domingo, 8 de diciembre de 2019
miércoles, 4 de diciembre de 2019
Una muerte saludable [fragmento II] *
Rogelio Saunders
El cogollito casi en
declive lejos del monasterio y de sus celdas frías (el airoso campanario en
movimiento y el riachuelo furioso: ambos unidos en el pan como dos enemigos
besándose en el escorzo cenceño de una gárgola), donde no había ningún
wH—Alther en meditación (yo no había llegado a aquella cumbre y no llegaría
nunca) sino sólo una gran piedra (poiedra) lisa. Una gran piedra lisa sin más,
no olvidado y sobre todo ningún testimonio.
Los grandes troncos
más allá del hombre. Bosque sin leñador. “¿Dónde está el agua? ¿Dónde está el
río?” —se burló A. (O quizá fue el ecuánime Robert, embozado dentro de su
albornoz de capuchino.) Sí: ¿dónde está la mente? Confín de confines: la hoja
de oro (de cobre rojizo) flotó en el solitario rayo de luz, burlándose del tiempo
y de las momentáneas sombrillas, allende el sorbeteo rápido del camaleón que
sustraía a la babosa de su consuetudinario retroceso, haciendo que se
apresurase (como diciendo: “a casa, a casa”) la diminuta araña de patas largas.
Los ojos viraron al blanco. La gota de resina se evaporó en silencio. El viento
se llevó los pasos, y el horror sin nombre se arremolinó como el despliegue de
una capa de tafetán, sobrevolando la cabeza abandonada, megáfono insustituible
para el oso (un auténtico lujo). Sin solución de continuidad, sin
explicaciones. “¿Y sabe Ud. por qué lloraba el gran Santorini?”, le dije a
Alexander, cuando salimos a la noche fría desde el imponente e informe
mastodonte catedralicio. “Porque era un gran actor entre otros grandes actores
sin suerte, obligados a trabajar en un teatro de mierda, por un sueldo de
mierda y frente a un público de mierda (¡aquí, en el supuestamente más
civilizado escenario del mundo!). Por eso lloraba (a lágrima viva, como un
niño, yo lo vi y usted también lo vio, Alexander, no diga que no) el gran
Santorini.” Alexander, con los brazos cruzados sobre el pecho, no dijo nada. O,
si lo dijo, nadie lo oyó. O fue sólo el viento, silbando en las copas de los
árboles de la ciudad abandonada, llena de muertos vivientes, de estatuas
horrendas, y de un injustificado éxtasis. Sí: como yo mismo.
Pero, ¿dónde estás tú?
No se puede decir que
estás vivo. Mas tampoco cabe afirmar que estás muerto.
Al rodear el bosque de
brezos con una mano, como en sueños, di con algo inefable y causa última quizá
de toda nostalgia. (Sé que nunca viviría lo suficiente para explicarlo, y mejor
aún: que intentar explicarlo era de todo punto falto de sentido. Por una vez, o
de una vez por todas.) Era como si Anushka al fin hubiera alcanzado a Helga.
(Más aún: como si Helga hubiera estado destinada desde siempre a abrirse a la
fijeza inquisitiva (a la persecución remota, pero inminente, como un muñeco de
fibra de vidrio que mira bajo el agua) de Anushka, bella como el perenne festón
azul de hielo de los Alpes. (Ah: ¿también eso?) A su alto cuello biselado,
lleno de muda súplica. (Y su pulgar curioso, a través del cual hablaba la
montaña, como a través de un megáfono insustituible.) Éramos H. y yo. Éramos
sólo H. y yo sobre el camastro lleno de pliegues. (Mas, ¿a quién le importa? No
es sino una entre otras miles de preguntas que no tienen —que no tendrán nunca—
respuesta.) Su cuerpo de trigo, movedizo como la arena, mas no abrasivo, si no
como de seda humana, abullonada, cálida, amarilla, de consistencia imposible y
movimiento inefable (como la espuma sobre los azulejos a la hora del baño, el
territorio inquietante y resbaladizo sobre el que rueda el cuerpo, oh infancia,
sin espacio), se movía infinita, decisivamente allí, sin futuro pero también
sin olvido. El quejumbroso viento de la muerte silbaba en cada paso. Y la fruta
amarga, espesa y definitiva como el anzuelo enganchado en el labio del pez
(haciendo de la tráquea una columna de fuego), entraba en el vasto cuerpo entumecido
como la luz indetenible abriéndose paso por entre las tablas rotas, estériles,
combadas por el peso del agua. Oh, era (había sido) en los impenetrables y
húmedos recovecos (en los macizos de coníferas —como orejas de osezno o como
cercas de césped) de Mauritania, unos dos mil quinientos años antes. La mirada
fija de Anushka (mirada de muñeco rechazado e insoportablemente bello mirando
bajo el agua). El pie eterno de niño atrapado entre los rayos de la bicicleta.
Y la bicicleta misma, lanzando reflejos de plata sobre la piedra porosa,
enterrada bajo la masa fría, rodeada por el espeso limo verdinegro. (Sin
siglos, sin siquiera un segundo de retraso. Antes o después, pero en ninguna
parte, sin ningún sueño o rostro.) La tibia rota (quilla blanca) de Helmut vino
después (referiría una engañosa crónica), pero fue simultánea con eso. Und das ist alles? Salimos finalmente al sol,
deslumbrados por el reflejo como una babosa granuliforme de tres cuernos
atravesando una callejuela en Pesaro. Los toboganes rojos crecían a nuestro
alrededor como un extraño bosque micológico. (Porque era una ilusión: nunca
abandonaríamos el bosque helado, la maldición nocturna de la lettera.) El polvo
flotaba en el aire. Un hombre alto, flaco, nervudo, de color de cobre negro, jaspeado
por el sol infernal, pasó entre las hayas grises como por entre altos y
transparentes vasos de linfa. Todos lo vimos (no digas que no lo viste,
Elisabeth. Te llevaste las manos a los oídos, pero lo viste), al inimaginable
zulú o inhóspito legionario armado de una extraña trompeta. Se oyó el golpe de
la puerta de la cocina, y la estatuilla negro azabache del prognático en
meditación se estremeció en la pared enjalbegada que tendría —así lo declaró
Helmut, calibrándola con su infalible golpe de ojo de esquiador— unos 2.50 mts
de gordolobulatura. Eso fue antes de que descubriera (y antes de que yo lo
descubriera a él: pero tal vez todo sucedió después o en ese vaivén que
llamamos absurdamente instante o momento) que drogarse con el pegamento de
zapatos con que se drogaban los meninos de rua era mucho más barato que hacerlo
con la impecable mixtura química que distribuía el Prof. Arno entre un discurso
de Lacan y un relato de Gabriel García Márquez. Y no sólo eso. Descubrió que
aquello le producía una indefinible nostalgia, una opiácea placidez más allá de
la cual podía divisarse, como entre una bruma de angustia y de ceniza, la
silueta intocada del imponente Castillo de su infancia (del centelleante monte
nevado de su infancia, nunca conquistado). Eso fue porque se hizo muy amigo de
uno en Bogotá, cada día smashingpumkinizado en la mañana bajo las ruedas
implacables de una Scania y vivaracho en la tarde como un caballito de cuadra
saltando en el crepúsculo rojo. Su pequeño amigo nacido con músculos, como un
boxer, e incapaz en absoluto de sonreír, salvo una vez (como S.). Que bajaba
una y otra vez desde el octavo piso de la absurda torre de pisa de tablas
formando un solo bloque con su patineta rota y listo para descerrajarle un tiro
en la sien al elegido con la misma dolorosa ansiedad y el mismo impávido
desconcierto (grandes círculos fosforescentes rodeados de ojeras profundas) con
que tú, el ultrasensible Helmut Hinterwälder, nacido en la oscura Linz y
educado en los mejores colegios de esa Viena post-imperial e hidrocefálica (¡y
todavía antisemita!) que Anushka odiaba con todas sus fuerzas, le hubieras
preguntado la hora a un transeúnte despreocupado. (Oh, amigos: no hay ningún
amigo.) ¿Dónde diablos estaría
ahora el granujiento granuja? Yo también soy un menino de rua, se dijo, con la
brocha detenida en el aire, formando un solo bloque con el brazo rígido y los
musculosos dedos engarfiados. La negra silueta embadurnada del espejo mostraba
una cara de payaso sanguinolento. Pero sería demasiado fácil decir: ése fue el
principio del fin de Helmut.
El desfiladero helado
y su puente suspendido (lecho seco de piedras): yo también estuve aquí.
El túnel estrecho y oscuro. (Los oscuros senderos de lo oscuro. Nada. Nadie.)
(Asciendo, asciendo, asciendo. Pero del mismo modo hubiera podido decir:
desciendo, desciendo, desciendo.) Y ya en lontananza (pero sempiterno, como una
pesadilla), el restaurante La Guerra del Pescado, con su cambrer de ojos
sobresaltados pasando con la bandeja a través de las paredes. “Me mira a mí,
siempre me mira a mí”, dijo, aprensivo, Vartan, lémur de grandes ojos húmedos.
“No”, sonrió lúgubre Stanislas. “Es a mí a quien mira siempre. Los atraigo como
la hojarasca al rastrillo del monje”. “¿A quiénes?” Salgamos afuera. Pero no
podíamos escapar del bosque (de la isla, del bosque dentro de la isla, del
bosque dentro del bosque, de la isla dentro de la isla: de la lettera, siempre
de la lettera). Temblando de frío, alargué la mano hacia el punto rojo que
colgaba en la oscuridad como una manzana rojo fuego (pero diminuta, casi
inaccesible). Como el ojo fijo de Anushka: ano-boca de succión infinita. Felice
por fin (¿mi último recurso?) me acarició la cara con sus dedos de espátula
(dedos alpesanos). Ah Felice, si tu nombre hubiera sido más largo (como,
digamos, Veronika), el campanario histórico no habría podido sobreponerse a la
acre recriminación del río (a su rencor verdinegro, frío y oscuro como la boca
de un sótano). Siempre supe que el río era, de los dos, el más fuerte. Pero Anushka
(¿no es cierto, A.?) aún lo sabe mejor. Yo... yo guardo el apotropaico consuelo
del múltiplo ante portas (la última carta de la baraja: el Joker). “Ja ja ja.”
El yerto derribado sobre el tambor vio con su ojo indetenible al niño de gran
plexo destrozando, una por una, todas las ventanas dobles. Detengan a ése.
Bufonesco, mostró el pecho reducido al puño goloso convertido en súbito ariete.
“Ja ja ja”. Resonó el bronce inequívoco de la campana. La serpiente eléctrica
ascendió por el brazo, entumeciéndolo, y acabó en la hueca e insonora
estupefacción de la cabeza, que hizo: no ni no. Lo siento. (Mas ya la
cabeza...) La mano pulverizada, condenada a escribir sin término la odiada
oración, se deslizó por el papel con esperpéntico bailoteo agónico, si bien
ninguna apariencia de lettera (póstuma absolución) pudo al fin culebrotalotear
inscrita, pues al contacto con el papel evaporábase el oscuro líquido sin dejar
rastro. El amo de los toboganes (andarín de los crudos senderos amarillos y
nadador de los riachuelos serpenteantes) recogió el báculo terminado en una
cabeza de murciélago, y silbó montaña arriba con humillante tintineo de
cascabeles.
Me encontré con
aquella boca en lo oscuro (muchacho-muchacha, de alto cuello) y tal vez fue ése
el inicio de la congelación perpetua. Yo Helga. Yo Stanislas. Yo Elisabeth. Yo.
Los ojos
fosforescentes y fríos. El cuerpo cubierto de escamas. El brezo artificial y
los senderos ocre-marrón allende la música (no, definitivamente: ninguna
música. Sólo los grandes saltos en el silencio). La hierba negra se extendía
más allá del alcance de la vista, indistinguible de la oscuridad masa del
bosque. Y la bicicleta abandonada en la calle ficticia o el anodino camino
vecinal (backroad) llamado sólo dios sabía por qué thomas bernhard.
Había razones para
decir (y sobre todo, el contraste entre la carne blanca y el pulóver negro, y
más aún: entre el vientre claro y cálido y la masa oscura e igualmente
cálida, como de cobre negro amartillando la platabanda) que estábamos (que
estamos) rodeados de montes. No morí entonces y allí. No, desde luego. Mi
muerte se había verificado mucho antes.
“Conozco tu cuerpo
desde antes”, exultó ella al unísono desde lo profundo de su sexo (trilábica,
boca de sótano, eleuteria, holoturia), palpando la superficie de intenso cobre
rojizo (la atraía tanto, que la mano no podía estarse quieta, y saltaba,
electrizada por el centelleo del rechazo). Desde antes de todo antes. Lo que
Helga nunca tuvo, y Anushka tuvo en demasía. No porque no tuviera vocación. Si
algo le sobraba, era eso. (Si algo nos sobraba, era eso. Sólo éramos eso:
vocación.)
¿Qué impulso (qué
objeto desconocido) instaba al Desconocido a vagar cada noche por las calles
desiertas, por el bosque (o monte) desierto? No era la llamada de ningún
campanario o monasterio, ni tampoco lo que podía verse desde lo alto del
belvedere (ni siquiera el cuerpo que había rebotado en el cable y aterrizado
finalmente en medio de los antiguos establos reales, refirió el pelirrojo
Vartan, antes o después de que los endomingados catetos alpesanos hubieran
abandonado el sótano de piedra porosa en desbandada, aterrorizados por el
sonido insólito del violín, mientras el flaco pianista negro sonreía con
infinita ironía al violinista pálido, que no sonreía, ambos en muda comunión
irónica allende los fantasmales relinchos de los caballos, dos genios
dialogando consigo mismos y con los únicos otros dos alienígenas atolondrados
que perduraban o mejor dicho conspiraban en la oscuridad después de la huida
desvergonzada de los 400 hombres, mujeres y niños que asistían al concierto: la
alcohólica Gertraud y el tembloroso Vartan). Sintiendo el frío aposentarse en
cada uno de mis 360 huesos tendido sobre la hierba negra y caminando con
rítmico paso ni rápido ni lento por el ascendente o descendente sendero
marrón-ocre y obsceno como el balaniforme y dubitáneo cetáceo con su ojo fijo
ensoñado: yo mismo (él mismo) como una blanda copa amarilla invertida,
llámeselo libertad o como se quiera, y en todo caso sin explicaciones, algo ya
sabido desde el principio (desde antes de todo antes), perfecto como una
sinfonía o un relato o una (etcétera) que no hubieran sido premeditados en
absoluto y sin embargo justamente trazados con invisible mano aleatoria desde
lo absoluto (pero qué digo) y tanto más aleatorio aunque suene a retórica vacía
y precisamente por eso cuanto más absoluto (yo me entiendo). Guiado por otro
oro, bañado por otra luz, cobijado por otros árboles, aún saltaba entre canto
rodante y canto rodante (entre lettera y lettera), fantasmal pero indetenible,
del belvedere al risco formidable, del risco a la ancha calle apenas iluminada,
de la ancha calle a la ribera del río, de la ribera del río a los antiguos
establos, de los antiguos establos al sendero que bordeaba el campus, del
sendero que bordeaba el campus al monte, del monte a la piedra, de la piedra...
La vuelta, el regreso,
la repetición, la muerte. Todo vuelve, todo muere. También tú, innominable
escriba, te repites, mueres. (Y la literatura misma, lo muerto, continúa. La
literatura, Alexander, cuántas veces habré de repetírtelo, no servirá nunca
como refugio o justificación de nadie, afirmó Stanislas. Dicho todo esto, sin
embargo, aún debo decirte: lo que está muerto allí, aquí está vivo.) De pronto,
todo vuelve. Y las palabras que dijiste o escribiste un día (o una noche) te
persiguen. (Como te persiguen todos esos muertos —todos esos comensales alegres
más tarde lanzándose deliciosos panecillos turcos ensartados en el extremo de
palillos a orillas del Danubio). Por eso no escribes (y es por eso mismo que
escribes). Más sabia que tú, la montaña (el monte) pulverizará tu cuerpo, y
hará estallar el globo gelatiniforme de tu ojo, tosco tótem de pino de tres
piernas, de dos piernas, de una pierna (destruido y reconstituido cada
medianoche, aunque la pérdida —la dispersión— es más antigua, y más antiguo aún
es el ojo informe/insomne de Horus). Y cada noche (cada día) tratas de escapar
del círculo del tiempo como un jazzman lleno de trucos
(comoporejemplomichaelbrecker). Pero no se puede escapar de eso, del
Panopticom, de la trampa y el júbilo del reflejo (la hoja rojodorada contra el
sol, borde contra borde). No, de eso escapar no se puede. El violín abandonado
(destrozado cada medianoche y cada medianoche reconstituido) crujió con sonido
antiguo de madera hinchada por el agua (como el rostro nunca visto de A.,
insoportablemente hermosa con los dos ojos abiertos como un muñeco de fibra de
vidrio mirando bajo el agua), pero su eco no hizo volver la cabeza a los hijos
del monte, encorvados bajo la nieve y el cierzo filoso, subyugados por el ciclo
continuo de la cosecha y la carne (del que tú, mortificada Anushka, bien lo sé,
trataste siempre desesperadamente de escapar), como si el furor de la lettera,
desconocido aquí, aún fuera más implacable, más sordo, más preciso. El violín
retumbó sobre la piedra húmeda del sótano, y el piano se hundió, incapaz de
sostenerse un segundo más sobre la evidencia miserable de sus patas vencidas.
El sol brilló por un momento contra la baranda de hierro forjado. El Desconocido
continuó con su enfático paso de congelación perpetua, mirando con indesviable
ojo el plano encogido de la ciudad que tendría sin duda que desaparecer (no
hoy, no en este minuto de sol, ni infausto ni dichoso), y aceptando en silencio
el reto informulado de la mole gigantesca, allá arriba, pálida y firme como un
joven alabardero, siempre en espera del largo, indefinidamente hermoso sonido
del corno.
Los despiadados
guerreros de Kroenninkgaar se detuvieron en la planicie verdedorada, a medio
camino entre el sol de medianoche y las rápidas bandadas de pájaros que
señoreaban en el aire de hielo como disciplinados e indetenibles escuadrones.
Una congoja súbita les encogió el pecho. Recordaron la lumbre apagada en el
fogón tosco y el agua indestructible apoderándose de las tablas rotas, y vieron
la mano ancestral petrificada sobre el libro de bronce. Envejecieron
súbitamente. Sus barbas se volvieron ralas. Sus cabellos encanecieron. ¿Dónde
estamos Kroenninkgaar? Pero el mismo Kroenninkgaar, como los asombrosos
carneros de vellón de plata, no existe. Es un sueño. (No sé quién soy. Cómo
diablos voy a saber que soy Kroenninkgaar.) Sorprendidos por el cambio de
estación, los caballos se encabritaron, y nubes de polvo invadieron los cuartos
de las doncellas. El disidente inderrocable fue ahorcado por segunda vez, y
obscenos vientos inhóspitos se abatieron sobre los altos campos de trigo y
sobre los frágiles techos de paja. Nocthumbria dio un largo grito de horror
(húmedo y oscuro como la lengua del río sorbeteando el limo nauseabundo de las
dos riberas). El sol dividió el horizonte rojizo imparcialmente. Las tierras
altas desaparecieron a la vista de todos, y el agua negra de la noche se
derramó sobre los hijos de la montaña cuando una mano infantil armada de un martillo
hizo estallar en pedazos el cristal del cielo. La hoz derribó los caballos y
siguió ascendiendo. Un violinista descalzo escaló sin ser visto la fachada de
un pálido edificio dieciochesco, y la mano de belleza inexpresable tembló sobre
las teclas amarillas del clavicordio, bajo la conminación exquisita y
escalofriante de la cabellera (madeja indesentrañable). Ven, querido mío, dijo
la mujer muerta. Salté sobre tu cuerpo (sobre tu insoportable desaparición)
para encontrarme sólo contigo, Elisabeth. (Lo hubieran colgado por tercera vez
solamente por escalar la impávida columnata virginiana imagínense nada más el
destino que le esperaba si hubieran sabido.) Mientras, en el vasto salón
alumbrado por un número indefinido de arañas centelleantes, los contertulios
pasaron de las palabras a los hechos. Yo escapé nada más romperse la primera
jarra bávara sobre la calva cabeza del vergonzoso teólogo. Comí como una loca,
y cantó (lo digo, lo diré siempre yo, Vartan, el lémur tembloroso) como un
ángel. Sorprendentemente ágil, asciendo a un manzano que no por casualidad
estaba allí, improvisado y bienhechor monte, en una reproducción involuntaria
del antológico belvedere del Conde Fabrizio. Con mi ojo fantástico lo vi todo,
y con mi aún más fantástico oído lo escuchó todo Gertraud, la divina. El cuerpo
negro deslizándose (como en amartillamiento de cobre negro sobre la platabanda:
¿y no existe para aquesta ilícita unión un bajisordisonante amartelamiento?)
sobre la rubia promesa (sé que la sorprendente Elisabeth me hubiera dado una
bofetada) en el verdadero santuario que estaba como es de rigor allá arriba y
no allí abajo, donde entrechocaban las cabezas con mudo encarnizamiento,
mientras que allá arriba había, por así decirlo, un acuerdo ancestral (anterior
a todo antes) entre el oscuro ariete acabado en bellota y la engualdrapada
puerta amelocotonada de la fortaleza (húmeda, túrgidobulbipitante, centifolia
—perdón). Me hubieras colgado, Mr. Francis Frederick Morgenthaler, incluso
después del inevitable infarto que te inyectó los ojos de sangre justo delante
del aposento profanado de tu amada hija (“de mi dulce... ¡gulp!”). En cambio,
lo sucedido abajo en el foyer infernal no es digno de que sea consignado en una
página (por mucho que se esté, como Anushka, en contra de toda pureza). Baste
decir que hubo de todo: desde comer directamente del suelo hediondo con los
dedos hasta conatos de empalamiento y lábiles actos contra natura pésimamente
ejecutados. El dómine infame, subido sobre un taburete de cuento para niños y disfrazado
con un acampanado vestido de campesina bávara, exhibía una
obscena
doble exactamente a cada lado del (perdón)
agujero del culo, grabada a punta de buril (con gran esmero dellos y contento
suyo) por dos fornidos y rubicundos mozalbetes, de esos que se alimentan casi
exclusivamente con tocino, a quienes se había llevado al colmo de la excitación
(por no decir de la histeria) por el medio de azuzarlos como a mastines, lo que
había conseguido el efecto de dar a su guarnición, más bien escasa, la
apariencia de un palo de bastos tremebundo (oh juventud dorada). “Ah —pensé,
como en el remedo de un aparte isabelino—, mi bienamado Jünger, mejor que no
hubieras mencionado nunca siquiera, con ridículo orgullo, el hierro herrumbroso
y errabundo de tus medallas”. Humo, gritos, gente que se queda o que huye. Pero
no: todos huimos (yo la primera). La escenografía (el blanco castillo flotando
en el agua negra de la noche, como un barco fantasma) cayó con estrépito como
lo que era: la pésima imitación de un indecoroso decorado de Hollywood. Un
altavoz de cartón-piedra, esperpéntico y solemne como un sambenito de caramelo
colocado sobre la calva tarabiscoteada de un payaso, repetía ya sin auditorio
su sonsonete histérico, bailoteando de un modo grotesco encima de la entrada y
señalando a ninguna parte con el patético cono deshilachado de su ex trompeta:

“¡Abandonad de una vez
por todas las malditas leyes! ¡Abandonad de una vez por todas las maldi...!
¡Abaj...!”
Cayó el decorado con
estrépito y todos nos encontramos súbitamente fuera del Castillo, como niños
excursionistas rodeados por el olor nauseabundo de las lilas muertas. Yo me
bajé del árbol donde no sé cómo me había subido (la cabeza me daba vueltas, y
veía un mosquetón en lontananza, y oía una absurda canción de leñadores), y
volvimos caminando hacia atrás hasta el cruce de caminos en la nieve, donde el
vergonzoso teólogo volvió a enarbolar con gorda y enjoyada mano femenina el
gran crucifijo de sándalo con un inquietante relieve de la Ascensión en oro y
platino no sé si de ley.
Cuando calló Gertraud,
sumiéndose en un sopor instantáneo, recordé que la bella Elisabeth se pintaba
los labios y las uñas de un color rojo fuego. ¿Es de suponer que tomaría el
pene más bien sombrío de un aburrido Schwarzenbach con esos mismos dos dedos de
inexpresable belleza (largos y abullonados, cubiertos con una fina pelusa
amarilla) con que había extraído científicamente el pez de plata (de fijo ojo
ensoñado y escamandro negro) de entre el montículo de mierda humeante? Sólo de
pensarlo me daba vueltas la cabeza. Pero (bien lo sabes, rencoroso, innómine
escriba, de incontinencia nómada) era algo más y algo distinto. Bajo el
esquizoide y siempre futuro dictamen del tarso, lo reconozco, cambié el
territorio ocre-marrón del maderamen (el mágico bituminoso donde se arrastra
aún, con fervoroso retroceso, la protozoárica babosa centifolia) por las teclas
amarillentas del clavicordio. Pero nunca olvidé mi anhelo por los grandes
saltos. (Los saltos en el aire pleno desde el vertiginoso risco inconquistado,
desde la atalaya redonda del Castillo, desde la ciega cima del monte y su lento
telón de feldespato y nieve.) Gertraud abrió de repente los ojos y, no sé por
qué, tuve la impresión absurda de que seguía sumergida en un sueño. (Mas no en
el suyo.) (Y tampoco podía preguntar si era, si hubiera podido ser el nuestro o
el mío. Yo mismo no existía y no había ningún nosotros.) No, repitió Gertraud,
fijando el ojo extraviado de ciega en la sombra lejana del Castillo. Nunca
olvidé mi anhelo por los grandes saltos. No morí allí y entonces, desde luego,
sonrió Elisabeth, exhausta en lo oscuro de su pelo oscuro (la inquietante
madeja en la que me sumergí yo mismo, carne de horca y principio activo de la
metamorfosis de los Morgenthaler). Recordé (seguramente a propósito) la tarde o
la noche en que Vartan el lémur y la alcohólica Gertraud nos ofrecieron un
concierto de ángeles. (Y lo fuimos, allende la leña y el viento que silba en el
sendero, haciendo temblar las hojas.) Era en invierno. Siempre era (o fue) en
invierno. Mejor o como mínimo tan bueno como el monólogo del Suicida actuado
por el gran Santorini con su voz inimitable. Mirando al tembloroso Vartan, un
gigante salido de ¿dónde? encorvado sobre las teclas amarillas del piano, nada
podía ya parecernos imposible. Su amor era más grande que el que hubieran
podido ofrecerles todas las conspiraciones y los sacrificios, todos los
atardeceres y las batallas. Por eso Anushka seguiría persiguiendo a Helga
(incluso bajo el agua), y yo seguiría persiguiendo
a Anushka (¿pero quién era Anushka?) hasta que vinieran por fin los dedos de
espátula de la ajena (siempre mía, pero siempre ajena) Felice, etc. etc. etc.
El mismo indiscernible dilema y enigma, y ninguna voz o rostro en lo alto del
parapeto, del sólido muro hecho de infinitas capas de aire, de la nada que
suena y del improbable y retardatario universo que no suena. Sé que el tótem
nos recordaba demasiadas cosas, y sé también que no teníamos todo el tiempo
(todas las páginas) del mundo por delante. Sobre ese muro (ficticio pero
insoslayable) se alzaban de golpe nuestras cabezas como muñecos de resorte,
oscuras medusas allende el horizonte rojizo que no podía ser confundido con un
límite y tampoco con la ausencia de él (esa perniciosa discontinuidad en virtud
de la cual yo estaba tirado sobre la hierba negra y el hielo como en un
genialmente intrascendente cuadro hiperrealista y al mismo tiempo ascendía con
paso vigoroso por el sendero ocre-marrón mirando con ensoñado ojo fijo la leña
apilada en filas perfectas, más allá del hombre). Nuestras cabezas, dijo,
ondulantes como medusas de apariencia algodonosa, como puntos distribuidos
aleatoriamente por entre los ensoñados macizos de coníferas a rayas blancas y
negras, se alzaban allí (al tiempo que nuestros pies saltaban sin descanso
sobre el embaldosado de semiborradas orquídeas ilógicas como enloquecidos y
dispersos palillos de tambores): ¿en busca de qué?
* Novela inédita de Rogelio Saunders.
Imágenes del fotógrafo norteamericano Harry Callahan.
* Novela inédita de Rogelio Saunders.
Imágenes del fotógrafo norteamericano Harry Callahan.
domingo, 1 de diciembre de 2019
Una muerte saludable [fragmento 1] *
Rogelio Saunders
Antes o después los ojos brillando en la oscuridad masa del bosque. Los oscuros senderos de lo oscuro. Y luego los saltos (los grandes saltos en el silencio: ¿en busca de qué?). Y luego todo lo que allí habría o no habría de suceder. Y la extraña convicción cuasi final del intranscurso, de no estar ya y sin embargo haberse quedado allí enraizado definitivamente. Visualizándolo todo como el flujo del río (su semen verdinegro), entre sombras y luces. La bicicleta sobre la piedra contando una muda e inexistente (falsa, como todo lo demás) historia, sin alcanzar nunca la superficie (como tú, oh amigo). El semen transparente del río reflejando los rostros de los ya muertos con sus animadas sonrisas y sus ropas de colores, gozando literalmente de un minuto (uno solo) de sol. No volveré allí. No: nunca. Calma, le dijo, ilocalizable, Felice. Alguien nos tomó de la mano y nos llevó lejos. ¿A dónde? Volví sobre mis pasos (sabiendo, desde luego, que no era yo quien volvía), y besé nuevamente a Anushka, que me miró fijamente con sus grandes y hermosos ojos de ahogada.
Desde luego
hubiera preferido que no hubiera música y sobre todo que no hubiera ningún
campus. (Odio el campus por encima de todas las cosas.) Se lo dije a Helmut,
enorme, pero no me escuchó. (Helmut era, por definición, el que nunca
escuchaba. O el que sólo escuchaba el sonido del viento, montaña abajo.) En
cuanto al gran Stanislas, su casi tosca y genial figura semitransparente (si no
vacua) marcha perennemente en línea recta hacia el rojizo resplandor que surge
o surgiría hacia el final de todas las cosas (de todos los sueños) como un
bosque de setas en el confín de la mente. La marcha. Siempre la marcha. La
marcha tal vez en línea recta. O la marcha en línea recta ascendente y
accidentada que describiría (que acabaría describiendo: ¿inexplicablemente?)
una espiral. O una especie de espiral (figura a la vez simple y compleja).
¿Cómo saberlo?
Entre el
bombo que asolaba el suelo y el bombo que dispersaba el cielo (como un niño que
derriba de un golpe un castillo de naipes, sin arrière-pensées, sin inútiles
dudas). Odio a muerte las sonrisas traviesas y supuestamente sabias de estos
granujientos granujas tal vez mis condiscípulos que se elevan por el aire
contorsionándose como puras parodias del ya paródico y siempre, siempre
incomprendido Nijinsky. Pero es cierto también que estoy (estaba) saltando y
contorsionándome con todos, como uno más, yo mismo, el gran Desconocido
o Muerto incapaz no ya de comenzar sino ni siquiera de reconocer la comezón
ciega como un ojo de cucaracha que antecede (es el milisegundo omega) al falaz
alfa supuesto en toda supuesta historia (al supuesto falaz que es toda
historia, a la suposición misma falaz de toda imposible historia). ¿No y mil
veces no? ¿O estoy ya camino de las setas en el alto bosque oblicuo cortado por
el racimo indetenible de hoces de oro, huérfano de toda imaginación y de todo
hijo, oh yo el gran Etcétera, camino de aquello y sin haber arribado aún a esto
(y aún estoy, entre salto y salto, entre seno y seno de ola, entre lettera y
lettera), tirado entre los mudos y erizados pastos verdes como en un
genialmente intrascendente cuadro hiperrealista? Pero es cierto que estoy
saltando allí con todos y que estoy tirado aquí como un gandul alpesano y allí
también camino de ninguna meta, con el sol que da simultáneamente en la nieve y
en la cara con preciso redoble de semidesnudos y amusculados tamboreros
japoneses. En todas partes, pues, y en ninguna. Todo tan cierto e imposible
como todo comienzo. Como toda.
Si quiero
mirar, no veo nada. O la nada es lo primero que veo. (Pero no hay ninguna nada:
sólo sombras y luces. La mentira perenne de la luz.) Veo o imagino un brazo y
luego el abrazo de Helga (el beso de Helga). (Lo que nos arrastra y no nos
pierde por falta de conciencia y ánimo histórico. El vaso de vino tinto nos
devuelve la calma.) Pero: ¿quién es Helga? Y, después de todo, ¿quiénes somos
todos nosotros? O quizá sería más exacto decir: quiénes éramos. No
somos. No éramos. No íbamos.
Basta de
claros de luna. Eso probablemente era o fue o debió ser o pudo haber sido la
voz de Stanislas, al mismo tiempo vago y ultrapreciso. No hubo ni podía haber
ningún nosotros. Nosotros no éramos y nunca seríamos nosotros. Eso que quede
claro.
Besé los
ojos en lo oscuro. Besé lo oscuro mismo y lo oscuro me besó a mí. La bicicleta
a un lado del camino, en el sendero que no hollaron los pies del poeta.
Silenciosamente, la vuelta del rostro mostró el sesgo y las sombras que
hablaban cobrarían, mucho después (no ahora, en este solo instante dichoso)
vida. Los ojos de Felice me seguían (me seguirían) siempre. (Y Anushka seguiría
a Helga, por los siglos de los siglos, y Helga... ¿pero quién es Helga?) Tú no
eres tú, dijo el fugitivo, ya siempre muerto. ¿De quién te escondes? Las lilas
crecerán sobre tu cara. Tus ojos echarán raíces. Nadie vendrá por ti. Y el amor
es esa trampa ultérrima en que, ya antes de nacer, caíste. Ya siempre muerto,
abatido por un sordo poder nacido de ti mismo. (De tu implacable ojo convicto,
soberbio y múltiple: ojo de todos.) No he visto nada y no veré nada. Desde
luego que te equivocas, aniñado órgano gelatiniforme, exógeno y supurativo.
“Pero”, añadió V., con la nariz pegada al cristal, perfil sobre perfil, “sufrir
no hace ninguna falta”. En consecuencia, lo más destacado en Stanislas era su
risa. Su risa feroz de muerto úcrono resonando detrás de cada uno de sus pasos.
De sus pasos invisibles (infinitos e invisibles). Risa en consecuencia
interminable. El frío húmedo penetró en mis huesos hasta el tuétano. No había
ninguna posibilidad de dormir. Ningún camino, ninguna morada. La boca hundida
en el ramaje, y la tibia blanca como una advertencia o risa o ambas cosas
proyectando su sombra sobre el suspendido restaurante La Guerra del Pescado.
Llegado a un
punto, la risa mata.
En un sueño
Felice lo abrazó por detrás junto a la ventana y el tosco novio e impecable
ingeniero (¿ingenio?) futuro (¿del futuro?) estaba sentado en la mesa como un
hombrón de Picasso con una blanca cara sin ojos. Un bloque humano, clamando
desde el entonces (el pseudocomienzo) la insoslayable promesa al tiempo que
inimaginable fracaso de la raza. Felice delicada se sentía a sus anchas en las
anchas calles de China, como un rodaballo de ceniza sobrenadando en un río de
monedas. Se hundió en la boca de Felice, mientras el bloque se derretía y era
ya las paredes y la ineficiente y sórdida ventana doble. (Añadir esta ventana
al estudio de lo perdido, injertado en el centro mismo de lo familiar, de la
Qivitas entendida como el oikos, etc. etc. etc. El humus —anotó de
paso.) Eso es lo incalculable, oyó decir. ¿El qué? Eso: el dolor. En
medio de los saltos (de los grandes saltos), podía verse el insoslayable
sufrimiento, los dedos de espátula, la singularidad atrapada en el ángulo, el
batracio prehistórico debatiéndose con su asombrosa carga adosada a la frente.
Lloramos y sufrimos (o más bien, saltamos) ignorantes como cántaros ciegos y
siempre es eso eso eso.
¿El qué?
El banco
aquel le producía una nostalgia desconocida. Era un anhelo sin fin y al mismo
tiempo algo puramente local. Pero en absoluto prescindible. ¿Por qué? Felice
sonrió. No hay ningún eso. Yo también fui un monje, y ahora miro las copas
amarillas y el sendero serpenteante y la leña alineada en filas perfectas, más
allá del hombre. Pero no veo nada. La persistente oscuridad ha caído sobre el
sol como un montículo de nieve desplazado sin odio por una retroexcavadora.
Preguntarle a Helmut, leñador sin bosque. No hay nada tan misterioso (y tan
abrumadoramente simple) como la unidad entre la nostalgia y su objeto. Porque
he aquí que nosotros mismos somos el objeto. Carne y huesos y sangre y médula
prescindibles. Pres-cin-di-bles, mi querida Anushka. Lo prescindible, pues, y
lo imprescindible: distinguibles/indistinguibles en lo absoluto. (En lo que
siempre falta. En lo que siempre faltará: el inexistente Ello. O mejor aún: el
inexistente no-Ello.)
Fue
Elisabeth, hermosa, quien volvió la cabeza. También tú, Elisabeth, caíste.
Quiero decir, literalmente. Y no una sola vez, sino varias. Y sé, sin más, que
lo que te llevó a sacar al pez de plata de su miserable (¿por qué miserable?)
condición no fue la codicia. Fue.
Los brazos
de Aziz, en alto, marcaban el ritmo y al mismo tiempo sacudían inverosímilmente
(¿pero quién puede decir lo que es inverosímil?) una de esas grandes alfombras
árabes que Stanislas aborrecía. “Siempre estás tenso, Stanislas”, le dijo el
larguirucho Aziz, con un exquisito panecillo turco colgando del extremo de un
palillo. También los ojos de Helga colgaban, siguiendo a su cabeza de
contorsionista y a sus embrollados recuerdos y a su aún más embrollado
presente. En el fondo, Helga, pensó Stanislas, más muerto que nunca, creo que
siempre confundiste el jazz con el yoga. Ella, magnífica, le dio aquella fruta
amarga con un gesto de infinita ternura. Y estuvo a punto de matarme,
realmente. Pero el sufrimiento era tan grande, tan intenso, que sufrir no
podía. Mas tampoco disfrutaba ni holgábase (en son de burla) della. Fuime a su
lado, y yacimos. ¿La voz ya se apagaba y hubo que apresurarse a hacer girar el
roto control de volumen (viejo de siglos)? ¿Es a eso a lo que te refieres, mi
querido e inexistente Alexander? ¿Cómo...? El ciego Kroenninkgaar, líder
insomne de razas amargas, nos condujo a través de la nieve hacia pueblos
empotrados al pie de desconocidos y serpenteantes riachuelos, de pastos
felices, e robledales dichosos. Mundo vacío como arrebatado por un silencioso
cataclismo súbito. Demasiados sueños o, como diría el sarcástico S., demasiado
cine. Demasiada mediocridad, demasiada fatalidad, demasiada frivolidad ad ad ad
ad ad. El pez de plata, fijo en su cárcel de cristal (en su globo aerostático),
nos perseguía sin pausa, como el más vasto e indetenible de nuestros sueños. La
dentadas nubes veloces y la nieve espejeante. La cabeza dolomítica
balanceándose como un tosco tótem de pino. Después de horas inclinados sin
esperanza sobre el pozo palingenésico, lo abandonamos todo.
Me río del
río. Siendo una broma y proviniendo de científicos labios y de cabeza aún más
científica, resultó ciertamente fatal. Desde luego, no te referirás a
Stanislas. No, porque Stanislas no cuenta. No había nada alrededor de mí. Salvo
el silbido negro del viento, que susurraba: “Uuuuuuuh. Todos moriremos”.
No hay
ninguna historia. No hay ni siquiera fragmentos. Preguntarle a Helmut, que
desapareció a la vista de todos. Pero qué dices. Absurdo. Helmut fue derribado
por la montaña. Es cierto. Pero todos modos desapareció súbitamente a la vista
de todos. Las razas de Kroenninkgaar, qué fracaso. Sólo sobrevivió el niño de
gran plexo, nadando en el río de monedas. Ah, y la bicicleta.
Ven, Anushka.
Cuánto te perseguí, a través de las sórdidas callejuelas ensoñadas. Pero tú
perseguías a Helga, y Helga me perseguía a mí, como en un círculo mágico
(donde, debe agregarse, nada era cierto, como en este pantagruelesco papel,
falso entre los falsos, sobreescrito y pulverizado risueñamente por el
clairvoyant, entre grandes saltos). Siempre, por lo que recuerdo, había una luz
en la dichosa Facultad de Física. Una luz interminable, como un ojo imantado. O
era el hechizado pez de plata, llamando a Elisabeth, como el cocodrilo al
Capitán Garfio. Sólo que, ay, Peter Pan no estaba por los alrededores. Sin
embargo, bien mirado, aquello fue un asunto peterpanesco de cabo a rabo. El pez
dragón, pues, fue quien hizo saltar el cristal de la ventana con su libidinoso
aliento de cianuro. Y todos nos miramos sobrecogidos, a salvo como todos los
que, muertos de una vez por todas, caminan sobre la tierra con los ojos
abiertos y grandes sonrisas, comensales alegres más tarde lanzándose deliciosos
panecillos turcos ensartados en el extremo de palillos a orillas del Danubio.
Eso o más o menos eso fue lo que quise decirle a Helmut (al gigantesco Helmut,
de memoria aún más enorme). Pero no me escuchó.
Aziz, el
levitador, levantó su cámara y todo lo que entró en ella fue embalsamado con el
bitumen fantástico de la ligereza y convertido en la presencia sin esencia del
desierto. La dispersión y el viento rondaban a su alrededor, y la única
diferencia consistió tal vez en que no ofreció resistencia: prestó oídos. Eh
escuchad. El viento de la destrucción trata de decirnos algo. Más astuto, si
cabe, que Peter Pan, conocía las rutas invisibles que iban a dar a una esquina
de piedra en medio de extraños árboles y de aún más extrañas flores, como en un
inimaginable bosque micológico. La voz de niña lo llamó, pero ni siquiera eso
lo hizo volver. Mas no había ningún cuarto, como en el cuento árabe. Quizá eran
los ojos de Abdul-Aziz los que miraban en lo oscuro. O los ojos de Elisabeth
mirando a través de los ojos de Abdul-Aziz mirando a través de los míos
semicongelado en el bosque de brezos, electrizado por los ojos múltiples del
cielo y por el inconmensurable pavor de la noche negra. “Yo hago otras magias”,
parecían repetir como saetas de azogue los ojos ondulantes de Abdul-Aziz. Nunca
dijo cuáles, aunque el Suicidado, en su perenne ascensión a una cumbre, las
entreveía (o quizá: las oía).
El río
seguía su curso entre pardas piedras algodonosas, semejantes a nubes, y el
brazo premortem se movió como una lengua húmeda en la oscuridad, apartando el
vasto lienzo de insectos absortos y de distanciados confabularios
irreconocibles. A lo lejos, ondulaba el horizonte vertiginoso del desierto,
como un franjado territorio iluminado por un resplandor rojizo.
—Nunca
podremos ir más allá de eso: es como una perniciosa discontinuidad o una sorda
tapia —dejó caer el desiluetado como una gran piedra dolomítica en la
cristalina y densa agua del pozo, cien metros más abajo.
—¿El qué?
—La
mentalidad de campesino del austriaco medio.
—Ah —sonrió
la aguda Anushka—, ¿de modo que todavía no hemos podido desembarazarnos del
fictivo Panopticom (esa pesadilla recurrente, ese patético aggiornamento
literario)? No es ése sin duda el qué, aunque quizá sí el cuándo.
—Eso y el
ladrillo del loco son el eterno mural con las noticias del día.
—Así es
—intervino Gertraud, alcohólica y extemporánea—. Yo estuve en la orgía del
Castillo.
—Pero
—preguntó Vartan—, ¿por qué en mayúsculas siempre? ¿Acaso hay uno solo?
—Desde luego
—respondió Helmut, señalando por la ventana con el largo dedo musculoso—. Ése,
allá arriba. Más que inaccesible, obsoleto.
—Precisamente
—recogió al vuelo Stanislas—: no hay nada tan peligroso como lo obsoleto. Mas,
¿por qué peligroso?
Aquí el
brezo, allá las dispersas rocas. La leña apilada en filas perfectas. La cara de
Anushka. Aunque todo quiera hacernos creer lo contrario, Anushka y su bicicleta
no se perdieron juntas. En una palabra: no desaparecieron en el mismo momento.
No pertenecían a la misma sigmoidea curvatura de. Y en consecuencia.
—Calla
—dijo, sin razón aparente, Elisabeth, que tenía los ojos cerrados.
Nada. O sólo
el viento. Matemáticamente los abjuro, y clásicamente los convoco. Sólo que no
apareció nadie. O sólo el viento. (Sí: el gorro manchú en lo alto del
campanario, como una punta de flecha olvidada. Los ojos de Felice me seguirían
siempre, pensé, deslumbrado por una lucidez súbita. Pero no la propia Felice.)
—Un odio que
no tiene ya forma la toma sin más de cualquier parte. Así, como un niño que
derriba de un golpe un castillo de naipes (sin arrière-pensées, sin inútiles
dudas). Preguntarle a la dulce Gertraud. Huye sin cesar desde que percibió eso.
¿El qué?
No hay
solución, pues: el viejo, arrullador sonido podía haber resonado nuevamente en
su cabeza. Miraba hipnotizado la baranda de hierro forjado del viejo belvedere
desde el que tantos se habían lanzado al vacío, gritando: “Juliaaaaaaaaaaaa”.
El escalofrío de estar viviendo lo ya vivido (pero que al mismo tiempo era
imposible que hubiera vivido) me recorrió el cuerpo de pies a cabeza a través
de la columna vertebral, obligándome a enderezarme en una especie de gesto
horrible. Allí arriba, como siempre, seguía sonriendo la montaña.
Helga echó
la cabeza hacia atrás, esa cabeza inimitable que colgaba perennemente entre
otras cabezas. Cabeza de contorsionista (oh: toda clases de contorsiones: vivir
no era sino contorsionarse), sexo sin forma, imaginario, sueño de sueños. (Tu
sexo, Helga, qué misterio. Aunque sé que dicho al revés resultaría todavía más
exacto.) El formidable insecto me besó con su baboso apéndice granuliforme
(irrechazable, como una fruta desconocida), y yacimos juntos, aún menos que
uno, en la intimidad verdinegra del limo paleontológico. Lo que Helga nunca
tuvo, y Anushka tuvo en demasía. Qué impresionante paciencia. Cada uno de mis
pasos (aquí, en la alta montaña o monte) lleva la impronta de Helga. Su cabeza
se echó hacia atrás, y la voz rubia onduló en la luz como un dedo de polvo.
—Al fin y al
cabo —dijo, chasqueando la lengua como si acariciara una pulpa cubierta de
pelusa amarilla—, somos devotos inconsútiles de las Humanidades.
El gran
Stanislas, remoto como la fortaleza blanca que flotaba como un barco fantasma
en el agua negra de la noche, preguntó con antológica sorna si aquello de
“humanidades” hacía referencia al estudio de los diferentes grupos étnicos.
Estudiamos una profesión sin futuro —dijo—, moviendo circularmente la cabeza. ¿Humanidades? —preguntó—. ¿Qué diablos
significa eso? Oh filólogos, estáis condenados al fracaso— se burló. (Vartan
levantó la cabeza, sobresaltado. El viejo reloj de una estación ferroviaria en
Calcuta dio la hora con un clonc polvoriento.) Porque en ese caso
—agregó (pero juro que en ese momento ya
no sonreía)—, el grupo Australopithecus Alpinus, al que él y el resto de los
presentes honrosamente pertenecían, debía ser estudiado el primero, habida
cuenta de la alta tasa de suicidios que diezmaba sus filas y de su prodigiosa y
más que demostrada habilidad para provocar catástrofes históricas sin
antecedente y llevarlas hasta sus últimas consecuencias de un modo insuperable:
eficiente, exacto, geométrico y al mismo tiempo (lo uno es inseparable de lo
otro, políticamente hablando) matemático (en una palabra: tecnológico).
Pero todo eso es posterior, señores. Todo eso es lo póstumo y sólo lo póstumo:
lo ulterior, lo ultérrimo, lo ultimísimo y siempre, siempre sin futuro (sin
futuro y en fuga). ¿Que qué digo? Como todos (¿todos, Stanislas?) sus grandes escritores-pensadores se habían
cansado ya de repetir sin resultado alguno, antes bien por el contrario, pues
no había si no que mirar alrededor para ver en todas partes ese fascismo
rampante y visceral, endémico y que subía a la cara como un rubor obsceno que
la cara no podía ocultar, pues la mano se movía aun antes de que el cerebro
diera la orden, y la máscara se distendía entonces en un tic oliváceo,
patológico, como una extraña enfermedad nacida entre muros, una horrible lepra
encapsulada que embadurnaba los dedos y asordinaba los oídos, y convertía cada
folículo piloso en un ciego pozo de arena, hasta el instante sin
arrepentimiento en que la lengua se deshacía sobre las encías descarnadas y los
ojos eran abiertos a la fuerza dentro de un mudo bloque de hielo, y el
silencio, como una enceguecedora ala vertical… (dios mío, estoy harto…) —Stanislas hizo una pausa y se abrió
bruscamente el cuello de la camisa. Un botón saltó y fue a meterse rodando bajo
una pierna extendida. Stanislas movió frenéticamente las manos en el denso
apantallamiento de humo, como un loco que tratase de justificarse ante otros
locos:
Allí… —continuó,
señalando un lugar inexistente a través de la alta ventana doble—, en la pupila
dilatada y de un azul intenso, desarmante (como una prótesis de celuloide que
enmascarase el doble agujero vacío que centellea no en el rostro sino en el
neutro artefacto de la civilización muerta), del niño que trastablillea y
sonríe como un diablillo inocente bajo la sombra bienhechora de los abedules,
descalificando instantáneamente todo esfuerzo por exprimirse con frenesí de
Pantalon atrapado en el azogue el inútil y obsoleto caletre genialmente dotado
por la misma naturaleza oh prodigio que hizo al imbécil enfermo de ficticio
orgullo subido sobre la improvisada torre de pisa de tablas y al formidable
urogallo blanquiazul que se pasea como un rey destronado por las interminables
y no menos imaginarias selvas pseudoperennifolias de Borneo ja ja ja ja ja
ja... (no hablo de Austria, no... ¿quién diablos hablaba aquí de Austria?...
Yo... ¡blub...!, o mejor dicho… ¡GULP!)
...ja ja ja ja ja ja rió ahora sí Stanislas con grandes carcajadas y el
congestionado rostro bufonesco a punto de estallar, para consternación de todos
y sobre todo de la pulcra y muy austriaca y realmente culta (por no decir
cultísima, una lástima, porque su vocación de peggy guggenheim era auténtica, y
la rotura de su menisco también había sido (o sería) auténtica (aunque eso no
fuera una prueba de nada y tampoco viniera al caso, por decir lo menos) y nada
sospechosa de orgullo étnico Elisabeth Schwarzenbach née Morgenthaler, antes o
después de la antológica extracción con dos dedos como pinzas (¡y qué pinzas!)
del hechizado talismán de plata de entre el montículo de mierda humeante.
¿Caramba y no sería a causa de un suicidio masivo que desaparecieron (como una
sábana succionada a través de un agujero del piso: ¡surublub!) los
cómicopatéticos y rentabilísimos dinosaurios? Gran titular, eh pero sin risas
(aunque se permite toda clase de intercambios obscenos con las sombras
chinescas). ¿Y realmente, Anushka, desaparecieron? (Aunque nadie dijo.)
O dicho de otro modo: ¿nuestro genio (el único) no se habría vuelto loco
allí mismo de una vez por todas? Un momento de suspense (largo o corto según
que el ojo que lee y la mente que sueña tuvieran o no la asombrosa
tegumescencia arqueológica de los antedichos), en que casi volvimos al punto de
partida, con los ojos empequeñecidos por el denso despliegue del humus
borronunum (palabras literales), hecho de nuestro propio trastablilleo o, según
se mire, de nuestro inagotable anhelo por los grandes saltos.
—Volveré
—dijo Stanislas, en una parodia involuntaria del Conde de Montecristo.
Cuando nos
volvimos a mirar, ya se había subido sobre el alféizar, y se recortaba allí
como una de esas figuritas de papel que se levantan de golpe al abrir las páginas
de un libro para niños. Se balanceó un instante en el hueco de la ventana, como
un murciélago, y luego desapareció. Como ya había visto algo parecido en un
relato de Jünger, me dije: “No puede ser”. Pero lo cierto es que fue así como
Stanislas murió, allí y entonces. Cayó con un ruido sordo, como un bulto que
cae sobre la hierba, sólo que, ay, desde el último piso de la vieja casona,
asombrosa huella incombustible del Antiguo Imperio (del que la fea Viena era,
según Anushka, monstruosa cabeza superviviente encajada en cuerpo de enano no
de niño). También había oído el caso de un estudiante de primer año que, según
se decía, había caído incluso de mayor altura, y que se había levantado
nuevamente del suelo y había regresado al dormitorio por sus propios pies, ante
la mirada estupefacta y aterrorizada de sus condiscípulos. Nada de aquello
podía aplicarse a Stanislas. Stanislas cayó y murió allí mismo. (Además, allí
no había ninguna hierba.) Hombre de opinión franca, también su muerte fue de
una absoluta franqueza.
Desde luego,
hubiera podido decir que todo era como un juego y que Stanislas no se lanzó por
la ventana. ¡Pero la verdad es que el bueno de Stanislas (la flor y nata del
Instituto, lingüista prodigioso y futuro desfibrilador de la ultraesclerótica Austria),
sin más, tomó impulso y se lanzó por la ventana! En fin, que todo aquello era
(o fue, o pudo haber sido) como un extraño cuento de Dostoievsky.
* Novela inédita de Rogelio Saunders.
Imágenes del fotógrafo austriaco Josef Hoflehner.
* Novela inédita de Rogelio Saunders.
Imágenes del fotógrafo austriaco Josef Hoflehner.
viernes, 22 de noviembre de 2019
Brisa marina
Stephane Mallarmé
La carne ¡ay! Es triste y sé los libros todos.
¡Huir! ¡Muy lejos! ¡siento que hay pájaros beodos
de estar entre la espuma incógnita y los cielos!
Nada, ni los jardines que encierran mis anhelos,
podrá guardar mi alma que el mar salobre añora
¡oh, noches! ni la clara luz de la veladora
sobre el papel incólume que interdice la albura
y ni la joven madre que nutre a su criatura.
¡Sí, partiré! Steamer, sin ningún alboroto,
¡eleva el ancla llévame hacia un país ignoto!
Un esplín, desolado por los crueles señuelos,
¡confía en el supremo adiós de los pañuelos!
Quién sabe si estos mástiles, de terribles presagios,
sean de los que el viento inclina a los naufragios
perdidos ¡ay! sin velas ni islotes lisonjeros…
¡Mas, alma mía, escuchas cantos de marineros!
Versión de Rafael Lozano
Orto, Año XXI, no.1, enero de 1932
domingo, 3 de noviembre de 2019
El silfo
Paul Valéry
Ni visto ni sabido,
apenas soy perfume
que en el viento se asume
ya difunto o vivido.
Ni visto ni sabido,
¿es azar o maniobra?
Pues, apenas venido,
se termina la obra.
¿Acaso comprendido?
Aún el más entendido,
¡cuántos yerros deslizas!
Ni visto ni sabido,
¡como entre dos camisas
un seno percibido!
Versión de Rafael Lozano
Orto (Manzanillo, Cuba), Año XXI, no. 1, enero de 1932
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