sábado, 1 de noviembre de 2014

La cuerda



Charles Baudelaire

                                                                       A Édouard Manet



“Las ilusiones – me decía mi amigo – son tal vez tan innumerables como las relaciones de los hombres entre sí, o de los hombres con las cosas. Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos al ser o el hecho tal como existe fuera de nosotros, experimentamos un sentimiento extraño, complicado, mitad añoranza por el fantasma desaparecido, mitad grata sorpresa ante la novedad, ante el hecho real. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre similar, y de una naturaleza imposible de confundir, es el amor materno. Es tan difícil imaginar a una madre sin amor materno como a una luz sin calor; ¿no es entonces perfectamente legítimo atribuir al amor materno todas las acciones y palabras de una madre para con su hijo? Y sin embargo, escuche esta breve historia, en la que fui notoriamente engañado por la más natural de las ilusiones.

“Mi profesión de pintor me lleva a contemplar atentamente los rostros, las fisionomías que se cruzan en mi camino, y usted sabe el goce que extraemos de esta facultad que hace a nuestros ojos la vida más viva y significativa que para el resto de los hombres. 

"En el barrio alejado en el que vivo, donde amplios espacios verdes separan todavía a los edificios, solía contemplar a un niño cuya fisionomía ardiente y traviesa, más que todas las restantes, me sedujo de inmediato. Posó más de una vez para mí, y unas veces lo convertí en pequeño bohemio, otras en ángel y otras en Cupido mitológico. Le hice llevar el violín del vagabundo, la Corona de espinas, los Clavos de la Pasión, y la antorcha de Eros. Disfrutaba tanto de la gracia de este chiquillo que un día rogué a sus padres, gente pobre, que aceptaran entregármelo, con la promesa de vestirle como es debido, darle algo de dinero y no obligarlo a más trabajo que el de limpiar mis pinceles y hacer de recadero. El niño, una vez aseado, resultó encantador, y la vida que llevaba en mi casa le parecía un paraíso, en comparación a la que habría padecido en el tugurio paterno. Apenas debo decir que algunas veces me sorprendió con ciertas crisis de tristeza precoz, y que en breve adquirió un gusto desmedido por el azúcar y los licores, de tal modo que un día al descubrir, pese a mis innumerables advertencias, que había vuelto a cometer otro robo de este tipo, amenacé con devolverlo a sus padres. Luego me ausenté de casa, y mis asuntos me retuvieron bastante tiempo fuera. 

“Cuál no sería mi asombro y horror cuando, al entrar a casa, el primer objeto con el que chocó mi mirada resultó ser mi pequeño muñeco, mi travieso compañero de aventuras, ¡colgado del dintel del armario! Sus pies casi tocaban el suelo; una silla derribada sin dudas por una patada, yacía a su lado; su cabeza colgaba convulsa sobre la espalda; su cara, hinchada, y sus ojos, abiertos de par en par con una fijeza escalofriante, de súbito me hicieron sentir la ilusión de la vida. Descolgarlo no era tan fácil como se pudiera creer. Estaba tan rígido, que la sola idea de hacerlo caer bruscamente al piso me produjo una indecible repugnancia. Tenía que sostener su cuerpo con un brazo, y, con la otra mano, cortar la cuerda. Pero esto no era todo; el pequeño monstruo había usado un material muy fino que penetró profundamente en la carne, por lo que era necesario separar, con unas tijeras bien pequeñas, la cuerda entre los bordes tumefactos para librarle el cuello. 

“Olvidé contarle que pedí auxilio; pero ninguno de mis vecinos acudió en mi ayuda, leales en esto a las costumbres del hombre civilizado que nunca quiere, no sé bien por qué, meterse en asuntos de ahorcados. Finalmente, vino un médico que declaró que el niño estaba muerto desde hacía varias horas. Cuando nos dispusimos más tarde a amortajarlo para el entierro, la rigidez cadavérica era tal, que, desesperados por no quebrar sus miembros, tuvimos que desgarrar y cortar sus ropas para poder quitárselas. 

“El comisario ante quien, naturalmente, tuve que declarar el accidente, puso mala cara y me dijo: “¡Esto huele mal!”, movido sin dudas por hábito profesional y un inveterado deseo de asustar a cualquier precio, tanto a los inocentes como a los culpables.” 

“Solo quedaba por resolver una tarea suprema que de solo pensar en ella me provocaba una terrible angustia: había que avisarle a los padres. Mis pies se negaban a hacerlo. Por fin logré reunir el coraje suficiente. Pero, para mi sorpresa, la madre se mostró impasible y ni una lágrima salió de sus ojos. Atribuí semejante rareza al horror que debía experimentar, y recordé la célebre frase: “Los dolores más terribles son mudos”. En cuanto al padre, se limitó a decir, con aire entre embrutecido y ensimismado: “¡Después de todo, tal vez sea mejor así; de todas formas habría acabado mal!”.

“Mientras, el cuerpo yacía tendido en mi sofá. Y en tanto me ocupaba de los últimos preparativos con la ayuda de una sirvienta, la madre entró en mi taller. Quería ver el cadáver de su hijo. No podía, verdaderamente, impedir que se embriagase con su desgracia negándole aquel supremo y oscuro consuelo. Entonces me rogó que le mostrara el lugar donde su pequeño se había ahorcado. “¡Oh! ¡No! Señora – le respondí – eso la afectará”. Y cuando involuntarios mis ojos se volvieron hacia el fúnebre armario, advertí, con ira y horror, que el clavo continuaba clavado en la pared con un trozo de cuerda aún colgando. Con celeridad me lancé para arrancar aquellos vestigios de desgracia, y estaba a punto de lanzarlos por la ventana, cuando la pobre mujer me agarró del brazo y me dijo con voz irresistible: “¡Oh! ¡Señor! ¡Déjemelos! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!”. Su desesperación la había enloquecido de tal modo, que ahora se encariñaba con aquello que sirvió de instrumento para la muerte de su hijo, y deseaba guardarlo como horrible y preciada reliquia. Y partió con el clavo y la cuerda.

“¡Por fin! ¡Por fin! Todo había terminado. Solo me quedaba regresar al trabajo con más ganas que de costumbre, para ahuyentar poco a poco ese pequeño cadáver que penetraba los rincones de mi cerebro y cuyo fantasma me fatigaba con sus grandes ojos fijos. Pero al día siguiente recibí un paquete de cartas: unas, de los inquilinos de mi casa, otras de las casas vecinas; una, del primer piso; otra, del segundo; otra, del tercero, y así sucesivamente; algunas escritas en un estilo confianzudo, como intentando disfrazar tras supuestas bromas la sinceridad del pedido; otras, sin decoro alguno y con faltas de ortografía, pero todas con el mismo propósito: obtener de mí un trozo de la funesta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había más mujeres que hombres; pero no todos, créanme, pertenecían a la clase inferior y vulgar. Guardé las cartas. 

“Y entonces se encendió de repente una luz en mi cerebro, y comprendí por qué la madre insistía tanto en arrancarme la cuerda y mediante qué negocio buscaba consolarse”.



Versión de M. Varón de Mena



Mercader




Guido Ceronetti


Aparentemente muerto de cáncer en La Habana, el asesino de Trotski es en realidad un demonio de grado medio a quien sin lugar a dudas se le encargarán, un día, nuevas misiones sobre la tierra. Sin darse cuenta, Marie Craipeau, que lo conoció en París junto a Sylvia Ageloff, hace de Jacques Mornard el retrato de un perfecto demonio. El buen Jacques, naturalmente no se llamaba ni Jacques ni Monard, y tal vez ni siquiera Mercader, último puerto de su identificación anagráfica. Es verdaderamente el diablo de los cuentos: hermoso, simpático, vacío, que nunca anda escaso de dinero aunque no haga nada; seduce a los espíritus débiles (como Sylvia), pero entumece a los fuertes en un indefinible gesto de sospecha. Hay algo en él que no cuadra, y sin embargo… Se traslada con facilidad de un continente a otro: en Nueva York nada en abundancia de dólares, igual que de francos en París; la víctima designada lo conoce por el nombre de Jackson. En el momento oportuno, el fatuo enigmático consigue insinuarse entre muros erizados de fusiles, y vigilados por desconfiadísimos ojos, como solamente un demonio puede hacerlo, y ejecuta su misión: vibra el golpe mortal de la piqueta. Inmediatamente lo acoge una cárcel materna, donde pasa años tranquilos y serenos. En 1960 un avión viene a propósito de Praga para llevárselo: sus amos soviéticos, no sabiendo que el hermoso Jacques era intocable desde que nació, creían que debían proteger de posibles venganzas trotskistas a su sicario ejemplar. Vivirá aún dieciocho años, sin ocupación ni problemas, en espera del encargo que los arcontes invisibles le confíen cuando se apaguen, por fin, las luces del Mausoleo de Lenin.



Traducción: J.A. González Sainz



Tomado de El silencio del cuerpo, Acantilado, 2006.


Ruinas, comisario, y un tigre




Lorenzo García Vega



Esta inaudita aparición en La Habana, la ciudad en ruinas, nos ilumina a todos.

Sentado en el banco de un parque, donde también está sentada la estatua de John Lennon, el comisario bueno, el comisario amigo y sin rencor, Roberto Fernández Retamar, tiene puesta la gorra de Trotsky, y en la mano ostenta el bastón del pastor de ovejas. 

¡Qué lindo es todo!

La paz, y sobre todo el tierno Comisario.

Pero lo que más maravilla, a los pies del Comisario con gorra y con bastón (y esto en una luz de ruinas, iluminando el mediodía en ruinas, de la ciudad en ruinas), es la presencia del tigre. 

Un inaudito, inenarrable, tigre posmodernista que, para nada, tiene que ver con ningún tigre soñado por William Blake, pero que, eso sí, tiene la misma sonrisa que pudo tener aquel dentista que, dicen, inventó la guillotina.



viernes, 31 de octubre de 2014

Los pájaros




Bruno Schulz


Llegaron los días de invierno, amarillos y sombríos. Un manto de nieve, raído, agujereado, tenue, cubría la tierra descolorida. La nieve no alcanzaba a ocultar del todo muchos tejados, y se podían ver, acá y allá, trozos negros o mohosos, chozas cubiertas de tablas, y las arcadas que ocultaban los espacios ahumados de los desvanes: negras y quemadas catedrales erizadas de cabrios, vigas y crucetas, pulmones oscuros de las borrascas invernales. Cada aurora descubría nuevas chimeneas, nuevos tubos brotados durante la noche, henchidos por el huracán nocturno, oscuros cañones de órganos diabólicos. Los deshollinadores no podían desembarazarse de las cornejas, que, cual hojas negras animadas de vida, poblaban por las noches las ramas de los árboles frente a la iglesia. Levantaban el vuelo, batían las alas, y acababan posándose cada una en su sitio, sobre su rama. Y al alba volaban en grandes bandadas —nubes de hollín, copos de azabache ondulantes y fantásticos—, turbando con su trémulo graznido la luz amarillenta del amanecer. Con el frío y el tedio, los días se volvieron duros como trozos de pan del año anterior. Se entraba en ellos con los cuchillos romos, sin apetito, con una somnolencia perezosa.
Mi padre no salía ya de casa. Encendía la chimenea, estudiaba la substancia jamás develada del fuego, disfrutaba del sabor salado, metálico y el olor a humo de las llamas de invierno, caricia fría de la salamandra que lame el hollín brillante de la garganta de la chimenea. En aquellos días ejecutaba con placer todas las reparaciones en las regiones superiores de la habitación. A cualquier hora del día se le podía ver acurrucado en lo alto de una escalera de tijera, arreglando algo en el cielo raso, las barras de las cortinas de las grandes ventanas, o los globos y cadenas de los candiles. Lo mismo que los pintores, se servía de la escalera como de unos enormes zancos, sintiéndose bien en esa posición de pájaro entre los parajes del techo, decorados con arabescos y aves. Se desentendía cada vez más de los asuntos prácticos de la vida. Cuando mi madre, preocupada y afligida por su estado, trataba de llevarlo a una conversación de negocios y le hablaba de los pagos del próximo mes, él la escuchaba distraído, inquieto, con una expresión ausente, en el rostro sacudido por contracciones nerviosas. A veces la interrumpía de pronto con un gesto implorante de la mano, para correr a un rincón del aposento, aplicar el oído a una juntura del suelo y escuchar, con los índices de ambas manos levantados, signo de la importancia de la auscultación. Entonces no comprendíamos aún el triste fondo de estas extravagancias, el doloroso complejo que maduraba en su interior.
Mi madre no ejercía la menor influencia sobre él; en cambio por Adela sentía gran respeto y consideración. La limpieza de la sala era para él una importante ceremonia, a la que jamás dejaba de asistir, siguiendo todos los movimientos de Adela, con una mezcla de angustia y de voluptuosidad. Atribuía a cada uno de los actos de la joven un significado más profundo, de tipo simbólico. Cuando ella, con ademanes enérgicos, pasaba el cepillo por el suelo, se sentía desfallecer. Las lágrimas brotaban de sus ojos, se le crispaba el rostro con una risa silenciosa, y sacudían su cuerpo espasmos de goce. Su sensibilidad a las cosquillas llegaba a los límites de la locura. Bastaba que Adela le apuntara con el dedo, con el gesto de hacerle cosquillas, y él presa de un pánico salvaje, atravesaba las habitaciones, cerrando tras sí las puertas, para echarse al final en una cama y retorcerse con una risa convulsiva, bajo el influjo de la sola imagen interior a la que no podía resistirse. Gracias a eso, Adela tenía sobre mi padre un poder casi ilimitado.
En aquel tiempo observamos por primera vez en él un interés apasionado por los animales. Al principio fue una afición de cazador y artista a la par, y posiblemente también la simpatía zoológica más profunda de una criatura hacia unos semejantes que tenían formas de vida diferentes: la investigación de registros del ser aún no conocidos. Sólo en su fase posterior, este aspecto adquirió un matiz extraño, complejo, profundamente vicioso y contra natura, que es mejor no exponer a la luz del día.
Aquello empezó con la incubación de huevos de aves.
Con gran derroche de esfuerzos y de dinero, mi padre había hecho llegar de Hamburgo, de Holanda y de algunas estaciones zoológicas africanas, huevos fecundados que hacía empollar a unas enormes gallinas belgas. Era también para mí una ocupación absorbente contemplar el nacimiento de los polluelos, verdaderos fenómenos por sus formas y colores.
Era imposible, viendo aquellos monstruos de picos enormes, fantásticos, que desde el nacimiento se ponían a piar a voz en cuello, silbando ávidamente desde las profundidades de su garganta; contemplando aquella especie de reptiles de cuerpo débil, desnudo, corcovado, adivinar en ellos a los futuros pavos reales, faisanes, cóndores. Colocados en cestas llenas de algodón, aquellos engendros de monstruos erguían sobre sus frágiles cuellos unas cabezas ciegas, cubiertas de albumen, graznando destempladamente con sus gargantas afónicas. Mi padre se paseaba a lo largo de las estanterías, con un delantal verde, como jardinero que inspecciona sus siembras de cactus, y extraía de la nada aquellas vesículas ciegas, en las que ya alentaba la vida, aquellos vientres torpes, incapaces de recibir del mundo exterior cualquier cosa que no fuera el alimento, conatos de vida que se erguían a tientas hacia la claridad. Unas semanas más tarde, cuando aquellos ciegos retoños se abrieron a la luz, las habitaciones se llenaron de un tumulto multicolor, del centellante gorjeo de los nuevos habitantes. Se posaban en las barras de las cortinas y en las cornisas de los armarios, anidaban en los huecos de las ramas de estaño y en los arabescos de los candiles.
Cuando mi padre estudiaba los grandes compendios ornitológicos y tenía entre las manos las láminas de colores, parecía que era de allí de donde se desprendían aquellos fantasmas emplumados, que llenaban el cuarto con su aleteo multicolor de copos de púrpura y girones de zafiro, de cobre, de plata. Cuando les daba de comer, formaban en el suelo una masa abigarrada, compacta y ondulante, una alfombra viva, que a la llegada intempestiva de alguno se desintegraba, se dispersaba en flores móviles, que batían las alas, para acabar posándose en la parte superior del aposento. Tengo especialmente grabado en la memoria un cóndor, pájaro enorme de cuello desnudo, cara arrugada y buche voluminoso. Era un asceta magro, un lama budista de imperturbable dignidad, en todo su comportamiento, que se regía por el férreo ceremonial de su alta alcurnia. Cuando inmóvil en su postura hierática de dios egipcio, con el ojo velado por una blancuzca carnosidad que cubría sus pupilas —como para encerrarse por completo en la contemplación de su soledad augusta—, estaba, con el pétreo perfil, frente a mi padre, parecía su hermano mayor. La misma materia, los mismos tendones, la piel dura y rugosa, el mismo rostro seco y huesudo, las mismas órbitas profundas y endurecidas. Hasta las manos de fuertes nudillos y largos dedos de mi padre, con sus uñas abombadas, tenían cierta analogía con las garras del cóndor. Al verlo así, dormitando, no podía sustraerme a la impresión de que tenía ante mí a una momia disecada, la momia reducida de mi padre. Creo que tal asombrosa semejanza tampoco escapó a la atención de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es singular que el cóndor utilizase el mismo orinal que mi padre.
No satisfecho con incubar incesantemente nuevos especímenes, mi padre organizaba en el desván bodas de aves, enviaba casamenteros, ataba a las novias seductoras y lánguidas junto a las grietas y agujeros de la techumbre; lo que trajo por consecuencia que el enorme tejado de dos vertientes de nuestra casa se convirtiera en un verdadero albergue de aves, un arca de Noé, a la que llegaba toda clase de seres alados desde parajes lejanos.
Incluso mucho tiempo después de liquidada aquella manía avícola, subsistió en el mundo de las aves la costumbre de llegar a nuestra casa. En el período de las migraciones de primavera se abatían verdaderas nubes de grullas, pelícanos, pavos reales y otros pájaros sobre nuestros techos.
No obstante, después de un breve florecimiento, esta afición tomó un giro más bien desolador. En efecto, pronto se hizo necesario trasladar a mi padre a las dos habitaciones del desván que servían como depósito de trastos inútiles. Desde el alba salía de allí el clamor confuso de las aves. En las piezas de madera del desván, a modo de cajas de resonancia, reforzada ésta por lo bajo del techo, repercutía todo aquel alboroto, cantos y gorjeos. Así perdimos de vista a nuestro padre durante varias semanas. Bajaba muy raras veces, y entonces podíamos observar la transformación operada en él. Se le veía disminuido, encogido, flaco. A veces se levantaba de la mesa, batía distraídamente los brazos como si fueran alas y soltaba un largo gorjeo, mientras entrecerraba los ojos. Después, confuso y avergonzado, se reía con nosotros y trataba de disfrazar el incidente, haciéndolo pasar por una broma.
Una vez, durante el período de la limpieza general, Adela se presentó de súbito en el reino de las aves de mi padre. Plantada en la puerta, se llevó la mano a la nariz ante el hedor que impregnaba la atmósfera. Los montones de inmundicia cubrían el suelo y se apilaban sobre mesas y muebles. Rápidamente, con gesto decidido, abrió la ventana y con su larga escoba comenzó a agitar aquel pajarerío. Levantóse una nube infernal de plumas, alas y graznidos, a través de la cual, Adela, como frenética bacante, bailaba la danza de la destrucción. En medio de aquel estrépito, mi padre, batiendo los brazos, lleno de temor, trataba desesperadamente de emprender el vuelo. La nube de plumas se dispersó lentamente, y por último, sólo quedaron en el campo de batalla Adela, agotada y jadeante, y mi padre, con expresión de tristeza y de derrota, dispuesto a cualquier capitulación. Momentos después, mi padre descendía la escalera de su imperio. Era un hombre roto, un rey desterrado que había perdido trono y poder.




Antología del cuento polaco contemporáneo, traducción de Sergio Pitol, México, Ediciones Era, 1967, págs. 24-27.


Tomado de Narrativabreve.com


jueves, 30 de octubre de 2014

Frenesí




Néstor Perlongher



El enterizo de banlon, si te disimulaba las almorranas, te las ceñía al roce mercuarial del paso de las lianas en el limo azulado, en el ganglio del ánade (no es metáfora). Terciopelo, correhuelas de terciopelo, sogas de nylon, alambrecitos de hambres y sobrosos, sabrosos hombres broncos hombreando hombrudos en el refocilar, de la pipeta el peristilo, el reroer, el intraurar, el tauril de merurio. Y el volcán, en alunadas ágatas, terciopelo, correíta de nácar, el mercurio de la moneda ensalivada en la pirueta de la pluma, bIanca, flanca y fumóla en el brumulo noctural. El saurio, al que te dije, deslelicorreaba, descoloría, coloreaba, las errancias gnomosas, como flatos de goma o silicone afluentes en el nódulo del ganglio lenitar, róseo maravedí en carbunclo alzado, lo prometido por las mascaritas, mascaba, macaneaba la mazota. campanuela de telgopor y el frunce de la ''imitación seda".

Tildaban lentejuelas los breteles, esmirna, pirca de lapislázuli, carmelo. cortióla rompiamor el encaracolado calacrí. el alacrán de la ponzoña abisagrada como esputo, o carpiólo, rompiometió en el carrancudo lince de los senos plastificados el estilete, en la cartera la tronera de una ventana vigilante, el signo del acuario en el mangle movedizo, oleante, arde de las ardillas casi encintas la delicia de la mentirilla linguajar, lúpulo del burdel, pupila de éter. Corceía el lanzaperfumes su pesadilla de puttos ondulantes, como olas u onduelas bandidejas, bandidas. carricoche en la reja, el espumar, en runa la inscripción (borradiza) del himen de la verja, el alcahuete paga el servicio de la consumición, ahoga en cerveza lo furtivo del lupanar, tupido, apantallado por maltrechas ecuyères en caballitos de espinafre, la pímienta haciendo arder el sebo carnoso del ánade.