viernes, 14 de noviembre de 2014

Los jardines y los poetas





Horacio Costa


                                             A Katyna Henríquez


Wang Wei pintaba jardines y cultivaba plantas
En la China Imperial pintar plantar jardines
Era más noble que echar discursos ante un senado inexistente  narcortizado
-Cicerón sermonea Quintiliano gimotea-
Los senadores no prestan atención
Porque observan las musculosas pantorrillas de los guardias
Dacios & Mesios & Beocios principalmente Beocios
El jardín romano era un patio de recepción
Con 8 rosales geométricos
64 vasos de cerámica 128 plantas de geranios perfectamente retóricas
Horacio quería un jardín regular
El número de hojas de sus rosales sería contado
El número de pétalos de rosas sería minuciosamente contado
Como sílabas de poemas estrictamente sintácticos
Las rosas amarillas serían asonancias
El jardín horaciano es un Mondrian avant-la-lettre
Pero Horacio no tuvo dinero para comprar esclavos que contasen  pétalos y hojas
Silábicas
Las piedrecitas del paseo como pausas poéticas
Por eso el jardín de Horacio nunca existió
Cuando pensamos en él nos acordamos de un jardín inexistente
De un jardín civil como Demóstenes
Un ágora iluminado
Por plantas ciudadanos atentos a la perorata
Plantas como oídos vegetales nardos como micrófonos
Y el ciprés que se vislumbra un agente de prensa
Wang Wei cultivó su jardín
Y mientras plantaba pintaba
Sus micrófonos caligráficos con piedras traídas de lejos
Que el lago y la corriente duplicaban en las sutiles tardes otoñales
Etc.
Wang Wei cultivaba jardines
Wang Wei pintaba paisajes
Mas ella, ah,
Ella
Ella cantaba boleros



New Haven, 1985-86




Traducción de Pedro Marqués de Armas 


jueves, 13 de noviembre de 2014

En el desagüe




Ernst Jünger



Goslar está bañada por el Gose, un angosto riachuelo que según el plano de Frankenberg desemboca en la ciudad y prosigue de nuevo su curso a través de un gran canal que cruza la muralla urbana. Este punto débil se encontraba cubierto antaño por el Wasserburg, un edificio que pertenece a los tesoros desconocidos de la ciudad y que se ha conservado muy bien.

Intramuros, al Gose se le llama desde tiempos remotos el “desagüe”; ese nombre siempre se me ha antojado ingenioso como designación de las aguas sucias y residuales. Sin embargo, hasta donde alcanzo, se remonta al término latino aquaeductus a través de la forma Agetocht, a mi juicio, menos apropiada. Es un bello ejemplo de cómo la lengua popular digiere un vocablo extranjero.

Durante mi paseo diario alrededor de la fortificación doblo a menudo por el canal de Wasserburg y hago el camino de vuelta a lo largo del desagüe. Friedrich Georg, un día que me acompañaba, hizo que reparara en una figura sumergida en el agua, que al principio tomamos por uno de esos muñecos de peluche de los niños. Sin embargo, al contemplarlo de cerca descubrimos que se trataba de un corderillo minúsculo, que aún exhibía el cordón umbilical. La figura, que a un primer golpe de vista fugaz nos había divertido, nos causó enseguida repugnancia, sobre todo a medida que reconocíamos con más nitidez que no era sino la postrera imitación de una forma viviente, y además compuesta por grumos finísimos de fango que temblaban en la corriente.

Descubrir que una aparición, como en este caso, de algo entrañable, no es sino una ilusión óptica y que, en el fondo, tras ella se oculta la nada no me resulta nuevo y, sin embargo, despierta siempre inquietud. Así, a veces nos encontramos con ojos que se dirían formados por un fango turbio y helado y que delatan el grado máximo de impasibilidad humana. Existe hoy una nueva clase de espanto similar al que nos sobresalta cuando nos topamos con un cadáver oculto en el agua; encuentros en los que se insinúa una situación teológica absolutamente concreta y frente a los cuales el ser humano se ve necesitado del amparo, largo tiempo olvidado, de los severos preceptos purificadores.

Por el contrario, el caso inverso, cuando el muerto se revela vivo, resulta aliviador. Creemos ver, por ejemplo, un trozo de madera enmohecida, y en ese mismo instante salta una gran langosta al mismo tiempo que bajo sus élitros grises se despliega un par de alas luminosas.



miércoles, 12 de noviembre de 2014

Los héroes de la retirada





Hans Magnus Enzensberger



En todas las capitales de Europa se encuentra uno, allí donde el espacio alcanza su mayor densidad simbólica, o sea, en el centro, verdaderos centauros de enorme corpulencia, seres híbridos de metal fundido, bajo cuyos cascos acuden presurosamente funcionarios a sus ministerios, espectadores a la ópera y creyentes a misa: emperadores romanos, grandes electores, generales eternamente victoriosos. La quimera del hombre montado a caballo representa al héroe europeo, una figura imaginaria sin la cual la historia pasada del continente sería totalmente inimaginable. Desde la invención del automóvil, el sentir universal se ha bajado del caballo; Lenin y Mussolini, Franco y Stalin supieron manejarse sin monturas ecuestres. En cambio, alimentó el número de muestras. Las islas del Caribe y las agrupaciones de Siberia fueron sembradas de héroes petrificados, y las botas de los representados alcanzaron en bastantes ocasiones alturas, similares a las de una casa unifamiliar. La inflación y la elefantiasis anunciaron el próximo final de aquellos héroes, a los que jamás les preocupó otra cosa, que la conquista, el triunfo y la megalomanía. Los escritores lo habían presentido. La literatura se había despedido definitivamente, hace más de un siglo, de aquellas figuras míticas que ella misma había contribuido a crear. La loa soberana y la leyenda heroica pertenecen desde entonces a la prehistoria. La literatura no se ocupa ya desde hace mucho tiempo de Augusto o de Alejandro, sino de Bouvard y Pécuchet, VIadimir y Estragón. Del rey Federico y de Napoleón sólo se habla en los sótanos literarios y, por supuesto, menos todavía de los himnos de Hitler y las odas de Stalin, cuya determinante era desde el principio verdadera escoria.
Por el contrario, la llamada gran política se ha mantenido hasta el presente aferrada y entregada al clásico esquema heroico. Hoy, como ayer, exalta con condecoraciones la memoria de los héroes y sueña con triunfos inalcanzables. En este proceso de anquilosamiento, la política ha alcanzado el último grado, como se pone de manifiesto no sólo en su impotencia simbólica, sino también en la pequeñez del ámbito de sus acciones. La normalidad democrática está presa de la ambición y sed de gloria que sufren de forma visible los dirigentes; no se trata de conquistar un imperio, sino, en el mejor de los casos, una circunscripción electoral, y el genio del general se ve circunscrito a islas que, como Granada o las Malvinas, sólo con lupa pueden localizarse en el globo. Quien quiera regocijarse con el extraordinario encogimiento de la estructura heroica no necesita más que comparar a Churchill con Thatcher, a De Gaulle con Mitterrand, o a Adenauer con KohI. El héroe ha estado investido siempre, como representante del Estado, de un carácter teatral; con su actual elite de poder, la Europa occidental ha completado el camino que va desde el modelo terrorífico hasta el de la imitación ridícula. La comicidad involuntaria de ese clan dirigente que se cree errónea y tercamente instalado en no sé qué cumbres pone de manifiesto que del héroe clásico sólo ha quedado una vulgar caricatura.
El lugar del héroe clásico han pasado a ocuparlo en las últimas décadas otros protagonistas, en mi opinión más importantes, héroes de un nuevo estilo que no representan el triunfo, la conquista, la victoria, sino la renuncia, la demolición, el desmontaje. Tenemos todos los motivos para ocuparnos de estos especialistas de la negociación, pues nuestro continente necesita de ellos si quiere seguir viviendo.
Ha sido Clausewitz, el clásico del pensamiento estratégico, el que ha demostrado que la retirada es la operación más difícil de todas. Esto vale también en política. El non plus ultra del arte de lo posible consiste en abandonar una posición insostenible. Pero si la grandeza de un héroe se mide por la dificultad de la misión con que se enfrenta, se deduce de aquí que el esquema heroico no sólo tiene que ser revisado, sino invertido. Cualquier cretino es capaz de arrojar una bomba. Mil veces más difícil es desactivarla.
En cualquier caso, para hacer un héroe no bastan la simple habilidad y la competencia. Lo que hace memorable al protagonista es la dimensión moral de su acción. Pero precisamente en este aspecto encuentran los héroes de la retirada una reserva tan masiva como tenaz. La opinión general se mantiene aferrada, sobre todo en Alemania, al esquema tradicional. Reclama, hoy como ayer, al personaje imperturbable y exige una moral política de principios firmes y válidos para todo, y esto significa también, si es necesario, andar sobre cadáveres. Pero precisamente esta claridad inequívoca es lo que no puede ofrecer en ningún caso el héroe de la retirada. Quien abandona las propias posiciones no sólo entrega un terreno objetivo, sino también una parte de sí mismo. Semejante paso no puede tener lugar sin una separación de la persona y su papel. El ethos del héroe se halla precisamente en su ambivalencia. El especialista en desmontaje demuestra su valor moral asumiendo esa ambigüedad.
El paradigma aquí diseñado ha encontrado su realización histórica al amparo de las dictaduras absolutas del siglo XX. Los pioneros de la retirada la dejaron entrever primero de forma velada y oscura. De Nikita Jruschov se podría afirmar que no sabía lo que hacía, que no tenía en absoluto idea clara de las implicaciones de su actuación; al final hablaba de completar el comunismo en lugar de suprimirlo. Sin embargo, él puso, con su famoso discurso ante el 20º Congreso del PCUS, no sólo el germen de su propia caída. Su horizonte intelectual era limitado; su estrategia, torpe; su actitud, autocrática; sin embargo, en coraje civil sobrepasó prácticamente a todos los políticos de su generación. Precisamente su carácter vacilante lo calificó de forma especial para esa tarea. Hoy está patente más que nunca la lógica subversiva de su carrera heroica: con él ha comenzado el desmontaje del imperio soviético.
Todavía aparece de forma más clara la división interior del especialista de derribos en la figura de Janos Kadar. Este hombre, que fue enterrado en Budapest sin pena ni gloria hace un par de meses, pactó con las tropas de ocupación tras el levantamiento fracasado de 1956. Ochocientas sentencias de muerte, se dice, tiene en su haber. Apenas fueron enterradas las víctimas de la represión, Kadar puso manos a la obra de su vida, que le ocuparía durante casi 30 años. La obra consistió en enterrar con paciencia y perseverancia la autocracia del partido comunista. Es digno de atención el hecho de que este proceso discurriera sin grandes turbulencias; contragolpes y mentiras para vivir le han acompañado siempre; maniobras tácticas y compromisos han sido su estímulo permanente. Sin el precedente húngaro, difícilmente habría comenzado el desmoronamiento del bloque oriental; es indiscutible que Kadar marcó aquí un nuevo rumbo. Es asimismo evidente que el jefe húngaro no estaba en condiciones de hacer frente a las fuerzas que él contribuyó a desatar. El sino típico del empresario histórico de derribos está precisamente en que con su trabajo mina siempre también su propia posición. La dinámica que él pone en marcha le arroja a un lado; él es víctima de su éxito.
Adolfo Suárez, secretario general de Falange Española, se convirtió, tras la muerte de Franco, en primer ministro. En un golpe de mano exactamente planeado desmanteló el régimen, despojó de poder a su propio partido unificado y sacó adelante una Constitución democrática: una operación tan difícil como arriesgada, que Suárez llevó a cabo con arrojo personal y brillantez política. Aquí no estaba en acción, como en el caso de Jruschov, un presentimiento vago, sino una conciencia extremadamente clara. Se trataba no sólo de transformar por completo el aparato político, sino también de disponer al Ejército a no moverse; una purga militar habría conducido a una represión sangrienta y probablemente a una nueva guerra civil.
Tampoco este caos se puede abordar con una simple ética de simpatías que sólo distingue entre ovejas blancas y negras. Suárez fue participante y beneficiario del régimen de Franco; si no hubiera pertenecido al círculo más íntimo del poder no habría estado en disposición de abolir la dictadura. Al mismo tiempo, su pasado le aseguró la desconfianza insuperable de todos los demócratas. De hecho, España no le ha perdonado hasta el presente. A los ojos de sus antiguos camaradas, él fue un traidor; a los ojos de aquellos para quienes había abierto el camino, fue un oportunista. Desde que se retiró como típica figura de la transición no ha vuelto a pisar terreno firme. El papel que él representa en el actual sistema de partidos ha quedado más bien oscuro. Una cosa, y solamente una, tiene garantizada el héroe de la retirada: la ingratitud de la patria.
En la figura de Wojciech Jaruzelski, esta aporía moral adquiere incluso rasgos trágicos. EI fue quien salvó a Polonia en 1981 de una inminente invasión soviética. El precio por ello fue la proclamación de la ley marcial, y el arresto preventivo de la oposición, que hoy, bajo su presidencia, rige el país. Este impresionante éxito de su política no le ha salvado de que una parte notable de la sociedad polaca le contemple en silencio todavía hoy con odio. Nadie le aclama: jamás se librará de las sombras de sus acciones. Él había contado desde un principio con ello, y en esto reside su fuerza moral. Jamás se le ha visto sonreír. El gesto tenso y totalmente inexpresivo, los ojos ocultos tras unas gafas oscuras, representan a este patriota como un mártir. Este san Esteban de la política es una figura de formato shakespeariano.
No puede decirse lo mismo de otros rezagados. Egon Krenz y Ladislav Adamec no ocuparán probablemente en la historia más que una nota al pie de página: el uno, como una versión burlesca, y el otro, como la versión hipócrita del retirado heroico. Pero ni la sonrisa irónica del alemán ni el semblante paternal del checo pueden confundir a nadie sobre su indispensabilidad. La versatilidad acomodaticia que se les reprocha ha sido su único mérito. En la quietud paralizante del momento exacto en que se espera a otro y no acontece nada, uno tuvo que carraspear primero, producir ese ruido pequeño, medio ahogado, que pone en movimiento a un alud. "Uno", como decía en cierta ocasión un socialdemócrata alemán, "uno tiene que ser el tirano sanguinario". Setenta años después uno tuvo que sujetar el brazo al tirano sanguinario, por más que eso lo hiciera un polichinela comunista que rompió el silencio de muerte. Nadie le recordará con benevolencia. Pero precisamente esto le hace memorable.
Los epígonos de la retirada se mueven por impulso ajeno. Obran bajo una presión que viene de abajo y de arriba. El verdadero héroe de la renuncia, en cambio, es él mismo, la fuerza motriz. Mijail Gorbachov es el iniciador de un proceso, con el que otros, más o menos voluntariamente, intentan ir al paso. Él representa -como es ya hoy manifiesto- una figura secular. La dimensión clara de la tarea que se ha impuesto es algo sin precedentes. Está empeñado en desmontar el penúltimo imperio monolítico del siglo XX, sin violencia, sin pánico, sin guerras. Si esto será posible o no está por ver. Con todo, nadie habría considerado posible hace unos meses lo que él ha conseguido hasta ahora por ese camino. Ha tenido que pasar mucho tiempo hasta que el mundo ha empezado a entender su proyecto. La inteligencia superior, la valentía moral y la perspectiva amplia de este hombre, todo ello estaba tan lejos del horizonte de la clase política -en Oriente y en Occidente- que ningún Gobierno se ha atrevido a tomarle la palabra.
Tampoco sobre su popularidad en su país podrá Gorbachov hacerse muchas ilusiones. El más grande de todos los políticos de la renuncia se ve allí a cada paso enfrentado al problema de los resultados inmediatos, como si se tratara de anunciar otra vez a los pueblos un futuro prometedor que ofreciera a cada uno, según sus necesidades y de forma gratuita, jabón, cohetes y fraternidad; como si hubiera alguna otra forma de progreso que la retirada; como si no dependieran todas las oportunidades futuras de desarmar al Leviatán y de encontrar el camino que conduce del abismo a la normalidad. Es claro que cada paso por este camino representa un peligro mortal para el protagonista. Por la izquierda y por la derecha está rodeado de enemigos viejos y jóvenes, gritones y mudos. Como corresponde a un héroe, Gorbachov es un hombre muy solitario.
No se trata en todo esto de reclamar un reconocimiento público para los grandes y pequeños héroes del desarme, un reconocimiento que, por lo demás, ni ellos mismos piden. No hacen falta nuevos monumentos. En cambio, es hora ya de tomar en serio a estos nuevos protagonistas y considerar aquello en lo que convienen y aquello en que se distinguen. Una moral política que sólo conoce figuras luminosas y seres desalmados no será capaz de realizar semejante examen.
Un filósofo alemán ha dicho que al final de este siglo no se trata de mejorar el mundo, sino de respetarlo. Este juicio vale no sólo para aquellas dictaduras que actualmente están siendo desguazadas con más o menos arte delante de nuestros ojos. También a las democracias occidentales les aguarda un desarme del que no existe precedente. El aspecto militar no es más que uno entre muchos. Otras posiciones insostenibles que hay que eliminar son las que se refieren a la guerra de deudas con el Tercer Mundo, y la retirada más difícil de todas es la de la guerra que estamos librando desde la revolución industrial contra nuestra propia biosfera.
Sería hora, por tanto, de que nuestros insignificantes políticos tomaran ejemplo de los especialistas del desmontaje. Las tareas que hay que solventar exigen capacidades que hay que estudiar ante todo en los modelos. Así, una política de la energía o del tráfico que merezca tal nombre sólo puede abordarse con una retirada estratégica. Esta política exige el desmontaje de industrias clave que a largo plazo no son menos peligrosas que un partido unificado. El coraje civil que se necesitaría para ello es semejante al que un funcionario comunista necesita cuando se trata de abolir el monopolio dé su partido. En lugar de esto, nuestra clase política se ejercita en posturas necias de vencedores y mentiras de autocomplacencia y vanidad. Triunfa levantando muros y cree que va a dominar el futuro quedándose sentada fuera. Del imperativo moral de la renuncia no siente nada. El arte de la retirada le es ajeno. Nuestra clase política tiene todavía mucho que aprender.





Traducción de Tomás Romera Sanz



Tomado de EL PAÍS, 26 de diciembre, 1989.

La tía Helen




T. S. Eliot


La señorita Helen Slingsby era mi tía solterona,
y vivía en una casita cercana a un centro comercial
cuidada por sirvientes en cantidades de a cuatro.
Ahora que ella ha muerto hay silencio en el cielo
y silencio al final de su calle.
Se bajaron las persianas y el sepulturero se lavó los pies—
comprobó que eventos como ese ya habían ocurrido.
Los perros fueron atendidos generosamente,
pero poco después el loro murió también.
El reloj de Dresde siguió su curso encima de la chimenea,
y el mayordomo se sentó en la mesa de comer
con la segunda mucama en sus rodillas—
Tan respetuosa ella mientras vivió su dueña.




Traducción de  Pablo De Cuba Soria




Tomado de SOLO CANTABLE

martes, 11 de noviembre de 2014

La nochebuena de Fígaro




Agustín Espinosa



Sentía una ternura que me llevaba a acariciar todas las cosas: lomos de libros, filos de navajas, hocicos de gato, rizos de pubis, prismas de hielo, cucarachas mohosas, lenguas de perro y pieles de marta, gusaneras y bolas de cristal.

Mis manos estaban tocando algo frío y repugnante. Primero las orejas, luego la nariz, después las cejas del cadáver de un hombre como de cincuenta años, escorzado horizontalmente en un gran primer plano de gran ‘film’, que fuera a la vez un gran cuadro. Tenía aquel hombre un ojo medio cerrado, y el otro, vidrioso, desmesuradamente abierto, y una barba de enfermo de una semana. No llevaba puestos zapatos, sino unos calcetines negros, de muy mala clase, rotos por el talón y sobre los dedos. Tenía la cabeza recién afeitada, y cubría únicamente su ya macabra humanidad un abrigo de señora, impecable, sin una sola arruga, abrigo de maniquí de escaparate de sastrería, demasiado largo para el muerto, al que sólo dejaba en libertad los pies. El abrigo llevaba cosido aún en un costado un papel donde se leía: “Mª A., soltera, de 16 años, desconocida”.

Todo esto entre dos hileras de cubiertos, sobre el mantel blanco de una mesa de comedor preparada para una gran cena de Nochebuena. Los mal vestidos pies, rozando la blancura de unos pasteles de coco y la ligera arquitectura de un castillo de hojaldre; una de las manos, de uñas curvas y oscuras, medio sumergida en una fuente de ‘chantilly’.

En una mesa próxima, había varias botellas de champaña y una flamante cabeza de cerdo, de colmillos muy largos, que se parecían demasiado a los del difunto. La posición horizontal alargaba un poco la estatura del cadáver; pero, de todos modos, no debía medir menos de dos metros.

No sin grandes esfuerzos lo había podido traer hasta allí. Y colocarlo sobre la mesa, sin interrumpir demasiado la complicada retórica del banquete. Se trataba ya sólo de separar la cabeza del tronco, y ninguno de los calados cuchillos de plata cortaba bien. Esto empezaba a angustiarme, con el miedo de tener que invertir más tiempo que el fijado.

Me invadía una ternura que me llevaba a acariciar todas las cosas: picaportes, barandas de escaleras, frutas podridas, relojes de oro, excrementos de enfermo, bombillas eléctricas, sostenes sudorosos, rabos de caballo, axilas peludas y camisitas sangrientas, pezones, copas de cristal, escarabajos y azucenas naturalmente húmedas.

Aunque sólo acariciaba las orejas, los labios, las mejillas de un hombre a quien había asesinado unas horas antes en su misma habitación, para sustituir su cabeza por una cabeza más clásica: capricho último, de noche de Navidad, de una mujer de pelo rojo y caderas ampulosas. Por quien había llegado hasta el crimen. Y que esperaba, en tanto, voluptuosamente, mi retorno imperioso a su casa, portador de la cena mágica, en la cual habría de ser yo, a la vez, ‘maître’, matarife y comensal enamorado.