Tienen acaso los lirios el don de la palabra? Claro que él, como protagonista de su verso, lo ve claro, fácil, transparente. No puede colocarse frente a su poesía como un espectador.

Pero a través de una justificación con que quiere defenderse recuerda cómo los coetáneos de Petrarca, muy culturalmente trajinados, entendían una poesía también aparentemente muy difícil. Y evoca la presencia de Valéry en la Sorbona y a Tagore. La más recóndita poesía fue entonces vista sorprendentemente con la misma diafanidad del agua.

Es que hay que comenzar por aceptar la abolición de las leyes que fueron abolidas en la creación. Es que hay que llevar a la mente a la misma concentración mental que consumó el poeta. Es que hay que colocarse en su mismo plano cosmológico, en su misma vital actitud filosófica. La del hombre que se pone delante del mundo para verle su misterio. Para captárselo, para explicárselo, para entendérselo.

Y ante este afán de totalidad, de universalidad, rechaza el poeta toda adjudicación surrealista. No hay en él rezagos de impresiones, ni inspiraciones oníricas, sino un idealismo absoluto, una racional lucidez disparada hacia el misterio. Su poesía es una filosofía y no un delirio. Es un sistema y no un sueño. Es una razón y no una inconsciencia.

Es, en definitiva, una poesía religiosa, católica, por lo universal, por lo ecuménica, por lo absoluta. Y es que Lezama es un católico profundo. Maritain lo convenció y Chesterton lo conmovió. San Agustín y Santo Tomás hicieron el resto. Pero este catolicismo suyo es ante todo de búsqueda, de inquietud, de afanoso desplazamiento en pos de ese sólido alimento espiritual que ofrece y otorga la Iglesia de Roma como ninguna otra religión ni filosofía. A través del dogma católico, con los poéticos y maravillosos misterios de la transustanciación y de la resurrección, tan aparentemente absurdos, tan temerarios, el hombre le ve sentido, hermosura y razón a su destino. Ve la exposición de su presencia. Ve la nobleza y la gloria de su sino.

Y con este dogma católico, y con esta poesía absoluta que quiere abarcar los siglos y el mundo, anda Lezama sus pasos firmes por la tierra. Totalmente convencido de su poética, de la poética de su verso y de la poética de su prosa, no menos intrincada que la otra.

Olvidado totalmente de que es abogado, está metido en su mundo, sin vanidades frívolas, pero con un recio orgullo. Ni se exhibe ni se afana. Lentamente, morosamente, escribe casi todos los días en los inacabables capítulos de Paradiso, la larga novela en que a través de él aspira a ofrecer el itinerario de su generación con todas sus frustraciones y angustias. Y listo para la imprenta tiene un nuevo tomo de versos, que esperan por las manos del linotipista y por el título. Y mientras, anda con el trajín de Orígenes, cuyos diez años quiere Lezama alargar en el tiempo sin importarle nada ni nadie que no sea su voz, su destino, su misión. Misión, destino y voz que comprende a todos los poetas y escritores que lo rodean y acompañan en esta insurreccional aventura que pone estremecimientos cismáticos en la literatura cubana y que se proyecta sobre el futuro con un audaz ademán.


Diario de la Marina, 3 de octubre 1954, p. 6-D. Tomado de José Lezama Lima: Vuelan crepúsculos y flautas., comp. de Carlos Espinosa Domínguez, Colección Anazca, Ediciones Orto, Manzanillo, 2010, pp. 85-90. 


miércoles, 16 de febrero de 2022

Espejismos (o acerca de Las meninas, de Diego Velázquez)


Rogelio Saunders


Fue otro (no sé quién) quien tuvo que señalármelo: el lugar hacia el que mira el pintor en el cuadro es el lugar que ocuparían los reyes (ahora un espejismo dudáneo, borrosas figuras en un cuadro colgado al fondo). Y he aquí lo interesante: si suprimimos esa concesión engañosa (trucada), el lugar hacia el que mira el pintor somos nosotros. Pero, ¿quiénes somos nosotros? (O mejor dicho, ya que aquí sólo hay preguntas: ¿quién? ¿dónde? ¿cómo?)

Se ha dicho que el objeto y centro del cuadro es la infanta Margarita.

Falso.

Que en ese cuadro se cuenta no sé qué historia.

Falso.

En ese cuadro hay otra cosa u otras.

Por ejemplo: hay un imposible (o mejor dicho: más de uno). Para empezar, el pintor no puede estar pintando ese cuadro. Porque, lo que él está pintando, no es lo que vemos, y el lugar en que él está, no es el lugar donde debería estar si hubiera estado pintando ese cuadro. Desde este punto de vista, lo que el pintor está pintando (olvidémonos de los reyes, diferidos y emborronados hasta ser irreconocibles) es algo desconocido. Porque, de hecho, el cuadro sólo hubiera podido ser pintado (mirada la escena, si hubiera existido —o imaginada, en cualquier caso) precisamente desde el punto de vista (el lugar) que hubieran podido (o debido) ocupar los reyes, y que de todas maneras hubiera sido un lugar vacío o, como mínimo, problemático (muy problemático). Habría que preguntarse: “¿Qué has hecho, Velázquez?” O bien exclamar: “¡Qué has hecho, Velázquez!”. ¿Velázquez ha pintado a los reyes? Sí y no. ¿Velázquez ha pintado a la infanta Margarita? Sí y no. La verdad primera (la mentira primera y última de ese cuadro) es que Velázquez se ha pintado a sí mismo pintando algo que no puede verse (aunque podría inferirse, quizá —y en el inferir está el peligro), de modo que ha engañado a todo el mundo, comenzando por los reyes. Ha afirmado su libertad de artista más allá de toda obligación y de toda prerrogativa real. Es posible que tú seas mi señor y yo sea tu criado (parece decir Velázquez), ya que así lo quieren las leyes de este mundo; pero no eres mi dueño. Como todo artista verdadero, soy dueño de mi libertad y de mi arte. Ultima ratio pictoris. Y voy a demostrártelo. Aquí, ¿lo ves? He pintado todo lo que tú querías, pero ni tú ni nadie sabe realmente lo que he pintado, porque, para empezar, me he pintado a mí mismo pintando, y al hacerlo he creado un espejo como no hubieran podido fabricarlo todos los maestros venecianos juntos. Todo lo que parece estar pintado en ese cuadro es únicamente circunstancial (es, en efecto, pompa y circunstancia, por graciosa que parezca la infanta Margarita). Es la broma colosal al modo serioso en que se hizo especialista el formidable Leonardo. Un gran trompe l’œil, amigos míos, pero no al modo en que lo hubierais  imaginado. No. Aquí hay, ¿cómo decirlo?, cosas oscuras. Ese aposentador al fondo, por ejemplo. Se supone que tiene un nombre. Los catalogadores, que no han  comprendido en absoluto el cuadro, nos lo han dicho. ¿Pero no era, el propio Diego Velázquez, ayuda de guardarropa de su majestad y aposentador del rey? Sí, y porque lo era, sabía muy bien cómo preparar una estancia, cómo disponer el mobiliario, como arreglar las cortinas, cómo colocar a las personas. Y asimismo, sabía perfectamente cuánto medía cada aposento, y cada sala, y cuánto espacio (cuánto aire) había en ellos, y cuánta luz y cuánta sombra, según la hora del día o de la noche. Porque, si me obligas a preparar tus cuartos y tus camas, y a velar por tu insomnio y por tus muchos invitados, créeme que tomaré buena cuenta de todo ello, no por ti ni por esos aduladores (por graciosa que me parezca Margarita con su cabecita plateada), sino por mí y por mis ojos, que ven mucho más allá de esos rancios amarillos y esos bermellones asfixiantes. Veo, y como veo, pinto. Y lo que pinto (lo que pinte) no tendrá nada que ver con lo que cataloguen las cabezas de tus sesudos (y huesudos) eruditos. Yo, Velázquez, pintaré, pero no para ti, sino para (es decir que por mí, como dice magníficamente Bolufer en otro cuento). Por pura diversión, por puro juego, por puro arte. Hablarán y escribirán interminablemente sobre ese cuadro, al que llamarán, sólo ellos sabrán por qué, “Las meninas”, pero ese cuadro no tiene nombre para mí, porque ni yo mismo sé lo que he pintado. He seguido a mi ojo, que ha seguido a un espejo, y luego a otro, y a otro... Y todo eso me ha llevado...  ¿a qué? A la verdad y mentira primera y última de esa imagen de un pintor que pinta algo que sólo él ve, pero confusamente, como a través de un cristal muy espeso (de ahí la mirada en trance, próxima a la vigilia, próxima al sueño).

Hay mucho más que ver en ese cuadro, pero todo imposible y todo desconocido, y todo (y ésa es la magia y el desafío de Velázquez) evidente y transparente como el mediodía.

 

Rogelio Saunders

(15.02.2022)



miércoles, 9 de febrero de 2022

Mundo mágico

 



Emilio Adolfo Westphalen 


Tengo que darles una noticia negra y definitiva
Todos ustedes se están muriendo
Los muertos la muerte de ojos blancos las muchachas de ojos rojos
Volviéndose jóvenes las muchachas las madres todos mis amorcitos
Yo escribía
Dije amorcitos
Digo que escribía una carta
Una carta una carta infame
Pero dije amorcitos
Estoy escribiendo una carta
Otra será escrita mañana
Mañana estarán ustedes muertos
La carta intacta la carta infame también está muerta
Escribo siempre y no olvidaré tus ojos rojos
Tus ojos inmóviles tus ojos rojos
Es todo lo que puedo prometer
Cuando fui a verte tenía un lápiz y escribí sobre tu puerta
Esta es la casa de las mujeres que se están muriendo
Las mujeres de ojos inmóviles las muchachas de ojos rojos
Mi lápiz era enano y escribía lo que yo quería
Mi lápiz enano mi querido lápiz de ojos blancos
Pero una vez lo llamé el peor lápiz que nunca tuve
No oyó lo que dije no se enteró
Sólo tenía ojos blancos
Luego besé sus ojos blancos y él se convirtió en ella
Y la desposé por sus ojos blancos y tuvimos muchos hijos
Mis hijos o sus hijos
Cada uno tiene un periódico para leer
Los periódicos de la muerte que están muertos
Sólo que ellos no saben leer
No tienen ojos ni rojos ni inmóviles ni blancos
Siempre estoy escribiendo y digo que todos ustedes se están muriendo
Pero ella es el desasosiego y no tiene ojos rojos
Ojos rojos ojos inmóviles
Bah no la quiero




sábado, 5 de febrero de 2022

El coach y el polo de fresa

 


Dolores Labarcena


Hasta ahora la comunidad de científicos no ha podido comprobar si hay vida inteligente más allá de este planeta. Sin embargo, en 1940 un investigador húngaro que vivía en Nuevo México publicó Gravity cero, un estudio sobre la creación del universo y la existencia de extraterrestres fuera del sistema solar. Su nombre era Árpád Orosz. Además de químico e investigador independiente Orosz fue un fervoroso admirador de H. G. Wells, con el que incluso se cruzó varias cartas antes de la muerte de este. Una de sus teorías era que la extinción de los dinosaurios la causó un protoplaneta llamado Göncöl; otra, que la destrucción de Sodoma y Gomorra fue ocasionada por un Saturno cometario teledirigido por entes superiores. Pero lo que más prurito causó entre los científicos de la época resultó su tesis de que el electromagnetismo, y no la gravedad, jugaba un rol importante en la mecánica orbital. Descabelladas o no, las tesis de Orosz nos han dado vueltas en lo íntimo de nuestro ser desde el Paleolítico.

Quien visite por primera vez el desierto de Mojave no puede menos que observar con estupefacción la enormidad del cielo donde otros terrícolas esperan con ansias el avistamiento de un OVNI. Despectivamente los que se interesan por estos temas son catalogados como friquis o teóricos de conspiración. No hablaré de la ultrasecreta Área 51, sino de algo que me queda más cerca, la montaña de Montserrat, catalogada por los nazis como el sitio que guarda por siglos el Santo Grial; y por ufólogos, el epicentro del multiverso. En 2011 Marc Cogull, coach espiritual y compañero de pádel, me llevó. La excursión al santuario de la Moreneta, como llaman a la virgen que encontraron en la Santa Cova, formaba parte de la terapia para someter a la mente egoica y, de paso, liberarnos del velo de Maya. Ese día salimos de Barcelona alrededor de las nueve de la mañana. Era verano. El tráfico, habitual en esa estación del año hizo que nuestro destino se retrasase. Al llegar a Montserrat Cogull no pudo aparcar dentro del recinto porque estaba atestado de autocares, por lo que decidió dar marcha atrás y dejar el coche en un recodo de la carretera. Aunque ya había estado con anterioridad en el monasterio, me sentía eufórica. Una de mis mayores pasiones es la arquitectura, pero allí la mayor arquitectura es la naturaleza. La caprichosa morfología de ese macizo rocoso parece salida de la mano del pintor romántico Caspar David Friedrich, y no del mar. ¿Qué hora es?, le pregunté mientras subíamos la cuesta. Son las once y once... ¡Hombre! ¡Los astros se están alineando!, exclamó Cogull. Y entonces me habló, tema que ya conocía por la prensa y webs especializadas en ciencia y misterios, de los avistamientos del ufólogo Luis José Grifol los días once de cada mes en compañía de centenares de espectadores que vienen de todos los rincones del país. Según Grifol, no solo ve luces surcando el cielo que rodea la montaña, sino que es capaz de anunciarle al observador la ubicación exacta de lo observado, es decir, las naves alienígenas. Agua. Compremos agua, le dije cuando vimos la tienda de souvenirs. El calor era agobiante y con las prisas dejamos las botellas en el maletero. Cogull, que había sido miembro de la Escolanía de Montserrat, me enseñó con lujo de detalles la historia de la abadía benedictina, de igual modo sugirió que no debíamos irnos sin tocar la esfera que sostiene la virgen, símbolo del universo. En la fila se apilaban turistas y peregrinos. El órgano, instrumento contemplativo por antonomasia, nos deleitaba con una pieza de Bach. Dale riendas sueltas a tu cuerpo energético. ¡Ábrete a las infinitas posibilidades!, dijo Cogull cuando por fin toqué la esfera. Al salir de la iglesia compramos un polo de fresa para mí y, más adelante para él, una ensaimada a los ambulantes que ocupaban la acera desde la tienda de souvenirs hasta la salida del monasterio. ¿Llueve? ¿Por casualidad llueve?, le pregunté mientras chupaba el polo. Era un día cálido, el cielo estaba despejado, pero sentí una gotita minúscula que me cayó en una pestaña. Esta zona es famosa por los fenómenos paranormales, dijo Cogull. Poniendo punto final a la frase comenzó a caer un aguacero totalmente real con toda la furia de un huracán categoría cinco... ¡Y avanzamos por el arcén bordeando el quitamiedos de la carretera! ¡Paren! ¡Stop! ¡Paren! ¡Stop!, gritaba Cogull a los coches y autocares que huían en tromba como si el Diluvio Universal hubiese caído en el monasterio. Sin pensarlo dos veces lancé el palo del polo por el precipicio y miméticamente comencé a agitar los brazos a diestra y siniestra. Nadie nos paró. En ese preciso instante, el pánico, acechante silencioso caló cada fibra de mi cuerpo, por lo que, avanzaba errática, torpemente a merced de la intemperie. ¡¿Qué tienes?! ¡Apresúrate!, gritó Cogull que iba a paso ligero delante de mí. ¡No me apures, Cogull! ¡No puedo ver nada!, respondí. Y en realidad mi visión, entre la lluvia y el viento, era limitadísima. Sin dramatizar, me sentía un pollo centrifugado en una lavadora. ¡Vamos, no mires abajo ni atrás! ¡Controla tu respiración! ¡Pranayama, pranayama!, intentó calmarme. Y entonces, más o menos a unos cincuenta metros vi una luz, una luz brillante que se duplicaba. No supe diferenciar, lo confieso, si era una señal divina o la luz al final del túnel que ven los moribundos. En el escenario en el que me encontraba las dos posibilidades podían ser las correctas, pero resultó una posibilidad que no había barajado a priori por mi obnubilación: los focos del coche. Cogull había abierto el coche con el mando a distancia. Al entrar, después de esa aparatosa travesía, dejó inmediatamente de llover y el sol salió con la misma o mayor intensidad que antes. ¡¿Y esto qué coño es?!, expresé al observar la insólita variación del tiempo. ¿Esto? Esto es un portal interdimensional, te lo advertí, una puerta de enlace para que OVNIS y lemurianos se comuniquen con los elegidos a través del entrelazamiento cuántico. ¡Anda ya!, vociferé perdiendo la compostura, dejando al descubierto los entresijos de mi mente egoica, esa que boicotea nuestros más ínfimos actos. Del mismo modo debo aclarar que estaba irritada y mi estado era calamitoso. Si quieres no me creas, dijo mirando por el retrovisor mientras yo buscaba una toalla en su mochila del pádel. Los seres humanos, al contrario que los seres sintientes, se piensan que son el ombligo del mundo, y no es tal. ¿Te acuerdas cuando me preguntaste la hora? Once. Eran exactamente las once y once, dije desnuda en el asiento trasero. ¡Chorreaba agua por los cuatro costados! Ahí tienes la respuesta: ¡once! Aún lo recuerdo, Cogull pronunció el número once como si fuese el único número primo con valor en la tierra. A ver, Cogull, que me dijiste que los avistamientos se daban los días once, no a las once y once del día. Y, además, todo ocurrió dos horas más tarde. ¿Dónde está la sincronía? Intenté que razonásemos juntos, no como coach y paciente, sino como amigos. Da igual. Lo viste, hacía sol, luego cayó de repente una lluvia torrencial, y al subirnos al coche dejó de llover. Señales encriptadas, dijo y con esa simple y vaga ilustración zanjó el asunto.

No aseguro ni niego que hayamos atravesado un portal interdimensional puesto que no vi OVNIS ni lemurianos. Pero esta experiencia ufo-mística, donde la religión se entrevera con lo científico, me hizo recordar a Árpád Orosz. ¿Quién puede afirmarnos que, entre los cien, o doscientos mil millones de estrellas de la Vía Láctea, o más allá del universo observable, por azar, no se han dado las mismas constantes cosmológicas de la galaxia en que habitamos? Científicamente tampoco hay forma alguna de rebatirlo. He aquí la paradoja de Fermi. No obstante, a Orosz lo tildaron de catastrofista y seudocientífico, quemando en una pira alegórica  su prestigio e investigación. Hecho que lo llevó al suicidio con monóxido de carbono tras las críticas descarnadas que le hicieran a Gravity cero. Setenta y siete años después de la desaparición física de Orosz, ironías del destino, pues sucedió el mismo día de su natalicio, un telescopio de Hawái detectó por primera vez a un visitante enigmático que surcaba el cosmos de manera caótica y temeraria. Ningún astrónomo pudo determinar con certeza qué era, los cálculos estiman que es aplanado, rojo, e intensamente radiante. Los hawaianos lo bautizaron como Oumuamua, que en lengua hawaiana significa "el mensajero que viene de lejos y llega primero". Hic Rhodus, hic saltus.