jueves, 2 de abril de 2015

El otro Céline




Llegamos a Copenhague el día 27 de marzo de 1945. Dinamarca es el país más triste del mundo, habitado por cerdos hipócritas.
Mi sueño era España. Llevaba en mí, sin haber estado jamás allí, su cultura, sus bailas y sus castañuelas… su belleza. Nunca la conocí y todavía hoy la lamento.
Nos instalamos en casa de la amiga de Louis, la bailarina Karen Marie Jensen, en su pequeño apartamento de un último piso que daba a los canales.
Allí, Louis volvió a escribir y yo a bailar. Daba clases a una sobrina de Goring casada con el hijo de un rabino.
Habíamos adoptado nuevas identidades: Louis Courtial y Lucie Jensen.
En la noche del 17 de diciembre, varios policías de civil vinieron a detenernos. Ya he contado muchas veces cómo, enloquecidos, tratamos de huir por los tejados con Bébert. Pensábamos que eran comunistas que venían a asesinarnos y Louis tenía incluso una pistola para defenderse y cianuro para matarse.  Al encontrar las cánulas y las peras lavativas que Louis utilizaba para tratar su amebiasis, la policía, sospechando algún asunto de aborto, nos metió en la cárcel. Como extranjera, fui tomada por una espía y encerrada durante diez días en una celda con una criminal que había matado a su marido y ocultado su dinero.
Cada día me ponían inyecciones para prevenir una tuberculosis. En un primer momento, pensé que Louis había muerto. Solo algo más tarde supe que vivía, gracias a una enfermera que hablaba francés y que trabajaba también en la sección de los hombres. Recuerdo que el novio de aquella mujer había ido a Rusia para combatir al comunismo en la División Carlomagno. Había muerto como los demás, metido en un saco de patatas que se mantuvo en pie firme hasta que se cayó y se partió en cráneo. 
Fui liberada el 28 de diciembre pero tuve que esperar seis meses hasta poder establecer correspondencia con Louis. Entre tanto, realicé tres intentos de suicidio. Nunca se lo dije a Céline, pero me sentía sola, absolutamente sola en un país extraño cuya lengua no comprendía. Él me había prohibido pronunciar una sola palabra en danés, ni siquiera broad, pan. Su amor por la lengua francesa no toleraba compromiso alguno.
Por tres veces quise morir, en las tres tomé gran cantidad de pastillas y en todas ellas fracasé.
Al principio, nos comunicábamos clandestinamente con palabra garrapateadas en hojas de papel higiénico; luego pudimos ya escribirnos por medio del abogado de Louis, Mikkelssen.
Cuando hoy releo estar cartas, me parecen totalmente alejadas de la realidad. Era algo a la vez atroz y normal. No comía, continuamente me desmayaba y escupía sangre.
Cuando iba a ver a Louis, lleva siempre a Bébert y su juguetito, oculto en una bolsa. Se estaba totalmente quieto y solo al final le tendía una pata.
Bébert nos salvó la vida. Era como si viviésemos el descenso al Infierno de Dante.
En mi cuarto, en aquel camaranchón, me sentía tan sola que me hubiera dejado morir. No hubiera alimentado sin cesar mi estufa de troncos, haciendo lo posible para conseguir calor, si no fuera para que mi gato viviese. Era él quien nos creaba un pequeño hogar, un corazón que latía.
A algunos les resulta extraño que Céline hubiera puesto a Bébert al mismo nivel que a mí. Pero no podía ser de otra forma, ya que era un personaje completo.
En la cárcel, a Louis lo torturaron moralmente: la tortura por la esperanza. En varias ocasiones le hicieron creer que lo iban a liberar. Lo hacían vestirse y lo metían en una furgoneta pero, en el último momento, lo volvían a encerrar.
También le decían: “Hoy te van a fusilar”.
Sufrió un verdadero martirio. A causa de su amebiasis, necesitaba cada día unos lavados calientes que no podía hacerse. Perdió veinte kilos y tuvo que ser ingresado varias veces en la enfermería de la prisión. Yo iba a verlo allí a la sala común. Cuando algún paciente moría tras su biombo, tocaban una campanilla para que viniesen a buscar el cadáver. Él entonces contenía la respiración.
Le tricotaba calcetines y guantes sin decirle que era yo quien los hacía ya que, de haberlo sabido, con toda seguridad no lo hubiera admitido. Louis siempre se negó a que yo cocinase o hiciera los trabajos caseros. En Meudon, nos comíamos los guisos infectos que él mismo preparaba. Acerca de las labores caseras, cuando Marcel Aymé le decía que alguien debía hacerlas, le respondía: “Tu mujer, sí; la mía, no”.
Para Navidad, nuestra vida había dado un vuelco. Desde entonces, cada año en esa época vuelvo a vivir aquella atrocidad. Cuando llega la Navidad, siempre me pongo enferma.
Céline estuvo en la cárcel desde el 17 de diciembre del 46 al 24 de junio del 47. Todo se alargó hasta que finalmente conseguí ver al ministro, que consultó su informe y comprobó que el único motivo de inculpación era la obra Les beaux draps, escrita en 1939 y publicada al año siguiente. Se pasó la noche leyéndola, y, a la mañana siguiente, hizo una llamada telefónica: “No veo nada en el informe”. Una hora después, una limusina aparcaba ante mi puerta, trayendo a Louis.
Para recibirle, había comprado una magnífica magnolia con bellas flores blancas. Cuando llegó, todas las flores habían caído y no quedaba más que el tallo.
Cuando se ha estado en la cárcel, ya nada vuelve a ser igual; es como si uno se convirtiese en un fantasma.
En dos años, Louis se había convertido en otro hombre, se había hecho viejo. Andaba con un bastón y todos los días tenía alguna molestia, aparte de sus habituales crisis de paludismo.
La primera guerra había partido por la mitad a un hombre, dejándole con un solo oído, un solo brazo y una cabeza en ebullición. La prisión acabó con él. Hizo de él un muerto viviente. En Meudon, durante los diez años que precedieron a su muerte, ya no estaba allí.  
A partir de un cierto grado de sufrimiento, el soporte que son las palabras se desploma y ya no queda nada que decir.
Lo mismo que les sucede a los verdaderos pobres, que nunca se quejan, no piden nada y se esconden.
En la consulta de Bezons, Louis había conocido a un bibliotecario que negaba a desnudarse para que le examinase. Llevaba los pantalones atados con un cordón, su camisa no tenía cuello y vivía en un estado de extrema pobreza. Para ayudarlo, Louis le hizo escribir un libro sobre Bezons, para el que le redactó un prólogo.
Con la medicina, Celine se sentía en el corazón de las cosas, en el centro de la vida, en lo esencial.
Ante un niño que muere, nada tiene importancia, lo mismo la literatura que todo lo demás.
Todo parece insignificante.



Lucette Destouches y Véronique Robert, de Céline secretoVeintisiete Letras, S. L., 2009. Madrid pp. 63-67.



Traducción de José María Solé.



No hay comentarios:

Publicar un comentario