G. K. Chesterton
Si no tenemos más remedio que
presumir, mejor será que sea de talentos o méritos que no tengamos. Porque
entonces nuestra vanidad será superficial, un simple error, como el de quien
cree tener sangre real o un sistema infalible para ganar en Montecarlo. Como no
son méritos reales, no corromperán ni desvirtuarán nuestros méritos reales. Y
aunque presumamos de virtudes que no tenemos, siempre podremos ser humildes con
las que sí tenemos. Las cualidades que de verdad nos honran conservarán su
inocencia original, porque no podremos verlas ni viciarlas. Que se nos haya
metido en la cabeza que somos grandes violinistas no tiene por qué impedir que
seamos unos caballeros. Pero si nos creemos mucho que somos unos caballeros,
seguro que pronto dejamos de serlo. Hay, sin embargo, un tercer género de
satisfacción que no es ni orgullo por virtudes que tenemos ni orgullo por
virtudes que no tenemos, del que últimamente he conocido un par de ejemplos. Y
es la satisfacción que se siente por poseer o no poseer ciertas cualidades sin
preguntarnos si eso constituye una virtud. Podemos felicitarnos por no ser
malos en un determinado sentido, cuando la verdad es que no lo somos en ese
sentido porque no somos lo bastante buenos. Dirá algún gazmoño cleriguillo:
«Tengo razones para congratularme de ser una persona civilizada y no tan
sanguinaria como el Mad Mullah».° Y alguien tendría que decirle: «Un hombre
realmente bueno sería menos sanguinario que el Mullah. Pero si es usted menos
sanguinario que él, no es porque sea mejor hombre, sino porque es mucho menos
que un hombre. No es sanguinario porque perdone a su enemigo, sino porque
huiría de él». Por lo mismo, dirá algún puritano de árida piedad: «Tengo
razones para jactarme de no adorar ídolos como los infieles griegos antiguos».
Y alguien tendría también que decirle: «Quizá la mejor religión no adore
ídolos, pues ve más allá de ellos. Pero si usted no adora ídolos, es solo por
ser moral y mentalmente incapaz de esculpirlos. Quizá la religión esté por
encima de la idolatría. Pero usted está por debajo de la idolatría. No es usted
lo bastante santo ni aun para adorar un trozo de piedra». El señor F.C. Gould,
el brillante y feliz caricaturista, ha hablado hace poco sobre la naturaleza y
estado actuales del arte de la caricatura inglés. Hay pocos motivos para el
orgullo; seguramente el mayor es el mismo F.C. Gould. Pero el señor F.C. Gould,
impedido por modestia de aducir esta excelente causa de optimismo, recurrió a
decir algo que ha dicho mucha más gente, pero que tal vez nadie con la
autoridad de un eminente dibujante ha dicho últimamente. Declaró que creía «que
podíamos felicitarnos de que el estilo de caricatura que hoy gustaba era muy diferente
del de las sátiras de antes». «Si volvemos la vista atrás», dice, según cita el
periódico, «y observamos las sátiras políticas de la época de Rowlandson y
Gilray,° nos parecerán groseras y brutales. En algunos países, incluso en
América, la caricatura política era del tipo de la porra. Y la verdad es que
hemos superado la época de la porra. Si eran brutales atacando a una persona,
incluso por razones políticas, despertaban simpatía por esa persona. Lo que
tenían que hacer era masajear el punto que querían destacar lo más suavemente
posible.» (Risas y aplausos.) Los que lean estas palabras, y todos los que las
oyeron, pensarán sin duda que están llenas de verdad, así como de genialidad.
Pero con esa verdad y esa genialidad corre pajeras el falso optimismo basado en
la falacia de la que he hablado antes. Antes de felicitarnos por que nuestra
nación o sociedad carezca de ciertas faltas, debemos preguntarnos por qué
carece de ellas. ¿Es porque tenemos las virtudes opuestas, o porque tenemos las
faltas opuestas? Bien está ser inocente de todo exceso; pero asegurémonos de
que no somos inocentes de exceso simplemente porque somos culpables de defecto.
¿De verdad es nuestra sátira política tan moderada porque es magnánima,
misericordiosa, santa? ¿Porque está penetrada de caridad mística, de ternura
psicológica? Si evitamos herir los sentimientos del ministro, ¿es porque a
través de sus aparentes crímenes y desmanes calamos las oscuras virtudes que su
misma alma ignora? ¿Debemos ser suaves con el líder de la oposición porque con
nuestro grandísimo corazón comprendemos y apreciamos su ánimo esforzado? En
suma, ¿hemos dejado de ser brutales porque somos generosos y magnánimos? ¿Somos
de verdadmejores que la brutalidad? ¿Hemos pasado la época de la porra? Temo que
hay, cuando menos, otro aspecto del asunto. ¿No es más que probable que la
lenidad de nuestra sátira política, comparada con la de nuestros mayores, se
deba simplemente a la profunda falta de realidad de nuestra actual política?
Rowlandson y Gilray no luchaban simplemente porque eran groseros y pendencieros
por naturaleza, sino porque tenían algo por lo que luchar; es muy fácil ser
refinados en cosas que no importan; pero los hombres pataleaban y a veces caían
en ese portentoso combate en el que se tambaleaban, aturdidas por igual ante el
peligro, la independencia de Inglaterra, la independencia de Irlanda, la
independencia de Francia. Si queremos una prueba de que la falta de
refinamiento no deriva solamente de la brutalidad, la prueba es fácil. La
prueba es que en aquella lucha fueron las personalidades más refinadas las que
se mostraron más brutales. Nadie fue más violento e intolerante que los que por
naturaleza eran educados y sensibles. Nelson, por ejemplo, tenía el
temperamento y las buenas maneras de una mujer: supongo que nadie en su sano
juicio lo calificaría de «brutal». Pero cuando le tocaban la cuestión nacional,
prorrumpía en juramentos y lo único que podía decir era: «Muerte, muerte,
muerte a los malditos franceses». Igual de fácil sería poner ejemplos en el
otro bando. Camille Desmoulins era una persona por el estilo, no solo elegante
y afable de carácter, sino casi nerviosamente tímido y compasivo. Pero estaba
dispuesto, decía, «a pasar por encima de un montón de cadáveres para abrazar la
libertad». En Irlanda hubo incluso más casos. Robert Emmet fue solo un ejemplo
famoso de toda una familia a la vez delicada y brutal. Creo que el señor F.C.
Gould se equivoca por completo al hablar de esta ferocidad política como si
fuera un vestigio de épocas más duras, como un hacha de sílex o un hombre
peludo. La crueldad es quizá el peor de los pecados. La crueldad intelectual es
sin duda la peor de las crueldades. Pero no hay nada bárbaro o ignorante en
ella. Los grandes artistas del Renacimiento que mezclaron pigmentos
exquisitamente, mezclaron venenos no menos exquisitamente; los grandes
príncipes del Renacimiento que diseñaron instrumentos musicales diseñaron
también instrumentos de tortura. La brutalidad, la maldad, el deseo de herir al
prójimo, son cosas malas que se engendran en ambientes de intensa realidad, en
los que grandes naciones o grandes causas están en guerra. Quizá nos es lícito
alegrarnos de no ser brutales, malos o crueles, pero también es peligroso
enorgullecernos. Quizá es que no somos lo bastante grandes para serlo. Quizá
algunas grandes virtudes deben engendrarse, al igual que en hombres como Nelson
o Emmet, antes de que podamos tener esos vicios, ni aun como tentaciones. Por
mi parte, creo que si nuestros caricaturistas no odian a sus enemigos, no es
porque sean demasiado grandes para odiarlos, sino porque no lo son sus
enemigos. No creo que hayan pasado los tiempos de la porra. Creo que no hemos
llegado a ellos. Debemos ser mejores, más valientes y más puros antes de
llegar. Sintámonos, pues, todo lo orgullosos que queramos de las virtudes que
no tenemos, pero no nos ufanemos demasiado de las virtudes que no podemos
evitar tener. Puede que un hombre que viva en una isla desierta tenga derecho a
felicitarse por poder meditar tranquilo. Pero no debe felicitarse por estar en
una isla desierta y al mismo tiempo por el dominio de sí que demuestra al no
irse de fiesta todas las noches. Por lo mismo, la Inglaterra de hoy puede tener
derecho a felicitarse por lo tranquila, cordial y monótona que es nuestra
política, pero no por eso y a la vez por el dominio de sí que demuestra no
tirándose a sí misma y a los ciudadanos los trastos a la cabeza. Entre dos
consejeros reales, el lenguaje educado es una muestra de cortesía, no realmente
de magnanimidad. Unida a esta cuestión va otra de la que muy a menudo presumen
los británicos ilusos, a saber, la de que nuestros políticos se llevan muy bien
en privado, pese a ocupar en el parlamento escaños opuestos. Tampoco en este
caso hay que hacerse ilusiones. Nuestros políticos no son monstruos de mística
generosidad y lógica demente, capaces de odiar a una persona de tres a doce y
de amarla de doce a tres. Si las relaciones sociales de nuestros políticos son
más pacíficas que las de los políticos franceses, americanos o de la Inglaterra
de hace un siglo, no es sino porque nuestros políticos son más pacíficos, y
probablemente también porque son más falsos. Si nuestros políticos congenian
más en privado, es por la sencilla razón de que congenian más en público. Y la
razón de que congenien tanto en privado como en público es que pertenecen a la
misma clase social, y por tanto la vida de sociedad coincide con la privada.
Conservadores y liberales se llevan bien no porque sean más expansivos, sino
porque son más exclusivos.
Título
original: «Conceit and caricature», en All Things Considered. Traducción de Juan Manuel Salmerón, extraído de su pagina Web:
http://juanmanuelsalmeron.com/
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