sábado, 18 de abril de 2015

Caricatura y presunción




 G. K. Chesterton


Si no tenemos más remedio que presumir, mejor será que sea de talentos o méritos que no tengamos. Porque entonces nuestra vanidad será superficial, un simple error, como el de quien cree tener sangre real o un sistema infalible para ganar en Montecarlo. Como no son méritos reales, no corromperán ni desvirtuarán nuestros méritos reales. Y aunque presumamos de virtudes que no tenemos, siempre podremos ser humildes con las que sí tenemos. Las cualidades que de verdad nos honran conservarán su inocencia original, porque no podremos verlas ni viciarlas. Que se nos haya metido en la cabeza que somos grandes violinistas no tiene por qué impedir que seamos unos caballeros. Pero si nos creemos mucho que somos unos caballeros, seguro que pronto dejamos de serlo. Hay, sin embargo, un tercer género de satisfacción que no es ni orgullo por virtudes que tenemos ni orgullo por virtudes que no tenemos, del que últimamente he conocido un par de ejemplos. Y es la satisfacción que se siente por poseer o no poseer ciertas cualidades sin preguntarnos si eso constituye una virtud. Podemos felicitarnos por no ser malos en un determinado sentido, cuando la verdad es que no lo somos en ese sentido porque no somos lo bastante buenos. Dirá algún gazmoño cleriguillo: «Tengo razones para congratularme de ser una persona civilizada y no tan sanguinaria como el Mad Mullah».° Y alguien tendría que decirle: «Un hombre realmente bueno sería menos sanguinario que el Mullah. Pero si es usted menos sanguinario que él, no es porque sea mejor hombre, sino porque es mucho menos que un hombre. No es sanguinario porque perdone a su enemigo, sino porque huiría de él». Por lo mismo, dirá algún puritano de árida piedad: «Tengo razones para jactarme de no adorar ídolos como los infieles griegos antiguos». Y alguien tendría también que decirle: «Quizá la mejor religión no adore ídolos, pues ve más allá de ellos. Pero si usted no adora ídolos, es solo por ser moral y mentalmente incapaz de esculpirlos. Quizá la religión esté por encima de la idolatría. Pero usted está por debajo de la idolatría. No es usted lo bastante santo ni aun para adorar un trozo de piedra». El señor F.C. Gould, el brillante y feliz caricaturista, ha hablado hace poco sobre la naturaleza y estado actuales del arte de la caricatura inglés. Hay pocos motivos para el orgullo; seguramente el mayor es el mismo F.C. Gould. Pero el señor F.C. Gould, impedido por modestia de aducir esta excelente causa de optimismo, recurrió a decir algo que ha dicho mucha más gente, pero que tal vez nadie con la autoridad de un eminente dibujante ha dicho últimamente. Declaró que creía «que podíamos felicitarnos de que el estilo de caricatura que hoy gustaba era muy diferente del de las sátiras de antes». «Si volvemos la vista atrás», dice, según cita el periódico, «y observamos las sátiras políticas de la época de Rowlandson y Gilray,° nos parecerán groseras y brutales. En algunos países, incluso en América, la caricatura política era del tipo de la porra. Y la verdad es que hemos superado la época de la porra. Si eran brutales atacando a una persona, incluso por razones políticas, despertaban simpatía por esa persona. Lo que tenían que hacer era masajear el punto que querían destacar lo más suavemente posible.» (Risas y aplausos.) Los que lean estas palabras, y todos los que las oyeron, pensarán sin duda que están llenas de verdad, así como de genialidad. Pero con esa verdad y esa genialidad corre pajeras el falso optimismo basado en la falacia de la que he hablado antes. Antes de felicitarnos por que nuestra nación o sociedad carezca de ciertas faltas, debemos preguntarnos por qué carece de ellas. ¿Es porque tenemos las virtudes opuestas, o porque tenemos las faltas opuestas? Bien está ser inocente de todo exceso; pero asegurémonos de que no somos inocentes de exceso simplemente porque somos culpables de defecto. ¿De verdad es nuestra sátira política tan moderada porque es magnánima, misericordiosa, santa? ¿Porque está penetrada de caridad mística, de ternura psicológica? Si evitamos herir los sentimientos del ministro, ¿es porque a través de sus aparentes crímenes y desmanes calamos las oscuras virtudes que su misma alma ignora? ¿Debemos ser suaves con el líder de la oposición porque con nuestro grandísimo corazón comprendemos y apreciamos su ánimo esforzado? En suma, ¿hemos dejado de ser brutales porque somos generosos y magnánimos? ¿Somos de verdadmejores que la brutalidad? ¿Hemos pasado la época de la porra? Temo que hay, cuando menos, otro aspecto del asunto. ¿No es más que probable que la lenidad de nuestra sátira política, comparada con la de nuestros mayores, se deba simplemente a la profunda falta de realidad de nuestra actual política? Rowlandson y Gilray no luchaban simplemente porque eran groseros y pendencieros por naturaleza, sino porque tenían algo por lo que luchar; es muy fácil ser refinados en cosas que no importan; pero los hombres pataleaban y a veces caían en ese portentoso combate en el que se tambaleaban, aturdidas por igual ante el peligro, la independencia de Inglaterra, la independencia de Irlanda, la independencia de Francia. Si queremos una prueba de que la falta de refinamiento no deriva solamente de la brutalidad, la prueba es fácil. La prueba es que en aquella lucha fueron las personalidades más refinadas las que se mostraron más brutales. Nadie fue más violento e intolerante que los que por naturaleza eran educados y sensibles. Nelson, por ejemplo, tenía el temperamento y las buenas maneras de una mujer: supongo que nadie en su sano juicio lo calificaría de «brutal». Pero cuando le tocaban la cuestión nacional, prorrumpía en juramentos y lo único que podía decir era: «Muerte, muerte, muerte a los malditos franceses». Igual de fácil sería poner ejemplos en el otro bando. Camille Desmoulins era una persona por el estilo, no solo elegante y afable de carácter, sino casi nerviosamente tímido y compasivo. Pero estaba dispuesto, decía, «a pasar por encima de un montón de cadáveres para abrazar la libertad». En Irlanda hubo incluso más casos. Robert Emmet fue solo un ejemplo famoso de toda una familia a la vez delicada y brutal. Creo que el señor F.C. Gould se equivoca por completo al hablar de esta ferocidad política como si fuera un vestigio de épocas más duras, como un hacha de sílex o un hombre peludo. La crueldad es quizá el peor de los pecados. La crueldad intelectual es sin duda la peor de las crueldades. Pero no hay nada bárbaro o ignorante en ella. Los grandes artistas del Renacimiento que mezclaron pigmentos exquisitamente, mezclaron venenos no menos exquisitamente; los grandes príncipes del Renacimiento que diseñaron instrumentos musicales diseñaron también instrumentos de tortura. La brutalidad, la maldad, el deseo de herir al prójimo, son cosas malas que se engendran en ambientes de intensa realidad, en los que grandes naciones o grandes causas están en guerra. Quizá nos es lícito alegrarnos de no ser brutales, malos o crueles, pero también es peligroso enorgullecernos. Quizá es que no somos lo bastante grandes para serlo. Quizá algunas grandes virtudes deben engendrarse, al igual que en hombres como Nelson o Emmet, antes de que podamos tener esos vicios, ni aun como tentaciones. Por mi parte, creo que si nuestros caricaturistas no odian a sus enemigos, no es porque sean demasiado grandes para odiarlos, sino porque no lo son sus enemigos. No creo que hayan pasado los tiempos de la porra. Creo que no hemos llegado a ellos. Debemos ser mejores, más valientes y más puros antes de llegar. Sintámonos, pues, todo lo orgullosos que queramos de las virtudes que no tenemos, pero no nos ufanemos demasiado de las virtudes que no podemos evitar tener. Puede que un hombre que viva en una isla desierta tenga derecho a felicitarse por poder meditar tranquilo. Pero no debe felicitarse por estar en una isla desierta y al mismo tiempo por el dominio de sí que demuestra al no irse de fiesta todas las noches. Por lo mismo, la Inglaterra de hoy puede tener derecho a felicitarse por lo tranquila, cordial y monótona que es nuestra política, pero no por eso y a la vez por el dominio de sí que demuestra no tirándose a sí misma y a los ciudadanos los trastos a la cabeza. Entre dos consejeros reales, el lenguaje educado es una muestra de cortesía, no realmente de magnanimidad. Unida a esta cuestión va otra de la que muy a menudo presumen los británicos ilusos, a saber, la de que nuestros políticos se llevan muy bien en privado, pese a ocupar en el parlamento escaños opuestos. Tampoco en este caso hay que hacerse ilusiones. Nuestros políticos no son monstruos de mística generosidad y lógica demente, capaces de odiar a una persona de tres a doce y de amarla de doce a tres. Si las relaciones sociales de nuestros políticos son más pacíficas que las de los políticos franceses, americanos o de la Inglaterra de hace un siglo, no es sino porque nuestros políticos son más pacíficos, y probablemente también porque son más falsos. Si nuestros políticos congenian más en privado, es por la sencilla razón de que congenian más en público. Y la razón de que congenien tanto en privado como en público es que pertenecen a la misma clase social, y por tanto la vida de sociedad coincide con la privada. Conservadores y liberales se llevan bien no porque sean más expansivos, sino porque son más exclusivos.



 Título original: «Conceit and caricature», en All Things Considered. Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraído de su pagina Web: http://juanmanuelsalmeron.com/ 



jueves, 9 de abril de 2015

Meaume el Grabador



  
Pascal Quignard


A finales del mes de febrero de 1664, en Roma, una serie de treinta y dos imágenes obscenas, todas ellas compradas en una tienda de la via Guilia, fueron entregadas al hijo mayor de una de las familias más importantes de la ciudad, de nombre Eugenio, un joven muy apuesto, culto, refinado, sensible y casto. Todas eran obra de Meaume el Grabador. La compra se hizo a petición del médico de la familia, Marcello Zerra. El joven patricio a quien había auscultado minuciosamente, de veinte años de edad, vigoroso, dotado de genitales bien formados, afirmaba no poder casarse porque nunca en la vida había sentido deseo. Los padres, que no tenían la menor fe en lo que decía su hijo mayor, hicieron que Zerra lo examinara. Marcello Zerra prescribió imágenes obscenas, que Eugenio tenía que mirar durante toda una noche en compañía de dos prostitutas florentinas, una de ellas mayor y dulce, por no decir complaciente, y la otra mucho más joven y vivaz. La tentativa no sólo fracasó, sino que suscitó en Eugenio una repugnancia que llegó hasta la náusea, y la náusea fue tan violenta que le provocó angustia. Las mujeres de vida alegre de la ciudad de Florencia fueron incapaces de ponerse de acuerdo sobre el resultado de sus esfuerzos nocturnos. La más joven afirmó que el cuerpo del muchacho había estado sin vida y que su alma se había sentido terriblemente desgraciada y, puesto que le pedían su opinión, concluyó que según ella no estaba hecho para la vida civil, es decir, viril o paternal. La puta de más edad, temiendo no percibir la retribución que habían acordado por los dos viajes de ida y vuelta, además de la noche entera, sostuvo que aquella afirmación era incorrecta, que el joven había tenido una erección fugaz y que otra noche acabaría fácilmente con sus reticencias y otras dificultades que ella había tenido tiempo de observar atentamente. Al oír que la mujer de mala vida proponía otra noche de placeres, el joven Eugenio se desmayó. Hubo que pedir un coche de dos ruedas. En el palacio familiar, el propio Zerra interrogó ese mismo día a las lavanderas, que declararon no haber visto jamás la menor huella de polución nocturna en las sábanas del hijo mayor. Zerra pidió a los padres que reflexionaran antes de prometer a su hijo. Pero el cabeza de familia no le hizo caso. Importantes y antiguos intereses obligaban al hijo mayor a unirse a la muchacha que le estaba destinada desde la más tierna edad.
   Eugenio nunca logró consumar el matrimonio con su esposa.
  La joven, que seguía intacta, se quejó a su familia, y ésta se hizo eco de su angustia. De hecho, la familia política amenazó con impugnar el matrimonio si su hija no perdía pronto la honra, además de disfrutar de un poco de alegría natural. 
 Consultado de nuevo, Zerra prescribió otra vez las fascinantes imágenes de Meaumus, y sugirió a la joven esposa que ayudase a su marido a conseguir la consistencia del deseo valiéndose de todos los dedos de las manos. El joven se mató el 22 de mayo de 1664. Los grabados fueron retirados del comercio. Cargaron en una carreta las planchas de cobre y todas las tiradas que había en la tienda de estampas con el rótulo de la cruz negra, ya fueran de la mano de Meaume o de las de otros artistas, y las llevaron a cincuenta metros de allí, al Campo de las Flores, donde fueron quemadas y fundidas delante de la muchedumbre. Es una de las razones de que queden tan pocas cartas eróticas directamente impresas con las planchas originales de Claude Mellan o de Meaume el Grabador. 



  Capítulo XXIX de Terraza en Roma, Espasa Calpe, S.A, 2008; traducción: Encarna Castejón. 


jueves, 2 de abril de 2015

El otro Céline




Llegamos a Copenhague el día 27 de marzo de 1945. Dinamarca es el país más triste del mundo, habitado por cerdos hipócritas.
Mi sueño era España. Llevaba en mí, sin haber estado jamás allí, su cultura, sus bailas y sus castañuelas… su belleza. Nunca la conocí y todavía hoy la lamento.
Nos instalamos en casa de la amiga de Louis, la bailarina Karen Marie Jensen, en su pequeño apartamento de un último piso que daba a los canales.
Allí, Louis volvió a escribir y yo a bailar. Daba clases a una sobrina de Goring casada con el hijo de un rabino.
Habíamos adoptado nuevas identidades: Louis Courtial y Lucie Jensen.
En la noche del 17 de diciembre, varios policías de civil vinieron a detenernos. Ya he contado muchas veces cómo, enloquecidos, tratamos de huir por los tejados con Bébert. Pensábamos que eran comunistas que venían a asesinarnos y Louis tenía incluso una pistola para defenderse y cianuro para matarse.  Al encontrar las cánulas y las peras lavativas que Louis utilizaba para tratar su amebiasis, la policía, sospechando algún asunto de aborto, nos metió en la cárcel. Como extranjera, fui tomada por una espía y encerrada durante diez días en una celda con una criminal que había matado a su marido y ocultado su dinero.
Cada día me ponían inyecciones para prevenir una tuberculosis. En un primer momento, pensé que Louis había muerto. Solo algo más tarde supe que vivía, gracias a una enfermera que hablaba francés y que trabajaba también en la sección de los hombres. Recuerdo que el novio de aquella mujer había ido a Rusia para combatir al comunismo en la División Carlomagno. Había muerto como los demás, metido en un saco de patatas que se mantuvo en pie firme hasta que se cayó y se partió en cráneo. 
Fui liberada el 28 de diciembre pero tuve que esperar seis meses hasta poder establecer correspondencia con Louis. Entre tanto, realicé tres intentos de suicidio. Nunca se lo dije a Céline, pero me sentía sola, absolutamente sola en un país extraño cuya lengua no comprendía. Él me había prohibido pronunciar una sola palabra en danés, ni siquiera broad, pan. Su amor por la lengua francesa no toleraba compromiso alguno.
Por tres veces quise morir, en las tres tomé gran cantidad de pastillas y en todas ellas fracasé.
Al principio, nos comunicábamos clandestinamente con palabra garrapateadas en hojas de papel higiénico; luego pudimos ya escribirnos por medio del abogado de Louis, Mikkelssen.
Cuando hoy releo estar cartas, me parecen totalmente alejadas de la realidad. Era algo a la vez atroz y normal. No comía, continuamente me desmayaba y escupía sangre.
Cuando iba a ver a Louis, lleva siempre a Bébert y su juguetito, oculto en una bolsa. Se estaba totalmente quieto y solo al final le tendía una pata.
Bébert nos salvó la vida. Era como si viviésemos el descenso al Infierno de Dante.
En mi cuarto, en aquel camaranchón, me sentía tan sola que me hubiera dejado morir. No hubiera alimentado sin cesar mi estufa de troncos, haciendo lo posible para conseguir calor, si no fuera para que mi gato viviese. Era él quien nos creaba un pequeño hogar, un corazón que latía.
A algunos les resulta extraño que Céline hubiera puesto a Bébert al mismo nivel que a mí. Pero no podía ser de otra forma, ya que era un personaje completo.
En la cárcel, a Louis lo torturaron moralmente: la tortura por la esperanza. En varias ocasiones le hicieron creer que lo iban a liberar. Lo hacían vestirse y lo metían en una furgoneta pero, en el último momento, lo volvían a encerrar.
También le decían: “Hoy te van a fusilar”.
Sufrió un verdadero martirio. A causa de su amebiasis, necesitaba cada día unos lavados calientes que no podía hacerse. Perdió veinte kilos y tuvo que ser ingresado varias veces en la enfermería de la prisión. Yo iba a verlo allí a la sala común. Cuando algún paciente moría tras su biombo, tocaban una campanilla para que viniesen a buscar el cadáver. Él entonces contenía la respiración.
Le tricotaba calcetines y guantes sin decirle que era yo quien los hacía ya que, de haberlo sabido, con toda seguridad no lo hubiera admitido. Louis siempre se negó a que yo cocinase o hiciera los trabajos caseros. En Meudon, nos comíamos los guisos infectos que él mismo preparaba. Acerca de las labores caseras, cuando Marcel Aymé le decía que alguien debía hacerlas, le respondía: “Tu mujer, sí; la mía, no”.
Para Navidad, nuestra vida había dado un vuelco. Desde entonces, cada año en esa época vuelvo a vivir aquella atrocidad. Cuando llega la Navidad, siempre me pongo enferma.
Céline estuvo en la cárcel desde el 17 de diciembre del 46 al 24 de junio del 47. Todo se alargó hasta que finalmente conseguí ver al ministro, que consultó su informe y comprobó que el único motivo de inculpación era la obra Les beaux draps, escrita en 1939 y publicada al año siguiente. Se pasó la noche leyéndola, y, a la mañana siguiente, hizo una llamada telefónica: “No veo nada en el informe”. Una hora después, una limusina aparcaba ante mi puerta, trayendo a Louis.
Para recibirle, había comprado una magnífica magnolia con bellas flores blancas. Cuando llegó, todas las flores habían caído y no quedaba más que el tallo.
Cuando se ha estado en la cárcel, ya nada vuelve a ser igual; es como si uno se convirtiese en un fantasma.
En dos años, Louis se había convertido en otro hombre, se había hecho viejo. Andaba con un bastón y todos los días tenía alguna molestia, aparte de sus habituales crisis de paludismo.
La primera guerra había partido por la mitad a un hombre, dejándole con un solo oído, un solo brazo y una cabeza en ebullición. La prisión acabó con él. Hizo de él un muerto viviente. En Meudon, durante los diez años que precedieron a su muerte, ya no estaba allí.  
A partir de un cierto grado de sufrimiento, el soporte que son las palabras se desploma y ya no queda nada que decir.
Lo mismo que les sucede a los verdaderos pobres, que nunca se quejan, no piden nada y se esconden.
En la consulta de Bezons, Louis había conocido a un bibliotecario que negaba a desnudarse para que le examinase. Llevaba los pantalones atados con un cordón, su camisa no tenía cuello y vivía en un estado de extrema pobreza. Para ayudarlo, Louis le hizo escribir un libro sobre Bezons, para el que le redactó un prólogo.
Con la medicina, Celine se sentía en el corazón de las cosas, en el centro de la vida, en lo esencial.
Ante un niño que muere, nada tiene importancia, lo mismo la literatura que todo lo demás.
Todo parece insignificante.



Lucette Destouches y Véronique Robert, de Céline secretoVeintisiete Letras, S. L., 2009. Madrid pp. 63-67.



Traducción de José María Solé.



domingo, 22 de marzo de 2015

Semmelweis: la vida de las plantas




Louis-Ferdinand Céline


El trabajo será breve; doce páginas apenas. Pero doce páginas de densa poesía, de agrestes imágenes. Con arreglo al clasicismo de entonces, está redactada en latín, y del más fácil. Se titula: La vida de las plantas. Es un pretexto para celebrar las virtudes del rododendro, de la vellorita, de la peonía y de algunos otros vegetales. De paso, el autor se complace en hacernos constatar fenómenos de gran importancia, pero totalmente obvios; entre otros que, si el calor del sol favorece la eclosión de las flores, el frío, por el contrario, les es enteramente perjudicial. No existe nada más simple, pero para una muestra de patetismo he aquí ésta: «¡No hay espectáculo —escribe— Semmelweis que regocije más el espíritu y el corazón de un hombre que el de las plantas! ¡El de estas espléndidas flores de variedades maravillosas, que exhalan olores tan suaves! ¡Que proporcionan al gusto los más deliciosos jugos! ¡Que alimentan nuestro cuerpo y le sanan de las enfermedades! El espíritu de las plantas inspira la cohorte de los poetas del divino Apolo, que se maravillaban ya de sus formas innumerables. La razón del hombre se niega a comprender estos fenómenos, que no puede aclarar, pero que la filosofía natural adopta y reverencia: en efecto, de todo lo existente emana la omnipotencia divina.» No le faltan a la tesis otros pasajes de la misma melodiosa inspiración y de igual valor. Su maestro Skoda, que presidía el tribunal de la Facultad, le preguntó, sin duda por no permanecer inactivo, si sería posible sustituir el mercurio por el jugo de ciertas flores en el tratamiento de las enfermedades, y le rogó que argumentase este delicado tema: «Medicina y Sentimiento». Todo ello en mal latín, que quede claro. Lo esencial para nosotros es saber que fue recibido doctor en medicina aquel día, que algunos autores sitúan en marzo, otros en mayo, en todo caso, en la primavera de 1844.



Traducción de Juan García Hortelano