Octavio R. Costa
Un traje de gabardina gris. Una impoluta y almidonada camisa blanca. Una corbata de color olvidado. Unos recios y lustrosos zapatos negros, con una gruesa suela que luce casi inestrenada. Una voluminosa estructura anatómica. Un rostro de noble y limpia expresión que remata en una negra cabeza perfecta y ondulantemente peinada hacia atrás. Una palabra abundante, suntuosa, discursiva, rubricada por unos ademanes suaves y elegantes. Y una respiración defectuosa, rítmicamente condicionada por el asma que desde los seis meses le ha llegado implacable, pertinaz, hasta los célibes cuarenta y dos años que tiene ya este sumo pontífice de la poesía trascendentalista, este rector mayor del Grupo Orígenes.
Está sentado en la sala pequeña y oscura de la casa en que vive, desde hace veinticinco años, con su madre y con una vieja criada que entró a servir a la familia cuando el poeta tenía cuatro años. Detrás de él se ve una gran fotografía de alguien que se le parece. Está con un espléndido traje de militar. Es su padre vestido de coronel del Ejército cubano. Una imagen de treinta y tres años que en 1919 dejó de envejecer víctima de la influenza.
En todos los otros marcos pintura cubana contemporánea. Ahí está, en una sinfonía de colores, la estampa juvenil de Lezama tal como la vio hace unos años la pupila de Arche. Es un rostro alargado, impasible y lampiño. Pero lo mejor y más intencionado de la tela son esas manazas que el pintor le ha adjudicado al poeta. Son las manos creadoras de la Muerte de Narciso, de Enemigo rumor, de Aventuras sigilosas, de La fijeza, de los ensayos de Analecta del reloj. Las mismas manos poderosas e incansables que han trabajado en la función y en el itinerario de esas revistas que han sido Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía y en Orígenes.
Unos prodigiosos y casi metafísicos gallos de Mariano, una tierna y azulada tarde de parque hecha por Escobedo con dos muchachas y dos sombrillas, un rígido rostro en la sala, pero en la saleta contigua, donde ya aparece la presencia de libros en dos libreros densamente cargados, y en el comedor de la casa, y en el desordenado despacho del poeta, hacia dondequiera que se claven las pupilas, el encuentro grato y maravilloso de la plástica actual. Es Mariano de nuevo, y la gran Amelia, y el frustrado Arístides Fernández, y Arche otra vez, y Mijares y Portocarrero.
Y entre tanto rostro quieto, mudo, clavado en la tela el rostro todo sonrisa y la cabeza toda blanca de la madre del poeta, que manda primero café y que después que se ha oído casi dos horas el verbo erudito y elegante del hijo ilustre, quiere rubricar su cortesía con un cacao frío, espeso, espirituoso, y animador, que ofrece ella misma.
Ésta es la mesa de trabajo del poeta. Una mesa
simple, sencilla, sin arte alguno. Una mesa cualquiera. ¿Qué hay en ella? Es
una colección de miniaturas. Una estupenda maternidad donde hay una cara de
madre en todas sus dimensiones y una cesta colgante de un brazo y provista de
todo su libre movimiento. Un coyote sin fiereza. Un dios de la abundancia. Una
tortuga cargada de simbolismo y como una réplica transida de sabiduría para la
celeridad de Aquiles. Y un caracol gaditano, que es el más barroco de los
caracoles. Y un cofre alemán, labrado en plata. Y un Narciso lleno de gracia. Y
en las paredes, entre los cuadros, láminas. Una reproducción de la mascarilla
de Pascal, con toda su gran nariz disparada en búsqueda intelectual y su boca
seca, hundida y fúnebre. Y el rostro severo de Góngora. Y Martí, el único gran
clásico que en tres siglos ha producido la lengua española, el que llenó de luz
ofuscadora el barroquismo de Gracián y de Quevedo, el que tiene dimensiones de
cíclope al lado de ese artífice de taracea, de Correa y Covarrubia que es
Gabriel Miró.
Así habla Lezama en este despacho suyo sin lujos inútiles, con dos rústicos y altos libreros en desorden, con una máquina de escribir, que usa solamente para la transcripción, porque él crea y recrea sentado en un sillón con una tabla que descansa sobre los dos brazos de madera.
***
José Lezama Lima vive y trabaja dentro del
inefable mundo de la poesía. Se levanta temprano. Va a la Dirección de Cultura
del Ministerio de Educación, donde ejerce especiales funciones de asesor. A la
imprenta de Ucar, en donde se está tirando el próximo número de Orígenes. A recorrer
las librerías. A visitar a alguno de sus grandes amigos, a Cintio Vitier, a Baquero,
a Octavio Smith, a Eliseo Diego, a Lorenzo García Vega, a Roberto Fernández Retamar,
a Gaztelu, a Julián Orbón, a Portocarrero, a Amelia Peláez, porque tiene el
don, la vocación y la afición de la amistad. Después del almuerzo la siesta.
Por la tarde las nuevas andanzas. Y por la noche, en su silencio, en su reposo,
en su soledad, la lectura y la creación, allá después que han entrado en el reloj
las horas de la madrugada.
Fue siempre un infatigable lector. Nació con
el instinto de la lectura, de la que fue el asma un oportuno cómplice. El
muchacho se leyó completas las colecciones de Hugo y de Dumas. Después vino el
encuentro deslumbrador de Marcel Proust, que recorrió en todo su trayecto para
aprender el valor inefable de un patio, de una abuela, de un hogar. Luego
Chesterton, el del catolicismo poético, y Maritain, el de la catolicidad dialéctica.
Y los clásicos españoles, con larga y gozosa estación en Góngora, y en Gracián
y en Quevedo. Y luego comenzaron los poetas, y desfilaron Poe, Baudelaire y
todos los simbolistas. Y el catolicismo volvió con Claudel. Y entonces, y
después, y siempre, y ahora, San Agustín y Santo Tomás. Y Platón.
Lee de todo, porque ante todo tiene una
afilada curiosidad. Lo mismo versos, que filosofía, que historia. Para que nada
quede fuera, se mete entre las páginas que pueden resultarle más molestas.
Éstas son, principalmente, las existencialistas de Sartre y de Camus. No ve en
esa actitud filosófica una fuente de libertad, sino una vaciedad y una
regresión. Una desoladora sequedad vital.
Después que lee, después de ese viaje por la creación ajena, mecánicamente cae el poeta en la creación propia. Y no hay día en que no trabaje. Primero es la nebulosa, la aparición en bloque. Es un instante puramente cuantitativo. Luego viene el lento proceso de reducción que se traduce en una profunda, laboriosa, racional y gozosa artesanía, a través de la cual, como en un conjuro, el poeta, transido de gracia, con el espíritu estremecido, amasa, modela, configura e ilumina al poema.
¿En qué consiste la poesía de Lezama, esta poesía difícil, hermética, que aturde y desconcierta? Es una poesía sencillamente distinta, que rompe la tradición cubana y española y que irrumpe con una fuerza agresiva y violenta. Ahí están dentro de ella, dentro de su gran estructura, una estructura arquitectónicamente abierta a los más lejanos y anchos horizontes, los despojos de la lógica, de la gramática, de la retórica, de la física. Todas las viejas leyes del mundo cotidiano y del universo poético aparecen deshechas y desechadas por este poeta que entiende la poesía como algo superior a un mero lujo de los sentidos, como algo mayor que una música para vaciar las vibraciones sentimentales o intelectuales de la persona.
A lo personal del mundo lírico, Lezama opone la cosmovisión de su poética. En vez de dar dolor, o ilusión, aspira a dar una interpretación de la vida, una concepción del Universo, una filosofía del hombre y de su destino, una colosal cosmogonía. Es una poesía metafísica, filosófica, teológica, tal como lo fueron la de Lucrecio, la de Dante, la de Goethe.
Es un sistema, en una concepción dialéctica,
en una aventura en busca de la esencia de la vida, del hombre, del mundo. Es
una búsqueda a través de la lucidez, de la razón, del intelecto, de la gracia,
en pos del cogollo central que vibra en la entraña humana, que rige el
movimiento de los siglos y que da sentido y forma y poesía a toda la vivienda
cosmológica.
Una poesía así, tan fuera de lo cotidiano, de
las medidas normales, tiene que resultar oscura, impenetrable. Pero, ¿qué es la
oscuridad y la claridad del verso?, pregunta Lezama. ¿No hablaba Homero de una
voz de lirio? ¿Tienen acaso los lirios el don de la palabra? Claro que él, como
protagonista de su verso, lo ve claro, fácil, transparente. No puede colocarse
frente a su poesía como un espectador.
Pero a
través de una justificación con que quiere defenderse recuerda cómo los
coetáneos de Petrarca, muy culturalmente trajinados, entendían una poesía
también aparentemente muy difícil. Y evoca la presencia de Valéry en la Sorbona
y a Tagore. La más recóndita poesía fue entonces vista sorprendentemente con la
misma diafanidad del agua.
Es que hay que comenzar por aceptar la abolición de las leyes que fueron abolidas en la creación. Es que hay que llevar a la mente a la misma concentración mental que consumó el poeta. Es que hay que colocarse en su mismo plano cosmológico, en su misma vital actitud filosófica. La del hombre que se pone delante del mundo para verle su misterio. Para captárselo, para explicárselo, para entendérselo.
Y ante este afán de totalidad, de universalidad, rechaza el poeta toda adjudicación surrealista. No hay en él rezagos de impresiones, ni inspiraciones oníricas, sino un idealismo absoluto, una racional lucidez disparada hacia el misterio. Su poesía es una filosofía y no un delirio. Es un sistema y no un sueño. Es una razón y no una inconsciencia.
Es, en definitiva, una poesía religiosa,
católica, por lo universal, por lo ecuménica, por lo absoluta. Y es que Lezama
es un católico profundo. Maritain lo convenció y Chesterton lo conmovió. San
Agustín y Santo Tomás hicieron el resto. Pero este catolicismo suyo es ante
todo de búsqueda, de inquietud, de afanoso desplazamiento en pos de ese sólido
alimento espiritual que ofrece y otorga la Iglesia de Roma como ninguna otra
religión ni filosofía. A través del dogma católico, con los poéticos y
maravillosos misterios de la transustanciación y de la resurrección, tan aparentemente
absurdos, tan temerarios, el hombre le ve sentido, hermosura y razón a su
destino. Ve la exposición de su presencia. Ve la nobleza y la gloria de su
sino.
Y con este dogma católico, y con esta poesía
absoluta que quiere abarcar los siglos y el mundo, anda Lezama sus pasos firmes
por la tierra. Totalmente convencido de su poética, de la poética de su verso y
de la poética de su prosa, no menos intrincada que la otra.
Olvidado totalmente de que es abogado, está
metido en su mundo, sin vanidades frívolas, pero con un recio orgullo. Ni se
exhibe ni se afana. Lentamente, morosamente, escribe casi todos los días en los
inacabables capítulos de Paradiso, la larga
novela en que a través de él aspira a ofrecer el itinerario de su generación
con todas sus frustraciones y angustias. Y listo para la imprenta tiene un
nuevo tomo de versos, que esperan por las manos del linotipista y por el
título. Y mientras, anda con el trajín de Orígenes, cuyos diez
años quiere Lezama alargar en el tiempo sin importarle nada ni nadie que no sea
su voz, su destino, su misión. Misión, destino y voz que comprende a todos los
poetas y escritores que lo rodean y acompañan en esta insurreccional aventura
que pone estremecimientos cismáticos en la literatura cubana y que se proyecta
sobre el futuro con un audaz ademán.
Diario de la Marina, 3 de octubre 1954, p. 6-D. Tomado de José Lezama Lima: Vuelan crepúsculos y flautas., comp. de Carlos Espinosa Domínguez, Colección Anazca, Ediciones Orto, Manzanillo, 2010, pp. 85-90.
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