Antonio Cisneros
Todavía estoy a tiempo de recordar la casa de mi tía abuela
y ese par de grabados: "Un caballero en la casa del sastre",
"Gran desfile militar en Viena, 1902".
Días en que ya nada malo podía ocurrir. Todos
llevaban su pata de conejo atada a la cintura.
También mi tía abuela –20 años y el sombrero de paja
bajo el sol, preocupándose apenas
por mantener la boca, las piernas bien cerradas.
Eran hombres de buena voluntad y las orejas limpias.
Sólo en el music-hall los anarquistas, locos barbados
y envueltos en bufandas.
Qué otoños, qué veranos.
Eiffel hizo una torre que decía hasta aquí llegó el hombre.
Otro grabado:
"Virtud y amor y celo protegiendo a las buenas familias".
Y eso que el viejo Marx aún no cumplía los 20 años de edad
bajo esta yerba –gorda y erizada, conveniente a los campos de golf.
Las coronas de flores y el cajón tuvieron tres descansos al pie
de la colina y después fue enterrado
junto a la tumba de Molly Redgrove
"bombardeada por el enemigo en 1940 y vuelta a construir".
Ah el viejo Karl moliendo y derritiendo en la marmita los diversos metales
mientras sus hijos saltaban de las torres de Spiegel
a las islas de Times
y su mujer hervía las cebollas y la cosa no iba y después sí
y entonces vino lo de Plaza Vendôme
y eso de Lenin y el montón de revueltas
y entonces
las damas temieron algo más que una mano en las nalgas
y los caballeros pudieron sospechar
que la locomotora a vapor ya no era más el rostro
de la felicidad universal.
"Así fue, y estoy en deuda contigo, viejo aguafiestas".
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