Ada
Abdo
Doña
victoria la dueña de la casa estaba agonizando. Era una agonía larga. Durante
interminables días entraban y salían de su habitación, además de los médicos,
visitantes de todas las categorías. Desde que ponían un pie en el medioscuro
vestíbulo regado de lamparitas de medialuz por los rincones, ya se consideraban
obligados a la cara de conmiseración. Algunos decían que ella era un monumento
nacional pues había peleado en la guerra con el grado de coronel y participado
en célebres batallas y que querían verla antes de morirse, es decir antes de
que se muriera ella. Pero ya las caras empezaban a repetirse como era natural,
porque eran ciento diecisiete meses los que llevaba agonizando. Los clientes de
la casa caminaban sobre la punta de los pies para no hacer ruido y cedían con
respeto el paso a los visitantes de la moribunda que apenas si les dirigían una
mirada. El pasillo también estaba ocupado por los clientes que esperaban con
paciencia su turno durante algún tiempo. Ocurría que debido a la enfermedad de
doña Victoria la organización de la casa había sido afectada. Ya no estaba ella
con su gran bata floreada y sus hermosas zapatillas de raso bordadas esperando
en el vestíbulo la llegada de los clientes: el álbum con las fotos que ella les
enseñaba para que escogieran a su gusto yacía tirado en un rincón cubierto de
polvo y telarañas.
Ahora,
ya no podían escoger, dormitaban durante días y semanas a lo largo del pasillo,
recostados a las paredes esperando la única habitación disponible, ya que las
otras a excepción de la de doña Victoria había sido clausuradas por la sanidad
pública al igual que todas las casas de la ciudad y sin que mediara explicación
alguna. También las muchachas habían abandonado la casa poco a poco. Violeta y
Miosotis eran las únicas que quedaban y Flora la presunta heredera.
Desde
que Flora vislumbró la posibilidad de heredar la casa, adoptó los aires
antiguos de doña Victoria, se puso su bata y las añoradas zapatillas de raso
plateadas. Dejó el trabajo subalterno y trató de dirigir aquello lo mejor que
pudo, pero como aún su firma no estaba autorizada y reconocida por los altos
jerarcas, le era imposible tomar decisiones para meter la casa en camino.
Cumplía
con sus deberes concienzudamente. Cuando las muchachas, es decir la muchacha,
porque solo podía ser una a la vez, se demoraba más tiempo del reglamentario,
tocaba a la puerta pausadamente y le llamaba la atención con su fingida voz a
lo doña Victoria.
Otras veces para levantar el ánimo de los expectantes,
como en otro tiempo, hacía pasar a Violeta y a Miosotis de un extremo a otro
del pasillo con elegantes vestidos y los sombreros de pluma que permanecían
guardados en los baúles de cerradura de plata de la dueña.
Los
reflectores rosados eran encendidos en la hora del paseo cotidiano y luego eran
repartidas grandes tazas de café y pastelillos. Todo este ajetreo mantenía a
los clientes desvelados y animosos en espera del añorado turno. Además logró
que algunos pintores celebraran sus exposiciones en los pasillos de la casa y
entonces en medio del silencio exigido por la agonía de doña Victoria se
cruzaban los clientes, los visitantes y los curiosos de la galería de arte. Con
esto Flora mantenía en alto el prestigio de la casa mientras llegaba la hora de
la muerte definitiva.
Una
vez que enfermó Miosotis, Flora se vio obligada a sustituirla debido a un
pequeño amago de huelga entre los clientes que amenazaron con boicotear la
exposición de arte, diciendo que el pasillo les pertenecía y que no dejarían
pasar a los aficionados si no se les solucionaba su problema.
Flora
se paró junto a la puerta y conminó a Violeta para que saliera. Un hermoso
joven pálido la esperaba y no le pareció tan desagradable volver a las labores
menores.
Continuó
las exposiciones y después las alternó con concierto, recitales, etc., además
del consabido paseo con los sombreros de pluma, los cafés y los pastelillos. Ya
Flora no encontraba qué hacer para mantener el prestigio de la casa que llegó a
alcanzar dimensiones extraordinarias cuando llegaron del extranjero visitantes
de alto rango, embajadores, secretarios, y nobles de algunos reinos
desaparecidos. Por supuesto ellos estaban interesados en doña Victoria, eran
muy aristocráticos para la galería o para la habitación de Miosotis y Violeta.
Diecisiete
años después, Flora decidió que ya era demasiado. Anunció con gran pompa y un
incontenible lagrimeo la muerte de doña Victoria. Había obtenido el
consentimiento de ella, pudo convencerla de que estaba llevando la casa a la
ruina, que debía suspender las visitas, sacrificarse y hacerle creer a la gente
que al fin había muerto. Llamó a los albañiles más expertos de la ciudad para
que clausuraran las puertas y las ventanas con ladrillos y cemento, de manera
que no hubiera el menor contacto con el exterior. Contrató nuevas muchachas y
despidió a Miosotis y a Violeta prometiéndoles una pensión vitalicia a
condición de que olvidaran de que existió alguna vez alguien que se llamó doña
Victoria.
A los clientes que habían
envejecido esperando su turno, les dijo que se retiraran pues ya su tiempo
había pasado. Y después de hacer grandes cambios en la casa, la sanidad pública
dio permiso para abrir las habitaciones clausuradas, organizó una fiesta
magnífica y esplendente en que sus quince nuevas muchachas se paseaban con sus
sombreros de pluma y la habitación tapiada estaba allí indiferente a todos,
impidiendo el paso, y se mezclaban las plumas con las libreas de los lacayos,
con los embajadores, los secretarios y los reyes descoronados y doña Flora al
fin en su mecedora, se mecía lentamente con su gran bata floreada y sus
hermosas zapatillas de raso perladas, esperando en el vestíbulo la llegada de
los clientes.
Ada Abdo (1934). Narradora y crítico teatral. En 1964 publicó Mateo y las sirenas, por Ediciones El Puente. Colaboró en Lunes de Revolución, donde su cuento “La isla” fue presentado por Virgilio Piñera junto a relatos de otras autoras entonces jóvenes (agosto/1960). Obra de teatro: Los próceres, estampa de la vieja república presentada por el «Teatro Experimental de la Habana» en 1963. “La ventana” fue incluido en la antología Nuevos cuentos cubanos (UNEAC, 1964).
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