Rogelio Saunders
El cogollito casi en
declive lejos del monasterio y de sus celdas frías (el airoso campanario en
movimiento y el riachuelo furioso: ambos unidos en el pan como dos enemigos
besándose en el escorzo cenceño de una gárgola), donde no había ningún
wH—Alther en meditación (yo no había llegado a aquella cumbre y no llegaría
nunca) sino sólo una gran piedra (poiedra) lisa. Una gran piedra lisa sin más,
no olvidado y sobre todo ningún testimonio.
Los grandes troncos
más allá del hombre. Bosque sin leñador. “¿Dónde está el agua? ¿Dónde está el
río?” —se burló A. (O quizá fue el ecuánime Robert, embozado dentro de su
albornoz de capuchino.) Sí: ¿dónde está la mente? Confín de confines: la hoja
de oro (de cobre rojizo) flotó en el solitario rayo de luz, burlándose del tiempo
y de las momentáneas sombrillas, allende el sorbeteo rápido del camaleón que
sustraía a la babosa de su consuetudinario retroceso, haciendo que se
apresurase (como diciendo: “a casa, a casa”) la diminuta araña de patas largas.
Los ojos viraron al blanco. La gota de resina se evaporó en silencio. El viento
se llevó los pasos, y el horror sin nombre se arremolinó como el despliegue de
una capa de tafetán, sobrevolando la cabeza abandonada, megáfono insustituible
para el oso (un auténtico lujo). Sin solución de continuidad, sin
explicaciones. “¿Y sabe Ud. por qué lloraba el gran Santorini?”, le dije a
Alexander, cuando salimos a la noche fría desde el imponente e informe
mastodonte catedralicio. “Porque era un gran actor entre otros grandes actores
sin suerte, obligados a trabajar en un teatro de mierda, por un sueldo de
mierda y frente a un público de mierda (¡aquí, en el supuestamente más
civilizado escenario del mundo!). Por eso lloraba (a lágrima viva, como un
niño, yo lo vi y usted también lo vio, Alexander, no diga que no) el gran
Santorini.” Alexander, con los brazos cruzados sobre el pecho, no dijo nada. O,
si lo dijo, nadie lo oyó. O fue sólo el viento, silbando en las copas de los
árboles de la ciudad abandonada, llena de muertos vivientes, de estatuas
horrendas, y de un injustificado éxtasis. Sí: como yo mismo.
Pero, ¿dónde estás tú?
No se puede decir que
estás vivo. Mas tampoco cabe afirmar que estás muerto.
Al rodear el bosque de
brezos con una mano, como en sueños, di con algo inefable y causa última quizá
de toda nostalgia. (Sé que nunca viviría lo suficiente para explicarlo, y mejor
aún: que intentar explicarlo era de todo punto falto de sentido. Por una vez, o
de una vez por todas.) Era como si Anushka al fin hubiera alcanzado a Helga.
(Más aún: como si Helga hubiera estado destinada desde siempre a abrirse a la
fijeza inquisitiva (a la persecución remota, pero inminente, como un muñeco de
fibra de vidrio que mira bajo el agua) de Anushka, bella como el perenne festón
azul de hielo de los Alpes. (Ah: ¿también eso?) A su alto cuello biselado,
lleno de muda súplica. (Y su pulgar curioso, a través del cual hablaba la
montaña, como a través de un megáfono insustituible.) Éramos H. y yo. Éramos
sólo H. y yo sobre el camastro lleno de pliegues. (Mas, ¿a quién le importa? No
es sino una entre otras miles de preguntas que no tienen —que no tendrán nunca—
respuesta.) Su cuerpo de trigo, movedizo como la arena, mas no abrasivo, si no
como de seda humana, abullonada, cálida, amarilla, de consistencia imposible y
movimiento inefable (como la espuma sobre los azulejos a la hora del baño, el
territorio inquietante y resbaladizo sobre el que rueda el cuerpo, oh infancia,
sin espacio), se movía infinita, decisivamente allí, sin futuro pero también
sin olvido. El quejumbroso viento de la muerte silbaba en cada paso. Y la fruta
amarga, espesa y definitiva como el anzuelo enganchado en el labio del pez
(haciendo de la tráquea una columna de fuego), entraba en el vasto cuerpo entumecido
como la luz indetenible abriéndose paso por entre las tablas rotas, estériles,
combadas por el peso del agua. Oh, era (había sido) en los impenetrables y
húmedos recovecos (en los macizos de coníferas —como orejas de osezno o como
cercas de césped) de Mauritania, unos dos mil quinientos años antes. La mirada
fija de Anushka (mirada de muñeco rechazado e insoportablemente bello mirando
bajo el agua). El pie eterno de niño atrapado entre los rayos de la bicicleta.
Y la bicicleta misma, lanzando reflejos de plata sobre la piedra porosa,
enterrada bajo la masa fría, rodeada por el espeso limo verdinegro. (Sin
siglos, sin siquiera un segundo de retraso. Antes o después, pero en ninguna
parte, sin ningún sueño o rostro.) La tibia rota (quilla blanca) de Helmut vino
después (referiría una engañosa crónica), pero fue simultánea con eso. Und das ist alles? Salimos finalmente al sol,
deslumbrados por el reflejo como una babosa granuliforme de tres cuernos
atravesando una callejuela en Pesaro. Los toboganes rojos crecían a nuestro
alrededor como un extraño bosque micológico. (Porque era una ilusión: nunca
abandonaríamos el bosque helado, la maldición nocturna de la lettera.) El polvo
flotaba en el aire. Un hombre alto, flaco, nervudo, de color de cobre negro, jaspeado
por el sol infernal, pasó entre las hayas grises como por entre altos y
transparentes vasos de linfa. Todos lo vimos (no digas que no lo viste,
Elisabeth. Te llevaste las manos a los oídos, pero lo viste), al inimaginable
zulú o inhóspito legionario armado de una extraña trompeta. Se oyó el golpe de
la puerta de la cocina, y la estatuilla negro azabache del prognático en
meditación se estremeció en la pared enjalbegada que tendría —así lo declaró
Helmut, calibrándola con su infalible golpe de ojo de esquiador— unos 2.50 mts
de gordolobulatura. Eso fue antes de que descubriera (y antes de que yo lo
descubriera a él: pero tal vez todo sucedió después o en ese vaivén que
llamamos absurdamente instante o momento) que drogarse con el pegamento de
zapatos con que se drogaban los meninos de rua era mucho más barato que hacerlo
con la impecable mixtura química que distribuía el Prof. Arno entre un discurso
de Lacan y un relato de Gabriel García Márquez. Y no sólo eso. Descubrió que
aquello le producía una indefinible nostalgia, una opiácea placidez más allá de
la cual podía divisarse, como entre una bruma de angustia y de ceniza, la
silueta intocada del imponente Castillo de su infancia (del centelleante monte
nevado de su infancia, nunca conquistado). Eso fue porque se hizo muy amigo de
uno en Bogotá, cada día smashingpumkinizado en la mañana bajo las ruedas
implacables de una Scania y vivaracho en la tarde como un caballito de cuadra
saltando en el crepúsculo rojo. Su pequeño amigo nacido con músculos, como un
boxer, e incapaz en absoluto de sonreír, salvo una vez (como S.). Que bajaba
una y otra vez desde el octavo piso de la absurda torre de pisa de tablas
formando un solo bloque con su patineta rota y listo para descerrajarle un tiro
en la sien al elegido con la misma dolorosa ansiedad y el mismo impávido
desconcierto (grandes círculos fosforescentes rodeados de ojeras profundas) con
que tú, el ultrasensible Helmut Hinterwälder, nacido en la oscura Linz y
educado en los mejores colegios de esa Viena post-imperial e hidrocefálica (¡y
todavía antisemita!) que Anushka odiaba con todas sus fuerzas, le hubieras
preguntado la hora a un transeúnte despreocupado. (Oh, amigos: no hay ningún
amigo.) ¿Dónde diablos estaría
ahora el granujiento granuja? Yo también soy un menino de rua, se dijo, con la
brocha detenida en el aire, formando un solo bloque con el brazo rígido y los
musculosos dedos engarfiados. La negra silueta embadurnada del espejo mostraba
una cara de payaso sanguinolento. Pero sería demasiado fácil decir: ése fue el
principio del fin de Helmut.
El desfiladero helado
y su puente suspendido (lecho seco de piedras): yo también estuve aquí.
El túnel estrecho y oscuro. (Los oscuros senderos de lo oscuro. Nada. Nadie.)
(Asciendo, asciendo, asciendo. Pero del mismo modo hubiera podido decir:
desciendo, desciendo, desciendo.) Y ya en lontananza (pero sempiterno, como una
pesadilla), el restaurante La Guerra del Pescado, con su cambrer de ojos
sobresaltados pasando con la bandeja a través de las paredes. “Me mira a mí,
siempre me mira a mí”, dijo, aprensivo, Vartan, lémur de grandes ojos húmedos.
“No”, sonrió lúgubre Stanislas. “Es a mí a quien mira siempre. Los atraigo como
la hojarasca al rastrillo del monje”. “¿A quiénes?” Salgamos afuera. Pero no
podíamos escapar del bosque (de la isla, del bosque dentro de la isla, del
bosque dentro del bosque, de la isla dentro de la isla: de la lettera, siempre
de la lettera). Temblando de frío, alargué la mano hacia el punto rojo que
colgaba en la oscuridad como una manzana rojo fuego (pero diminuta, casi
inaccesible). Como el ojo fijo de Anushka: ano-boca de succión infinita. Felice
por fin (¿mi último recurso?) me acarició la cara con sus dedos de espátula
(dedos alpesanos). Ah Felice, si tu nombre hubiera sido más largo (como,
digamos, Veronika), el campanario histórico no habría podido sobreponerse a la
acre recriminación del río (a su rencor verdinegro, frío y oscuro como la boca
de un sótano). Siempre supe que el río era, de los dos, el más fuerte. Pero Anushka
(¿no es cierto, A.?) aún lo sabe mejor. Yo... yo guardo el apotropaico consuelo
del múltiplo ante portas (la última carta de la baraja: el Joker). “Ja ja ja.”
El yerto derribado sobre el tambor vio con su ojo indetenible al niño de gran
plexo destrozando, una por una, todas las ventanas dobles. Detengan a ése.
Bufonesco, mostró el pecho reducido al puño goloso convertido en súbito ariete.
“Ja ja ja”. Resonó el bronce inequívoco de la campana. La serpiente eléctrica
ascendió por el brazo, entumeciéndolo, y acabó en la hueca e insonora
estupefacción de la cabeza, que hizo: no ni no. Lo siento. (Mas ya la
cabeza...) La mano pulverizada, condenada a escribir sin término la odiada
oración, se deslizó por el papel con esperpéntico bailoteo agónico, si bien
ninguna apariencia de lettera (póstuma absolución) pudo al fin culebrotalotear
inscrita, pues al contacto con el papel evaporábase el oscuro líquido sin dejar
rastro. El amo de los toboganes (andarín de los crudos senderos amarillos y
nadador de los riachuelos serpenteantes) recogió el báculo terminado en una
cabeza de murciélago, y silbó montaña arriba con humillante tintineo de
cascabeles.
Me encontré con
aquella boca en lo oscuro (muchacho-muchacha, de alto cuello) y tal vez fue ése
el inicio de la congelación perpetua. Yo Helga. Yo Stanislas. Yo Elisabeth. Yo.
Los ojos
fosforescentes y fríos. El cuerpo cubierto de escamas. El brezo artificial y
los senderos ocre-marrón allende la música (no, definitivamente: ninguna
música. Sólo los grandes saltos en el silencio). La hierba negra se extendía
más allá del alcance de la vista, indistinguible de la oscuridad masa del
bosque. Y la bicicleta abandonada en la calle ficticia o el anodino camino
vecinal (backroad) llamado sólo dios sabía por qué thomas bernhard.
Había razones para
decir (y sobre todo, el contraste entre la carne blanca y el pulóver negro, y
más aún: entre el vientre claro y cálido y la masa oscura e igualmente
cálida, como de cobre negro amartillando la platabanda) que estábamos (que
estamos) rodeados de montes. No morí entonces y allí. No, desde luego. Mi
muerte se había verificado mucho antes.
“Conozco tu cuerpo
desde antes”, exultó ella al unísono desde lo profundo de su sexo (trilábica,
boca de sótano, eleuteria, holoturia), palpando la superficie de intenso cobre
rojizo (la atraía tanto, que la mano no podía estarse quieta, y saltaba,
electrizada por el centelleo del rechazo). Desde antes de todo antes. Lo que
Helga nunca tuvo, y Anushka tuvo en demasía. No porque no tuviera vocación. Si
algo le sobraba, era eso. (Si algo nos sobraba, era eso. Sólo éramos eso:
vocación.)
¿Qué impulso (qué
objeto desconocido) instaba al Desconocido a vagar cada noche por las calles
desiertas, por el bosque (o monte) desierto? No era la llamada de ningún
campanario o monasterio, ni tampoco lo que podía verse desde lo alto del
belvedere (ni siquiera el cuerpo que había rebotado en el cable y aterrizado
finalmente en medio de los antiguos establos reales, refirió el pelirrojo
Vartan, antes o después de que los endomingados catetos alpesanos hubieran
abandonado el sótano de piedra porosa en desbandada, aterrorizados por el
sonido insólito del violín, mientras el flaco pianista negro sonreía con
infinita ironía al violinista pálido, que no sonreía, ambos en muda comunión
irónica allende los fantasmales relinchos de los caballos, dos genios
dialogando consigo mismos y con los únicos otros dos alienígenas atolondrados
que perduraban o mejor dicho conspiraban en la oscuridad después de la huida
desvergonzada de los 400 hombres, mujeres y niños que asistían al concierto: la
alcohólica Gertraud y el tembloroso Vartan). Sintiendo el frío aposentarse en
cada uno de mis 360 huesos tendido sobre la hierba negra y caminando con
rítmico paso ni rápido ni lento por el ascendente o descendente sendero
marrón-ocre y obsceno como el balaniforme y dubitáneo cetáceo con su ojo fijo
ensoñado: yo mismo (él mismo) como una blanda copa amarilla invertida,
llámeselo libertad o como se quiera, y en todo caso sin explicaciones, algo ya
sabido desde el principio (desde antes de todo antes), perfecto como una
sinfonía o un relato o una (etcétera) que no hubieran sido premeditados en
absoluto y sin embargo justamente trazados con invisible mano aleatoria desde
lo absoluto (pero qué digo) y tanto más aleatorio aunque suene a retórica vacía
y precisamente por eso cuanto más absoluto (yo me entiendo). Guiado por otro
oro, bañado por otra luz, cobijado por otros árboles, aún saltaba entre canto
rodante y canto rodante (entre lettera y lettera), fantasmal pero indetenible,
del belvedere al risco formidable, del risco a la ancha calle apenas iluminada,
de la ancha calle a la ribera del río, de la ribera del río a los antiguos
establos, de los antiguos establos al sendero que bordeaba el campus, del
sendero que bordeaba el campus al monte, del monte a la piedra, de la piedra...
La vuelta, el regreso,
la repetición, la muerte. Todo vuelve, todo muere. También tú, innominable
escriba, te repites, mueres. (Y la literatura misma, lo muerto, continúa. La
literatura, Alexander, cuántas veces habré de repetírtelo, no servirá nunca
como refugio o justificación de nadie, afirmó Stanislas. Dicho todo esto, sin
embargo, aún debo decirte: lo que está muerto allí, aquí está vivo.) De pronto,
todo vuelve. Y las palabras que dijiste o escribiste un día (o una noche) te
persiguen. (Como te persiguen todos esos muertos —todos esos comensales alegres
más tarde lanzándose deliciosos panecillos turcos ensartados en el extremo de
palillos a orillas del Danubio). Por eso no escribes (y es por eso mismo que
escribes). Más sabia que tú, la montaña (el monte) pulverizará tu cuerpo, y
hará estallar el globo gelatiniforme de tu ojo, tosco tótem de pino de tres
piernas, de dos piernas, de una pierna (destruido y reconstituido cada
medianoche, aunque la pérdida —la dispersión— es más antigua, y más antiguo aún
es el ojo informe/insomne de Horus). Y cada noche (cada día) tratas de escapar
del círculo del tiempo como un jazzman lleno de trucos
(comoporejemplomichaelbrecker). Pero no se puede escapar de eso, del
Panopticom, de la trampa y el júbilo del reflejo (la hoja rojodorada contra el
sol, borde contra borde). No, de eso escapar no se puede. El violín abandonado
(destrozado cada medianoche y cada medianoche reconstituido) crujió con sonido
antiguo de madera hinchada por el agua (como el rostro nunca visto de A.,
insoportablemente hermosa con los dos ojos abiertos como un muñeco de fibra de
vidrio mirando bajo el agua), pero su eco no hizo volver la cabeza a los hijos
del monte, encorvados bajo la nieve y el cierzo filoso, subyugados por el ciclo
continuo de la cosecha y la carne (del que tú, mortificada Anushka, bien lo sé,
trataste siempre desesperadamente de escapar), como si el furor de la lettera,
desconocido aquí, aún fuera más implacable, más sordo, más preciso. El violín
retumbó sobre la piedra húmeda del sótano, y el piano se hundió, incapaz de
sostenerse un segundo más sobre la evidencia miserable de sus patas vencidas.
El sol brilló por un momento contra la baranda de hierro forjado. El Desconocido
continuó con su enfático paso de congelación perpetua, mirando con indesviable
ojo el plano encogido de la ciudad que tendría sin duda que desaparecer (no
hoy, no en este minuto de sol, ni infausto ni dichoso), y aceptando en silencio
el reto informulado de la mole gigantesca, allá arriba, pálida y firme como un
joven alabardero, siempre en espera del largo, indefinidamente hermoso sonido
del corno.
Los despiadados
guerreros de Kroenninkgaar se detuvieron en la planicie verdedorada, a medio
camino entre el sol de medianoche y las rápidas bandadas de pájaros que
señoreaban en el aire de hielo como disciplinados e indetenibles escuadrones.
Una congoja súbita les encogió el pecho. Recordaron la lumbre apagada en el
fogón tosco y el agua indestructible apoderándose de las tablas rotas, y vieron
la mano ancestral petrificada sobre el libro de bronce. Envejecieron
súbitamente. Sus barbas se volvieron ralas. Sus cabellos encanecieron. ¿Dónde
estamos Kroenninkgaar? Pero el mismo Kroenninkgaar, como los asombrosos
carneros de vellón de plata, no existe. Es un sueño. (No sé quién soy. Cómo
diablos voy a saber que soy Kroenninkgaar.) Sorprendidos por el cambio de
estación, los caballos se encabritaron, y nubes de polvo invadieron los cuartos
de las doncellas. El disidente inderrocable fue ahorcado por segunda vez, y
obscenos vientos inhóspitos se abatieron sobre los altos campos de trigo y
sobre los frágiles techos de paja. Nocthumbria dio un largo grito de horror
(húmedo y oscuro como la lengua del río sorbeteando el limo nauseabundo de las
dos riberas). El sol dividió el horizonte rojizo imparcialmente. Las tierras
altas desaparecieron a la vista de todos, y el agua negra de la noche se
derramó sobre los hijos de la montaña cuando una mano infantil armada de un martillo
hizo estallar en pedazos el cristal del cielo. La hoz derribó los caballos y
siguió ascendiendo. Un violinista descalzo escaló sin ser visto la fachada de
un pálido edificio dieciochesco, y la mano de belleza inexpresable tembló sobre
las teclas amarillas del clavicordio, bajo la conminación exquisita y
escalofriante de la cabellera (madeja indesentrañable). Ven, querido mío, dijo
la mujer muerta. Salté sobre tu cuerpo (sobre tu insoportable desaparición)
para encontrarme sólo contigo, Elisabeth. (Lo hubieran colgado por tercera vez
solamente por escalar la impávida columnata virginiana imagínense nada más el
destino que le esperaba si hubieran sabido.) Mientras, en el vasto salón
alumbrado por un número indefinido de arañas centelleantes, los contertulios
pasaron de las palabras a los hechos. Yo escapé nada más romperse la primera
jarra bávara sobre la calva cabeza del vergonzoso teólogo. Comí como una loca,
y cantó (lo digo, lo diré siempre yo, Vartan, el lémur tembloroso) como un
ángel. Sorprendentemente ágil, asciendo a un manzano que no por casualidad
estaba allí, improvisado y bienhechor monte, en una reproducción involuntaria
del antológico belvedere del Conde Fabrizio. Con mi ojo fantástico lo vi todo,
y con mi aún más fantástico oído lo escuchó todo Gertraud, la divina. El cuerpo
negro deslizándose (como en amartillamiento de cobre negro sobre la platabanda:
¿y no existe para aquesta ilícita unión un bajisordisonante amartelamiento?)
sobre la rubia promesa (sé que la sorprendente Elisabeth me hubiera dado una
bofetada) en el verdadero santuario que estaba como es de rigor allá arriba y
no allí abajo, donde entrechocaban las cabezas con mudo encarnizamiento,
mientras que allá arriba había, por así decirlo, un acuerdo ancestral (anterior
a todo antes) entre el oscuro ariete acabado en bellota y la engualdrapada
puerta amelocotonada de la fortaleza (húmeda, túrgidobulbipitante, centifolia
—perdón). Me hubieras colgado, Mr. Francis Frederick Morgenthaler, incluso
después del inevitable infarto que te inyectó los ojos de sangre justo delante
del aposento profanado de tu amada hija (“de mi dulce... ¡gulp!”). En cambio,
lo sucedido abajo en el foyer infernal no es digno de que sea consignado en una
página (por mucho que se esté, como Anushka, en contra de toda pureza). Baste
decir que hubo de todo: desde comer directamente del suelo hediondo con los
dedos hasta conatos de empalamiento y lábiles actos contra natura pésimamente
ejecutados. El dómine infame, subido sobre un taburete de cuento para niños y disfrazado
con un acampanado vestido de campesina bávara, exhibía una
obscena doble exactamente a cada lado del (perdón)
agujero del culo, grabada a punta de buril (con gran esmero dellos y contento
suyo) por dos fornidos y rubicundos mozalbetes, de esos que se alimentan casi
exclusivamente con tocino, a quienes se había llevado al colmo de la excitación
(por no decir de la histeria) por el medio de azuzarlos como a mastines, lo que
había conseguido el efecto de dar a su guarnición, más bien escasa, la
apariencia de un palo de bastos tremebundo (oh juventud dorada). “Ah —pensé,
como en el remedo de un aparte isabelino—, mi bienamado Jünger, mejor que no
hubieras mencionado nunca siquiera, con ridículo orgullo, el hierro herrumbroso
y errabundo de tus medallas”. Humo, gritos, gente que se queda o que huye. Pero
no: todos huimos (yo la primera). La escenografía (el blanco castillo flotando
en el agua negra de la noche, como un barco fantasma) cayó con estrépito como
lo que era: la pésima imitación de un indecoroso decorado de Hollywood. Un
altavoz de cartón-piedra, esperpéntico y solemne como un sambenito de caramelo
colocado sobre la calva tarabiscoteada de un payaso, repetía ya sin auditorio
su sonsonete histérico, bailoteando de un modo grotesco encima de la entrada y
señalando a ninguna parte con el patético cono deshilachado de su ex trompeta:
“¡Abandonad de una vez
por todas las malditas leyes! ¡Abandonad de una vez por todas las maldi...!
¡Abaj...!”
Cayó el decorado con
estrépito y todos nos encontramos súbitamente fuera del Castillo, como niños
excursionistas rodeados por el olor nauseabundo de las lilas muertas. Yo me
bajé del árbol donde no sé cómo me había subido (la cabeza me daba vueltas, y
veía un mosquetón en lontananza, y oía una absurda canción de leñadores), y
volvimos caminando hacia atrás hasta el cruce de caminos en la nieve, donde el
vergonzoso teólogo volvió a enarbolar con gorda y enjoyada mano femenina el
gran crucifijo de sándalo con un inquietante relieve de la Ascensión en oro y
platino no sé si de ley.
Cuando calló Gertraud,
sumiéndose en un sopor instantáneo, recordé que la bella Elisabeth se pintaba
los labios y las uñas de un color rojo fuego. ¿Es de suponer que tomaría el
pene más bien sombrío de un aburrido Schwarzenbach con esos mismos dos dedos de
inexpresable belleza (largos y abullonados, cubiertos con una fina pelusa
amarilla) con que había extraído científicamente el pez de plata (de fijo ojo
ensoñado y escamandro negro) de entre el montículo de mierda humeante? Sólo de
pensarlo me daba vueltas la cabeza. Pero (bien lo sabes, rencoroso, innómine
escriba, de incontinencia nómada) era algo más y algo distinto. Bajo el
esquizoide y siempre futuro dictamen del tarso, lo reconozco, cambié el
territorio ocre-marrón del maderamen (el mágico bituminoso donde se arrastra
aún, con fervoroso retroceso, la protozoárica babosa centifolia) por las teclas
amarillentas del clavicordio. Pero nunca olvidé mi anhelo por los grandes
saltos. (Los saltos en el aire pleno desde el vertiginoso risco inconquistado,
desde la atalaya redonda del Castillo, desde la ciega cima del monte y su lento
telón de feldespato y nieve.) Gertraud abrió de repente los ojos y, no sé por
qué, tuve la impresión absurda de que seguía sumergida en un sueño. (Mas no en
el suyo.) (Y tampoco podía preguntar si era, si hubiera podido ser el nuestro o
el mío. Yo mismo no existía y no había ningún nosotros.) No, repitió Gertraud,
fijando el ojo extraviado de ciega en la sombra lejana del Castillo. Nunca
olvidé mi anhelo por los grandes saltos. No morí allí y entonces, desde luego,
sonrió Elisabeth, exhausta en lo oscuro de su pelo oscuro (la inquietante
madeja en la que me sumergí yo mismo, carne de horca y principio activo de la
metamorfosis de los Morgenthaler). Recordé (seguramente a propósito) la tarde o
la noche en que Vartan el lémur y la alcohólica Gertraud nos ofrecieron un
concierto de ángeles. (Y lo fuimos, allende la leña y el viento que silba en el
sendero, haciendo temblar las hojas.) Era en invierno. Siempre era (o fue) en
invierno. Mejor o como mínimo tan bueno como el monólogo del Suicida actuado
por el gran Santorini con su voz inimitable. Mirando al tembloroso Vartan, un
gigante salido de ¿dónde? encorvado sobre las teclas amarillas del piano, nada
podía ya parecernos imposible. Su amor era más grande que el que hubieran
podido ofrecerles todas las conspiraciones y los sacrificios, todos los
atardeceres y las batallas. Por eso Anushka seguiría persiguiendo a Helga
(incluso bajo el agua), y yo seguiría persiguiendo
a Anushka (¿pero quién era Anushka?) hasta que vinieran por fin los dedos de
espátula de la ajena (siempre mía, pero siempre ajena) Felice, etc. etc. etc.
El mismo indiscernible dilema y enigma, y ninguna voz o rostro en lo alto del
parapeto, del sólido muro hecho de infinitas capas de aire, de la nada que
suena y del improbable y retardatario universo que no suena. Sé que el tótem
nos recordaba demasiadas cosas, y sé también que no teníamos todo el tiempo
(todas las páginas) del mundo por delante. Sobre ese muro (ficticio pero
insoslayable) se alzaban de golpe nuestras cabezas como muñecos de resorte,
oscuras medusas allende el horizonte rojizo que no podía ser confundido con un
límite y tampoco con la ausencia de él (esa perniciosa discontinuidad en virtud
de la cual yo estaba tirado sobre la hierba negra y el hielo como en un
genialmente intrascendente cuadro hiperrealista y al mismo tiempo ascendía con
paso vigoroso por el sendero ocre-marrón mirando con ensoñado ojo fijo la leña
apilada en filas perfectas, más allá del hombre). Nuestras cabezas, dijo,
ondulantes como medusas de apariencia algodonosa, como puntos distribuidos
aleatoriamente por entre los ensoñados macizos de coníferas a rayas blancas y
negras, se alzaban allí (al tiempo que nuestros pies saltaban sin descanso
sobre el embaldosado de semiborradas orquídeas ilógicas como enloquecidos y
dispersos palillos de tambores): ¿en busca de qué?
* Novela inédita de Rogelio Saunders.
Imágenes del fotógrafo norteamericano Harry Callahan.
* Novela inédita de Rogelio Saunders.
Imágenes del fotógrafo norteamericano Harry Callahan.
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