Josep Pla
En el curso de mi vida literaria, he escrito varios libros
de viaje. Uno de ellos, “Cartes de lluny”, que se publicó hace poco más de
quince años, recibió, por parte del público, una acogida bastante cordial.
Hasta ahora, he tenido la desgracia de no poder presentar a
mis lectores un libro sobre algún país remoto, exótico y extraordinario. En mis
libros, no hay mosquitos, ni leones, ni chacales, ni objeto alguno sorprendente
o raro.
Confieso sentir, por otra parte, poca afición por el
exotismo. Mi heroísmo y bravura son escasos. Me gustan los países civilizados.
Desde el punto de vista de la sensibilidad me daría por satisfecho plenamente
si pudiera llegar a ser un hombre europeo. He sido siempre aficionado a la
“mateotte” de anguilas, a la becada en canapé y a la perdiz mediterránea.
Antiguamente, el viajar, era un privilegio de los grandes.
Solía ser la coronación normal de los estudios de un hombre. En nuestra época,
se generalizó y abarató de tal manera que un hombre como yo ha podido vivir
durante veinte años en casi todos los países de Europa, por cuatro cuartos.
Pero esto, también se ha terminado. Por el momento, no viajan más que los
propagandistas y los diplomáticos.
Viajaba, ciertamente, mucha gente, pero quizá, el número de
personas que se desplazaban para formar su inteligencia y enriquecer su
sensibilidad ha sido menor en nuestra época que un siglo o dos atrás. En
nuestro país había tres pretextos esenciales para pasar la frontera: la
peregrinación a Lourdes, la luna de miel y los negocios. ¡Cuánta gente ha ido a
Lourdes en los últimos decenios! Se iba allí a ver el milagro, a cantar el
“Ave”, a pedir a la Virgen que intercediera por nuestros pobres cuerpos y
almas.
La luna de miel era otro de los grandes pretextos para hacer
un largo viaje. A mi entender, sin embargo, la luna de miel es una mala época
para contemplar el mundo externo con agudeza y claridad. Es cosa muy ardua
ejecutar dos cosas importantes a la vez. Para salir de casa, es esta, quizá, la
peor época de la vida. Si los recién casados hubieran tenido una ligera idea de
su economía, nos hubiéramos ahorrado los espectáculos que todos hemos visto en
la estación de Francia: verlos llegar fatigados, descompuestos, deshechos,
pidiendo mentalmente a gritos las zapatillas, maldiciendo Europa y sus museos,
sus monumentos y su cocina detestable. No. No es buena época la luna de miel
para hacer casi nada. Lo mejor, en estos casos, es salir a tomar un rato el sol
por la Diagonal o el Paseo de Gracia.
Y el tercer pretexto, los negocios, era como los anteriores.
Uno viaja, generalmente, para ver las llamadas cosas inútiles del mundo —que
son las únicas importantes— y los negocios no dejan tiempo para nada.
Lo esencial, para aprovechar un viaje es tomarlo como
finalidad misma. Andar por el mundo un poco al azar es muy agradable. Viajar
sin tener un objeto concreto, es una auténtica maravilla. Yo siento que podría
curarme de todos mis vicios y de todas mis virtudes —caso de que tenga alguna—.
Lo que no podré dejar jamás es mi recalcitrante vagabundaje.
Hay que viajar para descubrir, con los propios ojos que el
mundo es muy pequeño, y por tanto que es absolutamente necesario hacer un
esfuerzo para dignificar la visión hasta llegar a ver las cosas en grande. Hay
que viajar para darse cuenta de que una pasión una idea, un hombre, sólo son
importantes si resisten una proyección a través del tiempo y del espacio. No
hay nada como alejarse un poco para curarse de la psicosis de la proximidad, de
la deformación de la proximidad, de la que todos estamos atacados. Hay que
viajar para aprender —a pesar de todo— a conservar, a perfeccionar, a tolerar.
Es en este sentido, creo, que los antiguos aconsejaban el desplazamiento.
Creían que era un buen método para aprender a prescindir de pequeñeces, de
difusos detalles, de torcidos cubiliteos tribales, de grandiosidades
escenográficas y falsas. La pieza de caza del viajar es la aventura. La
aventura es la flor, el perfume del azar y de la diversidad. A veces es una
puerta que se abre ante un mundo insospechado, sobre un mundo que se sabe donde
empieza y no se sabe donde acaba…
En fin, ya que no se puede viajar como antes, hay que viajar
de todos modos. Aquí está el fruto de mis recientes, insignificantes vagabundajes.
Viajando en autobús, el vuelo es gallináceo.
La finalidad de este libro es triple: primero, aspiro, como
todos los autores de libros, a ganar con él, algún dinerillo para ir tirando.
Segundo: en el momento de escribirlo he tratado de
contrastar hasta qué punto puedo llegar, manejando esta lengua, a la desnudez
estilística, a la simplificación máxima de la manera literaria. No tengo ningún
inconveniente en confesar que el considerable esfuerzo que he debido hacer —lo
digo para que a nadie se le ocurra agradecérmelo— no ha sido logrado.
Finalmente espero —y esto es cosa mía— que este libro será
leído dentro de cien años cuando algún curioso —y espero, gustoso— erudito
trate de resucitar la vida que estamos arrastrando —el temporal que estamos
capeando. Esta tercera finalidad, es importantísima. La segunda también. Y la
primera, no digamos.
1941-1942
Prólogo Viaje en autobús, 1942.
No hay comentarios:
Publicar un comentario