miércoles, 16 de febrero de 2022

Espejismos (o acerca de Las meninas, de Diego Velázquez)


Rogelio Saunders


Fue otro (no sé quién) quien tuvo que señalármelo: el lugar hacia el que mira el pintor en el cuadro es el lugar que ocuparían los reyes (ahora un espejismo dudáneo, borrosas figuras en un cuadro colgado al fondo). Y he aquí lo interesante: si suprimimos esa concesión engañosa (trucada), el lugar hacia el que mira el pintor somos nosotros. Pero, ¿quiénes somos nosotros? (O mejor dicho, ya que aquí sólo hay preguntas: ¿quién? ¿dónde? ¿cómo?)

Se ha dicho que el objeto y centro del cuadro es la infanta Margarita.

Falso.

Que en ese cuadro se cuenta no sé qué historia.

Falso.

En ese cuadro hay otra cosa u otras.

Por ejemplo: hay un imposible (o mejor dicho: más de uno). Para empezar, el pintor no puede estar pintando ese cuadro. Porque, lo que él está pintando, no es lo que vemos, y el lugar en que él está, no es el lugar donde debería estar si hubiera estado pintando ese cuadro. Desde este punto de vista, lo que el pintor está pintando (olvidémonos de los reyes, diferidos y emborronados hasta ser irreconocibles) es algo desconocido. Porque, de hecho, el cuadro sólo hubiera podido ser pintado (mirada la escena, si hubiera existido —o imaginada, en cualquier caso) precisamente desde el punto de vista (el lugar) que hubieran podido (o debido) ocupar los reyes, y que de todas maneras hubiera sido un lugar vacío o, como mínimo, problemático (muy problemático). Habría que preguntarse: “¿Qué has hecho, Velázquez?” O bien exclamar: “¡Qué has hecho, Velázquez!”. ¿Velázquez ha pintado a los reyes? Sí y no. ¿Velázquez ha pintado a la infanta Margarita? Sí y no. La verdad primera (la mentira primera y última de ese cuadro) es que Velázquez se ha pintado a sí mismo pintando algo que no puede verse (aunque podría inferirse, quizá —y en el inferir está el peligro), de modo que ha engañado a todo el mundo, comenzando por los reyes. Ha afirmado su libertad de artista más allá de toda obligación y de toda prerrogativa real. Es posible que tú seas mi señor y yo sea tu criado (parece decir Velázquez), ya que así lo quieren las leyes de este mundo; pero no eres mi dueño. Como todo artista verdadero, soy dueño de mi libertad y de mi arte. Ultima ratio pictoris. Y voy a demostrártelo. Aquí, ¿lo ves? He pintado todo lo que tú querías, pero ni tú ni nadie sabe realmente lo que he pintado, porque, para empezar, me he pintado a mí mismo pintando, y al hacerlo he creado un espejo como no hubieran podido fabricarlo todos los maestros venecianos juntos. Todo lo que parece estar pintado en ese cuadro es únicamente circunstancial (es, en efecto, pompa y circunstancia, por graciosa que parezca la infanta Margarita). Es la broma colosal al modo serioso en que se hizo especialista el formidable Leonardo. Un gran trompe l’œil, amigos míos, pero no al modo en que lo hubierais  imaginado. No. Aquí hay, ¿cómo decirlo?, cosas oscuras. Ese aposentador al fondo, por ejemplo. Se supone que tiene un nombre. Los catalogadores, que no han  comprendido en absoluto el cuadro, nos lo han dicho. ¿Pero no era, el propio Diego Velázquez, ayuda de guardarropa de su majestad y aposentador del rey? Sí, y porque lo era, sabía muy bien cómo preparar una estancia, cómo disponer el mobiliario, como arreglar las cortinas, cómo colocar a las personas. Y asimismo, sabía perfectamente cuánto medía cada aposento, y cada sala, y cuánto espacio (cuánto aire) había en ellos, y cuánta luz y cuánta sombra, según la hora del día o de la noche. Porque, si me obligas a preparar tus cuartos y tus camas, y a velar por tu insomnio y por tus muchos invitados, créeme que tomaré buena cuenta de todo ello, no por ti ni por esos aduladores (por graciosa que me parezca Margarita con su cabecita plateada), sino por mí y por mis ojos, que ven mucho más allá de esos rancios amarillos y esos bermellones asfixiantes. Veo, y como veo, pinto. Y lo que pinto (lo que pinte) no tendrá nada que ver con lo que cataloguen las cabezas de tus sesudos (y huesudos) eruditos. Yo, Velázquez, pintaré, pero no para ti, sino para (es decir que por mí, como dice magníficamente Bolufer en otro cuento). Por pura diversión, por puro juego, por puro arte. Hablarán y escribirán interminablemente sobre ese cuadro, al que llamarán, sólo ellos sabrán por qué, “Las meninas”, pero ese cuadro no tiene nombre para mí, porque ni yo mismo sé lo que he pintado. He seguido a mi ojo, que ha seguido a un espejo, y luego a otro, y a otro... Y todo eso me ha llevado...  ¿a qué? A la verdad y mentira primera y última de esa imagen de un pintor que pinta algo que sólo él ve, pero confusamente, como a través de un cristal muy espeso (de ahí la mirada en trance, próxima a la vigilia, próxima al sueño).

Hay mucho más que ver en ese cuadro, pero todo imposible y todo desconocido, y todo (y ésa es la magia y el desafío de Velázquez) evidente y transparente como el mediodía.

 

Rogelio Saunders

(15.02.2022)



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