lunes, 16 de marzo de 2015

En la frontera




Joseph Roth



El doctor Valentín Langensack, mi profesor de geografía, solía decir que había dos clases de fronteras: naturales y políticas. Infaliblemente, a continuación venía la pregunta: «¿Cuáles son las naturales, cuáles las políticas?».
Montañas, ríos, mares y cadenas montañosas son las naturales. Las políticas son barreras de madera de dos o tres colores, casetas con escudos, policías fiscales in natura. Marcadas por el mapa con puntos, rayas, líneas, etc.
Cuando el doctor Valentín Langensack -¡Dios lo tenga en su gloria!- aún vivía, sólo había dos clases de fronteras.
Ahora que está muerto, sin duda sigue habiendo fronteras políticas, pero hace mucho que ya no hay fronteras naturales, sino antinaturales.
Las fronteras políticas tampoco son ya puntos, rayas, líneas, etc., sino vejaciones, vías dolorosas, pasiones, Gólgotas, crucifixiones, en una palabra: registros
Se puede llegar a la Hungría occidental de habla alemana de distintas maneras: por Ebenfurt o a través del bosque, por senderos de contrabandistas o por Wiener-Neustadt.
Yo elegí Wiener-Neustadt.
En la plaza del Ring está la dirección de policía, y allí empieza la frontera antinatural. Porque, curiosamente, un pasaporte austriaco en regla, dotado de todos los visados y emborronado con todas las firmas ilegibles de todos los comisarios y direcciones de policía del mundo, no basta para pasar la frontera. Hay que conseguir además una autorización de cruce de la frontera en Wiener-Neustadt. Y ése es el comienzo de la frontera.
La frontera misma está media hora más allá de Wiener-Neustadt. Es de noche, y como por desgracia no soy ningún especulador, tengo la intención de cruzar la frontera por la mañana.
Pero, para poder pernoctar en Wiener-Neustadt, hay que haber nacido en Mattersdorf. Precisamente en Mattersdorf. Me enteré de eso en el Hotel Central, donde pregunté humildemente si podía conseguir una habitación. No recibí respuesta alguna. No por eso dejé de esperar. En la frontera, vale el refrán: «Ninguna respuesta es una próxima respuesta».
Delante de mí había un caballero rellenando una hoja de registro. Luego el caballero desapareció, y ocupé su lugar. La hoja de registro estaba ante mí.
Vino una camarera, leyó la hoja y me miró. Luego dijo, con espontánea cordialidad y emoción en la voz:
-Le daré la número cincuenta y dos. Pero sólo porque es usted de Mattersdorf.
A lo que yo guardé silencio y seguí a la camarera hasta la número cincuenta y dos.
Cuando hube dejado mis cosas y me hube guardado la llave, saqué mi revólver y dije, muy amablemente:
-Señorita, yo no soy de Mattersdorf. Esa hoja de registro es de  otro caballero.
-Vaya –dijo ella-, de haberlo sabido no le habría dado la habitación.
-No se arrepentirá –respondí, me guardé el revólver y le di un billete de diez coronas.
Así que volví a mi cuarto en Wiener-Neustadt sin ser nacido en Mattersdorf. ¡Hay que tener suerte!...
Por la mañana, caminé media hora antes de llegar a la frontera propiamente dicha. Sin duda hay una vía que lleva directamente de Wiener-Neustadt a Sauerbrunn, pero el tren no circula. En primer lugar, porque es una frontera antinatural, en segundo lugar, para que los viajeros puedan llevar sus maletas. En la frontera hay seis gendarmes y uno de la Policía secreta. Uno de los gendarmes mira el pasaporte, otro me mira y pregunta:
-¿Nada que declarar?
¡Qué ingenuo! Me pregunto si algún contrabandista habrá confesado alguna vez que llevaba cosas que declarar.
No por eso dejo de decir, como marcan las normas: «No!», y paso.
Veinte pasos más allá, un guardia rojo analfabeto trata de deletrear un pasaporte. Le lleva mucho tiempo. Precisamente con mi pasaporte el buen hombre quiere aprender alemán. Tengo que darle dos cigarrillos para que abandone todo intento de estudiar y me devuelva el pasaporte.
Al otro lado empieza Neudörfl.
Neudörfl es la introducción al país de Heanzen. No entiendo muy bien ese disminutivo, Dörfl. Debería llamarse Neudörf. El pueblo consiste en una sola calle, increíblemente larga, formada a ambos lados por casitas blancas. Es sábado, y día de gran limpieza. Niños rubios juegan entre la porquería de la calle. En una lejana granja gruñe apaciblemente un cerdo. Un gallo se pasea por en medio de la calle. Dos patos chapotean en un charco.
Como Neudörfl no tiene la menor intención de acabarse, decido interrumpirlo por mi cuenta y entro en una taberna. El posadero es húngaro, la mujer austriaca. Un mozo es austriaco, una camarera húngara. El posadero es muy amable con la camarera, la dueña con el mozo. Afinidades electivas y tribales, en el límite de las novelas de amor y los escándalos amorosos.
Al cabo de un cuartillo de vino tinto vuelve a empezar Neudörfl. Un campesino sale de la iglesia. Pregunto por el señor cura.
-Yer le dio un ataque –dice.
-¿Vive aún?
-Sí, pero no le quea mucho. Estaba furioso con Bela Kun, ¡y ahora le ha dao un ataque! –se lamenta el campesino.
-¿Se alegra usted de que Kun se haya ido?
-Pero claro. Eso no había quien lo aguantara.
-¿Sabe que ahora pertenecen ustedes a Austria?
-¡Aún no! ¡Pero se andará! ¿Vié usté de Viena?
-Sí.
 -Ah, ah, de Viena –dice sonriendo, y le brillan los ojillos.
Detrás de la iglesia, Neudörfl se acaba al fin. A la izquierda está Waldheim am Lichtenwerd. Una fonda. Dentro hay un gendarme austriaco con todo el correaje. ¿Qué hace aquí? ¿No será la fuerza de ocupación? ¡Por el amor de Dios, no!; Waldheim am Lichtenwerd ha vuelto a ser Austria! Algo me dice que eso no sería una frontera antinatural. Un pico austriaco entre Hungría y Hungría. ¡Y en el pico una fonda, y en la fonda un gendarme! ¡Qué extraña frontera!
Justo detrás de la fonda empieza el bosque. En la oscuridad hay un hombre con revólver, y grita: «¡Manos arriba!». Al oír ese grito se detienen cuatro guardias rojos húngaros que iban a Waldeheim. El agente de policía los cachea, ordena: «¡Adelante! ¡Marchen!», y los lleva al interior del bosque. Es un sitio un poco inquietante, en el que aún no termina un país y aún no empieza otro.
Quien busque la ocasión de irritarse puede cubrir el resto del camino junto a la vía del ferrocarril hasta Sauerbrunn. ¡Qué hermosa vía! ¡Qué fácilmente podría recorrerla un tren! ¡Y no habría que gritar «¡Manos arriba!» ni haría falta ver gendarme alguno, y sería en general mucho más cómodo!
¡Pero no! Las fronteras son incómodas. ¡Sí! ¡Cuando mi profesor de geografía vivía, y las dividía en políticas y naturales, la cosa era distinta, por supuesto! Pero ahora que está muerto solamente quedan las antinaturales…
  



                                                                         Der Neue Tag, 7-8-1919





sábado, 14 de marzo de 2015

A un viandante de mil novecientos sesenta y cinco




Calvert Casey



 ¿A qué teléfono llamaste y nadie respondió?
¿A qué puerta tocaste que conducía a la nada?
¿Qué ojos buscaste con la mirada vidriosa que tan bien conozco?
¿Qué cuerpo no reconociste con la pupila de obseso?
Sales de las tinieblas para perderte en las tinieblas.
Pasas junto a las murallas resecas sin proyectar sombra.
Te empuja el viento de enero;
agosto no logrará aminorar tu marcha.
Donde quiera que estés llegan tus pasos hasta mí.
Cada noche nace la esperanza y cada noche la entierras.
El arco se romperá contigo.
Busca, busca el amor sobre los arrecifes,
junto a los muros ásperos.
Desde lo oscuro verás cerrarse la puerta.
Tu último paso será tu último gesto.
Si encuentras a quien buscas y te detienes,
rodarás muerto a sus pies.


                                                              
                                                                      Septiembre 18, 2778





lunes, 9 de marzo de 2015

niños yo vi





Haroldo de Campos



vi a Oswald de Andrade
el padre antropófago en el 49
reclinado en un sillón
leyendo trópico de cáncer de henry miller
(maría antonieta la rosa de los alkmin lo mimaba
mientras él iba aplastando contumaces cabezas
de diamante con el martillo de nietzsche)

vi a ezra pound en el 59
en via mameli rapallo
(tuesday four pm ore sedici)
levantando en las manos el gato de gaudier-brzeska
forma felina que ocupaba todo el espacio
de una exigua pieza de mármol ceniza
(a esas alturas el viejo ez ya empezaba a callarse
y sus ojos rubios centellaban en la inútil
búsqueda de punti luminosi)

vi a roman jakonbson en la jolla
california año 56
(a su lado krystyna pomorska rubia cabeza altiva)
pasé rápido el test de las palabras cambiadas:
v zviózdi vriézivaias / “entremezclado a las estrellas”
agujero negro en la primera estrofa
del poema de maiakovski a serguei esenin
venga a oir krystyna un poema brasileño
que resolvió el problema de la rima al revés
en la traducción de los versos de vladimir)

me convidó entonces a comer comida árabe
y fueron muchas las veces y lugares en que nos vimos
encuentros marcados por luminosas dosis de vodka
(albo lapide notari –decían los romanos)
y hasta me envió una carta
abierta
tras leer las coplas de martin codax
sobre el mar de vigo

vi a francis ponge en bar-sur-loup
año 69 diez años después de parís rue lhomond
cuando me extendiera delante de los ojos
el sena
un poema desplegable fluente como un río
y suspendiera a la pared del estudio su araña
tutelar
-l’ araignée mise au mur –magnífica
rectora de saliva
de abolenga progenie mallarmeana
pero ahora en provenza en bar-sur-loup
en los límites de su vaso de agua
él estaba entero
franciscus pontius nemausensis
sobrio lapidario de gres y piedra pómez
separando palabras como quien escoge
minerales de texturas y colores diferentes y los perfila
a contra luz
uno por uno

vi a max bense
celebrando con estudiantes en drei mohren
stuttgart / estugarda año 64
la solución del enigma rembrandt
programada en la fórmula de birkhoff:
el cociente de belleza emergía purísimo
de una retícula violeta
como venus afrodita surgiendo desnuda
de la espuma del mar color vino

vi a julio cortázar años más tarde
en parís rue de l´ éperon
me llamó cronopio como hacía
con los amigos
(él cronopísimo el mayor de todos)
nos gustaba comer en un restaurante griego
cerca del hotel du levant
en la arpegiante calle de la harpe
y un día me hizo entrar en uno de sus cuentos
donde me puso a transcribir de atrás palante en lengua muerta
un soneto suyo corredizo como un zipper
(después me describió como un cachalote de barbas de neptuno
en el centro exacto del círculo
de sus amigos brasileños)

vi todo eso y vi otras muchas cosas
como por ejemplo en la via del consolato
murilo mendes entre cuadros de volpi
preguntando por la edad del serrucho
y en esa misma roma de fachadas amarillo-huevo
en la trattoria del buco
ungaretti el leonardo ungaretti
(que acostumbraba conversar con leopardi
en el locutorio de las estrellas)
me preguntó una vez en tono de confidencia:
ci sono ancora quelle mulattine a san paolo?
(no había ninguna mulatica –era sólo
me explicó después paulo emilio- 
la fogosa fantasía del poeta)

vi en fin todo eso
todo eso y mucho más
y ahora tengo derecho a cierta ciencia
y a una cierta impaciencia
por eso no me manden manuscritos dactiloscritos telescritos
porque sé que la filosofía no es para los jóvenes
y la poesía (para mí) se va pareciendo cada vez más
a la filosofía
y ya que todo al final es niebla-nada
y mi tiempo (consideremos) puede ser poco
y hasta ahora sólo he traducido unos doscientos setenta versos
del primer canto de la Ilíada
y no domino todavía las ganas
de aprender árabe y yoruba
y la necesidad de reunir todas las fuerzas disponibles
para resistir a mefisto y no vender el alma
y seguir firme
en posición de loto
mientras todos esos recados ambiguos (digo: vida)
entran en el contestador automático




Traducción: Pedro Marqués de Armas




domingo, 8 de marzo de 2015

Una cierva en el crepúsculo




D. H. Lawrence



En los pantanos
una cierva surgió del campo
y se perdió en la colina
abandonando a su cría. 

Desde la ladera
se dio vuelta a mirar: 
delgada mancha negra 
contra el cielo. 

La contemplé, sintiendo
que su mirada 
me volvía extraño. 
Pero tenía derecho
a estar allí con ella todavía. 

Su sombra ágil trotaba
a contraluz, echando atrás
la equilibrada y fina
cabeza. Y la reconocí. 

¿No pesa, masculina, cargada de astas, mi cabeza?
¿No son mis patas ligeras?
¿No corrimos juntos en el mismo viento?
¿Mi miedo, acaso, no cubrió su pavor?



Traducción de Juan José Saer



sábado, 7 de marzo de 2015

Las fotografías del exilio




Giovanni Macchia



La tarde de aquel terrible 18 de julio de 1898, cuando la Audiencia de lo Criminal de Versalles confirmó su condena a un año de prisión, Zola no tuvo siquiera el tiempo de regresar a su casa para besar por última vez a su adorado perro Pimpin. Incitado por sus amigos Clemenceau y Labori, de incógnito, con una pequeña maleta que contenía unos pocos objetos y su máquina fotográfica, Zola tomó el tren en la Gare du Nord y partió para Gran Bretaña.
  
"Exilio" es una palabra ligeramente áulica que puede leerse en los textos escolares. Es como la muerte. Son siempre los otros los que mueren, decía Duchamp. Pero el exilio de Zola estuvo desprovisto de memorables gestos y de toda grandeza. Era uno de los tantos exiliados modernos que escapan para no terminar en la cárcel. Solo, en un país al que no amaba, sin conocer una palabra de inglés, viajaba con nombres falsos, haciéndose llamar Pascal, o Beauchamp o Richard. Inmerso en un silencio inhumano, tras el bullicio parisino, el proceso y las vulgares caricaturas, siempre temió ser reconocido, arrestado. Comenzó a cambiar de residencia en zonas cada vez más lejanas o deshabitadas. Los pocos amigos, con sus excesivos miramientos hacia su persona, sin duda no lo tranquilizaban. Si en los momentos de calma se reaseguraba diciéndose que los agentes franceses no tenían el derecho de actual en  territorio extranjero, allí estaban, no obstante, los afectuosos amigos para aconsejarle que usara toda posible precaución para huir de las investigaciones, para recordarle que el peligro existía y podía provenir de las cartas o de las personas que llegaban a él desde Francia.

Las fotografías que también en Inglaterra, cediendo a su insuperable manía, logró sacar, son ante todo un singular documento vital. Respiran la atmósfera de aquel exilio: el silencio, el miedo, la sospecha y ninguna gracia hacia el país que lo acogía. Se condensa más desesperación en estas imágenes que en las declaraciones abiertas de sus cartas o de sus notas.

La fotografía se conviene casi en una confesión indirecta. Inscribió Cecchi que nadie expresó mejor la tristeza de un despertar londinense como Mallarmé cuando recuerda el crujido de la antracita que la criada madrugadora vertía en el cubo de hierro. Un sus tímidas y modestas vistas, nadie expresó mejor que Zola la melancolía de ciertas calles anónimas de Londres, distintas e iguales, tan cercanas y tan lejanas a la vez, alegradas por pequeños hoteles tristes y por la sombra sin belleza de los campanarios de las iglesias.

Quizás fueron tomadas los domingos. De Nittis había pintado los desiertos domingos londinenses. También en éstas, el caminar de unos pocos viandantes, el chillido de un carretón, el trote lento de un caballo, despiertan ecos prolongados y profundos de hora estival. A menudo incluso los caballos están quietos, en reposo. El cochecito de un niño o de una anciana paralítica transcurre con dificultad por la acera desvencijada. Hay en todo ello una gran circunspección, casi como si el fotógrafo quisiera ver sin ser visto. Lejanos están el gran Londres y los maravillosos paisajes industriales.

"Je vis au désert. Je ne vois absolument personne, je passe trois ou quatre jours sans méme ouvrir les lévres, servi par des muets". La fotografía, hija de ese silencio, sirve para ponerse en comunicación con la pequeña humanidad muda y sin sonrisas que transcurre por esas calles. En raras ocasiones la compacidad de las imágenes se disuelve como para revelar un secreto. Entonces se trata de la súbita resurrección del mundo que ha dejado atrás, el tranquilo mundo familiar de afectos, de trabajo, de dulces hábitos. Detrás de los cristales, entre las cortinillas abiertas, en un interior a la manera de Vuillard, se percibe a una dama que lee. Cuatro "vírgenes británicas", cuatro compungidas damiselas inglesas en bicicleta le traen el recuerdo de Jeanne. Permanente y fiel está en Zola el amor abrasador por la intimidad familiar. Lloró como un niño cuando le escribieron que su Pimpin había muerto. Y no es un azar que en medio de aquella "détresse morale absolue", en aquella "grande angoisse" de Londres, haya comenzado a escribir la novela de la familia, de la grandeza y eternidad de la familia: Fécondité.

Para nosotros que las vemos ninguna fotografía es contemporánea. Incluso si ha sido tomada dos minutos antes, nos habla ya de un tiempo révolu. Pero las fotografías tomadas en Francia por  Zola eran como el "borrador" de sus creaciones. Eran el documento de una realidad que ofrecía, en la diversidad de perspectivas, lo que podía escapar a un ojo inseguro. Casi imponían las directrices para la descripción, devastada hasta la alucinación por el amor del detalle, por la precisión, por la voluntad de comprender el secreto de lo que existe. En el espacio que operaba Zola como fotógrafo se desplegaba entre lo que era la pintura de su época (los amados impresionistas) y lo que vendrá a ser el cine (imágenes de una realidad en movimiento). Las fotografías londinenses, en cambio, nacieron como apuntes de la memoria, sin ningún propósito de ser utilizadas. Incluso cuando Zola tendría todas las razones para ambientar su Angeline en el paisaje inglés, porque en Inglaterra, viviendo en casa de "Penn", se sintió atraído, durante sus frecuentes paseos en bicicleta, por una pequeña mansión abandonada, según se decía por los espíritus, incluso en ese caso piensa en Francia. El relato Angeline fue ambientado "du cote d’Orgeval, au-dessus de Poissy".

No obstante, existía un Londres al que debería haber amado. Muchos años antes, entusiasmado por las telas de Jongking y de Monet, había formulado sus declaraciones de amor hacia las grandes ciudades de inmensos horizontes, cuyas vistas conmovían más que los Alpes o el azul mar de Nápoles. ¿Qué ciudad más que Londres había dado vida a nuevas formas arquitectónicas en las que el conocimiento de los principios y de la práctica de la mecánica se había difundido tanto, aunando en sus amplias estructuras el cristal y el hierro? En París, donde no obstante permanecía fiel en la decoración de su casa a una mescolanza de estilo Luis XIII y de bizantino o neogótico, se había hecho  fotografiar con complacencia al pie de la Torre Eiffel y se había detenido largo rato a contemplar el palacio de la electricidad. ¿Por qué no quiso fotografiar las estaciones de Paddington o de King's Cross y no entró en la Goal Exchange o en uno de los grandes templos ingleses de la industria? Nosotros sólo sabemos que no quiso regresar a Francia sin conservar en sus archivos para futuras empresas la imagen de la más famosa de esas construcciones: el Palacio de Cristal, creado casi medio siglo atrás por el gran jardinero paisajista que fue James Paxton. Cuatro fotografías circunscriben los tiempos y los grados de la visión.



En una primera fotografía, las líneas del palacio, con la gran cúpula central, se dibujan sobre el horizonte: difuminado en la niebla, inmenso, agazapado como un dinosaurio que avanza, con su calma amenazadora, en medio de la naturaleza circundante: la pobre naturaleza enferma de la periferia, destinada a morir. Zola observa aquella gran sombra desde una pequeña calle  fangosa, en la que las alquerías desastradas están cercadas a duras penas por estacas medio arrumbadas.

En la segunda fotografía, el objetivo se aproxima. Ya no es la calle fangosa sino dos rieles que se pierden en la naturaleza, como una profunda herida entre los árboles negruzcos; el Palacio de Cristal, menos distante, canta en medio del desorden circundante la infinita y exacta letanía de sus vértebras de hierro. Los  traslúcidos espacios de cristal sólo se ven interrumpidos por penachos de verde, y gracias a esas interrupciones el palacio se distiende en la imaginación. Podría no acabar jamás. En la tercera fotografía Zola se encuentra ya a dos pasos del enorme edificio. El dinosaurio sueña su sueño dominical, entre pequeños hoteles, entre caballos de tiro somnolientos y hombres de levita o de chaqueta blanca, entre algunos árboles desmedrados. Sólo la última fotografía, a pocos metros de distancia, en un amplio espacio y en medio de gran soledad, se asiste a la revelación, con cierto espanto, como ante la fachada de una gran catedral; una catedral de cristal y hierro, con su transepto, sus prolongadas naves, sus viguerías metálicas dispuestas a regular distancia unas de otras y el entramado de los montantes: imponente expresión de una estética del hierro, que clamaba a la eternidad y que en cambio, como es sabido, se derrumbó y desapareció algunas décadas después como un espectro en una hoguera dantesca.



Las ruinas de París, Versal travesías S.A, Barcelona, 1990.