domingo, 30 de noviembre de 2025

Iniciación amorosa



Carlos Drummond de Andrade


La hamaca entre dos matas de mangos 

se balanceaba en el mundo profundo.

El día era ardiente, sin viento.

El sol allá arriba,

las hojas en medio,

el día era ardiente.


Y como no tenía nada que hacer, 

me la pasaba mirando las piernas morenas de la lavandera.


Un día se acercó a la hamaca,

se enroscó en mis brazos,

me dio un abrazo,

apretándome con sus tetas

que eran solo mías.


La hamaca se volcó,

el mundo se hundió.


Me fui directo a la cama,

40 grados de fiebre.

Una lavandera inmensa, con dos tetas inmensas, 

                                                                   giraba en el espacio verde.


Iniciação Amorosa


A rede entre duas mangueiras

balançava no mundo profundo.

O dia era quente, sem vento.

O sol lá em cima,

as folhas no meio,

o dia era quente.


E como eu não tinha nada que fazer vivia namorando 

as pernas morenas da lavadeira.


Um dia ela veio para a rede,

se enroscou nos meus braços,

me deu um abraço,

me deu as maminhas

que eram só minhas.


A rede virou,

o mundo afundou.


Depois fui para a cama

febre 40 graus febre.

Uma lavadeira imensa, com duas tetas imensas, girava no espaço verde.



Versión: Pedro Marqués de Armas 



viernes, 21 de noviembre de 2025

Edna St. Vincent Millay: Euclid Alone



Solo Euclides miró la belleza desnuda.

Callen los charlatanes que hablan de la Belleza,

Y tiéndanse por tierra sin alzar la cabeza

Y cesen en su examen, con la mirada muda.

 

Contemplando la Nada, que en complicado esbozo

va trazando sus vanas formas con ligereza,

sus graznidos de ganso, que el héroe su grandeza

busque libre del polvo entre el aire luminoso.

 

¡Oh cegadora hora, santo, terrible día!

¡En sus ojos la saeta primera refulgía (¿)

De la luz desintegrada! Euclides solamente

 

vio la Belleza pura como dicha sobrehumana.

Del que con su sandalia afirmarse potente,

Sobre piedra una vez, y luego ya lejana. (¿)

 

(Traductor no identificado)

 


Nadie miró jamás la belleza desnuda

cual Euclides. Que callen los que hablan de belleza,

y humillando en el polvo la vacía cabeza

a la nada contemplen con gran mirada muda.

 

La nada, vana urdimbre de complicados trazos,

Digna de los graznidos del ganso. El generoso

Héroe quiere saltar al aire luminoso

Librándose del polvo y sus pesados lazos.

 

Oh, deslumbrante hora, santo, terrible día,

cuando por primera vez la belleza relucía

de fragmentada luz. Que Euclides elegido


fue para contemplar la belleza de frente.

Dichoso el que de lejos y un instante presente

su sandalia en la piedra oyó sobrecogido.

 

Traducción de Emilio Ballagas

 

 

Solo Euclides ha visto la belleza desnuda

Callen los charlatanes que hablan de la Belleza

Y a la hermandad del polvo humillen la cabeza

Cesando el divagar, con la mira aguda

 

Fija en la Nada, que mil formas muda

En complicada urdimbre trazada con presteza,

Sus gemidos dé el ganso, que el héroe su grandeza

Busque entre luz, librándose del polvo que lo anuda

 

Oh, deslumbrante hora, santo, terrible día,

Cuando la primera flecha de luz desintegrada

Refulgió ante sus ojos: ¡Solo Euclides vería

 

La Belleza desnuda! ¡Oh, gracia inigualada

Del que de su sandalia escuchó la armonía

Sobre piedra una vez, y luego, ya apagada.

 

Traducción de Amparo Rodríguez Vidal

 

 

Euclid Alone

 

Euclid alone has looked on Beauty bare.

Let all who prate of Beauty hold their peace,

And lay them prone upon the earth and cease

To ponder on themselves, the while they stare

 

At nothing, intricately drawn nowhere

In shapes of shifting lineage; let geese

Gabble and hiss, but heroes seek release

From dusty bondage into luminous air.

 

O blinding hour, O holy, terrible day,

When first the shaft into his vision shone

Of light anatomized! Euclid alone

 

Has looked on Beauty bare. Fortunate they

Who, though once only and then but far away,

Have heard her massive sandal set on stone.

 


Edna St. Vincent Millay, Collected Poems


sábado, 15 de noviembre de 2025

En la sala de espera


 

Elizabeth Bishop

 

En Worcester, Massachusetts,

acompañé a la tía Consuelo

a su turno con el dentista

y me senté a esperarla

en la sala de espera del consultorio.

Era invierno. Había oscurecido

temprano. La sala de espera

estaba llena de gente grande,

botas de goma y sobretodos,

lámparas y revistas.

Mi tía ya había pasado

su buen rato adentro, me pareció,

y mientras esperaba yo leía atenta

la National Geographic

(ya sabía leer) y estudiaba

con atención las fotografías:

el interior de un volcán,

negro, colmado de cenizas;

después se derramaba

en riachuelos de fuego.

Osa y Martin Johnson

con pantalones de montar,

borcegos y salacots.

Un hombre muerto que colgaba de un poste

–“Cerdo largo”, decía el pie de foto.

Bebés con las cabezas puntiagudas

enrolladas con vueltas y vueltas de cuerda.

Mujeres negras y desnudas con cuellos

enrollados con vueltas y vueltas de alambre

como los cuellos de los focos de luz.

Sus pechos eran horrorosos.

Lo leí todo, de punta a punta.

Era muy tímida para detenerme.

Después miré la tapa:

los márgenes amarillos, la fecha.

De repente, de adentro

De repente, de adentro

llegó un adolorido ¡oh!

(la voz de tía Consuelo)

ni muy fuerte ni muy largo.

No me sorprendió;

sabía ya que entonces que ella era

una mujer ingenua y tímida.

Bien pude haberme avergonzado.

No fue el caso. Lo que sí me tomó

completamente por sorpresa

fue que era yo:

era mi voz, en mi boca.

Sin haberlo pensado

yo era la tonta de mi tía,

Yo –nosotras – caíamos y caíamos,

nuestros ojos pegados a la tapa

de la National Geographic,

Febrero, 1918.


Me dije a mi misma: en tres días más

vas a cumplir siete años.

Me lo decía para detener

la sensación de que estaba cayendo

del mundo, redondo y en movimiento,

hacia el espacio azul, oscuro y frío.

Pero lo sentía: sos una yo,

sos una Elizabeth,

sos una de ellas.

¿Por qué tendrías que serlo?

Apenas me atrevía a mirar

para ver qué era yo.

Miré de reojo

(no me atrevía a levantar la vista)

el gris sombrío en las rodillas,

los pantalones y las polleras y las botas,

los diferentes pares de manos

que descansaban a la luz de las lámparas.

Supe que nunca había sucedido

nada más raro, que nada

más raro que esto iba a suceder nunca.

¿Por qué habría yo de ser mi tía,

o yo

o yo o cualquiera?

¿Qué cosas similares

–botas, manos, la voz familiar

que sentí en mi garganta, o incluso

la National Geographic

y todos esos colgantes pechos horribles–

nos reunían a todas

o nos hacían una sola?

Qué (no conocía otra

manera de nombrarlo) qué “incierto”…

¿Cómo fue que llegué a estar acá,

como ellas, para escuchar

un grito de dolor que pudo haber

sido cada vez más alto y peor,

pero que no lo fue?


La sala de espera era resplandeciente

y demasiado calurosa. Se deslizaba

bajo una ola grande y negra,

y otra, y otra.


Entonces volví a estar ahí.

La guerra continuaba. Afuera,

en Worcester, Massachusetts,

la noche, la nieve derretida, el frío,

y era todavía el cinco

de febrero, 1918.

 


Traducción en Nahuel Lardies



 

domingo, 2 de noviembre de 2025

Dos poemas de Léonie Adams

 


Léonie Adams


Río en las praderas 


Parte el cristal las praderas, 

un bote como un cisne lo remonta, 

tranquilo, bello, el lento cisne aléjase, 

y su brillante pecho el agua afronta. 


Aguas en plenitud, fluyente plata, 

que con la treboleda su nivel ahora aúna, 

y manchada será al hundir una estrella, 

y se desbordará cuando lleve la luna. 


Corriendo entre rociados terrenos recortados, 

baja el ganado hasta su orilla, 

y cada una garganta morena beberá 

agitando al compás su campanilla. 


Vi un bote que bogaba por un río 

con extasiado porte; parecía 

soltado de su amarra por un extraño hechizo, 

o algo que un timonero soñaría. 


Dicen que no llevara pasajero; 

pero que se hundiría la nave, 

si un pecho fuera de piedra, 

si el corazón que lleva tuviera el ala grave. 



Revelación crepuscular 


Esta hora marcó el tiempo, y la gloria desciende

hacia nosotros en ondas de aire grave,

el cielo, que es su asiento, por sobre nos se tiende,

cual cenizas violeta el azul suave;

tú allí, cerca de mí, en espacio azul duende,

y podríamos tocar a Héspero que se enciende.


Y te percibo ahora envuelto entre luz única

por ese azul que hunde planetas en su túnica,

colgar como esas altas joyas que dan fulgor,

en triste oro, tan alto, que no logra el amor;

y tú, pobre, menguante estrella que te hundes,

en ese río, medio que te abrillantas y hundes,


Y estas casi palpables horas maravillosas,

lucen cual la substancia de alas de mariposas,

cuando rompe el confín la azul noche eternal

y extrae la esencia de lo temporal.

Corazones fundidos puede así separar

el espacio, en cielo hondo, que interviene al bajar.

 


Traducción de Amparo Rodríguez Vidal

 

Atlántico. Revista de cultura contemporánea (Madrid, Casa Americana), Núm. 2., junio 1956, p. 98 y 112. 

 

Léonie Adams (1899-1988). Nació en Brooklyn, Nueva York. Estudió en el Barnard College y comenzó a publicar poemas siendo aún estudiante. Autora de cinco poemarios, recibió el Premio Bollingen en 1954 por su obra Poems: A Selection, así como la Beca de la Academia de Poetas Estadounidenses en 1974, la Guggenheim y el Premio Shelley Memorial. Impartió clases de inglés en diversas instituciones, entre ellas el Sarah Lawrence College y la Universidad de Columbia.


martes, 21 de octubre de 2025

Malva apagado



John Ashbery 



A veinte millas, en las más frías

aguas del Atlántico, miras anhelante

hacia la costa. ¿Alguna vez amaste a alguien

ahí? Sí, pero era apenas un gato, y yo,

un manatí, ¿qué podía hacer? No hay recompensas

en este mundo por haberse meado la vida, aún

si implica llegar a ver icebergs olvidados

de hace décadas separándose de la masa

para nadar bajo la superficie, levantando

una montaña de vidrio desbordante antes de abalanzarse erectos

para empezar el viaje peligroso desconocido

hacia el horizonte desolado.

                                                     Ése fue el modo

En que pensaba acerca de cada día, cuando era joven; un desprenderse,

a la vez suicida e imbuido de una cierta gracia ritual.

Después, hubo tantos protagonistas

que uno se perdía un poco, como en una selva de doppelgängers.

Muchas cosas estaban aconteciendo. Y la luna, balanceándose

sobre la loma como una toronja enorme y lisa, comprendió

la importancia de cada una, y no estaba dispuesta

a facilitar la tarea de nadie, aunque la amamos.



Traducción: Roberto Echavarren 



domingo, 12 de octubre de 2025

Dos poemas de Dylan Thomas



Dylan Thomas


Apostilla del traductor


Traducir, ya resulta pueril y ocioso recordarlo, es un arte difícil. Traducir a Dylan Thomas es doblemente difícil, porque en una poesía como la suya, en la que cada vocablo puede encerrar tantas tan misteriosas sugerencias, y decir mucho más de lo que expresa, hay que traducir primero el alcance esotérico que es fuerza descubrir en la concatenación de las palabras; y después traducir de un idioma a otro el significado de las palabras mismas, que no siempre es el más usual y vulgar.

Me he entretenido, a título de mero ensayo, en trasladar al idioma español dos breves poemas de Dylan Thomas. He querido ajustarme con estricta fidelidad al original, sin olvidar en un tanteo de equivalencias, el ritmo interior que da categoría de versos a los renglones de Dylan Thomas. Que la fidelidad rigurosa de los vocablos no conspire, al hacinarlos en otra lengua, contra la interna armazón rítmica: tal ha sido mi mayor empeño.


                                                                               Max Henríquez Ureña 


Amor en el asilo

 

Alguien, extraño, ha venido

a compartir mi alcoba en la casa que no está precisamente en la cabeza,

una muchacha loca como los pájaros

echando el cerrojo a la noche de la puerta con su brazo, su plumaje,

rígida en el envuelto lecho

mistifica con nubes fugaces la casa hecha a prueba de cielo,

y también mistifica con sus paseos la alcoba de pesadilla,

sin límite como el vacío,

o cabalga los imaginados océanos de hacinamientos masculinos.

Llegó aquí posesa,

como que recibe la ilusoria luz a través del fuerte muro,

poseída por los cielos

duerme en la estrecha artesa, aunque también pasea el polvo

delira con su voluntad

sobre los tablados del manicomio desgastados por mis 

                                                                          lágrimas ambulantes.

Y elevado a plena luz en sus brazos por tiempo duradero y grato,

podré sufrir infaliblemente

la primera visión que incendió las estrellas.

 


Y yo me siento mudo

 

La fuerza que armada de ver cuchilla se lleva la flor

se lleva mi verde edad;

la que hace volar en trozos las raíces de los árboles,

me aniquila y destruye.

Y yo me siento mudo para decir a la rosa hecha trizas

que mi juventud se quiebra con la misma helada fiebre.

 

La fuerza que hace pasar agua al través de las rocas

se lleva mi sangre roja;

la que agota y deja secos los estruendosos torrentes,

convierte el mío en cera.

Yo me siento mudo para gritar dentro de mis venas

cómo en aquel arroyuelo de la montaña se sacia la misma

sedienta sed.

 

La mano que remueve las aguas en la alberca,

agita la arena movediza;

la que echa su amarra al viento tempestuoso

se lleva mi vela desplegada, mi mortaja.

Y yo me siento mudo para decir al hombre que está frente a la horca

cómo de mi propia arcilla se hizo el barro del verdugo.

 

Los labios del tiempo van en busca del manantial;

el amor destila y recoge, pero en la sangre vertida

calmará ella sus desgarraduras.

Y yo me siento mudo para decir al viento

cómo el tiempo ha marcado con un tic-tac un cielo en torno a las estrellas.

 

Y yo me siento mudo para decir a la tumba del amante

cómo en mis propias sábanas se retuerce el mismo abyecto gusano.



Orígenes, 38, pp. 30-31.


viernes, 26 de septiembre de 2025

Sin respuesta



Luciano Erba 


Noviembre te trajo. ¿Cuántos meses

durará la dulceamarga 

aventura de dos miradas, de dos voces? 

Si yo tuviese una leyenda escrita

diría que este tiempo que nos roza

nos pertenece desde siempre. Pero no soy

más que un hombre entre cientos de miles

y tú no eres sino una mujer 

que noviembre trajo

y un mes nos premia y otro nos saquea. 

Eres una mujer 

que acoge ahora a un náufrago impaciente

dime tú

¿eres acantilado

o continente?


Senza risposta


Ti ha portata novembre. Quanti mesi

durerà la dolceamara

vicenda di due sguardi, di due voci?

Se io avessi una leggenda tutta scritta

direi che questo tempo che ci sfiora

ci appartiene da sempre. Ma non sono

che un uomo fra mille e centomila

ma non sei

che una donna portata da novembre

e un mese dona e un altro ci saccheggia.

Sei una donna

che adesso tiene un naufrago impaziente

dimmi tu

sei scoglio

o continente?



Versión: Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas 



jueves, 18 de septiembre de 2025

Chó Cánh Giác

 

Dolores Labarcena


Esa noche, durante la cena que le ofrecía el general Arnaldo Oropeza a Chó Cánh Giác, ministro de finanzas de la República Popular de Kampuchea, entraron en la cocina unas seis o siete mujeres que parecían jóvenes. Parecían. Sin prestarse a engaños, es difícil adivinar la edad de una asiática. ¿Es usted el cocinero?, indagó una de ellas mientras las otras, con abanicos de papel, se limitaban a sonreír dejando entrever los dientes. Cuando asentí, hizo una reverencia ante el caldero donde hervían las langostas, sacó un pozuelo de una jaba y dijo con tono entusiasta: ¡Gracias, camarada! La comida de su país es exquisita. Eso que sirvió antes, continuó señalando lo que quedó del tasajo y el arroz frito, ha conquistado el paladar del ministro de finanzas de la República Popular de Kampuchea. Todo eso en perfecto español. Lo único que la delataba, ya que en su voz no distinguí diferencia alguna entre su acento y el mío, era que medía un metro y cuarenta de altura, y como el séquito, por ojos tenía un par de alfileres en plano horizontal. Le repito, nuestra delegación, prosiguió sin quitarle ojo al resto de compatriotas, le agradece su labor revolucionaria, su entrega. Le ha gustado tanto lo que cocinó al camarada Chó Cánh Giác, tanto, que desearía llevarle un poco a su perra que está en tierra esperándolo. Una perra inteligente, fiel. Tome el pozuelo, por favor. Gracias, gracias, expresó incluso antes de que se lo llenara. Y se lo llené, pero se lo llené no solo de tasajo y arroz frito, sino que agregué aguacates, tostones, y algo de yuca. Gracias, gracias, repitió y salieron en tromba doblando el lomo en señal de reverencia, ¡sin dar la espalda! Gente muy ceremonial. Y la Aragón y las consignas a todo meter... ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Vivan los países no alineados! ¡Abajo el Imperialismo! ¿Yo? Ahí, con una misión, por lo menos en la marina, nueva para mí. Al cocinero oficial lo congelaron por orden explícita del general Arnaldo Oropeza. Contingencias. En el sitio donde nos hallábamos era imposible repatriarlo. Murió intoxicado dos semanas antes con unos pescados que nos trajeron del Mekong. Todavía lo tengo en la retina. De blanco. Con mi chaqueta almidonada, impecable. Veintisiete comensales. Al sacar las langostas, las cuales serví con una guarnición de tomates asados y crema de pistachos, vi a la mujer del pozuelo susurrándole algo al oído a Chó Cánh Giác. Y Chó Cánh Giác a su vez llamó al general Arnaldo Oropeza. Y el general Arnaldo Oropeza acudió ipso facto a la mesa de Chó Cánh Giác. Entonces, con la bandeja de langostas en las manos, humeantes, despidiendo su olor característico cuando son frescas, cuando se meten vivas y chillando en el agua hirviendo, el capitán Bernabé Tellechea mandó a apagar la música e hizo llamar a la tripulación al completo obedeciendo la orden del general Arnaldo Oropeza. ¡Silencio! ¡Tenemos un comunicado de última hora! ¡Presten atención! Me quedé paralizado en medio del comedor con la bandeja en alto por lo menos diez o veinte minutos, quizás quince. Ahí, resistiendo. ¿La atmósfera? Para qué contar, como los estómagos de los comensales, espesísima. ¿Cuál es la novedad?, pregunté para mis adentros. Una hora antes aquella misma mujer, la cual sospeché, nunca se sabe, fuese la traductora de la delegación, me había agradecido y hasta pedido un poco de comida para la perra de Chó Cánh Giác. ¿Qué falló? El salón a rebosar de coroneles, capitanes, camboyanos. ¿Aquel pozuelo no iría directo a un laboratorio y lo de la perra era una excusa de la contrainteligencia vietnamita, o de la china? En suma, la batalla sobre los límites del internacionalismo socialista y la intervención en terceros países se estaba librando en La Habana. ¿Y quién estaba allá? Heng Samrin. No juega la lotería con el billete, pensé. Estábamos fondeados en el puerto de Sanya. ¿Qué hacía una delegación de la República Popular de Kampuchea con ministro de finanzas incluido en Hainan? Felicidades, camarada Germán. Deje la bandeja ahí. ¡Vamos, hombre, bájela! El pueblo, el único soberano de la República Popular de Kampuchea le da las gracias por su dedicación y esmero, dijo el general Arnaldo Oropeza y me dio un fuerte abrazo cuando logré colocar las langostas en la mesa de Chó Cánh Giác. Felicidades, repitió. Entonces Chó Cánh Giác, con la euforia que sobreviene al quinto trago de tequila, cuando observó los caparazones naranjas que cubren esa masa suculenta y apetecible, dio un sonado discurso que luego tradujo el capitán Bernabé Tellechea donde aseveraba que el Imperialismo es el principal obstáculo para el Tercer Mundo. ¡Viva el presidente del Consejo Revolucionario del Pueblo Heng Samrin! ¡Viva! ¡Viva el Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba Fidel Castro Ruz! ¡Viva! ¡Viva la Asociación Nacional de Mujeres para la Salvación de Kampuchea! ¡Viva! ¡Viva el general de División de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Arnaldo Oropeza! ¡Viva!, gritamos a coro. Al instante los aplausos, los cuales tenían una sincronización fuera de lo común, un ritmo acelerado, triunfalista. Y me condecoró, y aquí viene la sorpresa, fui el primer extranjero en obtener dicho honor: Héroe del Trabajo de Segunda Clase. El mismo Chó Cánh Giác me colgó la estrella en el gorro de cocinero. Se desconcharon varias botellas de Dom Pérignon. ¡Oh, la envidia, el gran opiáceo del alma insular!, como dijera el difunto Marchante… Sí. En ese instante donde todo era júbilo, en ese preciso momento donde brindábamos por la fraternidad entre los pueblos, el derrocamiento de las clases opresoras y el triunfo del bloque socialista fuera de Europa del Este, algunos marineros hubiesen querido degollarme, pues una condecoración así, incluso sin título de cocinero, abría cualquier cerrojo. Gracias a esa estrella de níquel comenzaron mis viajes a Japón. Así fue. Jamás pisé la República Popular de Kampuchea de la cual soy héroe.

 

 

Capítulo perteneciente a la novela No quiero llanto (Editorial Betania, 2020). 


domingo, 14 de septiembre de 2025

Cioran: del suicidio y la obsesión por la muerte

 

-G. L.: Se le puede reprochar que existe un desfase entre lo que usted hace y lo que dice: echa pestes contra la vida pero cuida excesivamente de su salud; no ha cesado de elogiar el suicidio, y sin embargo todavía está entre nosotros. 

-E. M. C.: Yo nunca he dicho que hubiera que suicidarse; simplemente he dicho que sólo la «idea» del suicidio podía ayudarnos a soportar la vida. La idea de que está al alcance de nuestra mano poner fin a nuestros días, de que en cualquier momento podríamos suicidarnos representa un alivio enorme. Al menos esta perspectiva me ha ayudado mucho personalmente y he expuesto este razonamiento a todos aquellos que me han confesado que se querían matar. Porque, sabe usted, en París, la tentación del suicidio es un fenómeno bastante corriente. Mire, hace algunos años, un tipo, un ingeniero, relativamente joven, vino a verme. Había leído mis historias sobre el suicidio y quería acabar con todo. Estuvimos paseando durante tres horas por el jardín de Luxemburgo. Y le expliqué que el suicidio, que la idea del suicidio era una idea positiva en la medida en que hacía la vida más soportable. 

-G. L.: Ofrece la perspectiva de un refugio supremo.

E. M. C.: Uno toma conciencia de que no es solamente una víctima, de que en última instancia puede disponer de sí mismo, y de que en ese sentido es dueño de su vida. «Usted que tiene veintiséis años, le dije, y que se gana muy bien la vida -se trataba de un chico muy competente- tiene tiempo de sobra para sufrir. Intente, por tanto, resistir todo lo que pueda, y si en un momento determinado se da cuenta de que la idea del suicidio ya no le resulta de ninguna ayuda, ¡entonces termine!» Tres años más tarde, me crucé con él y me dijo: «He seguido su consejo y, mire, todavía estoy vivo. -¡Perfecto. Siga así!» ¿Comprende el razonamiento? Nunca he incitado a nadie al suicidio. Una sola vez hice algo bastante estúpido, tanto que dudo si contárselo. Bueno... Ocurrió durante la guerra, y yo había conocido a una mujer muy rica y muy bella. Un buen día, expresé, en su presencia, algunas consideraciones sobre el tema del suicidio, de la inutilidad de la vida, etc. «Me gustaría que viniera usted conmigo, me dijo entonces, porque tengo una amiga que quiere suicidarse. Si usted pudiera hablar con ella... Para hacerle un favor a esta mujer -la verdad es que me gustaba mucho- acерté, y fuimos a ver a la mujer del suicidio. Le dije: «Tiene usted toda la razón en querer suicidarse, en el fondo es la solución, la única a decir verdad, para qué obstinarse en vivir», y así sucesivamente. Y entonces ocurrió algo extremadamente interesante. La mujer en cuestión, la del suicidio, se volvió hacia su amiga y le dijo: «A este señor no lo conozco. Que me impulse a suicidarme es cosa suya. Pero que tú, que eres mi amiga, lo traigas aquí para... ¡Pues bien, ya no me suicido! ¡Y pase lo que pase, ha terminado nuestra amistad!».

Ve usted, son cosas muy complicadas, en muchas ocasiones se basan en falsos sentimientos. A pesar de todo creo que mi teoría según la cual no se puede vivir sin la idea del suicidio es totalmente válida. Con excepción de Werther, nadie se ha suicidado nunca con esta idea en mente. Voy a contarle otra historia. Durante años conocí a un tipo, un funcionario de Correos, que desempeñaba importantes funciones pero que estaba un poco loco. Venía a verme a menudo; el suicidio le obsesionaba. Un día me contó lo que sigue: «Anteayer intenté suicidarme, pero de repente me di cuenta de que tenía los pies sucios. -No comprendo, le contesté, -Sí, hombre!, pensé que a pesar de todo no podía suicidarme con los pies sucios. -¿Pero qué más le daba tener los pies sucios o no? Ah, no!, en ningún caso me suicidaría con los pies sucios». A partir de ahí se inició una gran discusión... Aquel tipo terminó por suicidarse, pero esta historia tiene algo extraordinario. Tenía todos los motivos para matarse. Comprende -me había contado su vida, etc.- pero dependía por encima de todo de su historia con los pies: Estaba a punto de... pero cuando me vi los pies..... Mire qué detalles tan grotescos o cómicos pueden asociarse a la idea del suicidio.

-G. L.: Durante toda su vida ha escrito sobre el tema de la muerte. ¿Facilitará eso su encuentro con la muerte? 

-E. M. C.: Para mí la obsesión por la muerte no tiene nada que ver con el miedo a la muerte. La muerte me ha interesado en la medida en que concluye la historia de una locura. Quiero decir con esto que la muerte es una obsesión legítima, no es un problema más entre muchos otros, sino el problema, el problema por excelencia. En primer lugar, no se trata de un problema que se pueda resolver y clasificar. Además, no se sitúa en el mismo plano que los otros problemas, sino que anula a todos los demás. Es totalmente imposible que uno se diga: «Bueno, ahora voy a pensar en la muerte. después reflexionaré sobre otra cosa». O bien se piensa en ella todo el tiempo, o bien no se piensa en ella en absoluto.

-G. L: ¿Pero se considera usted mejor preparado para la muerte que otras personas?

-E. M. C.: En absoluto. Como le he dicho, se trata de un problema irresoluble ante el cual cada uno reacciona como puede. El hecho de morir se convierte en algo secundario en relación con el interés que presenta este hecho desde el punto de vista de la vida. Lo más extraordinario es que la idea de la muerte justifica cualquier actitud; puede ser invocada y puede servir para todo, puede justificar la eficacia y también la ineficacia. Uno igual puede pensar: «Para qué hacer cualquier cosa, para qué luchar si de todas maneras voy a morir o por el contrario: «Como tengo el tiempo contado, tengo que darme prisa en hacer algo en la vida cueste lo que cueste». Precisamente porque se trata de un problema sin solución, la muerte nos permite adoptar cualquier actitud y nos resulta útil en todos los momentos esenciales de la vida. El borracho de Rasinari del que le he hablado anteriormente, que durante dos años se emborrachó de la mañana a la noche... también hablaba a su manera de la muerte y «a su manera» tenía razón. La muerte es un problema infinito que lo justifica todo.

-G. L: ¿Y usted, qué ha justificado en su nombre?

-E. M. C.: Ya se lo he dicho: la libertad, no tener obligaciones, ni responsabilidades, hacer sólo lo que quiero, no tener horarios, no escribir más que sobre las cosas que me interesan. Y no tener más objetivos que ésos.

-G. L: ¿Y ése es el único éxito por el que se congratula? ¿Haber hecho sólo lo que ha querido? 

-E. M. C.: ¡No está nada mal!

-G. L.: ¿Le gustaría volver a ver Rasinari? ¿Va usted a volver?

-E. M. C.: No lo sé, no puedo decírselo. Temo volver a ver los lugares que han sido tan importantes en mi vida. Fui demasiado feliz en ese pueblo. Temo reinvestir el paraíso.

  

Final de entrevista realizada en París, en el apartamento de E. M. Cioran, los días 19, 20 y 21 de junio de 1990.


lunes, 1 de septiembre de 2025

Colección Betania/Del polvo no he venido

 


Nueva entrega de la editorial Betania: Del polvo no he venido (2025), del poeta cubano Omar Rodríguez García. Selección y prólogo de Mirladys Ventura Portal. 246 pp. Colección Antologías. Edición digital e impresa. Coordinó este proyecto: Carlos Ramos Gutiérrez. ISBN: 978-84-8017-474-9. PV: 20.00 euros ($25.00).

Esta obra puede considerarse como un libro que intenta paliar el olvido de la obra poética de Omar Rodríguez García (Remedios, 1952-2009). Además fue narrador y dramaturgo, preso político y poco reconocido en su país o totalmente desconocido en el exilio. Como bien señala la prologuista Mirladys Ventura Portal se trata de "resarcir la injusticia de un silencio -tal vez cómplice- al que fue sometido este poeta y, peor aún, su obra".





miércoles, 27 de agosto de 2025

Paraninfo de los estados limítrofes

 

Dolores Labarcena

IV

 

Lavabo del camerino. El poeta teletransportado se encuentra completamente desnudo sentado en el inodoro con los pies dentro de la jofaina con hielo. Lo rodean la maquilladora con un cayado, los dramaturgos y la cantante de ópera con los guantes puestos y un espejito de manos.

PRIMER DRAMATURGO (al poeta teletransportado): Es usted una incógnita. ¿Tanto le cuesta confesar que es actor, periodista, o quizás crítico de teatro?

CANTANTE DE ÓPERA (al público): Todo esto es muy absurdo. Hemos perdido una hora de ensayo. Si es un actor, que confiese. (Socarronamente.) Nadie ha muerto por interpretar a Hamlet.

VOZ EN OFF: Nadie ha muerto por interpretar a Hamlet.

Silencio.

POETA TELETRANSPORTADO (lívido, con la cabeza apoyada en la pared del lavabo y con los ojos clavados en el techo declama): En Madrid ahora mismo nieva. Y yo ardo, ardo, ardo... Soy un hombre en una ciudad observando y dejándose observar, dejándose mutilar por la mirada del tiempo, frágil, entre las luces de neón... Por humanidad, señores, lo imploro, déjenme en paz. 

MAQUILLADORA (mete el cayado en la jofaina con hielo): ¡¿Por humanidad?! (Ríe a carcajadas.) Conque esas tenemos… Humanidad… Venga, hombre, es usted más cursi que el bocadillo que repite una y otra vez como un papagayo. (Menea el cayado en la jofaina con hielo.) Si sigue en sus trece lo teletransportarán de cintura para arriba, ¿sabe? (Al público.) Y vean, vean, ¡tiembla! ¡Ya no suda! (Ríe a carcajadas.)

CANTANTE DE ÓPERA: ¿Ya no suda?

SEGUNDO DRAMATURGO: Ya no suda. Por lógica, no es hiperhidrosis.

PRIMER DRAMATURGO (le quita el cayado a la maquilladora para señalar al poeta teletransportado desde la puerta del lavabo): De acuerdo, de acuerdo. No es hiperhidrosis. (Al público.) Pero que hable. ¡Hable, señor teletransportado! ¿Tanto le cuesta confesar que es actor, periodista, o quizás crítico de teatro?

MAQUILLADORA (zarandeando por los hombros al poeta teletransportado): ¡Confiese, confiese!

POETA TELETRANSPORTADO (tirita): Por… por un fi… por un físico andaluz… (Tose.) me he… me heeee pueeesto un albornoz… (Vuelve a toser.) un albornoz co… como si… como si fuese un esmoquin.

CANTANTE DE ÓPERA (colérica): ¡Qué físico andaluz ni qué niño muerto! Exprésese sin tanta rimbombancia que usted no es Góngora. Observe...

Con el espejito de manos la cantante de ópera le enseña al poeta teletransportado sus extremidades inferiores donde se advierten los signos de entumecimiento.

PRIMER DRAMATURGO (al poeta teletransportado): Eso, observe.

CANTANTE DE ÓPERA: ¡Hable, por Dios, que cogerá gangrena!

MAQUILLADORA (irónica): Y la gangrena no es un simple resfriado.

El primer dramaturgo se dirige al centro del camerino. Se apoya en el cayado con estudiada postura. Lo secunda la maquilladora.

PRIMER DRAMATURGO (al público): No. La gangrena no es un simple resfriado.  

SEGUNDO DRAMATURGO (al primer dramaturgo): ¡Cállate! (Autoritario.) ¡¿Te quieres callar de una puñetera vez?! Qué ansias de protagonismo… (Al poeta teletransportado) Señor teletransportado, escúcheme, esto no es un interrogatorio. ¡Bastaría más con los tiempos que corren! Pero sepa que nos preocupa su integridad física. ¿Podría decirnos dónde se encuentra el teletransportador que lo teletransportará en su teletransportación al futuro?  ¡Dese prisa, hombre! (Lo zarandea por los hombros.) Mire lo malparado que lo ha dejado lo de la supuesta teletransportación. (Le arrebata el espejito de manos a la cantante de ópera. Obliga al poeta teletransportado a observar.) ¿No se ha visto las piernas? Esto irá a peor. O para ser más exacto, puede quedarse irremediablemente aquí, extemporáneo y sin piernas. (Le devuelve el espejito de manos a la cantante de ópera.) Repito. El tiempo corre. ¿Me escucha?

El poeta teletransportado se desmaya. Lo sacan en volandas del lavabo. 




Acto IV de la obra de  teatro "Paraninfo de los estados limítrofes", perteneciente al libro Electra y el extraterrestre amarillo  (Potemkin ediciones, 2025).