martes, 24 de abril de 2018

Karl Heinrich Marx



Hans Magnus Enzensberger

abuelo gigante
con barbas de Jehová
sobre daguerrotipos sepias
veo tu rostro
con un aura canosa
autoritario y belicoso
con tus papeles en la cómoda:
cuentas del carnicero
discursos de apertura
órdenes de arresto

tu cuerpo macizo
lo veo en el libro de detenciones
gran traidor
displaced person
con levita y pechera
tuberculoso insomne
la bilis saturada
por los cigarros fuertes
los pepinos salados
el láudano
los licores

veo tu casa
de la rue d'alliance
dean street grafton terrace
burgués gigante
tirano doméstico
con pantunflas gastadas:
tizne y "mierda económica"
y casa de empeño "como siempre"
ataúdes de niño
y chismorreos

no hay metralleta
en tu mano de profeta:
yo la veo en el british museum
debajo de la lámpara verde
rompiendo tranquilamente
tu propia casa
con una paciencia terrible
fundador gigante
por el amor de otros hogares
en donde nunca despertaste

rabí gigante
te veo traicionado por los tuyos:
sólo tus enemigos
permanecieron lo que eran
veo tu rostro
en el último retrato
de abril del ochenta y dos:
una máscara de hierro:
la máscara de hierro de la libertad.

                                                 1964


Versión de Heberto Padilla

Poesías para los que no leen poesías, Barcelona, Barral Editores S. A, 1971.

Aportes


Reinado Arenas

Carlos Marx
no tuvo nunca sin saberlo una grabadora
estratégicamente colocada en su sitio más íntimo.
Nadie lo espió desde la acera de enfrente
mientras a sus anchas garrapateaba pliegos y más pliegos.
Pudo incluso darse el lujo heroico de maquinar pausadamente
contra el sistema imperante.

Carlos Marx
no conoció la retracción obligatoria,
no tuvo por qué sospechar que su mejor amigo
podría ser policía,
ni, mucho menos, tuvo que convertirse en policía.
La precola para la cola que nos da derecho a seguir en la cola
donde finalmente lo que había eran repuestos para
presillas («¡Y ya se acabaron, compañero!»)
le fue también desconocida.

Que yo sepa
no sufrió un código que lo obligase a pelarse al rape
o a extirpar su antihigiénica barba.
Su época no lo conminó a esconder sus manuscritos
de la mirada de Engels.
(Por otra parte, la amistad de estos dos hombres
nunca fue «preocupación moral» para el estado.)

Si alguna vez llevó a una mujer a su habitación
no tuvo que guardar los papeles bajo la colchoneta y,
por cautela política,
hacerle, mientras la acariciaba, la apología al Zar de Rusia
o al Imperio Austrohúngaro.

Carlos Marx
escribió lo que pensó
pudo entrar y salir de su país,
soñó, meditó, habló, tramó, trabajó y luchó.
contra el partido o la fuerza oficial imperante en su época.

Todo eso que Carlos Marx pudo hacer pertenece ya
a nuestra prehistoria.
Sus aportes a la época contemporánea han sido inmensos.

                                                                         
                                                                 (La Habana, junio de 1969)

sábado, 21 de abril de 2018

Karl Marx Died 1883. Aged 65



Antonio Cisneros


Todavía estoy a tiempo de recordar la casa de mi tía abuela 
y ese par de grabados:  "Un caballero en la casa del sastre", 
"Gran desfile militar en Viena, 1902".
Días en que ya nada malo podía ocurrir. Todos
llevaban su pata de conejo atada a la cintura.
También mi tía abuela –20 años y el sombrero de paja 

bajo el sol, preocupándose apenas
por mantener la boca, las piernas bien cerradas.
Eran hombres de buena voluntad y las orejas limpias.
Sólo en el music-hall los anarquistas, locos barbados
y envueltos en bufandas.
Qué otoños, qué veranos.
Eiffel hizo una torre que decía hasta aquí llegó el hombre. 

Otro grabado:  
"Virtud y amor y celo protegiendo a las buenas familias".
Y eso que el viejo Marx aún no cumplía los 20 años de edad 
bajo esta yerba –gorda y erizada, conveniente a los campos de golf.
Las coronas de flores y el cajón 
tuvieron tres descansos al pie 
de la colina y después fue enterrado
junto a la tumba de Molly Redgrove 
"bombardeada por el enemigo en 1940 y vuelta a construir".
Ah el viejo Karl moliendo y derritiendo en la marmita los diversos          metales
mientras sus hijos saltaban de las torres de Spiegel 

a las islas de Times
y su mujer hervía las cebollas y la cosa no iba 
y después sí 
y entonces vino lo de Plaza Vendôme 
y eso de Lenin y el montón de revueltas 
y entonces
las damas temieron algo más que una mano en las nalgas 

y los caballeros pudieron sospechar
que la locomotora a vapor ya no era más el rostro
de la felicidad universal.

"Así fue, y estoy en deuda contigo, viejo aguafiestas".


miércoles, 11 de abril de 2018

Diario de un tuátara (fragmentos)



Dolores Labarcena


Mientras Nekane le manifestaba al profesor de Tai Chi su enojo por la no inserción de tecnología punta en la última remodelación del geriátrico, como el exoesqueleto robótico que, según ella, les serviría a los inmóviles o con escasa movilidad, quienes, como Lázaro, soltarían al instante las muletas y sillas de ruedas, yo no daba abasto. Extenuada. Preparar el Salón de Ocio, ubicar uno por uno a todos los residentes, cuidar que no acabasen con las palomitas y la Coca Cola antes de empezar la película. Nekane, la aclamé con cierta sequedad: ¿Empezamos? Hace rato estoy lista, pronunció con unos ojos tan abstraídos que semejaba un niño sobre un tobogán. Por favor, le ordené, encárgate de los del fondo. Dile al profesor de Tai Chi que prepare la película. Haré una breve introducción, vamos, vamos…

(PROEMIO)

Presten atención, por favor. ¿Listos? Bueno, bien… como sabemos, hoy corresponde cine. Aquí Nekane y el profesor de Tai Chi. Sin ellos estas actividades culturales serían una quimera. Un aplauso, solicité, y todos aplaudieron menos Encarna y Carles, era de esperar. Proseguí. La película que proyectaremos para pronto debatir es El ladrón de caballos del director chino Tian Zhuangzhuang. Fue realizada en 1986. Para no dilatar más la presentación, únicamente diré que se trata de un pobre montañés que se llama Norbu. Norbu es un hombre joven, sin oficio ni beneficio, y  por tanto, se ve obligado a robar. No obstante lo único que puede robarse en esas montañas de China, se sobreentiende, son caballos. De ahí el título. Cuando se descubre en la tribu que es él y no otro el ladrón, su vida se va al garete. No les avanzo más. Con ustedes: ¡El ladrón de caballos!, anuncié con énfasis y se hizo un silencio que podía cortarse con un cuchillo. Atención total. Ochenta y tres minutos, ni más ni menos. Al principio solo se escuchaba el castañetear de las dentaduras. De las palomitas dulces y saladas me encargué personalmente; anhelaba que se sintieran en una sala de cine. Al final el debate. Carles el primero en pedir la palabra.

(DEBATE SOBRE EL LADRÓN DE CABALLOS)

-¡Uf! ¿No podían poner Bienvenido, Mister Marshall o El verdugo de Berlanga? Dado que estoy aquí prefiero reírme, no mirar desgracias. Tuve las mías también, y no me quejo. Por menos que eso a un primo mío lo ahorcaron en Mauthausen. Y sepa, con acompañamiento musical y todo. ¿Ha oído J’attendrai? Si robó que lo parta un rayo. A mí no me van los ladrones… Soy un hom…

-Sí, Carles, lo comprendo, pero esto es ficción. Son actores. Para la próxima recogeremos sus propuestas.  ¿Qué le pareció, Candela?

-Excelente la interpretación del chino. La actriz una anodina. Se le murió el chiquillo y ella tan campante, no soltó ni una lágrima. Pésima. En cambio la abuela divina. Un temple que le salió fuera cuando mandó al nieto a la porra. No conocía a ese director. Una vida sin ver películas profundas.

-Espere, Encarna. Diga, Evaristo.

-Un drama rural. No niego que tenga su enseñanza. Pero es un drama rural. ¡Acción! Lo que me gusta es el cine de acción. Sueño con ver Los invencibles. Ese Depardieu es un fenómeno.

-Imagino su interés. Trata de la petanca. No, todavía no está en la biblioteca. Ahora, Encarna, es su turno. Hable.

-¡Bah! Pongamos por caso que es lícito birlar por su modus vivendi, y que por ventura hubiese salido ileso de esa. Bien, ¿qué pretende, que nos solidaricemos con el personaje? Le cuento, a un tío mío lo mandaron a la cárcel por hurto de aves de corral, para ser explícita, una gallina. Sí, señora mía, y yo testifiqué en su contra, incluso teniendo lazos de consanguinidad. La ley es la ley. Además, no me conmueve en absoluto. La miseria es igual para todos, ¿no? Observe usted a Rosendo. Un discapacitado con una pensión paupérrima. Y no es ladrón. Yo, por ejemplo, pasé un hambre de Jesucristo es Dios, y tampoco robé. ¡Menesterosos! Estos directores de cine no saben lo que es la clase trabajadora. Según Marx…

-Gracias, Encarna. ¡Ruego silencio, por favor! ¿Qué opina usted, Rosendo?

-No, solo quería decirle a Encarna que si ella no se ha visto en un espejo. Peor que la gallina del tío. De la película no voy a opinar. ¡Anda ya! Gilipolleces. En los Pirineos yo perdí…

-Sentimos su incidente, Rosendo. De verdad. Pero estamos en medio del debate. Usted, Raymundo, qué dice.

-Cuando estuve en Luisiana con la Power Band conocí a un indio chitimacha que vivía en la reserva de Charenton. Ese día llevaba una buena merluza, me caía, vaya. Y el chitimacha con el dale que te pego: cómprame la cesta, cómprame la cesta… hasta que se la compré. ¡Qué bárbaro! Diez dólares la cesta y ¡adiós, muy buenas! Más nunca lo vi.   

Bien. Todos animados, pero dejemos que opine Eustaquio, que también tiene derecho. Hable, Eustaquio. ¿Qué le pareció El ladrón de caballos?

-Allos, allos…

-Entonces le gustó la película, ¿verdad, Eustaquio? Lo noto emocionado.

-Nado, na…


Poco éxito con El ladrón de caballos. O poca concentración. Muy pendientes los primeros veinte minutos de la película, pero en cuanto vieron a Norbu cargando lo que parecía una calavera rumbo al río con la tribu atrás tirándole piedras, empezaron a gritar salvajes, fascistas, comunistas, otros berreaban cuatrero, chorizo, bien merecido lo tienes, y cosas así. Democracia participativa. La única que en el ardor vociferaba la letanía de siempre era Luisa: ¡Juan, Juan! Un error. Tenerlo en cuenta para la próxima. 



Diario de un tuátara es un viaje a través de la ilusión, no del conocimiento. Un viaje sin despegue que no hace justicia a la conocida frase de Montaigne pegada por el narrador junto a otras muchas en su nevera. La protagonista, calada por una visión si se quiere publicitaria, escribe una novela al modo de Thomas Mann, analiza películas y hasta adapta una obra teatro para el asilo de ancianos donde trabaja como asistente social. Pero tras este convulso ajetreo propio de un homo turisticus cuyo optimismo linda con la candidez, no hay sino la compañía de una gata y el absorbente proyecto de viaje en que se enfrasca motivada en apariencia por el plagio de un cómic que tendrá como consecuencia un suicidio en Nueva Zelanda. Zapping dialéctico y visual en el que se reciclan poemas, series televisivas y “máximas filosóficas”, estos empeños tienen como corolario otro montaje: el geriátrico Sant Tomàs d`Aquino en tanto basurero de la memoria, donde, si bien discurren relatos más realistas, se les reduce igualmente a una visión comercial, o meramente cómica, del fin de la vida.

jueves, 29 de marzo de 2018

La habitación




Ada Abdo

Doña victoria la dueña de la casa estaba agonizando. Era una agonía larga. Durante interminables días entraban y salían de su habitación, además de los médicos, visitantes de todas las categorías. Desde que ponían un pie en el medioscuro vestíbulo regado de lamparitas de medialuz por los rincones, ya se consideraban obligados a la cara de conmiseración. Algunos decían que ella era un monumento nacional pues había peleado en la guerra con el grado de coronel y participado en célebres batallas y que querían verla antes de morirse, es decir antes de que se muriera ella. Pero ya las caras empezaban a repetirse como era natural, porque eran ciento diecisiete meses los que llevaba agonizando. Los clientes de la casa caminaban sobre la punta de los pies para no hacer ruido y cedían con respeto el paso a los visitantes de la moribunda que apenas si les dirigían una mirada. El pasillo también estaba ocupado por los clientes que esperaban con paciencia su turno durante algún tiempo. Ocurría que debido a la enfermedad de doña Victoria la organización de la casa había sido afectada. Ya no estaba ella con su gran bata floreada y sus hermosas zapatillas de raso bordadas esperando en el vestíbulo la llegada de los clientes: el álbum con las fotos que ella les enseñaba para que escogieran a su gusto yacía tirado en un rincón cubierto de polvo y telarañas.

Ahora, ya no podían escoger, dormitaban durante días y semanas a lo largo del pasillo, recostados a las paredes esperando la única habitación disponible, ya que las otras a excepción de la de doña Victoria había sido clausuradas por la sanidad pública al igual que todas las casas de la ciudad y sin que mediara explicación alguna. También las muchachas habían abandonado la casa poco a poco. Violeta y Miosotis eran las únicas que quedaban y Flora la presunta heredera.

Desde que Flora vislumbró la posibilidad de heredar la casa, adoptó los aires antiguos de doña Victoria, se puso su bata y las añoradas zapatillas de raso plateadas. Dejó el trabajo subalterno y trató de dirigir aquello lo mejor que pudo, pero como aún su firma no estaba autorizada y reconocida por los altos jerarcas, le era imposible tomar decisiones para meter la casa en camino.

Cumplía con sus deberes concienzudamente. Cuando las muchachas, es decir la muchacha, porque solo podía ser una a la vez, se demoraba más tiempo del reglamentario, tocaba a la puerta pausadamente y le llamaba la atención con su fingida voz a lo doña Victoria.

Otras veces para levantar el ánimo de los expectantes, como en otro tiempo, hacía pasar a Violeta y a Miosotis de un extremo a otro del pasillo con elegantes vestidos y los sombreros de pluma que permanecían guardados en los baúles de cerradura de plata de la dueña.

Los reflectores rosados eran encendidos en la hora del paseo cotidiano y luego eran repartidas grandes tazas de café y pastelillos. Todo este ajetreo mantenía a los clientes desvelados y animosos en espera del añorado turno. Además logró que algunos pintores celebraran sus exposiciones en los pasillos de la casa y entonces en medio del silencio exigido por la agonía de doña Victoria se cruzaban los clientes, los visitantes y los curiosos de la galería de arte. Con esto Flora mantenía en alto el prestigio de la casa mientras llegaba la hora de la muerte definitiva.

Una vez que enfermó Miosotis, Flora se vio obligada a sustituirla debido a un pequeño amago de huelga entre los clientes que amenazaron con boicotear la exposición de arte, diciendo que el pasillo les pertenecía y que no dejarían pasar a los aficionados si no se les solucionaba su problema.

Flora se paró junto a la puerta y conminó a Violeta para que saliera. Un hermoso joven pálido la esperaba y no le pareció tan desagradable volver a las labores menores.

Continuó las exposiciones y después las alternó con concierto, recitales, etc., además del consabido paseo con los sombreros de pluma, los cafés y los pastelillos. Ya Flora no encontraba qué hacer para mantener el prestigio de la casa que llegó a alcanzar dimensiones extraordinarias cuando llegaron del extranjero visitantes de alto rango, embajadores, secretarios, y nobles de algunos reinos desaparecidos. Por supuesto ellos estaban interesados en doña Victoria, eran muy aristocráticos para la galería o para la habitación de Miosotis y Violeta.

Diecisiete años después, Flora decidió que ya era demasiado. Anunció con gran pompa y un incontenible lagrimeo la muerte de doña Victoria. Había obtenido el consentimiento de ella, pudo convencerla de que estaba llevando la casa a la ruina, que debía suspender las visitas, sacrificarse y hacerle creer a la gente que al fin había muerto. Llamó a los albañiles más expertos de la ciudad para que clausuraran las puertas y las ventanas con ladrillos y cemento, de manera que no hubiera el menor contacto con el exterior. Contrató nuevas muchachas y despidió a Miosotis y a Violeta prometiéndoles una pensión vitalicia a condición de que olvidaran de que existió alguna vez alguien que se llamó doña Victoria.

A los clientes que habían envejecido esperando su turno, les dijo que se retiraran pues ya su tiempo había pasado. Y después de hacer grandes cambios en la casa, la sanidad pública dio permiso para abrir las habitaciones clausuradas, organizó una fiesta magnífica y esplendente en que sus quince nuevas muchachas se paseaban con sus sombreros de pluma y la habitación tapiada estaba allí indiferente a todos, impidiendo el paso, y se mezclaban las plumas con las libreas de los lacayos, con los embajadores, los secretarios y los reyes descoronados y doña Flora al fin en su mecedora, se mecía lentamente con su gran bata floreada y sus hermosas zapatillas de raso perladas, esperando en el vestíbulo la llegada de los clientes.



Ada Abdo (1934). Narradora y crítico teatral. En 1964 publicó Mateo y las sirenas, por Ediciones El Puente. Colaboró en Lunes de Revolución, donde su cuento “La isla” fue presentado por Virgilio Piñera junto a relatos de otras autoras entonces jóvenes (agosto/1960). Obra de teatro: Los próceres, estampa de la vieja república presentada por el «Teatro Experimental de la Habana» en 1963. “La ventana” fue incluido en la antología Nuevos cuentos cubanos (UNEAC, 1964).