sábado, 3 de noviembre de 2018

Las mariposas no sueñan (2)



  Rogelio Saunders

 ¿Era la alameda, por fin, eso que brillaba más allá del límite establecido por la fotografía (por los dedos oleosos que volvían a manosearla una y otra vez, ni insolentes ni asombrados: era algo que estaba más allá del asombro: ese espasmo inaudito de la proporción (¿tan familiar? ¿tan antiguo?), en los aledaños de un grupo arquitectónico formado por dos masas casi gemelas, semiborrado ya por la fina greda del tiempo y sin embargo tan vivo en esa lejanía como el joven soldado que en ese mismo instante avanzaba o retrocedía sobre la hierba, saludaba riendo a los delfines o tiraba con entusiasmo de la jarcia que calcinaba sus manos pequeñas y oscuras (manos de empedernido lector que sueña en el fondo de una celda coronada por un agujero enrejado y oblongo).
Él mismo era ese soldado, sin dejar de ser el niño que ascendía en busca del montgolfier o que miraba el vuelo inverosímil de las gaviotas, tendido con los brazos abiertos sobre el rectángulo de arena.
Oía sin oír (aquí en el alto de hierba, o allá en la cercanía de las olas), pensando más bien en términos negativos: lo que no debía olvidar, lo que no debía perder...
(Recordó de pronto el intrincado dibujo en la balconadura de hierro forjado. El centelleo de las hojas en la transparencia del final del verano. El bulto amarillento que se acercaba como una ola redonda a la inocencia de su boca de niño. El restallido doloroso de la bofetada.)
  
Era cierto que ya no oía nada. Pero aún oía ese sonido, ese jadeo sin fin.
Era de noche (o era de día). El blanco de una noche sin noche lo iluminaba todo. Todo lo que, expuesto en la plena luz del día (en la perplejidad e interrogación más intensa), era invisible, había desaparecido.   
“Tú y yo” (dije, hubiera querido decir). Como si hubiera un quién. Como si pudiera nombrarse la sombra, el silencio, la desaparición. (Como si pudiera nombrarme a mí, que también había desaparecido.)
Pero ese que había desaparecido no dejaba de oír, no dejaba de ver. Allá lejos (o allá cerca), tan inminente, tan sorpresivo, que el ojo se anegaba en la forma (o en la no forma) y le era imposible separar lo soñado de lo vivido (el espejo de la sombra, la muerte de la vida).
Todos los sueños habían dejado de ser suyos. Toda la vida y todas las vidas. Pero esa ligereza no lo aligeraba, pues el día de sol y el cenceño cogollito verde eran ahora tan inalcanzables como el cuadro verdadero que había servido para pintar el cuadro falso colgado en la sucia pared de la cafetería.
La espalda se alejaba en el mercado con paso demasiado veloz, con gesto demasiado distraído. Días y también noches en otros desiertos, oyendo hablar a otras bocas, sonriendo a los desconsolados que habían perdido a sus amigos y sus caravanas, disperso en la multitud de sombras que erraban en un abigarrado espacio sin oscuridad ni luz, irreconocido y llamando, o esperando un llamado, llamándose a sí mismo como quien persigue una pintura en una espalda, una escena antigua que ondulaba entre las telas, perdido como todos los demás, llamando sin rostro en el laberinto de arena, pintado él también en otra espalda que alguien perseguiría a su vez, obsesivo y anónimo como el diálogo que resonaba en las bóvedas del recinto amurallado.
  
Ligereza del guerrero dormido sobre su lanza. El sol de alumbre dibujaba otro adensado cielo para su reposo. Sólo que no había reposo, ni cielo posible. Todo era sueño dentro de la ausencia y ausencia dentro del sueño. Tú y yo, llamándonos desde las orillas de ríos opuestos, y tan cerca sin embargo como las cabezas que se acercaban (o quizá se besaban) tras el cristal opaco, en un pasillo o en un túnel, en un balcón enrejado o en un saledizo caliente de roca.

Llovía, o quizá había dejado de llover hacía mucho tiempo. El techo se combaba bajo el peso del agua. El sonido antiguo, ilocalizable, continuaba. Continuaban los pasos intensos en la escargot de piedra, la mano aferrada a la barandilla de metal, la cabeza cayendo sobre las pesadas tapas de hule del libro amarillo. El verdín ascendía igualmente, aferrado a la ausencia de los azulejos. Un gato sin edad y sin nombre señoreaba allí, dueño de una geometría vertiginosa cruzada por ráfagas de légamo verde, por las huellas evaporadas de otros saludos y otros pasos desaparecidos ya en el resplandor violeta que había sustituido a la pintura.
Subía, cansado de las muchas noches sin encuentro, de los infinitos pasos malgastados en infinitas escaleras.
En el cuarto en tinieblas (en su irreconocida noche), todo continuaba.
Oía el sonido antiguo y familiar, y sin embargo ajeno, informe, lejano.
Era un grito que no resonaba aquí, porque aquí no había espacio para ese grito que ni siquiera el cuervo en su dilatado destierro en la nieve negra se atrevía a oír. Grito que quería ser dibujado y que se adhería como una hoja húmeda al cielomar de una antigua pared desconchada. (Antigua como el mural, ahora también desaparecido. Como las baldosas, vencidas por la sinusoide continua de la desaparición, por el empoblamiento flordelisoideo de la subterra.)
Exacto y definido como la acrópolis y aún por dibujar, allí donde cae sin cesar una gota de ámbar hialino sobre la eclíptica partida del astrolabio. Reflejo gemelo del “quién soy” en el infinito irreconocimiento de la rayadura. En su neutra hendedura, gemela de la otra (de la inextensa risa de la rosa diseminada en el lecho submarino, rodeada de silenciosos asesinos fosforescentes). El rito o ceremonia celebrado durante miles de noches en el mismo escenario, con las mismas palabras y los mismos actores, y un único testigo desterrado para siempre en la concavidad soñadora del espejo, como una sombra inclinada sobre otra sombra, oyendo, adivinando, contando como un viejo avaro la pobre riqueza de esos instantes que sólo podían percibirse en el espejo empañado de un día sin día o una noche sin noche (yo mismo, yo mismo era el prisionero que leía un libro interminable, encerrado en unos de los muchos, de los infinitos túneles enarenados del laberinto).
Todo se repite (aquí arriba, o allá abajo).
Todo continúa (aquí arriba, o allá abajo).
La tragedia cien veces escenificada bajo el alargado cono de sombra, como un antiguo y perfeccionado oficio de tinieblas.
Labio morado de la enferma, adherido al cristal, succionando, ansia sin fin. El cristal sudando nieve; la boca que exuda, boca de pez abandonado en el océano, boca de rosoidea sin pétalos, sin hijos, infinitamente sexuada. Tu boca, tu sueño. Tu asombro, tu asfixia, tu ansia. Tu pelo de niña pegado en la frente que arde con la fiebre fría de la nieve, del viento feroz en la copa de los árboles, furioso y desviado como el relato (hijo de otro relato, hijo de otro relato sin fin). Como los túneles vertiginosos del laberinto, llenos, como tu boca, de ausencia, como tu mano, del canto silábico, lento e imposible del condenado.
Tú eras la niña eterna encerrada en el cuarto de ángulos desemejantes, esperando al padre, al novio, al hijo o al amante que nunca vino.
Y sin embargo...
(Ya estaba allí, su filamento curvo y percutiente de cuervo, de encogido, de perverso encapotado siempre por advenir, amado hasta la extenuación y más allá de la extenuación, hasta la enfermedad y más allá de la enfermedad, hasta la muerte y más allá de la muerte. El arquitecto o matemático enajenado, el falso doctor, el rayador encerrado momentáneamente en una torre (estudiante eterno, hijo eterno, padre eterno, sin domicilio y sin nombre) que sube por una escalera sin fin y cuyos dedos torpes y sucios no pueden tocar a la niña, no pueden acariciarla o hacerle daño, porque son demasiado grandes o están demasiado lejos (en el espejo y más allá del espejo, en el reborde blanquecino de un día sin día y una noche sin noche), porque de pronto no hay allí sino los blandos, aceitosos, resbaladizos espolones de las plumas, y el pico, desesperado e inútil, resbala en el espesor del cristal, rayando, llamando, lacerando la tarde de invierno con sus lentas sílabas de condenado.)
Y sin embargo...
¿No estábamos tú y yo mirando la sombra alargada del niño en el desconchado del techo? ¿No nos amábamos hasta la muerte y más allá de la muerte, anegados en el vértigo negro y rojo de ese mediodía que era como la más larga noche, gigantes desarticulados allende el palimpsesto compacto de cuerpos y papeles? ¿No habíamos imaginado la allée de esparcido ocre y las hojas de otoño arremolinándose como ratas tenaces, mordiendo en el lecho de raíces los pasos sin huella del vagabundo, del gigantoma hipermétrope que hacía equilibrio como un funambulista descalzo sobre la cima precaria de un muro? 
No éramos ya, y aún éramos.
Íbamos aún, encerrados en la lentícula geométrica como esforzados soldaditos de plomo con una misión desconocida. Nos rodeaba la áspera y esparcida planicie de una repisa, y más allá, a lo lejos, brillaban como en un sueño las olas de papier-maché, sustituyéndose sin fin frente a quienes seguían con ojos redondos la equívoca ceremonia sobre el endurecido suelo de tablas, cautivos del encantamiento más antiguo.

Yo te miraba a ti, pero no era a ti quien miraba. No podía mirarte, ni oírte. No era el lugar o el tiempo lo que se interponía, como una mueca desdeñosa o una risa (o como quien lanza despreocupadamente una gorra azul al aire). Nos oíamos y nos hablábamos, pero no éramos nosotros quienes nos veíamos y quienes nos hablábamos.
Así, mi cabeza caía hacia un lado, como la de un niño, y arrastraba un pie detrás, como hacen los niños. Sin duda el viento del desierto no soplaba solamente allí donde nos dicen los viajes y los libros. No había que haber envejecido para escuchar ya el dictum insonoro que caía como un badajo sobre toda esperanza, sobre todo canto de joven nacianceno elevado hacia el sol en la vecindad de las duchas antiguas.
Y era siempre eso que no tenía nombre y bajo lo cual sin embargo no podíamos cobijarnos. Estaba allí, espeso y coloreado como las sombras encadenadas en el largo muro del promontorio.
Eso éramos nosotros: sombras encadenadas. Soldados empujados por una orden desconocida hacia la pared vertiginosa de un desfiladero. Hijos del desencantado rizoma; de la caída perenne de la gota sobre la eclíptica partida del astrolabio.
Y eso es, aún (dijo o soñó), lo que perdura. La canción del viejo vagabundo reflejada en los adoquines mojados por la lluvia.
«Je suis l’accordioniste. Le dernier représentant d’un métier triste.»
La allée inútil, casi orgullosa, rodeada por el espesor del follaje, por los cantos diminutos de los leñadores que avanzan en fila india hacia un onduliforme claro sólo presentido, hacia un lejano medio día sólo imaginado. El hipogeo abierto y luminoso en el que el entrecruzarse de las ramas se confundía con la caída vertiginosa de las hojas, el milisegundo exacto antes de que cayera sobre la nuez (hipertrofiada y oblonga como una piedra-imán de sedoso espejeo negro) el golpe maestro del duende leñador.

Tu sexo, dijo él. No el alto de hierba recortada y áspera (y soñaba), sino el agua y su fondo donde se desmigaja la rosa. La abertura en el verde a través de la cual puede verse el mar que es el cielo que es el mar que es el cielo. Caído allí como en la pulpa de un árbol. Caído, es decir: sin asidero. Tu sexo (y soñaba aún, sin la gracia del sueño), el cristal a través del cual el niño mira sudoroso el juego risueño de las hojas. El pájaro verde y tornasol que se repite en otro pájaro verde y tornasol. Verde violeta del pájaro soldado a su grito. Un chillido sin música. Como algo oído en un sueño, un horror sin nombre, el presentimiento de un empoblamiento que habitaba el reverso del ojo, vibrando, estridulando como una sombra transparente, aferrado al cogollito misterioso de los setos, cantando, succionando, atrayendo, llamando.      
Tu sexo —dijo, semiinclinado en la tosca mesa de tablas, parpadeando dudáneo bajo el centelleo del ruido de fondo.                                     
Ah —dijo, pensando en todo lo que ya no escribiría. En las grandes pausas arrancadas al sueño y al trabajo (a la vida, en fin, aunque ese nombre insuficiente y engañoso no sonara a nada), como una escena antigua vista una y otra vez en la densidad redonda del cristal empañado. Dos cabezas que daban la impresión de tocarse cuando lo que las separaba en realidad no eran los años o los siglos, sino la imposibilidad de volver a ser lo que habían sido sin los sueños y los actos que los habían hecho ser lo que eran. (Lo que éramos: lo que fuimos. Yo sin ella y ella sin ella. Y yo mismo, allá en la lejanía, en equilibrio precario sobre la cima de un muro, como un flautista que se desmorona en silencio con su flauta en la explanada de un mirador, hora tras hora, noche tras noche, siglo tras siglo.)
Volvía la intimación del fragmento, intenso y desligado. Volvía la escena antigua: el diálogo de los amantes pintado con trazos vertiginosos de acuarela sobre el alto muro de la noche, donde también hacían su ronda de murmullos los homos vagadores, hijos de una ausencia que los hacía libres y que al mismo tiempo los encadenaba a la evanescencia ocre del desierto, como estaba encadenado el halcón en su bóveda transparente y aérea.
La carne abierta y roja, ardiente, subdividida, era una herida antigua que no podía curarse. Su sufrimiento de rosa milenaria no tenía lugar aquí, sino en la densidad dolorosa de un letargo cíclico, de un desencantado manuscrito siempre por comenzar, una sórdida lucha cuyos reflejos eran el movimiento perpetuo de las olas, los gritos en diminuendo allende la arena de una playa, los sueños inquietos de los alborotadores grumetes después muertos y antes saludándose con una sonrisa entre los promontorios de arena, los capitostes amarillos coronando las mudas farolas, el zigzagueo desorientado del siluro en el desfiladero ocre de la espalda, el centelleo vibratorio de la oscuridad en el borde del ojo, hijo de la tiniebla soñadora que se espesaba en la esquina del cuadro, hija a su vez del ángulo que alargaba al infinito el escenario sórdido del cuarto, donde el ciclo alcanzaba su colmo y donde sin embargo nada terminaba, pues no éramos sino las sombras coloreadas de una noche sin noche pintada en el gran libro amarillo al que desembocaban los innumerables callejones y pasadizos de la ciudad plegada. No era el todo. Era imposible que fuera el todo. Porque el todo mismo no era sino un fragmento, un diminuto azulejo que centelleaba entre otros miles de azulejos dentro de la alargada caja de madera (también llamada Kalos) cuya tapa se había abierto una vez en la luminosidad de plata del otoño, mientras el scarabeus reptaba por la camisa blanca como un antiguo centinela, anunciando con mudo signo el horror sin nombre de la existencia revelada.
  
Yo era el que enjugaba esa frente fragmentada; el que amasaba en la oscuridad el muslo engordado y frío. Mudas señales de la desaparición; del más claro día herido por un rayo venido del falso cielo de las estaciones; por esa catástrofe que sólo adquiría sentido en la reducida escena sin límites del teatro, como una ceremonia de aparecidos que debía celebrarse cada noche bajo el balanceo sordo y desencantado de la bombilla. El lugar oscuro y sin nombre donde danzaba un movimiento perpetuo de olas, y donde se oían otra vez voces lejanas que iban y venían en la arena, voces de niños perdidos que ascendían por una cuerda en la oscuridad o que se aventuraban bajo el agua en el laberinto subterráneo de una grotta, allende los turbios remolinos de olas que lajaban con un silbido furioso los promontorios anfracturados de la isla.
 (Era la misma grotta que había visto más de una vez a la luz del día, y cuyo interior estaba subdividido por agujeros perforados en la piedra a intervalos regulares.)
Allí era marzo siempre, y el pelo enmadejado, ido en la imitación nocturna de la hidra, volvía a contar la historia de la niña y el cuervo, del doctor oscuro que recorría sin descanso los inclinados callejones y pasadizos, del joven que subía cada noche por la tortuosa escalera de piedra y volvía a encontrarse con los enmasilladores enmascarados, del siluro que se alejaba ondulando como un pañolón en lo oscuro, de los alborotadores grumetes que perseguían a inexistentes muchachas entre las palmeras enanas, ignorantes del sanguinolento arlequín que también velaba, como en la víspera de un asalto definitivo, ya sin sombrero, ladro difuso recostado indolente en el gastado cilindro de una farola.
Volvió a oír las voces lejanas de los soldados y a ver el lento espectro flotar en la cercanía de un iluminado rectángulo de arena. Era el recuerdo, o era el olvido. Con la espalda apoyada en la dura y húmeda pared que imaginaba de granito, recordaba, no podía dejar de recordar, alucinado por el parpadeo del ruido de fondo.
Enfermo, acostado sobre un suelo frío y húmedo que imaginaba de granito, soñaba, alzado él también en la fiebre como un nebuloso ídolo, llamado al ámbito de reflejos donde parecían querer coagularse unas figuras, como indecididos restos de sueños, entre el terror de los azulejos resbaladizos y la voz pequeña y amable que lo llamaba (voz inidentificable ya) detrás de unas finas y descascarilladas persianas de madera.

Ella también volvía a donde yo no estaba. Se demoraba, dudánea, sobre los pálidos signos que dibujaban el engañoso coágulo de humo del presente, caminaba sin huellas sobre la arena roja hacia otro mundo poblado de inclinadas callejuelas y pasadizos, cautiva en la muda asíntota que nos atraía sin fin y que nos separaba sin fin.
Cada uno miraba al otro desde ese ahora transparente y último donde, presos aún en el alargado espejo anónimo de los siglos, nos habíamos reunido. Y eso fue lo que me dijiste —me dijo. Que hubieras querido que nos reuniéramos cuando ya no hubiera esta ansia ligada al deseo y a la muerte entre nosotros (este buscarse en la muerte y más allá de la muerte, este necesitarse en la muerte y más allá de la muerte). Y que entonces caminaríamos por una larga alameda ocre hacia el arco que se abría en el espesor del bosque, el ensoñado fragmento arrancado al mar en el que, como en el fondo circunscrito y luminoso de un caleidoscopio, ondulaba y sonreía la pequeña barca de colores vivos.
Como si esa alameda fuera la verdadera vida y no esa vida de hecha de gestos dibujados y borrados y vueltos a dibujar en el alargado espejo esmeril que era también un gran mural de lapislázuli, poblado por una larga hilera de figuras que avanzaban hacia el amanecer y que ya no podían separarse, como dibujadas por la misma mano hábil, desligada y cruel (como soñadas por el mismo constructor dolicocefálico en su cárcel de lapislázuli y arena).
Antes de que yo muriera y antes de que tú hubieras ascendido por tu propia voluntad a la torre de piso de tablas. (Gemela de la otra, habitada en la lejanía por un gigante hipermétrope que gruñía inclinado sobre una escritura incomprensible, o que golpeaba enfebrecido las teclas desafinadas de un piano, bajo la máscara polvorienta del viajero, al tañido y éxtasis de una música que percutía aquí con estruendo demencial sólo porque no había espacio posible para su dimensionalidad pasmosa, para ese sobresalto inaudito de la proporción que se extendía más allá de los bordes de la fotografía, hacia un tiempo sin tiempo y un espacio sin espacio, hacia la presentida claridad o inocencia de ese instante desconocido en que los dos volveríamos a encontrarnos, yo sin ella y ella sin ella, como despreocupados compañones que volvían en el atardecer por una alargada franja de arena roja.)
         
Pero era imposible, como era imposible el todo. Subido, como un vigía antiguo, sobre el zócalo que coronaba la atalaya o el alto oleaje de almenas, con el ojo fijo puesto en la superficie ondulilínea del lago o mirando sin esperanza hacia el punto en el que coincidían el azul del final del verano y la piedra caliza, me había convertido en el guardián eterno del informe, abandonado, incomprensible Kalos. (El gran cuerpo vacío era ahora un deshabitado patio de juegos en el que sólo era visible el largo pasillo de baldosas verdinegras, como el tablero incompleto de un ajedrez antiguo, huella a su vez de un ars combinatoria o ritual mucho más antiguo cuyas fórmulas y cuyas ceremonias y cuyos oficiantes habían desaparecido para siempre.)
Ella no volvería, porque no habría nacido.
Los dos habíamos muerto antes de nacer, hijos de un coágulo de historias que eran las nuestras pero que nacían y se dispersaban, centelleaban y desaparecían como señales anónimas en el enmadejamiento infinito de la pantalla y su ruido de fondo.
Muertos los dos en el mismo instante; y en el mismo instante, vivos. Pero vivos, ¿únicamente en el amor (o en eso que no era, que no podía llamarse amor)? Imposible responderle, pues yo también estaba preso en la fijeza del vitral que había aprisionado falsamente el tiempo entre un dibujo hecho con diminutos azulejos y una caja de lápices de colores. Preso y sin límites como el sol, glauco y oblongo como el subdividido orificio de una claraboya, iluminando la subterra flordelisoidea con todos sus rayos extendidos en la falsa noche de esmeril. (Hipertrofiado sol de medianoche, inmenso en el vértigo de lo imaginario, oscuro cielo protector de los que se perdieron en la curvatura simple del ocaso, en el sonido cantarín de la palabra ocaso, pintados en el largo muro de desencantadas puertas amarillas, encerrados en el mural de azulejos infinitesimales, descaminados sin regreso como bufones de intensas, de enloquecedoras carmañolas verde esmeralda.) 

El sabor de sangre en sus labios. Compartir algo —dijo. Como si hubiera algo que compartir. Algo que esperar, algo que construir. El lunar, ahora más grande, pardo en la luz derramada (tinta en la tinta más intensa del mediodía, alicatada en el cristal donde todos los sueños decían ya no o todavía no). Su ojo almendrado de avutarda, ladeado mientras miraba nerviosa, sentada en el brazo del sillón como en una rama a punto de quebrarse, ella, la sombra paralela y doble como doble y paralelo era el labio rojo de sangre, la sangre oscura en el rojo del labio, enferma y siempre abierta, pudriéndose, desmigajándose, pero siempre abierta, como la nieve partida por el sol (convertida en piedra de desfiladero, donde desaparecían las sombras con sus voces cada vez más lejanas, como en otro espejo), el largo pasillo alicatado de azulejos verdes y negros como en el gran mural imaginario, negro y rojo él también como el serpeo aguachiento de la nieve (continuo e inextinguible, como el lodo).
Ella, la constructora. Ella, la destructora.
 “Tú eres mi padre” —dijo. O mañana. Pero no había ningún mañana. U hoy. Pero no había ningún hoy. Atenacé el cabello abundante, hecho de crudas raíces. Caía en algo que no era una boca o un cuerpo, pero que continuaba sin fin, sin un cuándo o un dónde. No era su cara y era su cara. Mi mano rozó la estopa húmeda, el labio sin límite. Miré fugazmente por la ventana redonda y ya no había nadie. Volví a mirar y su cara estaba a un centímetro de la mía, caliente, ansiosa, llena de sufrimiento y de vida, de un sí urgente y sin fecha.          

La miré. Miré su rostro despojado de color, su boca distendida en un grito eterno, su muslo manchado, sucio, engordado, lelo. La mano que colgaba sin solución, lejos del dibujo, de la vida, del tiempo. Palpé la extraña forma de su cráneo (lo había visto más de una vez, ese alargamiento, esas protuberancias, y siempre me había producido asombro). El cráneo también continuaba más allá del tiempo, hermano de los gestos enedimensionales encerrados en el cuadrángulo colorinesco de la fotografía. Hermano del dolicocefálico sentado en la silla de piedra, redondeado él también y oscuro, intenso, desconocido, lanzando signos y flechas en mudo espejeo a la conjeturable mirada, a la insonora perplejidad que lo descubriría muchos siglos después (pero, ¿qué significaba después?) al ciego azar de una palabra dicha sin intención y evaporada enseguida en la atmósfera controlada por unos objetos diminutos atornillados en el suelo a intervalos regulares.
Tomé su mano que colgaba como un signo último, viva y muerta al mismo tiempo (mano sin mano, mano de niña, mano de anciana.) Me parecía extraño que la mano de una mujer estuviera tan deformada por el uso del lápiz. Ese dedo fibroso y desviado era la huella de una corrupción más antigua, profunda, esencial. Quería desentrañarla, robarla. (Ese yo que quería, ese yo que soñaba.) Pero no era capaz de ver más allá del cristal empañado, de la nieve que caía silenciosa sobre el desdibujado sendero donde el cuervo hacía señales con el pico y daba pequeños saltos en el serpeo aguachiento (era yo mismo, rayando, llamando, lacerando la tarde de invierno con lentas sílabas de condenado: miraba el cielo intensamente azul, tendido como un pequeño grumete sobre el rectángulo de arena: no sabía cómo había llegado hasta allí: oía un susurro continuo o un jadeo: veía en el cristal la huella proterva de una mano de niña: alguien me llamó: ascendía, o más bien huía, sintiendo las lanzas de la lluvia clavándose en diagonal en el terso lienzo esparcido de la mejilla: la mano se alargaba siguiendo la huida vertiginosa del montgolfier, colorinesco y asombroso: era el globo, el otro globo: la mano seguía aferrándose como una garra al borde resbaladizo de la cornisa: la hipertrofiada gaviota volvía a pasar rasando el globo del ojo: alguien lo llamó.)

Dedo mojado en saliva, en semen, erguido contra el viento. Dedo de niña cuyo sexo ha sido usado y reusado no una o diez veces sino cien mil veces, y está aún intacto. Embarrada de fiebre, hundida en un camastro estrecho y sucio que parecía construido sólo para ella. Una hora o cien mil horas. Un año o cien mil años. Nunca allí y sin embargo siempre allí en el golpe de gong de lo que nunca podía suceder ahora. La niña, con la frente apoyada en la ventana. La frente de avutarda, redondeada, hermosa, y el sudor formándose en su mano como la tela en el vientre de la araña. El grito, el aullido o rugido, nacido de la noche (de una noche sin noche). El sueño de la rosoidea abierta y heterocroma sobre el suelo submarino, rodeada de silenciosos asesinos fosforescentes.                      
Sin nombre, sin fecha. Sin padre, sin hijo.
Un grito. Otro grito. Otro grito. Otro.
Sin edad. Sin sexo.
Como un golpe de ausencia pleno oído en el corazón desconsolado de la medianoche.
Lejano. Doloroso. Indefinible.



¿Qué nos ha pasado? —preguntó de pronto, volviendo la cara arrebatada hacia el afilado viento de otoño.
No nos ha pasado nada —dije—. Es sólo la muerte. El Tiempo.



Me preguntó por qué le devolvía el libro.
Es demasiado pesado para que vaya conmigo. A donde voy no puedo llevármelo.
Me miró.
Era un libro grande, de páginas amarillas, llenas de una escritura antigua, hermosa, incomprensible.
Arabescos trazados muchos siglos antes en la piedra arenisca. Signos esquizoideos soñados por el ejercicio continuo de una tarea secular, confiada a uno solo, al ojo múltiple encerrado en la torre octogonada, libre para siempre y condenado, rehén de la elusiva lettera, siguiendo cada noche los pasos que resonaban en la escargot de hierro o en la anfracturada sinusoide de piedra, seguido a su vez por un gran perro negro por los inclinados túneles y pasadizos de la ciudad plegada, luego epileptoide sobre las duelas endurecidas del camastro, luego alelado y último en la infinitud del rectángulo de arena. Todo estaba allí: vivido, anotado, soñado, desaparecido.

Nos miramos por última o por primera vez, rehenes de algo invisible que no era el amor. Halcones detenidos por una risa; por un gesto visto al pasar entre los cientos de miles que se apoyaban como sombras coloreadas en el largo muelle de balaustres blancos. (Sin duda el viejo marino todavía estaría allí, esperando en lo alto de la cubierta, con el ojo del catalejo fijo en el azul del final del verano, desmigajado y perenne como el flautista en la almenada semicircunferencia del mirador.)
Concentrados en la sencillez de ese momento, semiborrados en la fina greda o llovizna que flotaba en la penumbra del cuarto, hablaban con la cabeza baja, únicos y hermosos como habían sido entonces y como ya nunca serían, y como hubieran debido ser sin los sueños y los actos que los habían hecho ser lo que eran.
Sonrió, con el lápiz levantado, a medio camino entre el papel aceitado y los perpendiculares parapetos que lo separaban de la inmensidad ocre. Todo había ocurrido en el territorio esparcido de una repisa, entre jóvenes grumetes o soldados que habían oído la orden equívoca de avanzar allende los arremolinados e intensos senos de las olas. Un diálogo de amantes dibujado en el vértigo rojo de la enfermedad y el abrazo, en la espuma que volvía resbaladizos los azulejos a la hora del baño, donde las manos hipertrofiadas iban y venían con erráticos centelleos, dibujando el laberinto de ecos, adelantando la posibilidad de ese día que no podía estar en ningún día y de esa noche que no podía estar en ninguna noche.

Sabía que no volverían a verse. Quiso levantar la mano, decir adiós.
Quiso a decir su nombre (el nombre, o el nombre del nombre), pero una sombra se interpuso, como el vaho de una boca de niña o el penduleo de una cabeza en el espesor del cristal.


  Fragmento de la novela inédita Las mariposas no sueñan. Ver primera parte aquí


sábado, 27 de octubre de 2018

Canto a un dios mineral



Jorge Cuesta


Capto la seña de una mano y veo
que hay una libertad en mi deseo;
ni dura ni reposa;
las nubes de su objeto el tiempo altera
como el agua la espuma prisionera
de la masa ondulosa.

Suspensa en el azul la seña, esclava
de la más leve que socava
el orbe de su vuelo,
se suelta y abandona a que se ligue
su ocio al de la mirada que persigue
las corrientes del cielo.

Una mirada en abandono y viva,
si no una certidumbre pensativa,
atesora una duda;
su amor dilata en la pasión desierta
sueña en la soledad, y está despierta
en la conciencia muda.

Sus ojos errabundos y sumisos,
el hueco son, en que los fatuos rizos
de nubes y de frondas
se apoderan de un mármol de un instante
y esculpen lafigura vacilante
que complace a las ondas.

La vista en el espacio difundida
es el espacio mismo, y da cabida
vasto y mismo al suceso
que en las nubes se irisa y se desdora
e intacto, como cuando se evapora,
está en las ondas preso.

Es la vida allí estar, tan fijamente,
como la helada altura transparente
lo finge a cuanto sube
hasta el purpúreo límite que toca,
como si fuera un sueño de la roca,
la espuma de la nube.

Como si fuera un sueño, pues sujeta,
no escapa de la física que aprieta
en la roca la entraña,
la penetra con sangres minerales
y la entrega en la piel de los cristales
a la luz, que la daña.

No hay solidez que a tal prisión no ceda
aun la sombra más íntima que veda
un receloso seno
¡en vano! pues al fuego no es inmune
que hace entrar en las carnes que desune
las lenguas del veneno.

A las nubes también el color tiñe,
túnicas tintas en el mal les ciñe,
las roe, las horada,
y a la crítica nuestra, si las mira,
por qué al museo su ilusión retira
la escultura humillada.

Nada perdura, ¡oh, nubes!, ni descansa.
Cuando en una agua adormecida y mansa
un rostro se aventura,
igual retorna a sí del hondo viaje
y del lúcido abismo del paisaje
recobra su figura.

Íntegra la devuelve al limpio espejo,
ni otra, ni descompuesta en el reflejo
cuyas diáfanas redes
suspenden a la imagen submarina,
dentro del vidrio inmersa, que la ruina
detiene en sus paredes.

¡Qué eternidad parece que le fragua,
bajo esa tersa atmósfera de agua,
de un encanto el conjuro
en una isla a salvo de las horas,
áurea y serena al pie de las auroras
perennes del futuro!

Pero hiende también la imagen, leve,
del unido cristal en que se mueve
los átomos compactos:
se abren antes, se cierran detrás de ella
y absorben el origen y la huella
de sus nítidos actos.

Ay, que del agua el imantado centro
no fija al hielo que se cuaja adentro
las flores de su nado;
una onda se agita, y la estremece
en una onda más desaparece
su color congelado.

La transparencia a sí misma regresa,
y expulsa a la ficción, aunque no cesa;
pues la memoria oprime
de la opaca materia que, a la orilla,
del agua en que la onda juega y brilla,
se entenebrece y gime.

La materia regresa a su costumbre.
Que del agua un relámpago deslumbre
o un sólido de humo
tenga en un cielo ilimitado y tenso
un instante a los ojos en suspenso,
no aplaza su consumo.

Obscuro parecer no la abandona
si sigue hacia una fulgurante zona
la imagen encantada.
Por dentro la ilusión no se rehace;
por dentro el ser sigue su ruina y yace
como si fuera nada.

Embriagarse en la magia y en el juego
de la áurea llama, y consumirse luego,
en la ficción conmueve
el alma de la arcilla sin contorno:
llora que pierde un venturero adorno
y que no se renueve.

Aun el llanto otras ondas arrebatan,
y atónitos los ojos se desatan
del plomo que acelera
el descenso sin voz a la agonía
y otra vez la mirada honda y vacía,
flota errabunda fuera.

Con más encanto si más pronto muere,
el vivo engaño a la pasión se adhiere
y apresura a los ojos
náufragos en las ondas ellos mismos,
al borde a detener de los abismos
los flotantes despojos.

Signos extraños hurta la memoria,
para una muda y condenada historia,
y acaricia las huellas
como si oculta obsecación lograra,
a fuerza de tallar la sombra avara
recuperar estrellas.

La mirada a los aires se transporta,
pero es también vuelta hacia dentro, absorta,
el ser a quien rechaza
y en vano tras la onda tornadiza
confronta la visión que se desliza
con la visión que traza.

Y abatido se esconde, se concentra,
en sus recónditas cavernas entra
y ya libre en los muros
de la sombra interior de que es el dueño
suelta al nocturno paladar el sueño
sus sabores obscuros.

Cuevas innúmeras y endurecidas,
vastos depósitos de breves vidas,
guardan impenetrable
la materia sin luz y sin sonido
que aún no recoge el alma en su sentido
ni supone que hable.

¡Qué ruidos, qué rumores apagados
allí activan, sepultos y estrechados,
el hervor en el seno
convulso y sofocado por un mudo!
Y grava al rostro su rencor sañudo
y al lenguaje sereno.

Pero, ¡qué lejos de lo que es y vive
en el fondo aterrado, y no recibe
las ondas todavía
que recogen, no más, la voz que aflora
de un agua móvil al rielar que dora
la vanidad del día!

El sueño, en sombras desasido, amarra
la nerviosa raíz, como una garra
contráctil o bien floja;
se hinca en el murmullo que la envuelve,
o en el humor que sorbe y que disuelve
un fijo extremo aloja.

Cómo pasma a la lengua blanda y gruesa,
y asciende un burbujear a la sorpresa
del sensible oleaje:
su espuma frágil las burbujas prende,
y las pruebas, las une, las suspende
la creación del lenguaje.

El lenguaje es sabor que entrega al labio
la entraña abierta a un gusto extraño y sabio:
despierta en la garganta;
su espíritu aún espeso al aire brota
y en la líquida masa donde flota
siente el espacio y canta.

Multiplicada en los propicios ecos
que afuera afrontan otros vivos huecos
de semejantes bocas,
en su entraña ya brilla, densa y plena
cuando allí late aún, y honda resuena
en las eternas rocas.

Oh, eternidad, oh, hueco azul, vibrante
en que la forma oculta y delirante
su vibración no apaga,
porque brilla en los muros permanentes
que labra y edifica, transparentes,
la onda tortuosa y vaga.

Oh, eternidad, la muerte es la medida,
compás y azar de cada frágil vida,
la numera la Parca.
Y alzan tus muros las dispersas horas,
que distantes o próximas, sonoras
allí graban su marca.

Denso el silencio trague al negro, obscuro
rumor, como el sabor futuro
sólo la entraña guarde
y forme en sus recónditas moradas,
su sombra ceda formas alumbradas
a la palabra que arde.

No al oído que al antro se aproxima
que el banal espacio, por encima
del hondo laberinto
las voces intrincadas en sus vetas
originales vayan, más secretas
de otra boca al recinto.

A otra vida oye ser, y en un instante
la lejana se une al titubeante
latido de la entraña;
al instinto un amor llama a su objeto;
y afuera en vano un porvenir completo
la considera extraña.

El aire tenso y musical espera;
y eleva y fija la creciente esfera,
sonora, una mañana:
la forman ondas que juntó un sonido,
como en la flor y enjambre del oído
misteriosa campana.

Ése es el fruto que del tiempo es dueño;
en él la entraña su pavor, su sueño
y su labor termina.
El sabio que destila la tiniebla
es el propio sentid o que otros puebla
y el futuro domina.



domingo, 21 de octubre de 2018

Conversación entre el carpintero Zimmer y el escritor Gustav Kühne



 Zimmer: Está en mi casa desde el momento en que le soltaron de la clínica. Le tuvieron allí dos años, le medicaron, le revolvieron de arriba a abajo sin encontrar qué era lo que tenía. No pudo decir a nadie qué le faltaba. A decir verdad no le falta nada. Lo que tiene de más, eso es lo que le ha vuelto loco.
 Kühne: ¿Es cierto que el pobre enfermo no ha tenido más crisis desde hace ya tiempo?
 Zimmer: A decir verdad, no está loco, lo que se dice loco. Tiene perfectamente sano el cuerpo, su apetito es bueno, se bebe su buen medio litro todos los días a la misma hora. Duerme bien, salvo con los fuertes calores del verano; entonces se le oye subir y bajar las escaleras toda la noche. Pero no hace mal a nadie. Es una buena compañía en mi casa. Se sirve él mismo, se viste y se mete en la cama sin ayuda de nadie. También sabe pensar, hablar, tocar música y hace todo lo que hacía en otros tiempos.
 Kühne: ¿Pero sin continuidad?
 Zimmer: ¡Ah, sí, así es!
 Kühne: ¿Y cómo ha podido durar tanto tiempo este estado sin crisis, sin interrupción?
 Zimmer: Para algo es suavo. Es suavo hasta el fondo... Si se ha vuelto loco no es por falta de espíritu, sino a fuerza de saber. Cuando un vaso está demasiado lleno y se tapa, tiene que estallar. Pues bien, si se recogen los trozos, se ve que todo lo que había dentro se ha esparcido. Todos nuestros sabios estudian demasiado, se llenan hasta el cuello, una gota de más y eso se desborda. Y con ello escriben las cosas más impías. El entusiasmo por el paganismo ha sido lo que le ha hecho descarrilar, y todos sus pensamientos se han detenido en un punto, alrededor del cual gira y gira sin cesar. Se diría un vuelo de palomas arremolinándose sobre el tejado alrededor de una veleta. Gira todo el tiempo hasta que cae abatido, al límite de las fuerzas. Créame, eso es lo que le ha vuelto loco. Esos malditos libros, todo el día abiertos sobre la mesa, y cuando está solo, desde por la mañana hasta por la noche se lee a sí mismo pasajes en voz alta, declamando como un actor, con aires de querer conquistar el mundo. No merece la pena obstinarse así en esto, siempre lo mismo, es lo que llaman una idea fija.
 Kühne: Se habla de una historia de amor.
 Zimmer: Créame. No es así, en absoluto. Una vez cumplidos los treinta, el amor ya no trastorna la cabeza. La causa de todo es su manía de saber y no la dama de Frankfurt. ¿Me mira usted con asombro? Ustedes, los de ahí abajo, tienen una idea equivocada de nosotros los suavos. Ustedes creen que no nos volvemos razonables antes de los cuarenta años. Pues bien, no; todo lo contrario. No hay suavo al que el amor le haga perder la razón una vez que tiene treinta años a la espalda... Hay que tomarle como a un niño y entonces es dulce y amable... En tiempos yo le llevaba a los viñedos. Me jugó toda clase de malas pasadas. En la actualidad se pasea solamente por el jardín. Se levanta con el sol. No puede soportar quedarse en casa y se va a pasear al jardín. Golpea el vallado, coge hierbas y flores, hace ramilletes y después los destroza.
 Kühne: Los poetas alemanes no hacen otra cosa en toda su vida. Ninguno de ellos lo ha hecho mejor.  
 Zimmer: Todo el día está hablando en voz alta, haciéndose preguntas y respondiéndose —todo el tiempo—, y sus respuestas rara vez son afirmativas. Tiene un fuerte espíritu de negación.
 Kühne: Es la suerte que nos espera a todos cuando envejezcamos.
 Zimmer: Cuando está cansado de haber andado se retira a su cuarto, declama al vacío con la ventana abierta, no sabe cómo desembarazarse de su gran saber. A veces se sienta a su espineta y toca durante cuatro horas sin cesar, como si quisiera hacer salir hasta la última brizna de su saber. Y siempre el mismo tono monótono, la misma cantilena, que uno ya no sabe dónde meterse en toda la casa. Tengo que dominarme con todas mis fuerzas para que no me estalle la cabeza. Pero por otra parte a menudo toca muy bien. Lo único molesto es el ruido de sus uñas demasiado largas. Es toda una batalla cortárselas... Cuando aún vivía su madre, le reprendí y le dije que estaba muy mal por su parte no pensar más en ella; y entonces reaccionó y le escribió una carta. Sus cartas eran completamente claras y como es debido, como escribiríamos usted y yo: «¿Cómo te va, querida mamá?» y todo lo demás. Es verdad que una vez terminaba su carta diciendo: «Adiós, tengo estremecimientos, siento que debo terminar».
 Kühne: ¿Aún escribe versos?
 Zimmer: Casi todo el día... Voy a advertirle una cosa. Usted habrá oído hablar de su hábito de otorgar títulos a todos los extraños que se le acercan. Es su modo de mantener a la gente a distancia. No hay que confundirse, es un hombre libre a quien no le gusta que le pisen. Siempre está repitiendo: «Nada ha de sucederme». Cuando empieza a estar harto y quiere irse, es suficiente que se le diga: «Quédese usted un poco más con nosotros, señor Bibliotecario». Puede usted estar seguro de que cogerá su sombrero, se inclinará profundamente y responderá: «Su Majestad ha ordenado que me vaya». De esta forma da a la gente lo que pueda desear, permaneciendo él libre. Mire, cuando abruma a alguien con tantos títulos, es su modo de decir: «Déjeme en paz»... Pero aquí está... Hoy está de muy mal humor. Dice que desde esta mañana la fuente de la sabiduría está envenenada y que los frutos del conocimiento son sacos vacíos, engaños, ¿no? Se habrá usted fijado que estaba sentado sobre el manzano, rompía las ramas muertas y quitaba las hojas secas. Muchas veces sus palabras confusas encierran mucho sentido.


* Tras una visita al poeta en 1836.

 Traducción  Txaro Santoro y José María Álvarez.

 Friedrich Hölderlin. Poemas de la locura, Hiperión, 1994.  

sábado, 13 de octubre de 2018

Cuatro palabras




Josep Pla


En el curso de mi vida literaria, he escrito varios libros de viaje. Uno de ellos, “Cartes de lluny”, que se publicó hace poco más de quince años, recibió, por parte del público, una acogida bastante cordial.

Hasta ahora, he tenido la desgracia de no poder presentar a mis lectores un libro sobre algún país remoto, exótico y extraordinario. En mis libros, no hay mosquitos, ni leones, ni chacales, ni objeto alguno sorprendente o raro.

Confieso sentir, por otra parte, poca afición por el exotismo. Mi heroísmo y bravura son escasos. Me gustan los países civilizados. Desde el punto de vista de la sensibilidad me daría por satisfecho plenamente si pudiera llegar a ser un hombre europeo. He sido siempre aficionado a la “mateotte” de anguilas, a la becada en canapé y a la perdiz mediterránea.

Antiguamente, el viajar, era un privilegio de los grandes. Solía ser la coronación normal de los estudios de un hombre. En nuestra época, se generalizó y abarató de tal manera que un hombre como yo ha podido vivir durante veinte años en casi todos los países de Europa, por cuatro cuartos. Pero esto, también se ha terminado. Por el momento, no viajan más que los propagandistas y los diplomáticos.

Viajaba, ciertamente, mucha gente, pero quizá, el número de personas que se desplazaban para formar su inteligencia y enriquecer su sensibilidad ha sido menor en nuestra época que un siglo o dos atrás. En nuestro país había tres pretextos esenciales para pasar la frontera: la peregrinación a Lourdes, la luna de miel y los negocios. ¡Cuánta gente ha ido a Lourdes en los últimos decenios! Se iba allí a ver el milagro, a cantar el “Ave”, a pedir a la Virgen que intercediera por nuestros pobres cuerpos y almas.

La luna de miel era otro de los grandes pretextos para hacer un largo viaje. A mi entender, sin embargo, la luna de miel es una mala época para contemplar el mundo externo con agudeza y claridad. Es cosa muy ardua ejecutar dos cosas importantes a la vez. Para salir de casa, es esta, quizá, la peor época de la vida. Si los recién casados hubieran tenido una ligera idea de su economía, nos hubiéramos ahorrado los espectáculos que todos hemos visto en la estación de Francia: verlos llegar fatigados, descompuestos, deshechos, pidiendo mentalmente a gritos las zapatillas, maldiciendo Europa y sus museos, sus monumentos y su cocina detestable. No. No es buena época la luna de miel para hacer casi nada. Lo mejor, en estos casos, es salir a tomar un rato el sol por la Diagonal o el Paseo de Gracia.

Y el tercer pretexto, los negocios, era como los anteriores. Uno viaja, generalmente, para ver las llamadas cosas inútiles del mundo —que son las únicas importantes— y los negocios no dejan tiempo para nada.

Lo esencial, para aprovechar un viaje es tomarlo como finalidad misma. Andar por el mundo un poco al azar es muy agradable. Viajar sin tener un objeto concreto, es una auténtica maravilla. Yo siento que podría curarme de todos mis vicios y de todas mis virtudes —caso de que tenga alguna—. Lo que no podré dejar jamás es mi recalcitrante vagabundaje.

Hay que viajar para descubrir, con los propios ojos que el mundo es muy pequeño, y por tanto que es absolutamente necesario hacer un esfuerzo para dignificar la visión hasta llegar a ver las cosas en grande. Hay que viajar para darse cuenta de que una pasión una idea, un hombre, sólo son importantes si resisten una proyección a través del tiempo y del espacio. No hay nada como alejarse un poco para curarse de la psicosis de la proximidad, de la deformación de la proximidad, de la que todos estamos atacados. Hay que viajar para aprender —a pesar de todo— a conservar, a perfeccionar, a tolerar. Es en este sentido, creo, que los antiguos aconsejaban el desplazamiento. Creían que era un buen método para aprender a prescindir de pequeñeces, de difusos detalles, de torcidos cubiliteos tribales, de grandiosidades escenográficas y falsas. La pieza de caza del viajar es la aventura. La aventura es la flor, el perfume del azar y de la diversidad. A veces es una puerta que se abre ante un mundo insospechado, sobre un mundo que se sabe donde empieza y no se sabe donde acaba…

En fin, ya que no se puede viajar como antes, hay que viajar de todos modos. Aquí está el fruto de mis recientes, insignificantes vagabundajes. Viajando en autobús, el vuelo es gallináceo.

La finalidad de este libro es triple: primero, aspiro, como todos los autores de libros, a ganar con él, algún dinerillo para ir tirando.

Segundo: en el momento de escribirlo he tratado de contrastar hasta qué punto puedo llegar, manejando esta lengua, a la desnudez estilística, a la simplificación máxima de la manera literaria. No tengo ningún inconveniente en confesar que el considerable esfuerzo que he debido hacer —lo digo para que a nadie se le ocurra agradecérmelo— no ha sido logrado.

Finalmente espero —y esto es cosa mía— que este libro será leído dentro de cien años cuando algún curioso —y espero, gustoso— erudito trate de resucitar la vida que estamos arrastrando —el temporal que estamos capeando. Esta tercera finalidad, es importantísima. La segunda también. Y la primera, no digamos.

                                                                                                            1941-1942
  

Prólogo Viaje en autobús, 1942. 


viernes, 12 de octubre de 2018

Birds in the nigth



Luis Cernuda  


El gobierno francés, ¿o fue el gobierno inglés?, puso una lápida
En esa casa de 8 Great College Street, Camden Town, Londres,
Adonde en una habitación Rimbaud y Verlaine, rara pareja,
Vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron,
Durante algunas breves semanas tormentosas.
Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y alcalde,
Todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y Rimbaud cuando vivían.

Con la tristeza sórdida que va con lo que es pobre,
No la tristeza funeral de lo que es rico sin espíritu.
Cuando la tarde cae, como en el tiempo de ellos,
Sobre su acera, húmedo y gris el aire, un organillo
Suena, y los vecinos, de vuelta del trabajo,
Bailan unos, los jóvenes, los otros van a la taberna.

Corta fue la amistad singular de Verlaine el borracho
Y de Rimbaud el golfo, querellándose largamente.
Mas podemos pensar que acaso un buen instante
Hubo para los dos, al menos si recordaba cada uno
Que dejaron atrás la madre inaguantable y la aburrida esposa.
Pero la libertad no es de este mundo, y los libertos,
En ruptura con todo, tuvieron que pagarla a precio alto.

Sí, estuvieron ahí, la lápida lo dice, tras el muro,
Presos de su destino: la amistad imposible, la amargura
De la separación, el escándalo luego; y para éste
El proceso, la cárcel por dos años, gracias a sus costumbres
Que sociedad y ley condenan, hoy al menos; para aquél a solas
Errar desde un rincón a otro de la tierra,
Huyendo a nuestro mundo y su progreso renombrado.

El silencio del uno y la locuacidad banal del otro
Se compensaron. Rimbaud rechazó la mano que oprimía
Su vida; Verlaine la besa, aceptando su castigo.
Uno arrastra en el cinto el oro que ha ganado; el otro
Lo malgasta en ajenjo y mujerzuelas. Pero ambos
En entredicho siempre de las autoridades, de la gente
Que con trabajo ajeno se enriquece y triunfa.

Entonces hasta la negra prostituta tenía derecho de insultarlos;
Hoy, como el tiempo ha pasado, como pasa en el mundo,
Vida al margen de todo, sodomía, borrachera, versos escarnecidos,
Ya no importan en ellos, y Francia usa de ambos nombres y ambas obras
Para mayor gloria de Francia y su arte lógico.
Sus actos y sus pasos se investigan, dando al público
Detalles íntimos de sus vidas. Nadie se asusta ahora, ni protesta.

“¿Verlaine? Vaya, amigo mío, un sátiro, un verdadero sátiro.
Cuando de la mujer se trata; bien normal era el hombre,
Igual que usted y que yo. ¿Rimbaud? Católico sincero, como está demostrado”.
Y se recitan trozos del “Barco Ebrio” y del soneto a las “Vocales”.
Mas de Verlaine no se recita nada, porque no está de moda
Como el otro, del que se lanzan textos falsos en edición de lujo;
Poetas mozos de todos los países hablan mucho de él en sus provincias.

¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?
Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable
Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella,
Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita
Acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno
Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.
Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla.