miércoles, 4 de diciembre de 2019

Una muerte saludable [fragmento II] *




Rogelio Saunders 

El cogollito casi en declive lejos del monasterio y de sus celdas frías (el airoso campanario en movimiento y el riachuelo furioso: ambos unidos en el pan como dos enemigos besándose en el escorzo cenceño de una gárgola), donde no había ningún wH—Alther en meditación (yo no había llegado a aquella cumbre y no llegaría nunca) sino sólo una gran piedra (poiedra) lisa. Una gran piedra lisa sin más, no olvidado y sobre todo ningún testimonio.
Los grandes troncos más allá del hombre. Bosque sin leñador. “¿Dónde está el agua? ¿Dónde está el río?” —se burló A. (O quizá fue el ecuánime Robert, embozado dentro de su albornoz de capuchino.) Sí: ¿dónde está la mente? Confín de confines: la hoja de oro (de cobre rojizo) flotó en el solitario rayo de luz, burlándose del tiempo y de las momentáneas sombrillas, allende el sorbeteo rápido del camaleón que sustraía a la babosa de su consuetudinario retroceso, haciendo que se apresurase (como diciendo: “a casa, a casa”) la diminuta araña de patas largas. Los ojos viraron al blanco. La gota de resina se evaporó en silencio. El viento se llevó los pasos, y el horror sin nombre se arremolinó como el despliegue de una capa de tafetán, sobrevolando la cabeza abandonada, megáfono insustituible para el oso (un auténtico lujo). Sin solución de continuidad, sin explicaciones. “¿Y sabe Ud. por qué lloraba el gran Santorini?”, le dije a Alexander, cuando salimos a la noche fría desde el imponente e informe mastodonte catedralicio. “Porque era un gran actor entre otros grandes actores sin suerte, obligados a trabajar en un teatro de mierda, por un sueldo de mierda y frente a un público de mierda (¡aquí, en el supuestamente más civilizado escenario del mundo!). Por eso lloraba (a lágrima viva, como un niño, yo lo vi y usted también lo vio, Alexander, no diga que no) el gran Santorini.” Alexander, con los brazos cruzados sobre el pecho, no dijo nada. O, si lo dijo, nadie lo oyó. O fue sólo el viento, silbando en las copas de los árboles de la ciudad abandonada, llena de muertos vivientes, de estatuas horrendas, y de un injustificado éxtasis. Sí: como yo mismo.
Pero, ¿dónde estás tú?
No se puede decir que estás vivo. Mas tampoco cabe afirmar que estás muerto.
Al rodear el bosque de brezos con una mano, como en sueños, di con algo inefable y causa última quizá de toda nostalgia. (Sé que nunca viviría lo suficiente para explicarlo, y mejor aún: que intentar explicarlo era de todo punto falto de sentido. Por una vez, o de una vez por todas.) Era como si Anushka al fin hubiera alcanzado a Helga. (Más aún: como si Helga hubiera estado destinada desde siempre a abrirse a la fijeza inquisitiva (a la persecución remota, pero inminente, como un muñeco de fibra de vidrio que mira bajo el agua) de Anushka, bella como el perenne festón azul de hielo de los Alpes. (Ah: ¿también eso?) A su alto cuello biselado, lleno de muda súplica. (Y su pulgar curioso, a través del cual hablaba la montaña, como a través de un megáfono insustituible.) Éramos H. y yo. Éramos sólo H. y yo sobre el camastro lleno de pliegues. (Mas, ¿a quién le importa? No es sino una entre otras miles de preguntas que no tienen —que no tendrán nunca— respuesta.) Su cuerpo de trigo, movedizo como la arena, mas no abrasivo, si no como de seda humana, abullonada, cálida, amarilla, de consistencia imposible y movimiento inefable (como la espuma sobre los azulejos a la hora del baño, el territorio inquietante y resbaladizo sobre el que rueda el cuerpo, oh infancia, sin espacio), se movía infinita, decisivamente allí, sin futuro pero también sin olvido. El quejumbroso viento de la muerte silbaba en cada paso. Y la fruta amarga, espesa y definitiva como el anzuelo enganchado en el labio del pez (haciendo de la tráquea una columna de fuego), entraba en el vasto cuerpo entumecido como la luz indetenible abriéndose paso por entre las tablas rotas, estériles, combadas por el peso del agua. Oh, era (había sido) en los impenetrables y húmedos recovecos (en los macizos de coníferas —como orejas de osezno o como cercas de césped) de Mauritania, unos dos mil quinientos años antes. La mirada fija de Anushka (mirada de muñeco rechazado e insoportablemente bello mirando bajo el agua). El pie eterno de niño atrapado entre los rayos de la bicicleta. Y la bicicleta misma, lanzando reflejos de plata sobre la piedra porosa, enterrada bajo la masa fría, rodeada por el espeso limo verdinegro. (Sin siglos, sin siquiera un segundo de retraso. Antes o después, pero en ninguna parte, sin ningún sueño o rostro.) La tibia rota (quilla blanca) de Helmut vino después (referiría una engañosa crónica), pero fue simultánea con eso. Und das ist alles? Salimos finalmente al sol, deslumbrados por el reflejo como una babosa granuliforme de tres cuernos atravesando una callejuela en Pesaro. Los toboganes rojos crecían a nuestro alrededor como un extraño bosque micológico. (Porque era una ilusión: nunca abandonaríamos el bosque helado, la maldición nocturna de la lettera.) El polvo flotaba en el aire. Un hombre alto, flaco, nervudo, de color de cobre negro, jaspeado por el sol infernal, pasó entre las hayas grises como por entre altos y transparentes vasos de linfa. Todos lo vimos (no digas que no lo viste, Elisabeth. Te llevaste las manos a los oídos, pero lo viste), al inimaginable zulú o inhóspito legionario armado de una extraña trompeta. Se oyó el golpe de la puerta de la cocina, y la estatuilla negro azabache del prognático en meditación se estremeció en la pared enjalbegada que tendría —así lo declaró Helmut, calibrándola con su infalible golpe de ojo de esquiador— unos 2.50 mts de gordolobulatura. Eso fue antes de que descubriera (y antes de que yo lo descubriera a él: pero tal vez todo sucedió después o en ese vaivén que llamamos absurdamente instante o momento) que drogarse con el pegamento de zapatos con que se drogaban los meninos de rua era mucho más barato que hacerlo con la impecable mixtura química que distribuía el Prof. Arno entre un discurso de Lacan y un relato de Gabriel García Márquez. Y no sólo eso. Descubrió que aquello le producía una indefinible nostalgia, una opiácea placidez más allá de la cual podía divisarse, como entre una bruma de angustia y de ceniza, la silueta intocada del imponente Castillo de su infancia (del centelleante monte nevado de su infancia, nunca conquistado). Eso fue porque se hizo muy amigo de uno en Bogotá, cada día smashingpumkinizado en la mañana bajo las ruedas implacables de una Scania y vivaracho en la tarde como un caballito de cuadra saltando en el crepúsculo rojo. Su pequeño amigo nacido con músculos, como un boxer, e incapaz en absoluto de sonreír, salvo una vez (como S.). Que bajaba una y otra vez desde el octavo piso de la absurda torre de pisa de tablas formando un solo bloque con su patineta rota y listo para descerrajarle un tiro en la sien al elegido con la misma dolorosa ansiedad y el mismo impávido desconcierto (grandes círculos fosforescentes rodeados de ojeras profundas) con que tú, el ultrasensible Helmut Hinterwälder, nacido en la oscura Linz y educado en los mejores colegios de esa Viena post-imperial e hidrocefálica (¡y todavía antisemita!) que Anushka odiaba con todas sus fuerzas, le hubieras preguntado la hora a un transeúnte despreocupado. (Oh, amigos: no hay ningún amigo.)   ¿Dónde diablos estaría ahora el granujiento granuja? Yo también soy un menino de rua, se dijo, con la brocha detenida en el aire, formando un solo bloque con el brazo rígido y los musculosos dedos engarfiados. La negra silueta embadurnada del espejo mostraba una cara de payaso sanguinolento. Pero sería demasiado fácil decir: ése fue el principio del fin de Helmut.
El desfiladero helado y su puente suspendido (lecho seco de piedras): yo también estuve aquí. El túnel estrecho y oscuro. (Los oscuros senderos de lo oscuro. Nada. Nadie.) (Asciendo, asciendo, asciendo. Pero del mismo modo hubiera podido decir: desciendo, desciendo, desciendo.) Y ya en lontananza (pero sempiterno, como una pesadilla), el restaurante La Guerra del Pescado, con su cambrer de ojos sobresaltados pasando con la bandeja a través de las paredes. “Me mira a mí, siempre me mira a mí”, dijo, aprensivo, Vartan, lémur de grandes ojos húmedos. “No”, sonrió lúgubre Stanislas. “Es a mí a quien mira siempre. Los atraigo como la hojarasca al rastrillo del monje”. “¿A quiénes?” Salgamos afuera. Pero no podíamos escapar del bosque (de la isla, del bosque dentro de la isla, del bosque dentro del bosque, de la isla dentro de la isla: de la lettera, siempre de la lettera). Temblando de frío, alargué la mano hacia el punto rojo que colgaba en la oscuridad como una manzana rojo fuego (pero diminuta, casi inaccesible). Como el ojo fijo de Anushka: ano-boca de succión infinita. Felice por fin (¿mi último recurso?) me acarició la cara con sus dedos de espátula (dedos alpesanos). Ah Felice, si tu nombre hubiera sido más largo (como, digamos, Veronika), el campanario histórico no habría podido sobreponerse a la acre recriminación del río (a su rencor verdinegro, frío y oscuro como la boca de un sótano). Siempre supe que el río era, de los dos, el más fuerte. Pero Anushka (¿no es cierto, A.?) aún lo sabe mejor. Yo... yo guardo el apotropaico consuelo del múltiplo ante portas (la última carta de la baraja: el Joker). “Ja ja ja.” El yerto derribado sobre el tambor vio con su ojo indetenible al niño de gran plexo destrozando, una por una, todas las ventanas dobles. Detengan a ése. Bufonesco, mostró el pecho reducido al puño goloso convertido en súbito ariete. “Ja ja ja”. Resonó el bronce inequívoco de la campana. La serpiente eléctrica ascendió por el brazo, entumeciéndolo, y acabó en la hueca e insonora estupefacción de la cabeza, que hizo: no ni no. Lo siento. (Mas ya la cabeza...) La mano pulverizada, condenada a escribir sin término la odiada oración, se deslizó por el papel con esperpéntico bailoteo agónico, si bien ninguna apariencia de lettera (póstuma absolución) pudo al fin culebrotalotear inscrita, pues al contacto con el papel evaporábase el oscuro líquido sin dejar rastro. El amo de los toboganes (andarín de los crudos senderos amarillos y nadador de los riachuelos serpenteantes) recogió el báculo terminado en una cabeza de murciélago, y silbó montaña arriba con humillante tintineo de cascabeles.

Me encontré con aquella boca en lo oscuro (muchacho-muchacha, de alto cuello) y tal vez fue ése el inicio de la congelación perpetua. Yo Helga. Yo Stanislas. Yo Elisabeth. Yo.       
Los ojos fosforescentes y fríos. El cuerpo cubierto de escamas. El brezo artificial y los senderos ocre-marrón allende la música (no, definitivamente: ninguna música. Sólo los grandes saltos en el silencio). La hierba negra se extendía más allá del alcance de la vista, indistinguible de la oscuridad masa del bosque. Y la bicicleta abandonada en la calle ficticia o el anodino camino vecinal (backroad) llamado sólo dios sabía por qué thomas bernhard.
Había razones para decir (y sobre todo, el contraste entre la carne blanca y el pulóver negro, y más aún: entre el vientre claro y cálido y la masa oscura e igualmente cálida, como de cobre negro amartillando la platabanda) que estábamos (que estamos) rodeados de montes. No morí entonces y allí. No, desde luego. Mi muerte se había verificado mucho antes.
“Conozco tu cuerpo desde antes”, exultó ella al unísono desde lo profundo de su sexo (trilábica, boca de sótano, eleuteria, holoturia), palpando la superficie de intenso cobre rojizo (la atraía tanto, que la mano no podía estarse quieta, y saltaba, electrizada por el centelleo del rechazo). Desde antes de todo antes. Lo que Helga nunca tuvo, y Anushka tuvo en demasía. No porque no tuviera vocación. Si algo le sobraba, era eso. (Si algo nos sobraba, era eso. Sólo éramos eso: vocación.)
¿Qué impulso (qué objeto desconocido) instaba al Desconocido a vagar cada noche por las calles desiertas, por el bosque (o monte) desierto? No era la llamada de ningún campanario o monasterio, ni tampoco lo que podía verse desde lo alto del belvedere (ni siquiera el cuerpo que había rebotado en el cable y aterrizado finalmente en medio de los antiguos establos reales, refirió el pelirrojo Vartan, antes o después de que los endomingados catetos alpesanos hubieran abandonado el sótano de piedra porosa en desbandada, aterrorizados por el sonido insólito del violín, mientras el flaco pianista negro sonreía con infinita ironía al violinista pálido, que no sonreía, ambos en muda comunión irónica allende los fantasmales relinchos de los caballos, dos genios dialogando consigo mismos y con los únicos otros dos alienígenas atolondrados que perduraban o mejor dicho conspiraban en la oscuridad después de la huida desvergonzada de los 400 hombres, mujeres y niños que asistían al concierto: la alcohólica Gertraud y el tembloroso Vartan). Sintiendo el frío aposentarse en cada uno de mis 360 huesos tendido sobre la hierba negra y caminando con rítmico paso ni rápido ni lento por el ascendente o descendente sendero marrón-ocre y obsceno como el balaniforme y dubitáneo cetáceo con su ojo fijo ensoñado: yo mismo (él mismo) como una blanda copa amarilla invertida, llámeselo libertad o como se quiera, y en todo caso sin explicaciones, algo ya sabido desde el principio (desde antes de todo antes), perfecto como una sinfonía o un relato o una (etcétera) que no hubieran sido premeditados en absoluto y sin embargo justamente trazados con invisible mano aleatoria desde lo absoluto (pero qué digo) y tanto más aleatorio aunque suene a retórica vacía y precisamente por eso cuanto más absoluto (yo me entiendo). Guiado por otro oro, bañado por otra luz, cobijado por otros árboles, aún saltaba entre canto rodante y canto rodante (entre lettera y lettera), fantasmal pero indetenible, del belvedere al risco formidable, del risco a la ancha calle apenas iluminada, de la ancha calle a la ribera del río, de la ribera del río a los antiguos establos, de los antiguos establos al sendero que bordeaba el campus, del sendero que bordeaba el campus al monte, del monte a la piedra, de la piedra...
La vuelta, el regreso, la repetición, la muerte. Todo vuelve, todo muere. También tú, innominable escriba, te repites, mueres. (Y la literatura misma, lo muerto, continúa. La literatura, Alexander, cuántas veces habré de repetírtelo, no servirá nunca como refugio o justificación de nadie, afirmó Stanislas. Dicho todo esto, sin embargo, aún debo decirte: lo que está muerto allí, aquí está vivo.) De pronto, todo vuelve. Y las palabras que dijiste o escribiste un día (o una noche) te persiguen. (Como te persiguen todos esos muertos —todos esos comensales alegres más tarde lanzándose deliciosos panecillos turcos ensartados en el extremo de palillos a orillas del Danubio). Por eso no escribes (y es por eso mismo que escribes). Más sabia que tú, la montaña (el monte) pulverizará tu cuerpo, y hará estallar el globo gelatiniforme de tu ojo, tosco tótem de pino de tres piernas, de dos piernas, de una pierna (destruido y reconstituido cada medianoche, aunque la pérdida —la dispersión— es más antigua, y más antiguo aún es el ojo informe/insomne de Horus). Y cada noche (cada día) tratas de escapar del círculo del tiempo como un jazzman lleno de trucos (comoporejemplomichaelbrecker). Pero no se puede escapar de eso, del Panopticom, de la trampa y el júbilo del reflejo (la hoja rojodorada contra el sol, borde contra borde). No, de eso escapar no se puede. El violín abandonado (destrozado cada medianoche y cada medianoche reconstituido) crujió con sonido antiguo de madera hinchada por el agua (como el rostro nunca visto de A., insoportablemente hermosa con los dos ojos abiertos como un muñeco de fibra de vidrio mirando bajo el agua), pero su eco no hizo volver la cabeza a los hijos del monte, encorvados bajo la nieve y el cierzo filoso, subyugados por el ciclo continuo de la cosecha y la carne (del que tú, mortificada Anushka, bien lo sé, trataste siempre desesperadamente de escapar), como si el furor de la lettera, desconocido aquí, aún fuera más implacable, más sordo, más preciso. El violín retumbó sobre la piedra húmeda del sótano, y el piano se hundió, incapaz de sostenerse un segundo más sobre la evidencia miserable de sus patas vencidas. El sol brilló por un momento contra la baranda de hierro forjado. El Desconocido continuó con su enfático paso de congelación perpetua, mirando con indesviable ojo el plano encogido de la ciudad que tendría sin duda que desaparecer (no hoy, no en este minuto de sol, ni infausto ni dichoso), y aceptando en silencio el reto informulado de la mole gigantesca, allá arriba, pálida y firme como un joven alabardero, siempre en espera del largo, indefinidamente hermoso sonido del corno.
Los despiadados guerreros de Kroenninkgaar se detuvieron en la planicie verdedorada, a medio camino entre el sol de medianoche y las rápidas bandadas de pájaros que señoreaban en el aire de hielo como disciplinados e indetenibles escuadrones. Una congoja súbita les encogió el pecho. Recordaron la lumbre apagada en el fogón tosco y el agua indestructible apoderándose de las tablas rotas, y vieron la mano ancestral petrificada sobre el libro de bronce. Envejecieron súbitamente. Sus barbas se volvieron ralas. Sus cabellos encanecieron. ¿Dónde estamos Kroenninkgaar? Pero el mismo Kroenninkgaar, como los asombrosos carneros de vellón de plata, no existe. Es un sueño. (No sé quién soy. Cómo diablos voy a saber que soy Kroenninkgaar.) Sorprendidos por el cambio de estación, los caballos se encabritaron, y nubes de polvo invadieron los cuartos de las doncellas. El disidente inderrocable fue ahorcado por segunda vez, y obscenos vientos inhóspitos se abatieron sobre los altos campos de trigo y sobre los frágiles techos de paja. Nocthumbria dio un largo grito de horror (húmedo y oscuro como la lengua del río sorbeteando el limo nauseabundo de las dos riberas). El sol dividió el horizonte rojizo imparcialmente. Las tierras altas desaparecieron a la vista de todos, y el agua negra de la noche se derramó sobre los hijos de la montaña cuando una mano infantil armada de un martillo hizo estallar en pedazos el cristal del cielo. La hoz derribó los caballos y siguió ascendiendo. Un violinista descalzo escaló sin ser visto la fachada de un pálido edificio dieciochesco, y la mano de belleza inexpresable tembló sobre las teclas amarillas del clavicordio, bajo la conminación exquisita y escalofriante de la cabellera (madeja indesentrañable). Ven, querido mío, dijo la mujer muerta. Salté sobre tu cuerpo (sobre tu insoportable desaparición) para encontrarme sólo contigo, Elisabeth. (Lo hubieran colgado por tercera vez solamente por escalar la impávida columnata virginiana imagínense nada más el destino que le esperaba si hubieran sabido.) Mientras, en el vasto salón alumbrado por un número indefinido de arañas centelleantes, los contertulios pasaron de las palabras a los hechos. Yo escapé nada más romperse la primera jarra bávara sobre la calva cabeza del vergonzoso teólogo. Comí como una loca, y cantó (lo digo, lo diré siempre yo, Vartan, el lémur tembloroso) como un ángel. Sorprendentemente ágil, asciendo a un manzano que no por casualidad estaba allí, improvisado y bienhechor monte, en una reproducción involuntaria del antológico belvedere del Conde Fabrizio. Con mi ojo fantástico lo vi todo, y con mi aún más fantástico oído lo escuchó todo Gertraud, la divina. El cuerpo negro deslizándose (como en amartillamiento de cobre negro sobre la platabanda: ¿y no existe para aquesta ilícita unión un bajisordisonante amartelamiento?) sobre la rubia promesa (sé que la sorprendente Elisabeth me hubiera dado una bofetada) en el verdadero santuario que estaba como es de rigor allá arriba y no allí abajo, donde entrechocaban las cabezas con mudo encarnizamiento, mientras que allá arriba había, por así decirlo, un acuerdo ancestral (anterior a todo antes) entre el oscuro ariete acabado en bellota y la engualdrapada puerta amelocotonada de la fortaleza (húmeda, túrgidobulbipitante, centifolia —perdón). Me hubieras colgado, Mr. Francis Frederick Morgenthaler, incluso después del inevitable infarto que te inyectó los ojos de sangre justo delante del aposento profanado de tu amada hija (“de mi dulce... ¡gulp!”). En cambio, lo sucedido abajo en el foyer infernal no es digno de que sea consignado en una página (por mucho que se esté, como Anushka, en contra de toda pureza). Baste decir que hubo de todo: desde comer directamente del suelo hediondo con los dedos hasta conatos de empalamiento y lábiles actos contra natura pésimamente ejecutados. El dómine infame, subido sobre un taburete de cuento para niños y disfrazado con un acampanado vestido de campesina bávara, exhibía una obscena doble exactamente a cada lado del (perdón) agujero del culo, grabada a punta de buril (con gran esmero dellos y contento suyo) por dos fornidos y rubicundos mozalbetes, de esos que se alimentan casi exclusivamente con tocino, a quienes se había llevado al colmo de la excitación (por no decir de la histeria) por el medio de azuzarlos como a mastines, lo que había conseguido el efecto de dar a su guarnición, más bien escasa, la apariencia de un palo de bastos tremebundo (oh juventud dorada). “Ah —pensé, como en el remedo de un aparte isabelino—, mi bienamado Jünger, mejor que no hubieras mencionado nunca siquiera, con ridículo orgullo, el hierro herrumbroso y errabundo de tus medallas”. Humo, gritos, gente que se queda o que huye. Pero no: todos huimos (yo la primera). La escenografía (el blanco castillo flotando en el agua negra de la noche, como un barco fantasma) cayó con estrépito como lo que era: la pésima imitación de un indecoroso decorado de Hollywood. Un altavoz de cartón-piedra, esperpéntico y solemne como un sambenito de caramelo colocado sobre la calva tarabiscoteada de un payaso, repetía ya sin auditorio su sonsonete histérico, bailoteando de un modo grotesco encima de la entrada y señalando a ninguna parte con el patético cono deshilachado de su ex trompeta:

“¡Abandonad de una vez por todas las malditas leyes! ¡Abandonad de una vez por todas las maldi...! ¡Abaj...!”

Cayó el decorado con estrépito y todos nos encontramos súbitamente fuera del Castillo, como niños excursionistas rodeados por el olor nauseabundo de las lilas muertas. Yo me bajé del árbol donde no sé cómo me había subido (la cabeza me daba vueltas, y veía un mosquetón en lontananza, y oía una absurda canción de leñadores), y volvimos caminando hacia atrás hasta el cruce de caminos en la nieve, donde el vergonzoso teólogo volvió a enarbolar con gorda y enjoyada mano femenina el gran crucifijo de sándalo con un inquietante relieve de la Ascensión en oro y platino no sé si de ley.
Cuando calló Gertraud, sumiéndose en un sopor instantáneo, recordé que la bella Elisabeth se pintaba los labios y las uñas de un color rojo fuego. ¿Es de suponer que tomaría el pene más bien sombrío de un aburrido Schwarzenbach con esos mismos dos dedos de inexpresable belleza (largos y abullonados, cubiertos con una fina pelusa amarilla) con que había extraído científicamente el pez de plata (de fijo ojo ensoñado y escamandro negro) de entre el montículo de mierda humeante? Sólo de pensarlo me daba vueltas la cabeza. Pero (bien lo sabes, rencoroso, innómine escriba, de incontinencia nómada) era algo más y algo distinto. Bajo el esquizoide y siempre futuro dictamen del tarso, lo reconozco, cambié el territorio ocre-marrón del maderamen (el mágico bituminoso donde se arrastra aún, con fervoroso retroceso, la protozoárica babosa centifolia) por las teclas amarillentas del clavicordio. Pero nunca olvidé mi anhelo por los grandes saltos. (Los saltos en el aire pleno desde el vertiginoso risco inconquistado, desde la atalaya redonda del Castillo, desde la ciega cima del monte y su lento telón de feldespato y nieve.) Gertraud abrió de repente los ojos y, no sé por qué, tuve la impresión absurda de que seguía sumergida en un sueño. (Mas no en el suyo.) (Y tampoco podía preguntar si era, si hubiera podido ser el nuestro o el mío. Yo mismo no existía y no había ningún nosotros.) No, repitió Gertraud, fijando el ojo extraviado de ciega en la sombra lejana del Castillo. Nunca olvidé mi anhelo por los grandes saltos. No morí allí y entonces, desde luego, sonrió Elisabeth, exhausta en lo oscuro de su pelo oscuro (la inquietante madeja en la que me sumergí yo mismo, carne de horca y principio activo de la metamorfosis de los Morgenthaler). Recordé (seguramente a propósito) la tarde o la noche en que Vartan el lémur y la alcohólica Gertraud nos ofrecieron un concierto de ángeles. (Y lo fuimos, allende la leña y el viento que silba en el sendero, haciendo temblar las hojas.) Era en invierno. Siempre era (o fue) en invierno. Mejor o como mínimo tan bueno como el monólogo del Suicida actuado por el gran Santorini con su voz inimitable. Mirando al tembloroso Vartan, un gigante salido de ¿dónde? encorvado sobre las teclas amarillas del piano, nada podía ya parecernos imposible. Su amor era más grande que el que hubieran podido ofrecerles todas las conspiraciones y los sacrificios, todos los atardeceres y las batallas. Por eso Anushka seguiría persiguiendo a Helga (incluso bajo el agua), y yo seguiría  persiguiendo a Anushka (¿pero quién era Anushka?) hasta que vinieran por fin los dedos de espátula de la ajena (siempre mía, pero siempre ajena) Felice, etc. etc. etc. El mismo indiscernible dilema y enigma, y ninguna voz o rostro en lo alto del parapeto, del sólido muro hecho de infinitas capas de aire, de la nada que suena y del improbable y retardatario universo que no suena. Sé que el tótem nos recordaba demasiadas cosas, y sé también que no teníamos todo el tiempo (todas las páginas) del mundo por delante. Sobre ese muro (ficticio pero insoslayable) se alzaban de golpe nuestras cabezas como muñecos de resorte, oscuras medusas allende el horizonte rojizo que no podía ser confundido con un límite y tampoco con la ausencia de él (esa perniciosa discontinuidad en virtud de la cual yo estaba tirado sobre la hierba negra y el hielo como en un genialmente intrascendente cuadro hiperrealista y al mismo tiempo ascendía con paso vigoroso por el sendero ocre-marrón mirando con ensoñado ojo fijo la leña apilada en filas perfectas, más allá del hombre). Nuestras cabezas, dijo, ondulantes como medusas de apariencia algodonosa, como puntos distribuidos aleatoriamente por entre los ensoñados macizos de coníferas a rayas blancas y negras, se alzaban allí (al tiempo que nuestros pies saltaban sin descanso sobre el embaldosado de semiborradas orquídeas ilógicas como enloquecidos y dispersos palillos de tambores): ¿en busca de qué?

   * Novela inédita de Rogelio Saunders.

    Imágenes del fotógrafo norteamericano Harry Callahan. 

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