Llegamos a Copenhague el día 27 de marzo de 1945. Dinamarca
es el país más triste del mundo, habitado por cerdos hipócritas.
Mi sueño era España.
Llevaba en mí, sin haber estado jamás allí, su cultura, sus bailas y sus
castañuelas… su belleza. Nunca la conocí y todavía hoy la lamento.
Nos instalamos en casa
de la amiga de Louis, la bailarina Karen Marie Jensen, en su pequeño
apartamento de un último piso que daba a los canales.
Allí, Louis volvió a
escribir y yo a bailar. Daba clases a una sobrina de Goring casada con el hijo
de un rabino.
Habíamos adoptado
nuevas identidades: Louis Courtial y Lucie Jensen.
En la noche del 17 de
diciembre, varios policías de civil vinieron a detenernos. Ya he contado muchas
veces cómo, enloquecidos, tratamos de huir por los tejados con Bébert.
Pensábamos que eran comunistas que venían a asesinarnos y Louis tenía incluso
una pistola para defenderse y cianuro para matarse. Al encontrar las cánulas y las peras
lavativas que Louis utilizaba para tratar su amebiasis, la policía, sospechando
algún asunto de aborto, nos metió en la cárcel. Como extranjera, fui tomada por
una espía y encerrada durante diez días en una celda con una criminal que había
matado a su marido y ocultado su dinero.
Cada día me ponían
inyecciones para prevenir una tuberculosis. En un primer momento, pensé que
Louis había muerto. Solo algo más tarde supe que vivía, gracias a una enfermera
que hablaba francés y que trabajaba también en la sección de los hombres.
Recuerdo que el novio de aquella mujer había ido a Rusia para combatir al
comunismo en la División Carlomagno. Había muerto como los demás, metido en un
saco de patatas que se mantuvo en pie firme hasta que se cayó y se partió en
cráneo.
Fui liberada el 28 de
diciembre pero tuve que esperar seis meses hasta poder establecer
correspondencia con Louis. Entre tanto, realicé tres intentos de suicidio.
Nunca se lo dije a Céline, pero me sentía sola, absolutamente sola en un país
extraño cuya lengua no comprendía. Él me había prohibido pronunciar una sola
palabra en danés, ni siquiera broad,
pan. Su amor por la lengua francesa no toleraba compromiso alguno.
Por tres veces quise
morir, en las tres tomé gran cantidad de pastillas y en todas ellas fracasé.
Al principio, nos
comunicábamos clandestinamente con palabra garrapateadas en hojas de papel
higiénico; luego pudimos ya escribirnos por medio del abogado de Louis,
Mikkelssen.
Cuando hoy releo estar
cartas, me parecen totalmente alejadas de la realidad. Era algo a la vez atroz
y normal. No comía, continuamente me desmayaba y escupía sangre.
Cuando iba a ver a
Louis, lleva siempre a Bébert y su
juguetito, oculto en una bolsa. Se estaba totalmente quieto y solo al final le
tendía una pata.
Bébert nos salvó la vida. Era como si viviésemos el descenso al
Infierno de Dante.
En mi cuarto, en aquel
camaranchón, me sentía tan sola que me hubiera dejado morir. No hubiera
alimentado sin cesar mi estufa de troncos, haciendo lo posible para conseguir
calor, si no fuera para que mi gato viviese. Era él quien nos creaba un pequeño
hogar, un corazón que latía.
A algunos les resulta
extraño que Céline hubiera puesto a Bébert
al mismo nivel que a mí. Pero no podía ser de otra forma, ya que era un
personaje completo.
En la cárcel, a Louis
lo torturaron moralmente: la tortura por la esperanza. En varias ocasiones le
hicieron creer que lo iban a liberar. Lo hacían vestirse y lo metían en una
furgoneta pero, en el último momento, lo volvían a encerrar.
También le decían:
“Hoy te van a fusilar”.
Sufrió un verdadero
martirio. A causa de su amebiasis, necesitaba cada día unos lavados calientes
que no podía hacerse. Perdió veinte kilos y tuvo que ser ingresado varias veces
en la enfermería de la prisión. Yo iba a verlo allí a la sala común. Cuando
algún paciente moría tras su biombo, tocaban una campanilla para que viniesen a
buscar el cadáver. Él entonces contenía la respiración.
Le tricotaba
calcetines y guantes sin decirle que era yo quien los hacía ya que, de haberlo
sabido, con toda seguridad no lo hubiera admitido. Louis siempre se negó a que
yo cocinase o hiciera los trabajos caseros. En Meudon, nos comíamos los guisos
infectos que él mismo preparaba. Acerca de las labores caseras, cuando Marcel
Aymé le decía que alguien debía hacerlas, le respondía: “Tu mujer, sí; la mía,
no”.
Para Navidad, nuestra
vida había dado un vuelco. Desde entonces, cada año en esa época vuelvo a vivir
aquella atrocidad. Cuando llega la Navidad, siempre me pongo enferma.
Céline estuvo en la
cárcel desde el 17 de diciembre del 46 al 24 de junio del 47. Todo se alargó
hasta que finalmente conseguí ver al ministro, que consultó su informe y
comprobó que el único motivo de inculpación era la obra Les beaux draps, escrita en 1939 y publicada al año siguiente. Se
pasó la noche leyéndola, y, a la mañana siguiente, hizo una llamada telefónica:
“No veo nada en el informe”. Una hora después, una limusina aparcaba ante mi
puerta, trayendo a Louis.
Para recibirle, había
comprado una magnífica magnolia con bellas flores blancas. Cuando llegó, todas
las flores habían caído y no quedaba más que el tallo.
Cuando se ha estado en
la cárcel, ya nada vuelve a ser igual; es como si uno se convirtiese en un
fantasma.
En dos años, Louis se
había convertido en otro hombre, se había hecho viejo. Andaba con un bastón y
todos los días tenía alguna molestia, aparte de sus habituales crisis de
paludismo.
La primera guerra
había partido por la mitad a un hombre, dejándole con un solo oído, un solo
brazo y una cabeza en ebullición. La prisión acabó con él. Hizo de él un muerto
viviente. En Meudon, durante los diez años que precedieron a su muerte, ya no
estaba allí.
A partir de un cierto
grado de sufrimiento, el soporte que son las palabras se desploma y ya no queda
nada que decir.
Lo mismo que les
sucede a los verdaderos pobres, que nunca se quejan, no piden nada y se
esconden.
En la consulta de
Bezons, Louis había conocido a un bibliotecario que negaba a desnudarse para
que le examinase. Llevaba los pantalones atados con un cordón, su camisa no
tenía cuello y vivía en un estado de extrema pobreza. Para ayudarlo, Louis le
hizo escribir un libro sobre Bezons, para el que le redactó un prólogo.
Con la medicina,
Celine se sentía en el corazón de las cosas, en el centro de la vida, en lo
esencial.
Ante un niño que
muere, nada tiene importancia, lo mismo la literatura que todo lo demás.
Todo parece insignificante.
Lucette Destouches y Véronique Robert, de Céline secreto, Veintisiete Letras, S. L., 2009. Madrid pp. 63-67.
Traducción de José María Solé.
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