Reinado Arenas
Carlos Marx
no tuvo nunca sin saberlo una
grabadora
estratégicamente colocada en su sitio
más íntimo.
Nadie lo espió desde la acera de
enfrente
mientras a sus anchas garrapateaba
pliegos y más pliegos.
Pudo incluso darse el lujo heroico de
maquinar pausadamente
contra el sistema imperante.
Carlos Marx
no conoció la retracción obligatoria,
no tuvo por qué sospechar que su mejor
amigo
podría ser policía,
ni, mucho menos, tuvo que convertirse
en policía.
La precola para la cola que nos da
derecho a seguir en la cola
donde finalmente lo que había eran
repuestos para
presillas («¡Y ya se acabaron,
compañero!»)
le fue también desconocida.
Que yo sepa
no sufrió un código que lo obligase a
pelarse al rape
o a extirpar su antihigiénica barba.
Su época no lo conminó a esconder sus
manuscritos
de la mirada de Engels.
(Por otra parte, la amistad de estos
dos hombres
nunca fue «preocupación moral» para el
estado.)
Si alguna vez llevó a una mujer a su habitación
no tuvo que guardar los papeles bajo
la colchoneta y,
por cautela política,
hacerle, mientras la acariciaba, la
apología al Zar de Rusia
o al Imperio Austrohúngaro.
Carlos Marx
escribió lo que pensó
pudo entrar y salir de su país,
soñó, meditó, habló, tramó, trabajó y
luchó.
contra el partido o la fuerza oficial
imperante en su época.
Todo eso que Carlos Marx pudo hacer pertenece ya
a nuestra prehistoria.
Sus aportes a la época contemporánea
han sido inmensos.
(La Habana, junio de 1969)
Tremendo!
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