lunes, 12 de octubre de 2015

Encomio del tirano




Giorgio Manganelli


Es notorio que el tirano es lascivo, lujurioso, invasor de los cónyuges ajenos, adúltero, fornicador; si tiene mujer, por lo general le sirve como argumento de uxoricidio; si tiene una amante duradera, a veces la manda llamar, como hace con el bufón, pero a menudo la hace detenerse en la antecámara y después la manda de vuelta a sus habitaciones, siempre con ricos obsequios. Pero con ninguna mujer comparte las aflicciones de su poder. No es tiranía ésta, sino una secreta dulzura; puesto que sólo el tirano puede sostener el gravamen de la Tiranía no sufrida sino ejercida. Y ahora esto entiendo, que yo, bufón entre tus súbditos sobre quienes tienes poder de vida y de muerte, soy el único que no sufre tu tiranía; puesto que veo al tirano en cuanto tal, y sabiendo que sin el tirano yo no sería, yo asiento a la tiranía, es más, formo parte de ella. Del mismo modo que el tirano, el bufón no tiene mujer, sino muy de vez en cuando, como materia de pullas. Perdida la gracia insidiosa de la adolescencia, la mujer es algo obscena, es materia de risa; innoble risa pero ¿qué más queremos? Llegados a este punto es probable que se espere una “confesión del bufón”, género que en verdad ha tenido tanta fortuna que se ha convertido en un lugar común; naturalmente, no se trata nunca de bufones, ya que en ningún caso existía un tirano. Y si se hubiese tratado de un bufón genuino, y por lo tanto hubiera habido un tirano, ninguna confesión hubiera sido posible porque ni al tirano ni al bufón, en cuanto tales, en cuanto partes de un sistema cerrado y huraño, les es concedida la autobiografía. Por lo tanto diremos apresuradamente que, como todo aquello que le acaece al tirano forma parte de un razonamiento general acerca de la tiranía, así todo lo que le sucede al bufón, lascivo y fornicador en no menor grado que el tirano, pertenece enteramente a las figuras de la bufonería. Eso significa: no tener autobiografías. Debería decir que la tiranía está contenida en la bufonería como ésta en aquélla; en suma, que hay una complicidad tan estrecha que no hay por qué sorprenderse si muchos rasgos de la una son localizables en la otra, si bien es obviamente imposible distinguir de qué manera ciertos rasgos son propios de una o de la otra; y si bien nadie tiene dudas o perplejidades para distinguir la una de la otra. Como siempre, cuando estoy a punto de expresar una idea, cuando estoy tan próximo a un concepto que advierto su aliento áspero, me vuelvo torpe, y torpemente incapaz de pullas. ¿Tan indudable es además que no quepan dudas en el gesto de distinguir tiranía y bufonería? Dicho así, no parece que quepan dudas; pero piénsese cómo no resulta infrecuente que al bufón le complazca vestir vestiduras de estudiada magnificencia; y no resulta infrecuente que una cierta deformidad se halle en la definición del tirano; y, por último, ¿no será verdad que unos restos de singular —en el sentido de única— obscenidad es reconocible en la una y en la otra? Naturalmente, por qué no decirlo, la falta de caridad; pero, sobre todo, el disgusto de la gracia; y aquí me sustraigo a la tiranía de la ideas —ésta sólo tiranía, porque risa no alberga— dejando estas palabras en su bufonesca, ésta sí originaria e intacta bufonería, ambigüedad; donde caridad puede aludir al pordiosero atraído y astuto, cultor de su propia deformidad, obvio pariente del bufón, y la gracia puede ser aquello que alcanza a los condenados a muerte por tiranos burlones, y aquello que enflaquece los rasgos de un cuerpo deseable y frágil, y aquello que apresurada pero fragorosamente hace visible el entero mundo; acto, este último, propio de una situación refinadamente tiránica, que como tal permanece, se dé o no esa ambigua palabra que acaba de pronunciarse ahora, gracia. La gracia es graciosa, la gracia es suficiente, la gracia es soberana. Esto, si no me equivoco, son pullas, aunque de una clase algo peculiar; en todo caso, pullas de tiranos, que otras no se dan. Pero ahora surgen otros problemas, naturalmente risibles problemas de etiqueta; ¿por qué no nos hemos encontrado? Pero, antes, ¿vamos a hablar de los pronombres? Aquí cambio de capítulo.




 Breve fragmento de Encomio del tirano, Traducción de Carlos Gumpert, Siruela, 2003. 


domingo, 4 de octubre de 2015

Playa del Caju



Ferreira Gullar


Escucha:
lo que pasó pasó
y no hay fuerza capaz
de cambiar eso.

En esta tarde de asueto, puedes,
si quisieras, recordar.
Pero nada encenderá de nuevo
el fuego
que en la carne de las horas se perdió.

¡Ah, se perdió!
En las aguas de la piscina se perdió
bajo las hojas de la tarde
en las voces conversando en la baranda
en la sonrisa de Marilia en el rojo
para-sol olvidado en la acera.

Lo que pasó pasó, y muy a pesar,
vuelves a las viejas calles en su búsqueda.
Aquí están las casas, la amarilla,
la blanca, la de azulejo, y el sol
que en ellas quema es el mismo
sol
que no cambió el Universo en estos veinte años.

Caminas en el pasado y en el presente.
Aquella puerta, el batiente de piedra,
el cemento de la acera, hasta la grieta del cemento. No sabes ya 
si recuerdas, si descubres.
Y con sorpresa ves el poste, el muro,
la esquina, el gato en la ventana,
en sollozos casi te preguntas
dónde está el niño
igual a aquel que cruza la calle ahora,
menudo sí, moreno.
      Si todo continúa, la puerta
la acera la terraza,
¿dónde está el niño que también
estuvo aquí? ¿aquí en esta acera
se sentó? 

Y llegas al malecón. El sol es caliente
como era, a esta hora. Allá abajo
el lodo apesta igual, la poza de agua negra
la misma agua el mismo
buitre posado al lado la misma
lata vieja que se oxida.
Entre dos brazos de agua
esplende la corona del Añil. Y en la intensa
claridad, como sombra,
surge el niño corriendo
sobre la arena. Es él, sí,
gritas tu nombre: “¡Zeca,
Zeca!”
    Pero la distancia es vasta
tan vasta que ninguna voz alcanza.

Lo que pasó pasó.
Jamás encenderás de nuevo
el fuego
del tiempo que se apagó.




Traducción: Pedro Marqués de Armas







domingo, 27 de septiembre de 2015

Suficiente





Dolores Labarcena


Coqueteando con las musas, entre el Steinway y el cielo raso de su cuartucho en Manhattan, así vivió y murió… ¡Qué contar! No es época de misticismos. El tedio suprimió la parábola del bosque, la caseta del bosque, y al guardabosque... Ceniceros repletos de colillas. Tónicas a medio tomar. Odesa repasando un libreto. Iván de pésimo humor por no traer paraguas. Gracias a Dios el entierro fue sin retrasos. Pongo mi cabeza en el picadero que la pelirroja de negro era una pianista húngara. Laszlo salvó las partituras de Paul. ¡Un milagro! Paradójico, ¿no? Al enterarme no hice más que recordar la definición poco realista de un realista sobre la Appassionata: Maravillosa y sobrehumana. ¡Qué contar! ¿Cómo? ¿Cuándo? Solo supimos el “dónde”.  







viernes, 25 de septiembre de 2015

Un algodón de 'Las meninas' para Michel Foucault




Severo Sarduy

Con Michel Foucault desaparece no sólo un pensamiento, sino más bien el arte de descomponer el pensamiento, la demostración de que en él nada, absolutamente nada, es natural ni eterno. Ni siquiera la idea de verdad. ¿Quién piensa, de dónde surge lo pensado, y qué es? Para responder a esa pregunta Foucault comienza al revés: ¿sobre qué se debe pensar? Su respuesta: ante todo sobre lo más evidente, sobre eso que se nos impone como una verdad absoluta.
Su obra demuestra que precisamente lo más neto -digamos la noción de locura, la de castigo, la de deseo y hasta la de Hombre- no es eterno ni ha estado presente en todos los tiempos, sino que es un fenómeno de cultura, incluso de otra cultura: un efecto de civilización.
La continuidad histórica, por ende, es una ilusión. Lo que cuenta no es trazar un hilo desde el pasado, sino marcar rupturas, diferencias.
Hay que buscar, pues, escarbar en nuestra cultura para saber de dónde surgen nuestras certitudes, qué otro saber las produjo, o qué grupo humano las inventó.
En resumen: Foucault fue un arqueólogo, alguien que escrutaba, que leía -como en una vista aérea- bajo el suelo aparentemente liso y sin texturas de nuestra lógica, la red inaparente, las vetas de nuestro saber.
El concepto de Razón, por ejemplo, nos aparece hoy como lo más indiscutible, y en función de él determinamos la capacidad. de un individuo para formar parte o no, del intrincado tejido social; sin embargo esa Razón hubo que forjarla, fabricarla, excluyendo, a la locura, encerrándola, expulsándola fuera de la ciudad donde hasta entonces -lo que se excluía era la lepra- sobrevivía y coexistía con la lógica al uso.
Lo mismo sucede con la "buena conducta" en el sentido legal del término. A la constatación de que la prisión fracasa al tratar de reducir los crímenes, había que sustituir una hipótesis de Foucault: la prisión ha logrado producir la delincuencia y los delincuentes, que forman un medio aparentemente marginal pero controlado por ese centro supervisor que se manifiesta hasta en la construcción de las prisiones. Es el ojo que lo ve todo, ése que desde la torre central vigila y controla lo que ocurre en el interior de cada celda, hasta el sueño: el amo panóptico. El medio de la delincuencia queda determinado precisamente por el hecho de estar totalmente bajo vigilancia. Con estos análisis Foucault, no sólo elucidó un medio sino que esbozó reformas que hoy se efectúan, los jóvenes disidentes de nuestra sociedad lo siguieron, vieron en él una verdadera salida: la invención de otra moral.
Se borra así en esta arqueología de Foucault, cuyas ruinas están en lo más profundo de lo evidente, de la verdad de una época, hasta la noción de Hombre, que Foucault, por cierto, consideraba como una invención muy reciente. Y lo que es más, de esta noción Foucault anunciaba también el próximo fin.
¿Cómo era Michel Foucault? Sobre todo alegre, con una carcajada inimitable, casi siempre irónica.
Y tan ágil que, a gatas, en su apartamento, traía, como un felino orgulloso de la caza, precisamente el libro buscado, en las inestables pirámides que de modo mágico aún dejaban por dónde pasar.
Llegó a escribir no sobre un bureau imperio, como éste en que garabateo estas líneas póstumas, sino sobre dos planchas de madera que soportaba un urgente andamiaje.
Algo lo horrorizaba en estos últimos tiempos, y era que lo elogiaran, aun si era merecidamente, y al mismo tiempo, o con ese pretexto, atacaran a otro.
Nunca fue efusivo, ni nostálgico. Yo creo que quería liberamos -y sobre todo liberarse- de la angustia del deseo. Llegamos, pues, por el camino menos previsto, que es siempre el bueno, al budismo.
Espacio puro
Sospecho que siempre quiso instalarse, mudarse, en California o aquí en París, a un espacio puro, de tranquilidad y de placer. Pero, cosa importante: este espacio, este lugar sin nombre, no se encontraba bajando sin freno la vertiente del hedonismo, sino al contrario, subiendo -aunque parezca paradójico- la de la moral: liberarse del yo, para llegar al dominio, como querían los griegos que él evoca en su último libro, El uso de los placeres, a la plena maestría de sí.
Señalo algo último, que es una vuelta de significante. En Madrid, en una comida, hace unos días, el pintor Gironella me contaba cómo habían limpiado Las meninas, cómo eran ahora un cuadro luminoso y nítido. Quise conservar -y aún quiero- por puro fetichismo, un algodón de esa limpieza, como el cartílago que, se venera del esqueleto disperso de un santo.
Había pensado, ya que le debemos la lectura más penetrante de ese cuadro, enseñarle ese algodón a Michel Foucault.


 27 de junio de 1984


lunes, 21 de septiembre de 2015

La edad de la luna




Leonardo Sinisgalli



Quien ama demasiado la naturaleza corre el riesgo de perder el resto del mundo. El poeta debe rechazar las monerías de la creación. La naturaleza parece fabricada para los inocentes, los enfermos, quizá para los idiotas. El niño desde sus primeras creaciones, no hace más que escarnecerla. El niño, como el poeta, es enemigo de la evidencia.   

                                                      

Nos hemos dejado seducir por el rechazo del método, por una cierta improvisación genial. La poesía hecha a la carrera. La poesía que surge de noche o asoma sólo en trance. La pitonisa que pierde el control y dice necedades sublimes o pueriles enigmas. Creemos encontrar siempre alguna tuberosa en medio del rastrojo, la perla en la basura. Nos hemos vestido con ropas usuales, nos hemos contentado con los apuntes escritos en los puños o en los recortes de periódico. Hemos hinchado la felicidad de un instante hasta ilusionamos de llenar una vida. Nada de liturgia, de ritos, de bohéme. Nuestra poesía surge de días, banales, nace sin fundamento sobre un cúmulo de detritus, sobre un terreno agotado.

                                                        

No es posible hacer del poeta un speaker ni tampoco un sacerdote. Es muy difícil lograr una conquista con un ejército de mendigos. Resulta imposible sostener a una tribu sólo con parábolas y proverbios, sin recurrir a las Ieyes. ¿Qué es lo que le envidiamos a los Verlaine, a los Nietzsche, a los Campana? No tanto su poesía cuanto sus vidas. Un equipo de poetas puede convertirse en un equipo de burócratas. Quizá es el único remedio para salvar la poesía. Para salvar la poesía es preciso formular una disciplina, una regla, transformarla en instituto, arrancarla a la voluptuosidad de los hobbies. Transformar a la pléyade en rigurosísima staff, talvez en confraternidad. Existen muchas disciplinas, la ateniense, la espartana, la claustral, la kafkiana. Rechazar decididamente las soluciones cortesanas, renacentistas o chinas. Ya no es posible hacer un Poeta de un vagabundo, de un haragán, de un degenerado. Es más probable que surjan de los seminarios y las escuelas politécnicas. Fermi. Galois y Caccioppoli ¿acaso perdieron su genio al frecuentar las escuelas y los laboratorios? Es necesario garantizar a los poetas la libertad, que es lo contrario del libertinaje. Es preciso combatir el equívoco del malditismo, de los ladrones del fuego, de los hijos del Sol. Acabar al fin con los milagros execrables.

                                                                              

Los críticos le piden a la poesía conceptos y sistemas. Leo agudos análisis, me informo acerca de todas las operaciones quirúrgicas, algunas muy delicadas, que ellos conducen con la mordaza puesta para llegar a la médula espinal del pobre poeta deshuesado. Le atribuyen capacidades nerviosas, intelectuales, dialécticas. Buscan la lógica en los poetas. ¡Y pensar que la filosofía de los poetas es una cosa tan pobre comparada con su poesía! Su inocencia ayuda a la poesía mucho más que la ciencia. Mi esfuerzo por escribir versos se ha debido precisamente al desprecio de mi sabiduría. He ido creciendo sin obtener ninguna certidumbre que pudiera servir de estructura para mi poesía. Creo que aún no sé cuál sea precisamente el oficio del poeta. No conozco una sola norma válida en tal sentido. No es posible prever los buenos o malos resultados. Nunca le he pedido a la poesía que me ayude a resolver mis problemas. No he tenido la posibilidad ni la paciencia de conformar mi desorden según los caprichos de la poesía y la inspiración. He esperado en horas determinadas. El poeta no predispone: cosecha. Sus predilecciones pueden parecer desconcertantes: crea las jerarquías en el momento. No anda en pos de la liebre: busca la unidad. Los versos tienen una concatenación que no se revela en la superficie. Convergen hacia un punto donde las estratificaciones pueden ocultar un corazón inhallable, pese a cualquier sondeo. El crítico, a menudo, es ese pequeño animal que se arrastra sobre la esfera y nunca llegará al centro, porque no conoce la fórmula, la forma.



Comienza a disgustamos demasiado tarde la voluptuosidad expresiva, como cuando logramos distinguir una golosina de una porquería que deja de apetecernos. Creíamos que la belleza debía vestir los cambiantes atuendos de la naturaleza; que la belleza era la imagen dela vida, triunfo de la sangre, de la energía. La belleza no es el destino del arte. El arte es pérdida, no ganancia.



El tedio desinfla a lo verdadero, desarma a la realidad. Destruye los nexos, borra los confines.



Después de tantas lecturas obscenas, casi hasta gastarme toda la plata y el cuerpo: después de tanto fanatismo y peregrinaciones, regresa el puro, grácil y delicado perfil de un poeta de la doctrina y de la soledad, compañero del dolor y de la muerte. Sin ninguna obscenidad, sólo cierto vicio, algún pecado pueril, y su sabiduría sin improvisaciones, sin escándalo.



Quien busca los mitos no los encuentra. La poesía los ha rechazado.



La identidad y la simetría vista por un ciego. Las facciones son la música de los sordos. Las ecuaciones: las manos acaparan una conquista del intelecto. No puede resolver ecuaciones quien pierde los sentidos, quien sueña, quien se envenena, quien duerme.



El poeta es llevado necesariamente a contradecirse, anegarse, a destruirse. En los poemas recoge sus huesos, sus fragmentos, su ropa, sus excrementos.



No hay que pedirle fe a la Poesía. No es agua, no es vino. No apaga la sed ni adormece. Ni siquiera nutre.

                                                                                  

Grande o pequeño, el poeta sobrevive en su obra. Tengamos piedad de él. Muy pocos, a los elegidos, tienen la suerte de morir en el momento justo. Condenado a crecer tras la gloria que iluminó su frente de muchacho, esconde el cetro y termina sus días en un lugar clandestino. Se aparta en una tienda o en un bazar, en un almacén o en una oficina. Vivo aún, se sepulta en la memoria de los compañeros.



Traducción Guillermo Fernández


Tomado de La Colmena, 2002.