domingo, 13 de abril de 2025

Rémy de Gourmont (1858-1915)


Ezra Pound 


Dado que Rémy de Gourmont encontró su propia forma en la prosa, así también en la poesía, probablemente por influencia de los sequaires medievales (especialmente los de Goddeschalk, citados en su trabajo sobre el Latin mystique), recreó las letanías. Fue éste uno de los grandes aportes del "simbolismo", de la doctrina por la que el poeta tenía que "sugerir, no presentar"; en sus manos, este método indirecto se vuelve sumamente eficaz. La procesión de todas las mujeres hermosas se mueve delante de nosotros en las Litanies de la rose, y el ritmo es incomparable. No es poesía que se quede en el papel, tiene que avivarse en la audición, o bien en la más fina audición de quien sepa imaginar su sonido. Es necesario "oírla" de algún modo, y entonces, de esa ebriedad nace la belleza. No soy injusto con De Gourmont al citar este único poema. La Letanía de los árboles es igualmente hermosa, o casi. Los sonetos en prosa son diferentes; proceden del habla común, de la conversación. Quizá Paul Fort comenzó, o recomenzó a componer el parloteo común en parágrafos de prosa rimada, a veces bastante simpáticamente.

(Aquí citaba Les litanies de la rose, pero son demasiado largas para este "Suplemento", y suponen un problema especial.)


Escrito en Rapallo; traducción de René Palacios More. Editorial Swan, 1982. 



viernes, 11 de abril de 2025

El futuro del ojo


Joseph Brodsky


El ojo es el más autónomo de nuestros órganos. Ello es debido a que los objetos de su atención están inevitablemente situados en exterior. Salvo en un espejo, el ojo nunca se ve a mismo. Es el último en cerrarse cuando el cuerpo se duerme. Permanece abierto cuando el cuerpo es golpeado por la parálisis o la muerte. El ojo sigue registrando la realidad aun cuando no hay razón aparente para hacerlo, y en cualquier circunstancia. La pregunta es: ¿por qué? Y la respuesta es: porque el medio es hostil. La vista es el instrumento de adaptación a un medio que sigue siendo hostil a pesar de todos los esfuerzos por adaptarse a él. La hostilidad del medio aumenta en proporción directa al tiempo que se pase en él, y no me refiero solamente a la vejez. En pocas palabras: el ojo busca seguridad. Esto explica la predilección del ojo por el arte en general, y por el arte veneciano en particular. Explica el apetito de belleza del ojo, así como la existencia misma de la belleza. Puesto que la belleza consuela desde el momento en que es segura. No nos amenaza con la muerte, ni nos enferma. Una estatua de Apolo no muerde, ni tampoco el perro de lanas de Carpaccio. Cuando el ojo no logra encontrar belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla o, si no le es posible, adaptarse para percibir virtud en la fealdad. En primera instancia, confía en el genio humano; en segunda, se vale de nuestras reservas de humildad. Esta última abunda más y, como toda mayoría, tiende a legislar. Ilustremos esta idea esta idea; por ejemplo, por ejemplo con una joven doncella. A cierta edad, uno mira sin gran interés a las doncellas que pasan, sin la pretensión de montarlas. Como un televisor encendido en un apartamento abandonado, el ojo sigue enviando imágenes de todos esos milagros de un metro setenta, acabados con cabellos castaño claro, óvalos faciales del Perugino, ojos de gacela, pechos de nodriza, vestidos de terciopelo verde oscuro y afiladísimos tendones. Un ojo puede apuntar sobre ellos en una iglesia, en alguna boda o, lo que es peor, en la sección de poesía de una librería. A una distancia razonable o con el consejo del oído, el ojo pue-de conocer sus identidades (que se acompañan de nombres tan vertiginosos como, digamos, Arabella Ferri) y, jay!, sus descorazonadoramente firmes convicciones románticas. Sin atender a la inutilidad de tales datos, el ojo sigue recogiéndolos. A decir verdad, cuanto más inútil es el dato, más perfecto es el enfoque. La pregunta es por qué, y la respuesta es que la belleza es siempre externa; tam-bién, que ésa es la excepción a la regla. Eso -su localización y su singularidad- es lo que determina que el ojo oscile salvajemente o -en términos de humildad militante- vague. Porque la belleza está donde el ojo descansa. El sentido estético es el gemelo del instituto de autopreservación, y es más fiable que la ética. La principal herramienta de la estética, el ojo, es absolutamente autónoma. En su autonomía, sólo es inferior a una lágrima.

En este sitio, se puede verter una lágrima en varias ocasiones. Admitiendo que la belleza es la distribución de la luz en la forma que más congenie con nuestra retina, una lágrima es una confesión de la incapacidad de la retina, así como también de la lágrima, para retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la separación, con la del sonido. Es la degradación desde la velocidad mayor a la menor lo que moja el ojo. Debido a que uno es finito, una partida de este lugar siempre se siente como final; dejarlo atrás es dejarlo para siempre. Porque partir es un destierro del ojo a las provincias de los demás sentidos; en el mejor de los casos, a las grietas y hendeduras del cerebro. Porque el ojo no se identifica con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención. Y para el ojo, por razones puramente ópticas, la partida no es el abandono de la ciudad por el cuerpo, sino el abandono de la pupila por la ciudad. Igualmente, la desaparición del amado, especialmente cuando es gradual, causa dolor, sin que importe quién, ni por qué peripatéticas razones, sea el que realmente se mueve. Tal como va el mundo, esta ciudad es la amada del ojo. Después de ella, todo es decepción. Una lágrima es la anticipación del futuro del ojo.

 

Traducción de Horacio Vázquez Rial

 

Marca de agua: apuntes venecianos, Edhasa, Barcelona, 1993.


sábado, 5 de abril de 2025

Vanitas varietatum

 

Luciano Erba


A veces me pregunto

si la tierra es la tierra

y si éstas entre las sendas del parque

son realmente las madres.

¿Por qué pasan una mano enguantada

sobre el lomo de perros fieles?

¿por qué niños escoceses

espían tras los árboles

a alguien, escolar o soldado,

que ahora abre un cartucho

de turrón o de algodón de azúcar?

Octubre es rojo y baja de los montes

de villa en villa

y de castaño en castaño

se aferra a las mantas

acaricia la tricolor en el bungalow

en el día en que los bersaglieri

entran todavía a Trieste.

Todo es por tanto suave bajos los árboles

incluso las madres y sus mantas anaranjadas

la tierra, la tierra y cada pena de amor

¿existe otra pena?

estoy más allá de los portones: así las Furias

y las obras no acabadas

 

Pero estas no son las madres,

lo sé, son los ciervos en espera.

 


Vanitas varietatum

 

Io talvolta mi chiedo

se la terra è la terra

e se queste tra i viali del parco

sono proprio le madri.

Perché passano una mano guantata

sul dorso di cani fedeli?

perché bambini scozzesi

spiano dietro gli alberi

qualcuno, scolaro o soldato

che ora apre un cartoccio

di torrone o di zucchero filato?

Ottobre è rosso e scende dai monti

di villa in villa

e di castagno in castagno

si stringe ai mantelli

accarezza il tricolore sul bungalow

nel giorno che i bersaglieri

entrano ancora a Trieste.

Tutto è dunque morbido sotto gli alberi

presso le madri e i loro mantelli aranciati

la terra, la terra e ogni pena d'amore

esiste altra pena?

sono di là dai cancelli: così le Furie

e le opere non finite.

 

Ma queste non sono le madri

io lo so, sono i cervi in attesa.

 

 

Traducción: Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas


sábado, 29 de marzo de 2025

La comedia de la verdad




César Aira


El otro día me contaba un amigo su visita a Cuba; era una visita semioficial, y el chofer que le habían puesto se proclamaba furiosamente opositor, no paraba de hablar mal del régimen, de contar chismes procaces de los Castro, tanto que mi amigo no dudó de que era un espía de la policía, y se cuidó consiguientemente en su presencia. Yo pensé: qué buen trabajo consiguió ese hombre. Cómo se lo envidiarán sus compatriotas. En un régimen policial represivo, poder hacer con impunidad todas las críticas que se le antojen, dar voz a los rumores más escandalosos y descabellados, explayarse en los vicios, ineptitudes y hasta en los defectos físicos de los dirigentes, ¡y que le paguen por hacerlo¡

El gobierno crea estos empleos para saber la verdad. Para saberla debe montar la comedia de la verdad, con buenos actores que deban convencer a su empleador del dolor que sienten al mentir. Todo se vuelve transparente de pronto, como no lo hace nunca en sociedades liberales. Se necesita crear un aparato represivo y censor, mantenerlo durante años y décadas, hacer efectiva toda una tradición de castigos, exclusiones y miedo, para llegar a este triunfo explosivo de la verdad. ¿Y eso era la verdad, entonces? ¿Una mentira? ¿Por eso matan y encarcelan…?


 Ideas diversasBlatt&Ríos, 2024. 


sábado, 22 de marzo de 2025

Capiró

 

 

Lo seguiste en secreto incluso en series provinciales

en el Pontón y el D’Beche

con tal verlo a menos

de dos metros

 

Tenía un modo propio de pararse en home

sostenía el bate en alto 

como si apuntara a un punto 

(invisible)

tras las gradas

 

Lo seguiste en secreto incluso cuando se lesionó 

justo donde era firme

casi equino el pie

y desde luego a la salida del estadio

y cuando lo sacaron en andas

y al regresar más tarde (efímero)

y cuando no salió más 

(al diamante)

también lo seguiste


pero nunca le palmeaste el hombro

ni le pediste que te firmara nada

siempre a dos metros 

de él

 

era a fin de cuentas tu ídolo

tenías derecho a hacerlo

hasta el juego aquel en que

sin más

te saludó

no como a una sombra (por costumbre)

sino como el que advierte

otra forma de adoración

 

tú escribías en secreto su biografía

y él debió

entender


                                                                        Pedro Marqués de Armas



domingo, 16 de marzo de 2025

En el cementerio de pueblo junto al muro de los suicidas



Vladimir Holan

 

Aquí, donde la cizaña crecida besa la foto de los muertos

y la monja de la lápida tiene el gastado movimiento de la canica

en el cloquear de los gansos… ¡ah, sí! Aquí.

Aquí todo mueve la cabeza afirmando que el hombre no fue creado

sino prefabricado. Las cosas también son prefabricadas.

¡Hombres y cosas reacias a la persuasión de los muertos!

Las cosas esperan. El hombre pronostica.

Las cosas importunan. Él resiste.

Las cosas envejecen y sobreviven a su tiempo.

Él es inmortal y perece.

Las cosas están desoladas y él está solo.

Y no está solo solamente

cuando su vida se vuelve contra sí misma.


 

Traducción: Clara Janés



domingo, 9 de marzo de 2025

Levania


Sergio Solmi

 

                       Quinquaginta millubus miliarum Germanicorum

                       in aeteris profundo sita est Levania insula.

                       Joannis Kepleri, Somnium seu de astronomia lunari (1634)

 

 

                              ...Quizás

aterricé en Levania en una sepulta

existencia anterior, y era el cono

del eclipse, que la helada abrió  

en la negra senda de los espíritus. Los ungüentos

de Fiolxhilda, la esponja embebida en agua

bajo las fosas nasales, el suave resuello

rodando en el sueño, el cauto descenso

a las cavernas secretas, el horrible

rayo vengativo al que escapar, encuentro

oscuramente.

 

            Y fue por esto, quizás

que nunca la lámpara fiel, o la exangüe

novia de Endymion en ella vi,

ni la solitaria cazadora, cuando

la miraba de niño entre las casas

brotar en blanca llama y alta entre los signos

ascender en el cielo; sino el acantilado,

arrojada en el éter inaccesible

la isla extrema, centinela insomne

tendida a las olas interminables. Y la ansiedad

agitó mi corazón por alcanzarla

-hipogrifo, bala, nave espacial-

para sacar el silencio de su luz.

 

      ...Era el confín, el mundo

de lava y roca, el mineral ciego,

el punto fijo opuesto a la insensata

fantasía de las formas. Era el cero

que todo cálculo explica, era el concreto,

blanco, perforado, calcinado fondo

del ser.

 

     Y a menudo desde las supremas

     murallas de Levania el verdeante

planeta contemplaba, la vaga sombra

de océanos y bosques, los iridiscentes

manantiales de la vida impetuosa

y fugaz -ascendiendo por el borde

de sus cráteres convulsos, vagando

por la orilla de sus mares muertos.

 

 

Levania

 

                       Quinquaginta millubus miliarum Germanicorum

                       in aeteris profundo sita est Levania insula.

                       Joannis Kepleri, Somnium seu de astronomia lunari (1634)

 

 

                                 …Forse

a Levania approdai nella sepolta

esistenza anteriore, ed era il cono

dell’eclissi, che l’algida schiudeva

nera via degli spiriti. Gli unguenti

di Fiolxhilda, la spugna infusa d’acqua

sotto le nari, l’affannoso morbido

rotolare nel sogno, il cauto scendere

nelle segrete caverne, l’orrendo

vindice raggio a sfuggire, ritrovo

oscuramente.

 

                  E fu per questo, forse

che mai la fida lucerna, o l’esangue

sposa d’Endimione in essa io vidi

nè la solinga cacciatrice, quando

la miravo fanciullo tra le case

sgorgare in bianca vampa e ratta ai segni

ascendere dal cielo. Ma la rupe

nell’inaccesso etere scagliata

l’isola estrema, sentinella insonne

protesa ai flutti interminati. E l’ansia

mi sommuoveva il cuore di raggiungerla

-ippogrifo,proiettile,astronave-

d’attingere al silenzio del suo lume.

 

      …Era il confine, il mondo

di ferro e roccia,il minerale cieco

il punto fermo opposto alla insensata

fantasia delle forme. Era lo zero

che ogni calcolo spiega, era il concreto,

bianco, forato, calcinato fondo

dell’essere.

 

     E sovente dai supremi bastioni

     di Levania il verdeggiante

pianeta ho contemplato, l’ombra vaga

di oceani e di foreste, della vita

impetuosa e fuggevole le polle

irridescenti - risalendo l’orlo

dei suoi convulsi crateri, vagando

lungo la sponda dei suoi mari morti.

 


Versión: Pedro Marqués de Armas



miércoles, 5 de marzo de 2025

A precio de silencio

 


De la mano de Felipe Lázaro, y con un riguroso prólogo de Odette Alonso, además de tres exhaustivos ensayos de Elena M. Martínez, Perla Rozencvaig y Mabel Cuesta, sale a la palestra una segunda edición de Indómitas al sol. Cinco poetas cubanas de Nueva York (Editorial Betania, 2025). Esta antología recoge un selecto quinteto de la lírica contemporánea y transnacional cubana: Magali Alabau, Alina Galliano, Lourdes Gil, Maya Islas e Iraida Iturralde.
Más allá de los disímiles estilos e imaginarios personales de estas reconocidas voces de la diáspora, tres tópicos recurrentes -memoria, desarraigo y resistencia- dan rienda suelta a un goloso mosaico donde el denominador común es el exilio. Compilación que invita al lector no ya a regresar a la “Heimat”, sino más bien a un lugar acrónico y difuminado, donde casa y territorio no son más que un espacio cósmico, erótico, a menudo doméstico, no menos mental. 
La probada calidad de estas poetas, todas de dilatada y paciente obra -a precio de silencio-, aportan todavía más valor a esta certera antología.   
                                                                          
                                                                    Dolores Labarcena



jueves, 27 de febrero de 2025

La novela después del fin del mundo



Mario Lavagetto

                                        

                 Podemos fingirnos inconscientes, pero, ¿conscientes? 

                                                                                                        Tejio

 

«La guerra, que a todo el mundo infundió tanta inquietud, a mí me concedió una paz profunda, turbada -pero no destruida por disgustos, dolores, miedos de toda clase (...) Antes de la batalla de Caporetto, con un catalejo veía el Hermada en llamas. Además, vivía en una parte de la ciudad, junto a los astilleros y las estaciones de hidroaviones y submarinos, en la que caían bombas día y noche (...). Y, sin embargo, nunca en mi vida tuve tanta paz. Pasaba muchas noches en un sótano, pero era un sótano tranquilo e igualmente tranquila estaba la fábrica y el mundo entero, por carecer de clientes. La industria se había ido a paseo y entre la literatura y yo sólo se interponía el violín, coadyuvado por una época dolorosa e imperiosa».

Cuando acabó la guerra y el violín quedó abandonado, Svevo se encontró frente a frente con la literatura y en 1919 comenzó a escribir La conciencia de Zeno: «Fue un momento de inspiración intensa, arrolladora». El guion es tan hábil, que inspira cautela: Svevo hace todo lo posible para acreditarlo e imponerlo a todos cuantos colaboraron, directa o indirectamente, en el redescubrimiento del «escritor ignorado» y de repente reconocido por Joyce y que, durante más de veinte años, había esperado, como el genio de Las mil y una noches, a que alguien lo salvara y lo volviera a sacar a la luz. Casi parece que adivinase la fortuna y la productividad del caso literario que comenzó a cobrar forma a partir de 1925. (…)

Cuando Joyce, en 1924, recibió La conciencia de Zeno, respondió enviando cuatro direcciones: Larbaud, Crémieux, Eliot y Ford Madox Ford. Aún no había acabado de leer la novela y su juicio, muy rápido, es el único que puso por escrito. Le interesaban, según dijo, dos cosas: el tema del tabaco y el «tratamiento del tiempo».

Treinta años después, Alain Robbe Grillet, al incluir La conciencia de Zeno en una antología ideal de los arquetipos del nouveau roman, observó: «El tiempo de Zeno es un tiempo enfermo». No es arbitrario indicar en esa «enfermedad» la especificidad de ese «tratamiento del tiempo». Y, como si Svevo hubiera inventado, a su vez y a semejanza de uno de sus personajes, un específico apto para alterar la percepción del tiempo y del espacio. La annina, el fármaco del doctor Menghi, produce una vertiginosa aminoración de los ritmos vitales que acaba dilatando la percepción de los fenómenos: su efecto, anota Menghi, «¡superaba hasta mis esperanzas más atrevidas!» Más adelante, protegiéndose tras un tono abierta y prudentemente irónico o delegando toda responsabilidad en el redivivo Zeno, Svevo propondría una explicación cotidiana, anecdótica, de la relatividad: «Un hombre con pulsaciones lentas, un latido por minuto, por ejemplo, vería alzarse el sol por una parte y desaparecer por la otra con la rapidez de un fuego artificial». Desde luego, no vale la pena subrayar que de ese modo las conclusiones de Zeno contrastan con las alcanzadas por el inventor de la annina. Lo que cuenta no son, desde luego, las «teorías», sino quien las formula por persona interpuesta y se ve asediado por el problema de una posible y experimental patología del tiempo. En efecto, Svevo, en su función de narrador, parece haber inoculado en el cuerpo de su narración dosis variables de annina o de su antídoto, el alcohol Menghi.(…)

No podemos por menos de admirar, una vez más, la habilidad y la prudencia de Svevo, que ha transformado el lugar común en hipótesis y lo ha inscrito al final de la novela como una constelación extrema: como para señalar que la última palabra escrita es -para el lector- también el último fragmento del mundo que Zeno Cosini ha construido y desintegrado él mismo, conclusión apocalíptica sólo en apariencia, porque -como ha observado Jan Kott refiriéndose a Beckett y no a Svevo- «el fin del mundo provocado por una enorme bomba es sugerente, pero grotesco (...) Sería un final de comedia bufa». Para Svevo, es el fin de una novela ambigua y difícilmente calificable y es también la brillante solución de un problema narrativo, tal vez el más espinoso de todos los problemas técnicos que debe afrontar un narrador: despedirse de sus lectores, aun cuando éstos, criados en régimen de incredulidad, ya no se parezcan al público que se apretujaba en torno al fuego y quería saber más, conocer la historia más allá de la historia, allende el límite extremo de la narración.

 

Prefacio a “La conciencia de Zeno” de Italo Svevo.


sábado, 22 de febrero de 2025

Del vino y la vejez



Giovanni Orelli


Los libros sobre el vino están entre los más numerosos en el catálogo de la biblioteca universal. La razón es obvia: desde los tiempos de Noé ha hecho más felices los días de los hombres y de los dioses. No se entrará aquí siquiera al pórtico de esta “catedral vinícola”. Está la Biblia (de Noé a las bodas de Canaán), está la poesía antigua (de Alceo a Horacio), la un tanto más próxima a nosotros, elegantísima, civilísima novela de Giovanni Boccaccio, Decamerón, VI, 2 (Cisti fornaio), y, pasando de Redi y Manzoni (entre otros) la prosa de Gadda, por su dantesco Zavattari… No quisiera dejar fuera los varios elogios del Melot y dos libritos medibles en milímetros, bellos por el contenido, dos libritos de Scheiwiller, Proverbios sobre el vino, 1968, y sobre todo el delicioso Elogio del vino de Gina Lagorio, 1986, que comienza así: “Es para preocuparse: últimamente me han interrogado casi más sobre el vino que sobre la literatura…”. El librito es de lectura obligatoria.

Traigo sin más una historia que recomendaría a los lectores de la buena literatura. Me refiero al “formidable” (diré porqué formidable) relato que tiene por título (no puede ser más irónico) Vino generoso de Italo Svevo. Estoy un poco pesimistamente inclinado a pensar que incluso para Svevo, en los años que llevamos del siglo XXI, años de escasa lectura, especialmente ligados al inevitable “éxito” del día, incluso para Svevo, como para Verga, e inclusive para Manzoni, se aplica el “unius libri” del autor: como mucho La conciencia de Zeno, Los malagana de Verga, Los novios de Manzoni, nunca Historia de la columna infame, nunca La lupa, nunca Vino generoso.

No es que los lectores más atentos de Svevo, mencionemos solo dos nombres, Debenedetti y Mario Lavagetto, hayan dedicado mucho espacio a esta historia; pero algunas de sus páginas sobre “la senectud” en Svevo, sobre la entropía psíquica, que Freud indicaba como característica de la vejez, son esclarecedoras: “La vejez, para Svevo, es una edad ‘salvaje’, intemperante, privada de reservas, ‘bárbara, melancólica y coqueta’, como le pareció a Proust, y sin embargo dispuesta a jugar la última mano con intactos apetitos y con una especie de impenetrable y enigmática crueldad”. (Mario Lavagetto, en Introducción a Svevo para el volumen de Einauddi editado por él, Turín, 1987).

Vino generoso es la última mano (expresión del juego de cartas) para el protagonista de la historia. Que habla en primera persona. Que ama el vino. Pero la Santa Alianza de Médico de Familia y Mujer, lugar central de la Sagrada Familia, ha impuesto vetos decisivos. Si ya para los antiguos el vino podía ser el néctar de los dioses, también pudo causar la ruina de Polifemo.

Pero ocurre algo nuevo: “Se casaba una sobrina de mi mujer, a esa edad en que las niñas dejan de ser tales y degeneran en solteronas”. Así comienza la historia. Luego no hará de esto un tramo de vida. Aquel matrimonio entra en su vida porque por una vez (“estábamos en la cena de vísperas de la boda”) “Mi mujer había conseguido del doctor Paoli que esa noche me permitieran comer y beber como a todos los demás”.

En última instancia, el protagonista del relato podría adoptar las palabras de Kafka: yo soy como el ratón doméstico al cual, una vez al año, se le permite correr sobre la alfombra del salón. “Y me comporté igual que esos jovenzuelos a quienes les dan las llaves de casa por primera vez”. En otro símil, “tuve la sensación de correr y saltar como un perro liberado de su cadena”.

En la primera parte de la historia, el protagonista desempeña su comedia, su papel de bebedor empedernido: bebe demasiado, habla demasiado, e incluso discute con alguno de los invitados. Estamos muy lejos de la “tragedia” del tipo de Bajo el volcán de Malcolm Lowry. Allí no es el vino sino el más deletéreo tequila y la mezcalina: “No bebo por glotonería, sino para hacer llevadera la vida tal como nos la venden”, dirá Lowry, quien pagará la cuenta prematuramente.

La esposa (y la hija) de nuestro bebedor no le proporcionan la medicina adecuada, si es que alguna le dan. Manzoni advertía con razón, hablando de las señoras Prassede, de las que el mundo está demasiado lleno, que para hacer el bien antes hay que conocerlo. (Los novios, XXV). “Ella todavía no lo sabe y está convencida de saberlo”, dice el protagonista refiriéndose a la novia. Con el vino, las cosas no son sencillas. “Todavía recuerdo que Giovanni (uno de los invitados, no muy querido por el protagonista) dijo: -Pero déjalo beber. El vino es la leche de los viejos”. Ni siquiera los clichés llevan muy lejos.  

La habitual comedia familiar se pone peor cuando se acaba la fiesta. De vuelta a la realidad doméstica. Que incluye las píldoras prescritas.

“Mi esposa me entregó la caja de las pastillas. ¿Son éstas? -pregunté con una máscara de hielo en la cara. (…) Me tragué la pastilla con un sorbo de agua y me produjo un ligero alivio. Besé a mi esposa en la mejilla maquinalmente. Fue un beso como para acompañar a las pastillas”.

La historia de los besos “matrimoniales” es, en Svevo,  un capítulo en sí, hilarante. Por citar solo un ejemplo, en La conciencia de Zeno, cuando Zeno recibe el beso de su futura suegra por haber elegido a Augusta (tras las respuestas negativas de las candidatas mejor clasificadas, Ada y Alberta): “No habría escapado de ese beso aunque me hubiera casado con Ada”.

Pero quiero abreviar y pasar de la comedia al momento, si puedo llamarlo así, trágico. El malestar provocado por el exceso de vino, el conflicto (físico) con la cama. En la descripción “fenomenológica” de este conflicto Svevo es genial. Pero el clímax se alcanza con el sueño-íncubo. En el sueño atroz, después del rescate mental de un amor de juventud, he aquí una cueva con una casa de cristal para meter a alguien, el holocausto: ¿quién?

¿La novia? ¿el parlanchín Giovanni? ¿El doctor? ¿La esposa? Anna (¿el posible amor juvenil?). No, la caja de muerto es para ti. La analogía (el término es impreciso) con el relato de Kafka Ante la ley (no, no lo resumo, son menos de dos páginas estrepitosas) es quizás plausible.

De frente al terrible ultimátum, el protagonista renunciará al vino (¿vida?). Nadie querrá entrar al féretro en su lugar. Ni siquiera Emma, la hija, que habría podido reinventar la entrega de sí a la antigua, generosa, única Alcesti. Pero aquí Svevo tiene un último punto irónico. Cuando en el sueño-íncubo el impío bebedor suplica por su hija Emma, su mujer se equivoca diciéndole: “Estabas invocando a tu hija. ¿Ves cómo la quieres?”

Como conclusión, terrible, ésta de Svevo: “¿Cómo podemos obtener el perdón de nuestros hijos por haberles dado esta vida?». Pero “todavía no saben nada”. La vejez es el turpis senectus. Porque sabe. Si no están ya decrépitos.

 

Traducción: Pedro Marqués de Armas


Prefacio a Vino Generoso, Casagrande, 2008. 


viernes, 7 de febrero de 2025

Rembrandt

 



Vladimír Holan

 

Rembrandt lo intuía… Y él sabía

que la pared estallada, la uva agrietada, la mujer-mujer,

que aquí no son abismos,

no pueden ser señales.


Rembrandt lo sabía… Y él sentía

qué pasaba para que la comida más simple

servida en la fuente más cara

se diera siempre unida al ideal

sobre los brillos de la mosca mortuoria.


Rembrandt lo intuía… Y él sabía

que las almas están entre ellas y sí mismas,

que por lo tanto puede que entre sí no escapen,

pero que el genio es el presente perpetuo…

 


Traducción Clara Janés 


domingo, 2 de febrero de 2025

El triunfo de la muerte

 



                                                                                        A Marco A. Labarcena

 

En Forlimpopoli ganó la literatura.

Eso pensé mientras me apartaba del centro,

donde las calles tienen nombres de escritores: 

Saba, más amplia, Calvino, alrededor

de una modesta rotonda, Pasolini,

rozando los últimos chalets

para una clase media sin mayores conflictos

que el final del verano, y en la que –parece–

nunca irrumpe la muerte.


Y sin embargo por eso estaba ahí.

Y por eso salí a caminar. Y caminé hasta las lindes

reconfortado casi, cediendo a la isomorfa

(belleza) de jardines podados, se diría

erigidos por un mecanismo

inteligente.


Pero a las calles con nombres de escritores

siguieron Gagarin, Allende, Lubumba,

Ho-Chi-Minh, y, como si se hubiese agotado

el catálogo, otra vez Via dei Cosmonauti,

Via delle Stelle, Via degli Astri…

Entonces pensé en los funcionarios

que nos recibieron esa mañana en el cementerio,

ironía felliniana para quienes

quedamos aquí: degli Angeli,

y su superior, Crudeli.


En este mundo solo hay una intersección verdadera:

ángeles y demonios asientan por igual

los nombres del Comune, y uno no puede

escapar a la imaginación de los mapas,

a la serie de fosas, al largo elenco

de trompetas y triunfos.


No recuerdo ya qué rotonda seguí

ni cómo encontré la casa. 

El invierno, eso sí, había entrado de cuajo

y solo era tenaz la imagen de tres mujeres 

eligiendo una tumba.


                                                          Pedro Marqués de Armas



miércoles, 29 de enero de 2025

Llueve

 

Eugenio Montale 


Llueve. Un chinchín

sin ruidos de motonetas

o chillidos

infantiles.

 

Llueve

desde un cielo sin nubes.

Llueve

sobre el no hacer nada

en estas horas de huelga

general.

 

Llueve

sobre tu tumba

en San Felice a Ema

sin que tiemble la tierra

pues no hay terremoto

ni guerra.

 

Llueve

no sobre el cuento de hadas

de lejanas estaciones,

sino sobre la declaración

de hacienda,

llueve sobre los huesos de sepia

y sobre la tarima nacional.

 

Llueve

sobre el Boletín del Estado

aquí desde el balcón abierto,

llueve sobre el parlamento,

llueve sobre la calle Solferino,

llueve sin que el viento

se lleve los papeles. 

 

Llueve

en ausencia de Hermione

si Dios quiere,

llueve porque la ausencia

es universal

y si la tierra no tiembla

es porque Arcetri

no se le ordenó.

 

Llueve sobre las nuevas epistemes

del primate en dos pies,

sobre el hombre aindiado, sobre el cielo

hominizado, sobre la caradura

de teólogos en monos

o con el paludamentum,

llueve sobre el progreso

de las contestaciones,

llueve sobre el work in regress,

llueve

sobre los cipreses enfermos

del cementerio, gotea

sobre la opinión pública.

 

Llueve pero donde apareces

no es agua ni atmósfera,

llueve porque si no estás

todo es penuria 

y puede uno ahogarse.


Piove


Piove. È uno stillicidio
senza tonfi
di motorette o strilli
di bambini.

Piove
da un cielo che non ha
nuvole.
Piove
sul nulla che si fa
in queste ore di sciopero
generale.

Piove
sulla tua tomba
a San Felice
a Ema
e la terra non trema
perché non c'è terremoto
né guerra.

Piove
non sulla favola bella
di lontane stagioni,
ma sulla cartella
esattoriale,
piove sugli ossi di seppia
e sulla greppia nazionale.

Piove
sulla Gazzetta Ufficiale
qui dal balcone aperto,
piove sul Parlamento,
piove su via Solferino,
piove senza che il vento
smuova le carte.

Piove
in assenza di ermione
se Dio vuole,
piove perché l'assenza
è universale
e se la terra non trema
è perché Arcetri a lei
non l'ha ordinato.

Piove sui nuovi epistèmi
del primate a due piedi,
sull'uomo indiato, sul cielo
ominizzato, sul ceffo
dei teologi in tuta
o paludati,
piove sul progresso
della contestazione,
piove sui work in regress,
piove
sui cipressi malati
del cimitero, sgocciola
sulla pubblica opinione.

Piove ma dove appari
non è acqua né atmosfera,
piove perché se non sei
è solo la mancanza
e può affogare.


Satura (Milano, Mondadori 1971).


Versión: Pedro Marqués de Armas




domingo, 19 de enero de 2025

El filántropo

 

Celso Emilio Ferreiro 


En mi casa había una especie de santuario familiar llamado la “sala vieja” donde, a lo largo del tiempo, se habían ido acumulando cacharros, cachivaches, retratos y bisuterías que deslumbraban mi atención de niño dado a desmedida fantasías e imaginaciones. Allí estaba una caracola que tenía prisionero el lejano rumor del mar. Allí un reloj de arena; allí un alfanje traído por mi abuelo de la guerra con los moros rifeños; allí un libro de arte culinario, encuadernado en piel, escrito por Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del Rey Felipe IV. También había un retrato de mi abuela Adosinda enfundada en un vestido de moaré, con cintura que le decían de avispa, y un abanico afiligranado en las manos gordezuelas y blancas de moza señoritera y bien alimentada. Pero entre todo aquel inventario de cosas inanimadas lo que más llamaba mi atención era el retrato de un hermano de mi abuelo, tío Olegario, un hombre serio de rostro duro, con su sotabarba de marinero, su corbata de plastrón y su jipijapa de anchos aleros.

Mi tío Olegario era inmensamente rico. Según noticias era dueño, en Cuba, de un ingenio que se extendía por toda la provincia de Matanzas; tenía dos fábricas de tabaco y más de diez millones en dinero constante. Siendo un muchachito emigró, como otros muchos de su tierra, y trabajó en toda clase de oficios, ataque, llevado por ambición de enriquecerse, se metió a negrero.

Por aquel entonces la trata estaba ya prohibida y los mares vigilados por bancos encargados de perseguir el infame negocio. Estos riesgos encarecían el valor de la mercancía y aumentaban las ganancias. Pero había que tener suerte y mi tío, al parecer, no la tuvo. Realizó varios viajes como segundo de una goleta llamada “El Defensor de Pedro”. Compraban negros en la Costa de Oro y en penosas y largas navegaciones los trasladaban a Recife, en el Brasil, donde abundaban los “fancendieros” que los pagaban con monedas de oro. Solamente una vez llegó el cargamento sin novedad a su destino. En las restantes se encontraron impedimentos, unas veces debidos a las pestes que se declaraban entre los esclavos, y otras a la rebelión de los propios negros que, enfurecidos por el hambre y la sed, reventaban las puertas del sollado y surgían como un volcán de tintas en la cubierta, donde eran diezmados por los disparos de los tripulantes. El último viaje fue desastroso. Cerca ya de las costas de Brasil, una tarde salió por favor un barco de guerra que invitó al “Defensor de Pedro” a que se detuviera para realizarle un fondeo. Como la huida no era posible y el descubrimiento de la carga suponía la muerte en la horca, mi tío se vio obligado a lanzar por el portalón de estribor a los cien negros que transportaban el sollado, cargándolos previamente de cadenas y pesos para que se fueran rápido directamente al fondo del mar sin dejar rastro. Y aunque el hedor a catinga que el barco expelía era un rastro suficiente para la evidencia de la trata, las autoridades marítimas no lo consideraban prueba definitiva y dejaron que el barco negrero continuase su rumbo. Este fracaso hizo que mi tío se retirase a La Habana, a donde llegó totalmente arruinado pero dispuesto a seguir tentando a la suerte que, de súbito, se le hizo propicia en la figura de un judío recién llegado a Cuba huyendo de los prófugos centroeuropeos, con una buena colección de dólares en la cartera y una hija gorda, optimista y sentimental, que se llamaba Noemí. El judío aguantaba mal la luminosidad cegadora de La Habana. El sol del trópico se le metió en los huesos y comenzó a desmirriarse y enmagrecer como un higo paso, hasta que las diñó en brazos de Noemí, consolada esta por la gentileza de mi tío repentinamente enamorado de la rica heredera, con la que a los pocos meses casó por la ley civil y por el rito hebraico. Pasado un año, Noemí dejó a mi tío viudo y dueño de su fortuna, base de la grandísima riqueza que después habría de amasar especulando en toda clase de negocio, casi nunca limpios.

Por supuesto que esta historia que estoy contando ahora, la supe años después de haber muerto mi tío. En el tiempo en que yo admiraba su fotografía en la “sala vieja”, nada sabíamos de él salvo que había emigrado cuarenta años atrás para perderse en las dilatadas tierras de allende el mar. Hasta que de un día llegó de Cuba un inmigrante que contó en la taberna del pueblo cuanto sabía.

-No todos los que migran vuelven como yo, fracasado. Hay otros inmigrantes que lograron fabulosas riquezas y viven como príncipes. Alguno que yo conozco moró por estos andurriales y ahora podría comprar toda esta tierra si le apeteciese.

-Mira, amigo -dijo el tabernero-, será cierto lo que cuentas, pero a mí me cuesta trabajo darte crédito porque muy mal hijo de este pueblo tendría que ser el “americano” ese, para no acordarse nunca de los suyos.

La noticia corrió por toda la comarca, llegó a oídos de mis padres que, aconsejados por el señor cura párroco, acordaron escribirle al tío Olegario sin dejar traslucir que estaban al tanto de su riqueza, a fin de que el deseo de establecer contacto epistolar no fuese tomado como un hecho interesado y mezquino. Mi padre, con su mejor letra de burócrata municipal, trazó unas líneas conmovedoras para aquel pariente “de nuestra misma sangre, perdido por el mundo, siendo nuestra mayor preocupación pensar que acaso estuviera enfermo y sin dinero, en un hospital, en cuyo caso, nosotros, dentro de nuestra pobreza, estábamos dispuestos a prestarle ayuda”. La carta fue dirigida al Cónsul de España en La Habana, con el ruego de que se la entregase en donde se encontrase destinatario.

Un día, por fin, llegó la respuesta en la que tío Olegario volcaba su alma de viejo luchador y sus rarezas de solterón enviudado. “Solo lo positivo, lo tangible, es verdad verdadera. Todo lo demás es cuento. Deseo que vuestro único hijo sea mañana un hombre práctico, sin sentimentalismos ni veleidades. Si por desgracia os saliera un teórico, mejor será que se muera ahorita, ya que nada más que disgustos os traerá.” Más adelante, y para confirmar sus ideas pragmáticas, decía no sentir ansia alguna de volver a su tierra natal, “nido de caciques desalmados donde toda miseria y mezquindad de asiento”. De esto a decir que la familia tampoco le importaba, no había más que un pequeño trecho, pero mis padres, obsesionado con la idea de la fortuna que pensaban iba a entrar por la puerta de su casa, no se preocuparon de analizar el galimatías de aquella carta.

Todo cambió en nuestro modesto hogar. A mi padre se le desarrugó el ceño endurecido por las diarias dificultades, y a mi madre se le alegraron los ojos que siempre tenía atristados y como ausentes. Hasta yo mismo comencé a sentirme un ser superior y miraba por encima del hombro a los otros niños del pueblo.

A la hora de comer y de cenar era cuando mis padres hablaban de mi porvenir, que se figuraban iba a ser extraordinario. Tendrás que estudiar una buena carrera, que no será de clérigo ni de médico ni de maestro. Será perito agrimensor, que es una cosa práctica y positiva como el tío quiere. Saldrán a medir los predios y hasta las partijas de la herencia, y quien parte y bien reparte, ya sabes, para sí la mejor parte.

Yo acepté resignado los proyectos de mis padres. Aunque me hubiera gustado realizar otros estudios, no me atreví a proponerlo. Mi padre se disgustaría y mi tío Olegario sabe Dios qué determinación adoptaría. Aún me sonaban en los oídos las palabras de su carta: “Si por desgracia os saliera un teórico, es mejor se muera ahorita…”.

Pocas cartas llegaron del tío, pero un día nos dieron noticia de que había muerto. ¡Qué grande pudo ser aquel día! La duda de si se había acordado o no de nosotros en su testamento, nos tenía a todos inquietos, silenciosos y desasosegados. Mis padres vagaban por la casa sin valor para mirarse frente a frente. Pasaron dos semanas y, como nada sabíamos, mis padres decidieron poner término a aquella incertidumbre efectuando una gestión en el consulado de Cuba en la ciudad. El resultado fue catastrófico. Tío Olegario había tenido la genialidad de legar todos sus bienes a una fundación benéfica de la provincia de Matanzas. El Cónsul, al darle la mala nueva a mi padre, le dijo con una sonrisa burocrática: Debe usted estar orgulloso de ser sobrino de un filántropo tan ilustre.

-Un filántropo, un filántropo -repetía mi padre anonadado por la noticia.

Todo se vino abajo como un castillo de naipes. Los niños de pueblo empezaron a mirarme, ellos a mí, por encima del hombro. Los ojos de mi madre volvieron a llenarse de melancolía. Mi padre vagaba de un lado para otro con su seño más duro que nunca. Yo sentía un rencor que me lastimaba en el pecho. Una tarde llegué del colegio con una idea fija. Fui a la “sala vieja”. El retrato del tío Olegario parecía tener ahora una mirada irónica que antes no tenía.

-¡Canalla! ¡Sangre descastada! ¡Mal hombre!

Se me turbaron los ojos y me pareció que Olegario se estaba riendo detrás de su sotabarba de marinero. Sentí que un furor homicida se adueñaba de mí. Quise volver a gritar pero la voz se me apagó en la garganta. Subió una silla, descolgué el retrato y con todas mis fuerzas lo despedacé contra el suelo. Después, con el alfanje que mi abuelo había traído de Marruecos, apuñalé aquel rostro odioso, hasta dejarlo irreconocible.

Cuando terminé, me pareció que mis manos temblorosas estaban manchadas de sangre.


Traducción del gallego: el propio autor. 


El alcalde y otros cuentos, 1981.