Ferreira Gullar
Escucha:
lo que pasó pasó
y no hay fuerza capaz
de cambiar eso.
En esta tarde de asueto, puedes,
si quisieras, recordar.
Pero nada encenderá de nuevo
el fuego
que en la carne de las horas se perdió.
¡Ah, se perdió!
En las aguas de la piscina se perdió
bajo las hojas de la tarde
en las voces conversando en la baranda
en la sonrisa de Marilia en el rojo
para-sol olvidado en la acera.
Lo que pasó pasó, y muy a pesar,
vuelves a las viejas calles en su búsqueda.
Aquí están las casas, la amarilla,
la blanca, la de azulejo, y el sol
que en ellas quema es el mismo
sol
que no cambió el Universo en estos veinte años.
Caminas en el pasado y en el presente.
Aquella puerta, el batiente de piedra,
el cemento de la acera, hasta la grieta del cemento. No sabes ya
si
recuerdas, si descubres.
Y con sorpresa ves el poste, el muro,
la esquina, el gato en la ventana,
en sollozos casi te preguntas
dónde está el niño
igual a aquel que cruza la calle ahora,
menudo sí, moreno.
Si todo continúa, la puerta
la acera la terraza,
¿dónde está el niño que también
estuvo aquí? ¿aquí en esta acera
se sentó?
Y llegas al malecón. El sol es caliente
como era, a esta hora. Allá abajo
el lodo apesta igual, la poza de agua negra
la misma agua el mismo
buitre posado al lado la misma
lata vieja que se oxida.
Entre dos brazos de agua
esplende la corona del Añil. Y en la intensa
claridad, como sombra,
surge el niño corriendo
sobre la arena. Es él, sí,
gritas tu nombre: “¡Zeca,
Zeca!”
Pero la distancia es vasta
tan vasta que ninguna voz alcanza.
Lo que pasó pasó.
Jamás encenderás de nuevo
el fuego
del tiempo que se apagó.
Traducción: Pedro Marqués de Armas
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