domingo, 1 de diciembre de 2019

Una muerte saludable [fragmento 1] *


      Rogelio Saunders 

         Antes o después los ojos brillando en la oscuridad masa del bosque. Los oscuros senderos de lo oscuro. Y luego los saltos (los grandes saltos en el silencio: ¿en busca de qué?). Y luego todo lo que allí habría o no habría de suceder. Y la extraña convicción cuasi final del intranscurso, de no estar ya y sin embargo haberse quedado allí enraizado definitivamente. Visualizándolo todo como el flujo del río (su semen verdinegro), entre sombras y luces. La bicicleta sobre la piedra contando una muda e inexistente (falsa, como todo lo demás) historia, sin alcanzar nunca la superficie (como tú, oh amigo).  El semen transparente del río reflejando los rostros de los ya muertos con sus animadas sonrisas y sus ropas de colores, gozando literalmente de un minuto (uno solo) de sol. No volveré allí. No: nunca. Calma, le dijo, ilocalizable, Felice. Alguien nos tomó de la mano y nos llevó lejos. ¿A dónde? Volví sobre mis pasos (sabiendo, desde luego, que no era yo quien volvía), y besé nuevamente a Anushka, que me miró fijamente con sus grandes y hermosos ojos de ahogada.
Desde luego hubiera preferido que no hubiera música y sobre todo que no hubiera ningún campus. (Odio el campus por encima de todas las cosas.) Se lo dije a Helmut, enorme, pero no me escuchó. (Helmut era, por definición, el que nunca escuchaba. O el que sólo escuchaba el sonido del viento, montaña abajo.) En cuanto al gran Stanislas, su casi tosca y genial figura semitransparente (si no vacua) marcha perennemente en línea recta hacia el rojizo resplandor que surge o surgiría hacia el final de todas las cosas (de todos los sueños) como un bosque de setas en el confín de la mente. La marcha. Siempre la marcha. La marcha tal vez en línea recta. O la marcha en línea recta ascendente y accidentada que describiría (que acabaría describiendo: ¿inexplicablemente?) una espiral. O una especie de espiral (figura a la vez simple y compleja). ¿Cómo saberlo?
Entre el bombo que asolaba el suelo y el bombo que dispersaba el cielo (como un niño que derriba de un golpe un castillo de naipes, sin arrière-pensées, sin inútiles dudas). Odio a muerte las sonrisas traviesas y supuestamente sabias de estos granujientos granujas tal vez mis condiscípulos que se elevan por el aire contorsionándose como puras parodias del ya paródico y siempre, siempre incomprendido Nijinsky. Pero es cierto también que estoy (estaba) saltando y contorsionándome con todos, como uno más, yo mismo, el gran Desconocido o Muerto incapaz no ya de comenzar sino ni siquiera de reconocer la comezón ciega como un ojo de cucaracha que antecede (es el milisegundo omega) al falaz alfa supuesto en toda supuesta historia (al supuesto falaz que es toda historia, a la suposición misma falaz de toda imposible historia). ¿No y mil veces no? ¿O estoy ya camino de las setas en el alto bosque oblicuo cortado por el racimo indetenible de hoces de oro, huérfano de toda imaginación y de todo hijo, oh yo el gran Etcétera, camino de aquello y sin haber arribado aún a esto (y aún estoy, entre salto y salto, entre seno y seno de ola, entre lettera y lettera), tirado entre los mudos y erizados pastos verdes como en un genialmente intrascendente cuadro hiperrealista? Pero es cierto que estoy saltando allí con todos y que estoy tirado aquí como un gandul alpesano y allí también camino de ninguna meta, con el sol que da simultáneamente en la nieve y en la cara con preciso redoble de semidesnudos y amusculados tamboreros japoneses. En todas partes, pues, y en ninguna. Todo tan cierto e imposible como todo comienzo. Como toda.
Si quiero mirar, no veo nada. O la nada es lo primero que veo. (Pero no hay ninguna nada: sólo sombras y luces. La mentira perenne de la luz.) Veo o imagino un brazo y luego el abrazo de Helga (el beso de Helga). (Lo que nos arrastra y no nos pierde por falta de conciencia y ánimo histórico. El vaso de vino tinto nos devuelve la calma.) Pero: ¿quién es Helga? Y, después de todo, ¿quiénes somos todos nosotros? O quizá sería más exacto decir: quiénes éramos. No somos. No éramos. No íbamos.
Basta de claros de luna. Eso probablemente era o fue o debió ser o pudo haber sido la voz de Stanislas, al mismo tiempo vago y ultrapreciso. No hubo ni podía haber ningún nosotros. Nosotros no éramos y nunca seríamos nosotros. Eso que quede claro.
Besé los ojos en lo oscuro. Besé lo oscuro mismo y lo oscuro me besó a mí. La bicicleta a un lado del camino, en el sendero que no hollaron los pies del poeta. Silenciosamente, la vuelta del rostro mostró el sesgo y las sombras que hablaban cobrarían, mucho después (no ahora, en este solo instante dichoso) vida. Los ojos de Felice me seguían (me seguirían) siempre. (Y Anushka seguiría a Helga, por los siglos de los siglos, y Helga... ¿pero quién es Helga?) Tú no eres tú, dijo el fugitivo, ya siempre muerto. ¿De quién te escondes? Las lilas crecerán sobre tu cara. Tus ojos echarán raíces. Nadie vendrá por ti. Y el amor es esa trampa ultérrima en que, ya antes de nacer, caíste. Ya siempre muerto, abatido por un sordo poder nacido de ti mismo. (De tu implacable ojo convicto, soberbio y múltiple: ojo de todos.) No he visto nada y no veré nada. Desde luego que te equivocas, aniñado órgano gelatiniforme, exógeno y supurativo. “Pero”, añadió V., con la nariz pegada al cristal, perfil sobre perfil, “sufrir no hace ninguna falta”. En consecuencia, lo más destacado en Stanislas era su risa. Su risa feroz de muerto úcrono resonando detrás de cada uno de sus pasos. De sus pasos invisibles (infinitos e invisibles). Risa en consecuencia interminable. El frío húmedo penetró en mis huesos hasta el tuétano. No había ninguna posibilidad de dormir. Ningún camino, ninguna morada. La boca hundida en el ramaje, y la tibia blanca como una advertencia o risa o ambas cosas proyectando su sombra sobre el suspendido restaurante La Guerra del Pescado.
Llegado a un punto, la risa mata.
En un sueño Felice lo abrazó por detrás junto a la ventana y el tosco novio e impecable ingeniero (¿ingenio?) futuro (¿del futuro?) estaba sentado en la mesa como un hombrón de Picasso con una blanca cara sin ojos. Un bloque humano, clamando desde el entonces (el pseudocomienzo) la insoslayable promesa al tiempo que inimaginable fracaso de la raza. Felice delicada se sentía a sus anchas en las anchas calles de China, como un rodaballo de ceniza sobrenadando en un río de monedas. Se hundió en la boca de Felice, mientras el bloque se derretía y era ya las paredes y la ineficiente y sórdida ventana doble. (Añadir esta ventana al estudio de lo perdido, injertado en el centro mismo de lo familiar, de la Qivitas entendida como el oikos, etc. etc. etc. El humus —anotó de paso.) Eso es lo incalculable, oyó decir. ¿El qué? Eso: el dolor. En medio de los saltos (de los grandes saltos), podía verse el insoslayable sufrimiento, los dedos de espátula, la singularidad atrapada en el ángulo, el batracio prehistórico debatiéndose con su asombrosa carga adosada a la frente. Lloramos y sufrimos (o más bien, saltamos) ignorantes como cántaros ciegos y siempre es eso eso eso.
¿El qué?
El banco aquel le producía una nostalgia desconocida. Era un anhelo sin fin y al mismo tiempo algo puramente local. Pero en absoluto prescindible. ¿Por qué? Felice sonrió. No hay ningún eso. Yo también fui un monje, y ahora miro las copas amarillas y el sendero serpenteante y la leña alineada en filas perfectas, más allá del hombre. Pero no veo nada. La persistente oscuridad ha caído sobre el sol como un montículo de nieve desplazado sin odio por una retroexcavadora. Preguntarle a Helmut, leñador sin bosque. No hay nada tan misterioso (y tan abrumadoramente simple) como la unidad entre la nostalgia y su objeto. Porque he aquí que nosotros mismos somos el objeto. Carne y huesos y sangre y médula prescindibles. Pres-cin-di-bles, mi querida Anushka. Lo prescindible, pues, y lo imprescindible: distinguibles/indistinguibles en lo absoluto. (En lo que siempre falta. En lo que siempre faltará: el inexistente Ello. O mejor aún: el inexistente no-Ello.)
Fue Elisabeth, hermosa, quien volvió la cabeza. También tú, Elisabeth, caíste. Quiero decir, literalmente. Y no una sola vez, sino varias. Y sé, sin más, que lo que te llevó a sacar al pez de plata de su miserable (¿por qué miserable?) condición no fue la codicia. Fue.
Los brazos de Aziz, en alto, marcaban el ritmo y al mismo tiempo sacudían inverosímilmente (¿pero quién puede decir lo que es inverosímil?) una de esas grandes alfombras árabes que Stanislas aborrecía. “Siempre estás tenso, Stanislas”, le dijo el larguirucho Aziz, con un exquisito panecillo turco colgando del extremo de un palillo. También los ojos de Helga colgaban, siguiendo a su cabeza de contorsionista y a sus embrollados recuerdos y a su aún más embrollado presente. En el fondo, Helga, pensó Stanislas, más muerto que nunca, creo que siempre confundiste el jazz con el yoga. Ella, magnífica, le dio aquella fruta amarga con un gesto de infinita ternura. Y estuvo a punto de matarme, realmente. Pero el sufrimiento era tan grande, tan intenso, que sufrir no podía. Mas tampoco disfrutaba ni holgábase (en son de burla) della. Fuime a su lado, y yacimos. ¿La voz ya se apagaba y hubo que apresurarse a hacer girar el roto control de volumen (viejo de siglos)? ¿Es a eso a lo que te refieres, mi querido e inexistente Alexander? ¿Cómo...? El ciego Kroenninkgaar, líder insomne de razas amargas, nos condujo a través de la nieve hacia pueblos empotrados al pie de desconocidos y serpenteantes riachuelos, de pastos felices, e robledales dichosos. Mundo vacío como arrebatado por un silencioso cataclismo súbito. Demasiados sueños o, como diría el sarcástico S., demasiado cine. Demasiada mediocridad, demasiada fatalidad, demasiada frivolidad ad ad ad ad ad. El pez de plata, fijo en su cárcel de cristal (en su globo aerostático), nos perseguía sin pausa, como el más vasto e indetenible de nuestros sueños. La dentadas nubes veloces y la nieve espejeante. La cabeza dolomítica balanceándose como un tosco tótem de pino. Después de horas inclinados sin esperanza sobre el pozo palingenésico, lo abandonamos todo.



Me río del río. Siendo una broma y proviniendo de científicos labios y de cabeza aún más científica, resultó ciertamente fatal. Desde luego, no te referirás a Stanislas. No, porque Stanislas no cuenta. No había nada alrededor de mí. Salvo el silbido negro del viento, que susurraba: “Uuuuuuuh. Todos moriremos”.
No hay ninguna historia. No hay ni siquiera fragmentos. Preguntarle a Helmut, que desapareció a la vista de todos. Pero qué dices. Absurdo. Helmut fue derribado por la montaña. Es cierto. Pero todos modos desapareció súbitamente a la vista de todos. Las razas de Kroenninkgaar, qué fracaso. Sólo sobrevivió el niño de gran plexo, nadando en el río de monedas. Ah, y la bicicleta.
Ven, Anushka. Cuánto te perseguí, a través de las sórdidas callejuelas ensoñadas. Pero tú perseguías a Helga, y Helga me perseguía a mí, como en un círculo mágico (donde, debe agregarse, nada era cierto, como en este pantagruelesco papel, falso entre los falsos, sobreescrito y pulverizado risueñamente por el clairvoyant, entre grandes saltos). Siempre, por lo que recuerdo, había una luz en la dichosa Facultad de Física. Una luz interminable, como un ojo imantado. O era el hechizado pez de plata, llamando a Elisabeth, como el cocodrilo al Capitán Garfio. Sólo que, ay, Peter Pan no estaba por los alrededores. Sin embargo, bien mirado, aquello fue un asunto peterpanesco de cabo a rabo. El pez dragón, pues, fue quien hizo saltar el cristal de la ventana con su libidinoso aliento de cianuro. Y todos nos miramos sobrecogidos, a salvo como todos los que, muertos de una vez por todas, caminan sobre la tierra con los ojos abiertos y grandes sonrisas, comensales alegres más tarde lanzándose deliciosos panecillos turcos ensartados en el extremo de palillos a orillas del Danubio. Eso o más o menos eso fue lo que quise decirle a Helmut (al gigantesco Helmut, de memoria aún más enorme). Pero no me escuchó.
Aziz, el levitador, levantó su cámara y todo lo que entró en ella fue embalsamado con el bitumen fantástico de la ligereza y convertido en la presencia sin esencia del desierto. La dispersión y el viento rondaban a su alrededor, y la única diferencia consistió tal vez en que no ofreció resistencia: prestó oídos. Eh escuchad. El viento de la destrucción trata de decirnos algo. Más astuto, si cabe, que Peter Pan, conocía las rutas invisibles que iban a dar a una esquina de piedra en medio de extraños árboles y de aún más extrañas flores, como en un inimaginable bosque micológico. La voz de niña lo llamó, pero ni siquiera eso lo hizo volver. Mas no había ningún cuarto, como en el cuento árabe. Quizá eran los ojos de Abdul-Aziz los que miraban en lo oscuro. O los ojos de Elisabeth mirando a través de los ojos de Abdul-Aziz mirando a través de los míos semicongelado en el bosque de brezos, electrizado por los ojos múltiples del cielo y por el inconmensurable pavor de la noche negra. “Yo hago otras magias”, parecían repetir como saetas de azogue los ojos ondulantes de Abdul-Aziz. Nunca dijo cuáles, aunque el Suicidado, en su perenne ascensión a una cumbre, las entreveía (o quizá: las oía).  

El río seguía su curso entre pardas piedras algodonosas, semejantes a nubes, y el brazo premortem se movió como una lengua húmeda en la oscuridad, apartando el vasto lienzo de insectos absortos y de distanciados confabularios irreconocibles. A lo lejos, ondulaba el horizonte vertiginoso del desierto, como un franjado territorio iluminado por un resplandor rojizo.
—Nunca podremos ir más allá de eso: es como una perniciosa discontinuidad o una sorda tapia —dejó caer el desiluetado como una gran piedra dolomítica en la cristalina y densa agua del pozo, cien metros más abajo.
—¿El qué?
—La mentalidad de campesino del austriaco medio.
—Ah —sonrió la aguda Anushka—, ¿de modo que todavía no hemos podido desembarazarnos del fictivo Panopticom (esa pesadilla recurrente, ese patético aggiornamento literario)? No es ése sin duda el qué, aunque quizá sí el cuándo.
—Eso y el ladrillo del loco son el eterno mural con las noticias del día.
—Así es —intervino Gertraud, alcohólica y extemporánea—. Yo estuve en la orgía del Castillo.
—Pero —preguntó Vartan—, ¿por qué en mayúsculas siempre? ¿Acaso hay uno solo?
—Desde luego —respondió Helmut, señalando por la ventana con el largo dedo musculoso—. Ése, allá arriba. Más que inaccesible, obsoleto.
—Precisamente —recogió al vuelo Stanislas—: no hay nada tan peligroso como lo obsoleto. Mas, ¿por qué peligroso?
Aquí el brezo, allá las dispersas rocas. La leña apilada en filas perfectas. La cara de Anushka. Aunque todo quiera hacernos creer lo contrario, Anushka y su bicicleta no se perdieron juntas. En una palabra: no desaparecieron en el mismo momento. No pertenecían a la misma sigmoidea curvatura de. Y en consecuencia.
—Calla —dijo, sin razón aparente, Elisabeth, que tenía los ojos cerrados.
Nada. O sólo el viento. Matemáticamente los abjuro, y clásicamente los convoco. Sólo que no apareció nadie. O sólo el viento. (Sí: el gorro manchú en lo alto del campanario, como una punta de flecha olvidada. Los ojos de Felice me seguirían siempre, pensé, deslumbrado por una lucidez súbita. Pero no la propia Felice.)
—Un odio que no tiene ya forma la toma sin más de cualquier parte. Así, como un niño que derriba de un golpe un castillo de naipes (sin arrière-pensées, sin inútiles dudas). Preguntarle a la dulce Gertraud. Huye sin cesar desde que percibió eso.
¿El qué?
No hay solución, pues: el viejo, arrullador sonido podía haber resonado nuevamente en su cabeza. Miraba hipnotizado la baranda de hierro forjado del viejo belvedere desde el que tantos se habían lanzado al vacío, gritando: “Juliaaaaaaaaaaaa”. El escalofrío de estar viviendo lo ya vivido (pero que al mismo tiempo era imposible que hubiera vivido) me recorrió el cuerpo de pies a cabeza a través de la columna vertebral, obligándome a enderezarme en una especie de gesto horrible. Allí arriba, como siempre, seguía sonriendo la montaña.
Helga echó la cabeza hacia atrás, esa cabeza inimitable que colgaba perennemente entre otras cabezas. Cabeza de contorsionista (oh: toda clases de contorsiones: vivir no era sino contorsionarse), sexo sin forma, imaginario, sueño de sueños. (Tu sexo, Helga, qué misterio. Aunque sé que dicho al revés resultaría todavía más exacto.) El formidable insecto me besó con su baboso apéndice granuliforme (irrechazable, como una fruta desconocida), y yacimos juntos, aún menos que uno, en la intimidad verdinegra del limo paleontológico. Lo que Helga nunca tuvo, y Anushka tuvo en demasía. Qué impresionante paciencia. Cada uno de mis pasos (aquí, en la alta montaña o monte) lleva la impronta de Helga. Su cabeza se echó hacia atrás, y la voz rubia onduló en la luz como un dedo de polvo.
—Al fin y al cabo —dijo, chasqueando la lengua como si acariciara una pulpa cubierta de pelusa amarilla—, somos devotos inconsútiles de las Humanidades.
El gran Stanislas, remoto como la fortaleza blanca que flotaba como un barco fantasma en el agua negra de la noche, preguntó con antológica sorna si aquello de “humanidades” hacía referencia al estudio de los diferentes grupos étnicos. Estudiamos una profesión sin futuro —dijo—, moviendo circularmente la cabeza. ¿Humanidades? —preguntó—. ¿Qué diablos significa eso? Oh filólogos, estáis condenados al fracaso— se burló. (Vartan levantó la cabeza, sobresaltado. El viejo reloj de una estación ferroviaria en Calcuta dio la hora con un clonc polvoriento.) Porque en ese caso —agregó (pero  juro que en ese momento ya no sonreía)—, el grupo Australopithecus Alpinus, al que él y el resto de los presentes honrosamente pertenecían, debía ser estudiado el primero, habida cuenta de la alta tasa de suicidios que diezmaba sus filas y de su prodigiosa y más que demostrada habilidad para provocar catástrofes históricas sin antecedente y llevarlas hasta sus últimas consecuencias de un modo insuperable: eficiente, exacto, geométrico y al mismo tiempo (lo uno es inseparable de lo otro, políticamente hablando) matemático (en una palabra: tecnológico). Pero todo eso es posterior, señores. Todo eso es lo póstumo y sólo lo póstumo: lo ulterior, lo ultérrimo, lo ultimísimo y siempre, siempre sin futuro (sin futuro y en fuga). ¿Que qué digo? Como todos (¿todos, Stanislas?) sus grandes escritores-pensadores se habían cansado ya de repetir sin resultado alguno, antes bien por el contrario, pues no había si no que mirar alrededor para ver en todas partes ese fascismo rampante y visceral, endémico y que subía a la cara como un rubor obsceno que la cara no podía ocultar, pues la mano se movía aun antes de que el cerebro diera la orden, y la máscara se distendía entonces en un tic oliváceo, patológico, como una extraña enfermedad nacida entre muros, una horrible lepra encapsulada que embadurnaba los dedos y asordinaba los oídos, y convertía cada folículo piloso en un ciego pozo de arena, hasta el instante sin arrepentimiento en que la lengua se deshacía sobre las encías descarnadas y los ojos eran abiertos a la fuerza dentro de un mudo bloque de hielo, y el silencio, como una enceguecedora ala vertical… (dios mío, estoy harto…) Stanislas hizo una pausa y se abrió bruscamente el cuello de la camisa. Un botón saltó y fue a meterse rodando bajo una pierna extendida. Stanislas movió frenéticamente las manos en el denso apantallamiento de humo, como un loco que tratase de justificarse ante otros locos:
Allí… —continuó, señalando un lugar inexistente a través de la alta ventana doble—, en la pupila dilatada y de un azul intenso, desarmante (como una prótesis de celuloide que enmascarase el doble agujero vacío que centellea no en el rostro sino en el neutro artefacto de la civilización muerta), del niño que trastablillea y sonríe como un diablillo inocente bajo la sombra bienhechora de los abedules, descalificando instantáneamente todo esfuerzo por exprimirse con frenesí de Pantalon atrapado en el azogue el inútil y obsoleto caletre genialmente dotado por la misma naturaleza oh prodigio que hizo al imbécil enfermo de ficticio orgullo subido sobre la improvisada torre de pisa de tablas y al formidable urogallo blanquiazul que se pasea como un rey destronado por las interminables y no menos imaginarias selvas pseudoperennifolias de Borneo ja ja ja ja ja ja... (no hablo de Austria, no... ¿quién diablos hablaba aquí de Austria?... Yo... ¡blub...!, o mejor dicho ¡GULP!) ...ja ja ja ja ja ja rió ahora sí Stanislas con grandes carcajadas y el congestionado rostro bufonesco a punto de estallar, para consternación de todos y sobre todo de la pulcra y muy austriaca y realmente culta (por no decir cultísima, una lástima, porque su vocación de peggy guggenheim era auténtica, y la rotura de su menisco también había sido (o sería) auténtica (aunque eso no fuera una prueba de nada y tampoco viniera al caso, por decir lo menos) y nada sospechosa de orgullo étnico Elisabeth Schwarzenbach née Morgenthaler, antes o después de la antológica extracción con dos dedos como pinzas (¡y qué pinzas!) del hechizado talismán de plata de entre el montículo de mierda humeante. ¿Caramba y no sería a causa de un suicidio masivo que desaparecieron (como una sábana succionada a través de un agujero del piso: ¡surublub!) los cómicopatéticos y rentabilísimos dinosaurios? Gran titular, eh pero sin risas (aunque se permite toda clase de intercambios obscenos con las sombras chinescas). ¿Y realmente, Anushka, desaparecieron? (Aunque nadie dijo.) O dicho de otro modo: ¿nuestro genio (el único) no se habría vuelto loco allí mismo de una vez por todas? Un momento de suspense (largo o corto según que el ojo que lee y la mente que sueña tuvieran o no la asombrosa tegumescencia arqueológica de los antedichos), en que casi volvimos al punto de partida, con los ojos empequeñecidos por el denso despliegue del humus borronunum (palabras literales), hecho de nuestro propio trastablilleo o, según se mire, de nuestro inagotable anhelo por los grandes saltos.
—Volveré —dijo Stanislas, en una parodia involuntaria del Conde de Montecristo.
Cuando nos volvimos a mirar, ya se había subido sobre el alféizar, y se recortaba allí como una de esas figuritas de papel que se levantan de golpe al abrir las páginas de un libro para niños. Se balanceó un instante en el hueco de la ventana, como un murciélago, y luego desapareció. Como ya había visto algo parecido en un relato de Jünger, me dije: “No puede ser”. Pero lo cierto es que fue así como Stanislas murió, allí y entonces. Cayó con un ruido sordo, como un bulto que cae sobre la hierba, sólo que, ay, desde el último piso de la vieja casona, asombrosa huella incombustible del Antiguo Imperio (del que la fea Viena era, según Anushka, monstruosa cabeza superviviente encajada en cuerpo de enano no de niño). También había oído el caso de un estudiante de primer año que, según se decía, había caído incluso de mayor altura, y que se había levantado nuevamente del suelo y había regresado al dormitorio por sus propios pies, ante la mirada estupefacta y aterrorizada de sus condiscípulos. Nada de aquello podía aplicarse a Stanislas. Stanislas cayó y murió allí mismo. (Además, allí no había ninguna hierba.) Hombre de opinión franca, también su muerte fue de una absoluta franqueza.
Desde luego, hubiera podido decir que todo era como un juego y que Stanislas no se lanzó por la ventana. ¡Pero la verdad es que el bueno de Stanislas (la flor y nata del Instituto, lingüista prodigioso y futuro desfibrilador de la ultraesclerótica Austria), sin más, tomó impulso y se lanzó por la ventana! En fin, que todo aquello era (o fue, o pudo haber sido) como un extraño cuento de Dostoievsky.

    * Novela inédita de Rogelio Saunders. 

     Imágenes del fotógrafo austriaco Josef Hoflehner. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario