Rogelio Saunders
Fue otro (no sé quién) quien tuvo que señalármelo: el lugar hacia el que mira el pintor en el cuadro es el lugar que ocuparían los reyes (ahora un espejismo dudáneo, borrosas figuras en un cuadro colgado al fondo). Y he aquí lo interesante: si suprimimos esa concesión engañosa (trucada), el lugar hacia el que mira el pintor somos nosotros. Pero, ¿quiénes somos nosotros? (O mejor dicho, ya que aquí sólo hay preguntas: ¿quién? ¿dónde? ¿cómo?)
Se ha dicho
que el objeto y centro del cuadro es la infanta Margarita.
Falso.
Que en ese
cuadro se cuenta no sé qué historia.
Falso.
En ese
cuadro hay otra cosa u otras.
Por
ejemplo: hay un imposible (o mejor dicho: más de uno). Para empezar, el pintor no puede estar pintando ese cuadro.
Porque, lo que él está pintando, no es lo que vemos, y el lugar en que él está,
no es el lugar donde debería estar si hubiera estado pintando ese cuadro. Desde
este punto de vista, lo que el pintor está pintando (olvidémonos de los reyes,
diferidos y emborronados hasta ser irreconocibles) es algo desconocido. Porque,
de hecho, el cuadro sólo hubiera podido ser pintado (mirada la escena, si
hubiera existido —o imaginada, en cualquier caso) precisamente desde el punto
de vista (el lugar) que hubieran podido (o debido) ocupar los reyes, y que de
todas maneras hubiera sido un lugar vacío o, como mínimo, problemático (muy
problemático). Habría que preguntarse: “¿Qué has hecho, Velázquez?” O bien exclamar:
“¡Qué has hecho, Velázquez!”. ¿Velázquez ha pintado a los reyes? Sí y no. ¿Velázquez
ha pintado a la infanta Margarita? Sí y no. La verdad primera (la mentira
primera y última de ese cuadro) es que Velázquez se ha pintado a sí mismo pintando algo que no puede verse (aunque
podría inferirse, quizá —y en el inferir está el peligro), de modo que ha
engañado a todo el mundo, comenzando por los reyes. Ha afirmado su libertad de
artista más allá de toda obligación y de toda prerrogativa real. Es posible que
tú seas mi señor y yo sea tu criado (parece decir Velázquez), ya que así lo
quieren las leyes de este mundo; pero no eres mi dueño. Como todo artista
verdadero, soy dueño de mi libertad y de mi arte. Ultima ratio pictoris. Y voy a demostrártelo. Aquí, ¿lo ves? He
pintado todo lo que tú querías, pero ni tú ni nadie sabe realmente lo que he
pintado, porque, para empezar, me he pintado a mí mismo pintando, y al hacerlo
he creado un espejo como no hubieran podido fabricarlo todos los maestros venecianos
juntos. Todo lo que parece estar
pintado en ese cuadro es únicamente circunstancial
(es, en efecto, pompa y circunstancia, por graciosa que parezca la infanta Margarita).
Es la broma colosal al modo serioso
en que se hizo especialista el formidable Leonardo. Un gran trompe l’œil, amigos míos, pero no al
modo en que lo hubierais imaginado. No.
Aquí hay, ¿cómo decirlo?, cosas oscuras. Ese aposentador al fondo, por
ejemplo. Se supone que tiene un nombre. Los catalogadores, que no han comprendido en absoluto el cuadro, nos lo han
dicho. ¿Pero no era, el propio Diego Velázquez, ayuda de guardarropa de su
majestad y aposentador del rey? Sí, y porque lo era, sabía muy bien cómo
preparar una estancia, cómo disponer el mobiliario, como arreglar las cortinas,
cómo colocar a las personas. Y asimismo, sabía perfectamente cuánto medía cada
aposento, y cada sala, y cuánto espacio (cuánto aire) había en ellos, y cuánta
luz y cuánta sombra, según la hora del día o de la noche. Porque, si me obligas
a preparar tus cuartos y tus camas, y a velar por tu insomnio y por tus muchos
invitados, créeme que tomaré buena cuenta de todo ello, no por ti ni por esos
aduladores (por graciosa que me parezca Margarita con su cabecita plateada),
sino por mí y por mis ojos, que ven mucho más allá de esos rancios amarillos y esos
bermellones asfixiantes. Veo, y como veo, pinto. Y lo que pinto (lo que pinte)
no tendrá nada que ver con lo que cataloguen las cabezas de tus sesudos (y
huesudos) eruditos. Yo, Velázquez, pintaré, pero no para ti, sino para mí (es decir que por mí, como dice
magníficamente Bolufer en otro cuento). Por pura diversión, por puro juego, por
puro arte. Hablarán y escribirán interminablemente sobre ese cuadro, al que
llamarán, sólo ellos sabrán por qué, “Las meninas”, pero ese cuadro no tiene
nombre para mí, porque ni yo mismo sé lo que he pintado. He seguido a mi ojo,
que ha seguido a un espejo, y luego a otro, y a otro... Y todo eso me ha
llevado... ¿a qué? A la verdad y mentira
primera y última de esa imagen de un pintor que pinta algo que sólo él ve, pero
confusamente, como a través de un cristal muy espeso (de ahí la mirada en
trance, próxima a la vigilia, próxima al sueño).
Hay mucho
más que ver en ese cuadro, pero todo imposible y todo desconocido, y todo (y ésa
es la magia y el desafío de Velázquez) evidente y transparente como el
mediodía.
Rogelio Saunders
(15.02.2022)
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