Zimmer: Está en mi casa desde el momento en
que le soltaron de la clínica. Le tuvieron allí dos años, le medicaron, le
revolvieron de arriba a abajo sin encontrar qué era lo que tenía. No pudo decir
a nadie qué le faltaba. A decir verdad no le falta nada. Lo que tiene de más,
eso es lo que le ha vuelto loco.
Kühne: ¿Es cierto que el pobre enfermo no ha
tenido más crisis desde hace ya tiempo?
Zimmer: A decir verdad, no está loco, lo que
se dice loco. Tiene perfectamente sano el cuerpo, su apetito es bueno, se bebe
su buen medio litro todos los días a la misma hora. Duerme bien, salvo con los
fuertes calores del verano; entonces se le oye subir y bajar las escaleras toda
la noche. Pero no hace mal a nadie. Es una buena compañía en mi casa. Se sirve
él mismo, se viste y se mete en la cama sin ayuda de nadie. También sabe
pensar, hablar, tocar música y hace todo lo que hacía en otros tiempos.
Kühne: ¿Pero sin continuidad?
Zimmer: ¡Ah, sí, así es!
Kühne: ¿Y cómo ha podido durar tanto tiempo
este estado sin crisis, sin interrupción?
Zimmer: Para algo es suavo. Es suavo hasta el fondo...
Si se ha vuelto loco no es por falta de espíritu, sino a fuerza de saber.
Cuando un vaso está demasiado lleno y se tapa, tiene que estallar. Pues bien,
si se recogen los trozos, se ve que todo lo que había dentro se ha esparcido. Todos
nuestros sabios estudian demasiado, se llenan hasta el cuello, una gota de más
y eso se desborda. Y con ello escriben las cosas más impías. El entusiasmo por
el paganismo ha sido lo que le ha hecho descarrilar, y todos sus pensamientos
se han detenido en un punto, alrededor del cual gira y gira sin cesar. Se diría
un vuelo de palomas arremolinándose sobre el tejado alrededor de una veleta.
Gira todo el tiempo hasta que cae abatido, al límite de las fuerzas. Créame,
eso es lo que le ha vuelto loco. Esos malditos libros, todo el día abiertos
sobre la mesa, y cuando está solo, desde por la mañana hasta por la noche se
lee a sí mismo pasajes en voz alta, declamando como un actor, con aires de
querer conquistar el mundo. No merece la pena obstinarse así en esto, siempre
lo mismo, es lo que llaman una idea fija.
Kühne: Se habla de una historia de amor.
Zimmer: Créame. No es así, en absoluto. Una
vez cumplidos los treinta, el amor ya no trastorna la cabeza. La causa de todo
es su manía de saber y no la dama de Frankfurt. ¿Me mira usted con asombro?
Ustedes, los de ahí abajo, tienen una idea equivocada de nosotros los suavos.
Ustedes creen que no nos volvemos razonables antes de los cuarenta años. Pues
bien, no; todo lo contrario. No hay suavo al que el amor le haga perder la
razón una vez que tiene treinta años a la espalda... Hay que tomarle como a un
niño y entonces es dulce y amable... En tiempos yo le llevaba a los viñedos. Me
jugó toda clase de malas pasadas. En la actualidad se pasea solamente por el jardín.
Se levanta con el sol. No puede soportar quedarse en casa y se va a pasear al
jardín. Golpea el vallado, coge hierbas y flores, hace ramilletes y después los
destroza.
Kühne: Los poetas alemanes no hacen otra cosa
en toda su vida. Ninguno de ellos lo ha hecho mejor.
Zimmer: Todo el día está hablando en voz alta,
haciéndose preguntas y respondiéndose —todo el tiempo—, y sus respuestas rara
vez son afirmativas. Tiene un fuerte espíritu de negación.
Kühne: Es la suerte que nos espera a todos
cuando envejezcamos.
Zimmer: Cuando está cansado de haber andado se
retira a su cuarto, declama al vacío con la ventana abierta, no sabe cómo
desembarazarse de su gran saber. A veces se sienta a su espineta y toca durante
cuatro horas sin cesar, como si quisiera hacer salir hasta la última brizna de
su saber. Y siempre el mismo tono monótono, la misma cantilena, que uno ya no
sabe dónde meterse en toda la casa. Tengo que dominarme con todas mis fuerzas
para que no me estalle la cabeza. Pero por otra parte a menudo toca muy bien.
Lo único molesto es el ruido de sus uñas demasiado largas. Es toda una batalla
cortárselas... Cuando aún vivía su madre, le reprendí y le dije que estaba muy
mal por su parte no pensar más en ella; y entonces reaccionó y le escribió una
carta. Sus cartas eran completamente claras y como es debido, como
escribiríamos usted y yo: «¿Cómo te va, querida mamá?» y todo lo demás. Es
verdad que una vez terminaba su carta diciendo: «Adiós, tengo estremecimientos,
siento que debo terminar».
Kühne: ¿Aún escribe versos?
Zimmer: Casi todo el día... Voy a advertirle
una cosa. Usted habrá oído hablar de su hábito de otorgar títulos a todos los extraños
que se le acercan. Es su modo de mantener a la gente a distancia. No hay que confundirse,
es un hombre libre a quien no le gusta que le pisen. Siempre está repitiendo: «Nada
ha de sucederme». Cuando empieza a estar harto y quiere irse, es suficiente que
se le diga: «Quédese usted un poco más con nosotros, señor Bibliotecario».
Puede usted estar seguro de que cogerá su sombrero, se inclinará profundamente
y responderá: «Su Majestad ha ordenado que me vaya». De esta forma da a la
gente lo que pueda desear, permaneciendo él libre. Mire, cuando abruma a
alguien con tantos títulos, es su modo de decir: «Déjeme en paz»... Pero aquí
está... Hoy está de muy mal humor. Dice que desde esta mañana la fuente de la
sabiduría está envenenada y que los frutos del conocimiento son sacos vacíos,
engaños, ¿no? Se habrá usted fijado que estaba sentado sobre el manzano, rompía
las ramas muertas y quitaba las hojas secas. Muchas veces sus palabras confusas
encierran mucho sentido.
*
Tras una visita al poeta en 1836.
Traducción
Txaro Santoro y José María Álvarez.
Friedrich
Hölderlin. Poemas de la locura, Hiperión,
1994.
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