sábado, 5 de febrero de 2022

El coach y el polo de fresa

 


Dolores Labarcena


Hasta ahora la comunidad de científicos no ha podido comprobar si hay vida inteligente más allá de este planeta. Sin embargo, en 1940 un investigador húngaro que vivía en Nuevo México publicó Gravity cero, un estudio sobre la creación del universo y la existencia de extraterrestres fuera del sistema solar. Su nombre era Árpád Orosz. Además de químico e investigador independiente Orosz fue un fervoroso admirador de H. G. Wells, con el que incluso se cruzó varias cartas antes de la muerte de este. Una de sus teorías era que la extinción de los dinosaurios la causó un protoplaneta llamado Göncöl; otra, que la destrucción de Sodoma y Gomorra fue ocasionada por un Saturno cometario teledirigido por entes superiores. Pero lo que más prurito causó entre los científicos de la época resultó su tesis de que el electromagnetismo, y no la gravedad, jugaba un rol importante en la mecánica orbital. Descabelladas o no, las tesis de Orosz nos han dado vueltas en lo íntimo de nuestro ser desde el Paleolítico.

Quien visite por primera vez el desierto de Mojave no puede menos que observar con estupefacción la enormidad del cielo donde otros terrícolas esperan con ansias el avistamiento de un OVNI. Despectivamente los que se interesan por estos temas son catalogados como friquis o teóricos de conspiración. No hablaré de la ultrasecreta Área 51, sino de algo que me queda más cerca, la montaña de Montserrat, catalogada por los nazis como el sitio que guarda por siglos el Santo Grial; y por ufólogos, el epicentro del multiverso. En 2011 Marc Cogull, coach espiritual y compañero de pádel, me llevó. La excursión al santuario de la Moreneta, como llaman a la virgen que encontraron en la Santa Cova, formaba parte de la terapia para someter a la mente egoica y, de paso, liberarnos del velo de Maya. Ese día salimos de Barcelona alrededor de las nueve de la mañana. Era verano. El tráfico, habitual en esa estación del año hizo que nuestro destino se retrasase. Al llegar a Montserrat Cogull no pudo aparcar dentro del recinto porque estaba atestado de autocares, por lo que decidió dar marcha atrás y dejar el coche en un recodo de la carretera. Aunque ya había estado con anterioridad en el monasterio, me sentía eufórica. Una de mis mayores pasiones es la arquitectura, pero allí la mayor arquitectura es la naturaleza. La caprichosa morfología de ese macizo rocoso parece salida de la mano del pintor romántico Caspar David Friedrich, y no del mar. ¿Qué hora es?, le pregunté mientras subíamos la cuesta. Son las once y once... ¡Hombre! ¡Los astros se están alineando!, exclamó Cogull. Y entonces me habló, tema que ya conocía por la prensa y webs especializadas en ciencia y misterios, de los avistamientos del ufólogo Luis José Grifol los días once de cada mes en compañía de centenares de espectadores que vienen de todos los rincones del país. Según Grifol, no solo ve luces surcando el cielo que rodea la montaña, sino que es capaz de anunciarle al observador la ubicación exacta de lo observado, es decir, las naves alienígenas. Agua. Compremos agua, le dije cuando vimos la tienda de souvenirs. El calor era agobiante y con las prisas dejamos las botellas en el maletero. Cogull, que había sido miembro de la Escolanía de Montserrat, me enseñó con lujo de detalles la historia de la abadía benedictina, de igual modo sugirió que no debíamos irnos sin tocar la esfera que sostiene la virgen, símbolo del universo. En la fila se apilaban turistas y peregrinos. El órgano, instrumento contemplativo por antonomasia, nos deleitaba con una pieza de Bach. Dale riendas sueltas a tu cuerpo energético. ¡Ábrete a las infinitas posibilidades!, dijo Cogull cuando por fin toqué la esfera. Al salir de la iglesia compramos un polo de fresa para mí y, más adelante para él, una ensaimada a los ambulantes que ocupaban la acera desde la tienda de souvenirs hasta la salida del monasterio. ¿Llueve? ¿Por casualidad llueve?, le pregunté mientras chupaba el polo. Era un día cálido, el cielo estaba despejado, pero sentí una gotita minúscula que me cayó en una pestaña. Esta zona es famosa por los fenómenos paranormales, dijo Cogull. Poniendo punto final a la frase comenzó a caer un aguacero totalmente real con toda la furia de un huracán categoría cinco... ¡Y avanzamos por el arcén bordeando el quitamiedos de la carretera! ¡Paren! ¡Stop! ¡Paren! ¡Stop!, gritaba Cogull a los coches y autocares que huían en tromba como si el Diluvio Universal hubiese caído en el monasterio. Sin pensarlo dos veces lancé el palo del polo por el precipicio y miméticamente comencé a agitar los brazos a diestra y siniestra. Nadie nos paró. En ese preciso instante, el pánico, acechante silencioso caló cada fibra de mi cuerpo, por lo que, avanzaba errática, torpemente a merced de la intemperie. ¡¿Qué tienes?! ¡Apresúrate!, gritó Cogull que iba a paso ligero delante de mí. ¡No me apures, Cogull! ¡No puedo ver nada!, respondí. Y en realidad mi visión, entre la lluvia y el viento, era limitadísima. Sin dramatizar, me sentía un pollo centrifugado en una lavadora. ¡Vamos, no mires abajo ni atrás! ¡Controla tu respiración! ¡Pranayama, pranayama!, intentó calmarme. Y entonces, más o menos a unos cincuenta metros vi una luz, una luz brillante que se duplicaba. No supe diferenciar, lo confieso, si era una señal divina o la luz al final del túnel que ven los moribundos. En el escenario en el que me encontraba las dos posibilidades podían ser las correctas, pero resultó una posibilidad que no había barajado a priori por mi obnubilación: los focos del coche. Cogull había abierto el coche con el mando a distancia. Al entrar, después de esa aparatosa travesía, dejó inmediatamente de llover y el sol salió con la misma o mayor intensidad que antes. ¡¿Y esto qué coño es?!, expresé al observar la insólita variación del tiempo. ¿Esto? Esto es un portal interdimensional, te lo advertí, una puerta de enlace para que OVNIS y lemurianos se comuniquen con los elegidos a través del entrelazamiento cuántico. ¡Anda ya!, vociferé perdiendo la compostura, dejando al descubierto los entresijos de mi mente egoica, esa que boicotea nuestros más ínfimos actos. Del mismo modo debo aclarar que estaba irritada y mi estado era calamitoso. Si quieres no me creas, dijo mirando por el retrovisor mientras yo buscaba una toalla en su mochila del pádel. Los seres humanos, al contrario que los seres sintientes, se piensan que son el ombligo del mundo, y no es tal. ¿Te acuerdas cuando me preguntaste la hora? Once. Eran exactamente las once y once, dije desnuda en el asiento trasero. ¡Chorreaba agua por los cuatro costados! Ahí tienes la respuesta: ¡once! Aún lo recuerdo, Cogull pronunció el número once como si fuese el único número primo con valor en la tierra. A ver, Cogull, que me dijiste que los avistamientos se daban los días once, no a las once y once del día. Y, además, todo ocurrió dos horas más tarde. ¿Dónde está la sincronía? Intenté que razonásemos juntos, no como coach y paciente, sino como amigos. Da igual. Lo viste, hacía sol, luego cayó de repente una lluvia torrencial, y al subirnos al coche dejó de llover. Señales encriptadas, dijo y con esa simple y vaga ilustración zanjó el asunto.

No aseguro ni niego que hayamos atravesado un portal interdimensional puesto que no vi OVNIS ni lemurianos. Pero esta experiencia ufo-mística, donde la religión se entrevera con lo científico, me hizo recordar a Árpád Orosz. ¿Quién puede afirmarnos que, entre los cien, o doscientos mil millones de estrellas de la Vía Láctea, o más allá del universo observable, por azar, no se han dado las mismas constantes cosmológicas de la galaxia en que habitamos? Científicamente tampoco hay forma alguna de rebatirlo. He aquí la paradoja de Fermi. No obstante, a Orosz lo tildaron de catastrofista y seudocientífico, quemando en una pira alegórica  su prestigio e investigación. Hecho que lo llevó al suicidio con monóxido de carbono tras las críticas descarnadas que le hicieran a Gravity cero. Setenta y siete años después de la desaparición física de Orosz, ironías del destino, pues sucedió el mismo día de su natalicio, un telescopio de Hawái detectó por primera vez a un visitante enigmático que surcaba el cosmos de manera caótica y temeraria. Ningún astrónomo pudo determinar con certeza qué era, los cálculos estiman que es aplanado, rojo, e intensamente radiante. Los hawaianos lo bautizaron como Oumuamua, que en lengua hawaiana significa "el mensajero que viene de lejos y llega primero". Hic Rhodus, hic saltus.  

 


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