viernes, 2 de enero de 2015

Este contacto





Guillem d'Efak



1

Este contacto
solo es eso, un contacto.
El insecto, el loco y el místico,
solo ellos saben sacar el jugo,
nosotros la duración.
Y lo encontramos corto y algo ingenuo,
como las señales que ven los párpados cerrados
haciendo presión
sobre las niñas de los ojos. Y gratuito,
como la faena
del agua rascando, engullendo,
digiriendo cal para dragar cuevas.
Y triunfalista como el alba.
E incapaz como el crepúsculo
con una cruz a contraluz.
Tan solo el loco,
el místico y el insecto
quedan para siempre preñados
con un contacto sin embargo casual
y tan breve que no compensa,
agregamos nosotros.
Nosotros, los hombres de cada día.
Nosotros,
los hombres.





Aquest contacte

1    
Aquest contacte  
sols és això, un contacte. 
L'insecte, el foll i el místic, 
sols ells en treuen tot el suc, 
nosaltres sols la durada. 
I el trobam curt i un poc betzol, 
com els besllums que veus parpelles closes 
exercint una pressió 
sobre els bessons dels ulls. I gratuït, 
com la feinada 
de l'aigua gratant, menjant, 
digerint calç sols per a fer coves. 
I triomfalista com les albes.  

I impotent com l'horabaixa 
amb una creu a contrallum. 
Tan sols el foll, 
el místic i l'insecte 
resten per sempre fecundats 
amb un contacte tanmateix casual 
i tan breu que no compensa, 
afegim nosaltres. 
Nosaltres, els homes de cada dia. 
Nosaltres, 
els homes. 




Versión de Dolores Labarcena





  

El tapiz del Virrey




Pedro Gómez Valderrama


Cuando el virrey subió a su coche con la virreina, para dirigirse al baile en casa del marqués, el criado mulato se quedó escondido en un rincón del patio, hasta que cesaron todos los ruidos del palacio. Sacó entonces una inmensa llave, y abrió la puerta del salón central. Encendió una antorcha y se situó ante el gran tapiz que adornaba el fondo del salón, y que representaba una hermosa escena de bacantes y caballeros desnudos.
El mulato extendió las manos y acarició el cuerpo de una Diana que se adelantaba sobre el tapiz. Murmuraba en voz baja, hasta que de pronto gritó:
-¡Venid! ¡Danzad!
Los personajes tomaron movimiento y fueron descendiendo al salón. Comenzó la música del sabbat, y la danza de los cuerpos en medio de las antorchas. Ante el mulato, los personajes del tapiz iban cumpliendo el rito de adoración al macho cabrío.
Diana permanecía a su lado, besándole de vez en cuando con golosa codicia.
Después de consumidas las viandas del banquete, vino el momento de la fornicación, hasta que sonó el canto del gallo y los personajes se fueron metiendo uno tras otro en el tejido. Sólo quedaron, trenzados en el suelo, Diana y el mulato, al cual encontraron a la mañana siguiente desnudo y muerto en el suelo con unos desconocidos pámpanos manchados de sangre en la mano. Diana no estaba en el tapiz.







El Internet socialista de Salvador Allende




Jorge Carrión


Recuerde este nombre, porque es el nombre de un genio: Stafford Beer (1926-2002). El padre de la cibernética de gestión dijo: “Un sistema autoorganizado debe estar siempre vivo, no finalizado, ya que finalización es un sinónimo de muerte”. El proyecto Cybersyn –digno de una serie de J. J. Abrams– estuvo muy vivo durante 1972 y 1973, nunca se acabó de definir y murió tras el golpe contra otro genio, este sí conocido, Salvador Allende, a manos de ese antigenio absoluto y genocida llamado Augusto Pinochet.
Solamente 10 años después de que el Departamento de Defensa de Estados Unidos alumbrara Arpanet, que es considerado como el primer protointernet, Cybersyn (sinergia cibernética) o Synco (sistema de información y control) llegó a controlar información económica proveniente de todos los rincones del país andino, gracias a una red tecnológica llamada Cybernet. Todas las empresas chilenas nacionalizadas remitían sus cifras de consumo y producción por télex a un centro ubicado en Santiago. La foto que documenta la sala de control podría pertenecer perfectamente a 2001: Una odisea del espacio. Muestra siete butacas blancas, con teclados en los apoyabrazos, encaradas hacia las grandes pantallas en las paredes. Todo tapizado, plástico y moqueta, estampa pop.
Esa habitación hexagonal “se creó para ayudar a Allende a implementar su visión del cambio socialista”, leemos en Revolucionarios cibernéticos: Tecnología y política en el Chile de Salvador Allende (LOM Ediciones), de Eden Medina. “Sus creadores esperaban que los más importantes miembros del Gobierno la utilizaran para tomar decisiones rápidas basadas en datos en tiempo real y en una visión macroscópica de la actividad económica nacional”. Fue el resultado del encuentro entre la política y la ciencia, entre Fernando Flores (hombre de confianza del nuevo presidente) y Stafford Beer, el visionario británico que no dudó en subirse a un avión para atravesar el Atlántico e irse a diseñar, cablear y pixelar la utopía.
El programa llegó a controlar información económica proveniente de todos los rincones del país andino, gracias a una red llamada Cybernet
Aunque fuera sin duda un intento de Internet socialista, de Big Brother o Big Data utópico, ni militar ni capitalista, lo cierto es que la información llegaba como electricidad pero se procesaba manualmente: cuatro diseñadoras gráficas preparaban las diapositivas con los gráficos que se proyectaban en esas pantallas dignas del porvenir. Lo analógico era tan o más importante que lo digital, porque el proyecto no tuvo tiempo de alcanzar la maduración necesaria para ser realmente efectivo. El 10 de septiembre de 1973 se tomaron medidas para instalar la sala de control en el Palacio de la Moneda; pero al día siguiente se acabó todo.
Beer se propuso, en sus propias palabras, “implantar un sistema nervioso electrónico en la sociedad chilena”; pero tanto él como el presidente estaban de acuerdo en una cuestión fundamental: no era ético espiar a los ciudadanos. Por eso no pudieron prever el golpe. ¿Qué debieron pensar los soldados de Pinochet cuando se encontraron la sala de control y la máquina de télex? Ellos provenían del pasado, de la Edad Media, de la noche oscura de los oscuros tiempos, y se topaban de pronto, sin transición ni analgésico, con un futuro que no podían ni querían entender: condenado a nunca ser. Así que destruyeron la maquinaria y apagaron la luz.





Tomado de El País, 30 DIC 2014



domingo, 28 de diciembre de 2014

Revolución bis





Slawomir Mrozek


Nowosadecki, Majer y yo fuimos a uno de nuestros restaurantes de siempre.
—Mira, han cambiado de nombre —observó Majer.
Ciertamente, en vez de llamarse Del Ejecutivo Central, se llamaba ahora Arco iris Hawaiano.
—Es por la reprivatización —explicó Nowosadecki—. El negocio ya no es propiedad del Estado, sino de un particular.
Entramos y nos sentamos en la mesa.
—¿Qué desean los señores? —preguntó un camarero, que no nos reconoció, como nosotros tampoco a él. Además del nombre, habían cambiado de personal.
—Lo de siempre, medio litro por cabeza, lo que hace un total de litro y medio.
—Naturalmente, medio litro. Pero ¿de qué?
—Si está bromeando, yo ya me he reído lo mío —contestó Majer—, así que ahora póngase a servir.
—Tenemos Chivas Regal, Johnny Walker, Black Label, Bushmills, Cutty Sark, Ballantines, Grouse, Bordeaux, Bourgogne, Beaujolais, Champagne...
—¿No hay vodka puro? —le interrumpió Majer, que no conocía lenguas extranjeras.
—Desde luego: Smirnoff Vodka, Don Kozaken Vodka, Crystal Vodka, Colossal Vodka y Capital Vodka.
—¿Y vodka normal no hay?
—Normal del todo, desgraciadamente, no.
—¿Qué tal Don Kozaken? —propuso Nowosadecki. Al menos resulta familiar.
Pero resultó que Don Kozaken superaba también nuestras posibilidades económicas, así que abandonamos el Arco iris Hawaiano.
—Siento el yugo del capitalismo oprimiéndome —dijo Majer una vez en la calle.
—Yo también —estuvo de acuerdo Nowosadecki—. Tenemos que levantar el socialismo de nuevo.





Traducción de Joanna Albin


viernes, 26 de diciembre de 2014

Un asunto vulgar




Arkady Avérchenko


La víspera de Navidad.
El frío era muy intenso, el viento atacaba furioso las casas y los árboles y no perdonaba a los transeúntes, que hacían todo lo posible para librar de sus ataques las mejillas, la nariz y la frente. Cuando se cansaba de callejear, se encaramaba sobre los altos edificios, en busca de un campo de acción más despejado, más abierto, y daba rienda suelta a su furia salvaje, rugía como un león, saltaba de tejado en tejado, se colaba por las chimeneas.
El novelista Dojov y el pintor Poltorakin marchaban por la acera, cubierta de nieve, envueltos en buenos abrigos.
Iban a una fiesta infantil que se celebraba aquella noche en casa del editor Sidayev, y pensaban con placer en la grata velada que les esperaba en los ricos y tibios salones, ante el árbol de Navidad, rodeados de niños felices, alegres.
El frío arreciaba.
—Es muy difícil escribir cuentos de Navidad —decía Dojov—. O hay que desarrollar un asunto vulgar, o pintar una serie de horrores más vulgar aún…
De pronto se detuvo y volvió la cabeza hacia las gradas de una casa de la acera opuesta, medio cubiertas de nieve.
—¡Mira! ¿Qué es eso?
—¿El qué?
—Ese bulto, en las gradas… A la derecha, en el fondo… Los dos amigos se acercaron y vieron acurrucado en el rincón a un muchacho.
—¿Qué haces ahí?
—¡Eh, chico! ¿Qué haces ahí, a estas horas?
El muchacho se removió, y surgieron de entre los andrajos que le cubrían una manecita roja de frío y una cara de ojos brillantes, mojados de lágrimas. Debía de tener ocho o nueve años.
—¡Me muero de frío! —balbuceó, castañeteando los dientes.
—¡No es extraño! —comentó, compasivo, el pintor—. Mira qué miserables harapos…
El novelista se inclinó, pensativo, sobre el muchacho.
—¡Poltorakin! —preguntó con acento solemne—. Esta noche es Nochebuena, ¿no?
—Sí; Nochebuena.
—Pues… ¡ya ves!
—Sí; ya veo…
El novelista señaló al chiquillo.
—¿Te has hecho cargo…?
—¿De qué?
—¡Qué torpe eres! ¡Éste es el niño que se muere de frío!
—¡Vaya una noticia!
—Éste es el famoso muchacho que se muere de frío en Nochebuena —añadió el novelista, en el tono de un hombre que acaba de hacer un importante descubrimiento científico—. ¡Hele aquí! ¡Por fin lo veo con mis propios ojos!
El pintor se inclinó también sobre la pobre criatura.
—¡Sí, no hay duda —dijo, examinándola atentamente—, es él en persona! Mañana es Navidad, si no mienten nuestros calendarios… Y no deben de mentir, cuando Sidayev nos ha invitado…
—Quizá haya por aquí algún árbol de Navidad encendido. Eso completaría el cuadro. La música, la sala iluminada, los alegres gritos de los niños en torno del árbol y, a algunos pasos de distancia, un pobre muchacho muriéndose de frío…
—¡Mira! —gritó el pintor—. En aquella casa, en la de la esquina, en el cuarto piso, la cuarta, quinta y sexta ventanas están muy iluminadas… Allí hay, seguramente, un árbol de Navidad iluminado.
—¡Entonces, todo está en regla!
—¿Qué?
—Que parece un cuento de Navidad… ¡Es curioso! He leído y hasta he escrito una porción de cuentos sobre el tradicional muchacho que se muere de frío en Nochebuena; pero no lo había visto nunca.
—Sí; se abusa un poco de ese asunto. Basta abrir en estos días cualquier periódico para tropezarse con un muchacho helado, protagonista de una narración sentimental.
—Desde hace algunos años suelen leerse también, en estos días, sátiras más o menos ingeniosas de tal abuso; pero esas sátiras también se han hecho ya vulgares. Ningún escritor que se respete se atreve a servirse, ni en broma ni en serio, del tradicional muchacho.
—Sí; es verdad… Si contamos en casa de Sidayev que acabamos de ver a un muchacho muriéndose de frío, como en los cuentos de Navidad, no nos creen.
—Se echan a reír.
—Se burlan de nosotros.
—Se encogen de hombros.
—No; más vale no contarlo. ¡Un niño que se muere de frío! ¡Qué vulgaridad! Es una cosa que no puede tomar en serio ninguna persona dotada de un poco de gusto literario.
—Figúrate —dijo el novelista— que se encuentran a esta criatura unos obreros, unos hombres toscos e iletrados, que no han leído nunca cuentos de Navidad. Se la llevan a su casa; le dan de cenar, le iluminan de, quizá, un arbolito… Y mañana se despierta en una cama limpia y caliente, y ve inclinado sobre él a un obrero de hirsuta barba, que le sonríe con ternura…
El pintor miró al novelista con ojos burlones.
—¡Caramba, qué improvisación! ¡A que acabas por escribir algo sobre el tradicional muchacho!
El novelista se rió, un sí es, no es avergonzado.
—Sí; le he dado rienda suelta a mi imaginación. Pero ¡no!… ¡Dios me libre! Detesto todo lo vulgar. ¡Vámonos!
—Pero… ¿vamos a dejar helarse a este niño? Podíamos llevarlo a algún sitio donde pudiese entrar en calor y cenar…
—Sí, sí —repuso, irónico, mordaz, el novelista—. Y mañana se despertaría en la camita caliente y vería inclinado sobre él el rostro barbudo… como en los cuentos de Navidad.
Estas sarcásticas palabras azoraron mucho al pintor, que no se atrevió a insistir.
—Bueno; como quieras… Sigamos nuestro camino. Y los dos amigos se alejaron, reanudando la conversación interrumpida. Sus voces fueron apagándose en la distancia. El muchacho se quedó solo, acurrucadito en el rincón, y la nieve siguió cubriéndolo…
El pobre no sabía que era —¡picara suerte!— un asunto vulgar.




Traducción de  N. Tasin