Esa noche, durante la cena que le
ofrecía el general Arnaldo Oropeza a Chó Cánh Giác, ministro de finanzas de la
República Popular de Kampuchea, entraron en la cocina unas seis o siete mujeres
que parecían jóvenes. Parecían. Sin prestarse a engaños, es difícil adivinar la
edad de una asiática. ¿Es usted el cocinero?, indagó una de ellas mientras las
otras, con abanicos de papel, se limitaban a sonreír dejando entrever los
dientes. Cuando asentí, hizo una reverencia ante el caldero donde hervían las
langostas, sacó un pozuelo de una jaba y dijo con tono entusiasta: ¡Gracias,
camarada! La comida de su país es exquisita. Eso que sirvió antes, continuó
señalando lo que quedó del tasajo y el arroz frito, ha conquistado el paladar
del ministro de finanzas de la República Popular de Kampuchea. Todo eso en
perfecto español. Lo único que la delataba, ya que en su voz no distinguí
diferencia alguna entre su acento y el mío, era que medía un metro y cuarenta
de altura, y como el séquito, por ojos tenía un par de alfileres en plano
horizontal. Le repito, nuestra delegación, prosiguió sin quitarle ojo al resto
de compatriotas, le agradece su labor revolucionaria, su entrega. Le ha gustado
tanto lo que cocinó al camarada Chó Cánh Giác, tanto, que desearía llevarle un
poco a su perra que está en tierra esperándolo. Una perra inteligente, fiel.
Tome el pozuelo, por favor. Gracias, gracias, expresó incluso antes de que se
lo llenara. Y se lo llené, pero se lo llené no solo de tasajo y arroz frito,
sino que agregué aguacates, tostones, y algo de yuca. Gracias, gracias, repitió
y salieron en tromba doblando el lomo en señal de reverencia, ¡sin dar la
espalda! Gente muy ceremonial. Y la Aragón y las consignas a todo meter...
¡Hurra! ¡Hurra! ¡Vivan los países no alineados! ¡Abajo el Imperialismo! ¿Yo?
Ahí, con una misión, por lo menos en la marina, nueva para mí. Al cocinero
oficial lo congelaron por orden explícita del general Arnaldo Oropeza.
Contingencias. En el sitio donde nos hallábamos era imposible repatriarlo.
Murió intoxicado dos semanas antes con unos pescados que nos trajeron del
Mekong. Todavía lo tengo en la retina. De blanco. Con mi chaqueta almidonada,
impecable. Veintisiete comensales. Al sacar las langostas, las cuales serví con
una guarnición de tomates asados y crema de pistachos, vi a la mujer del
pozuelo susurrándole algo al oído a Chó Cánh Giác. Y Chó Cánh Giác a su vez
llamó al general Arnaldo Oropeza. Y el general Arnaldo Oropeza acudió ipso
facto a la mesa de Chó Cánh Giác. Entonces, con la bandeja de langostas en
las manos, humeantes, despidiendo su olor característico cuando son frescas,
cuando se meten vivas y chillando en el agua hirviendo, el
capitán Bernabé Tellechea mandó a apagar la música e hizo llamar a la
tripulación al completo obedeciendo la orden del general Arnaldo Oropeza.
¡Silencio! ¡Tenemos un comunicado de última hora! ¡Presten atención! Me quedé
paralizado en medio del comedor con la bandeja en alto por lo menos diez o
veinte minutos, quizás quince. Ahí, resistiendo. ¿La atmósfera? Para qué
contar, como los estómagos de los comensales, espesísima. ¿Cuál es la novedad?,
pregunté para mis adentros. Una hora antes aquella misma mujer, la cual
sospeché, nunca se sabe, fuese la traductora de la delegación, me había
agradecido y hasta pedido un poco de comida para la perra de Chó Cánh Giác.
¿Qué falló? El salón a rebosar de coroneles, capitanes, camboyanos. ¿Aquel
pozuelo no iría directo a un laboratorio y lo de la perra era una excusa de la
contrainteligencia vietnamita, o de la china? En suma, la batalla sobre los
límites del internacionalismo socialista y la intervención en terceros países
se estaba librando en La Habana. ¿Y quién estaba allá? Heng Samrin. No juega la
lotería con el billete, pensé. Estábamos fondeados en el puerto de Sanya. ¿Qué
hacía una delegación de la República Popular de Kampuchea con ministro de
finanzas incluido en Hainan? Felicidades, camarada Germán. Deje la bandeja ahí.
¡Vamos, hombre, bájela! El pueblo, el único soberano de la República Popular de
Kampuchea le da las gracias por su dedicación y esmero, dijo el general Arnaldo
Oropeza y me dio un fuerte abrazo cuando logré colocar las langostas en la mesa
de Chó Cánh Giác. Felicidades, repitió. Entonces Chó Cánh Giác, con la euforia
que sobreviene al quinto trago de tequila, cuando observó los caparazones
naranjas que cubren esa masa suculenta y apetecible, dio un sonado discurso que
luego tradujo el capitán Bernabé Tellechea donde aseveraba que el Imperialismo
es el principal obstáculo para el Tercer Mundo. ¡Viva el presidente del Consejo
Revolucionario del Pueblo Heng Samrin! ¡Viva! ¡Viva el Primer Secretario del
Comité Central del Partido Comunista de Cuba Fidel Castro Ruz! ¡Viva! ¡Viva la
Asociación Nacional de Mujeres para la Salvación de Kampuchea! ¡Viva! ¡Viva el
general de División de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Arnaldo Oropeza!
¡Viva!, gritamos a coro. Al instante los aplausos, los cuales tenían una
sincronización fuera de lo común, un ritmo acelerado, triunfalista. Y me
condecoró, y aquí viene la sorpresa, fui el primer extranjero en obtener dicho
honor: Héroe del Trabajo de Segunda Clase. El mismo Chó Cánh Giác me colgó la
estrella en el gorro de cocinero. Se desconcharon varias botellas de Dom
Pérignon. ¡Oh, la envidia, el gran opiáceo del alma insular!, como dijera el
difunto Marchante… Sí. En ese instante donde todo era júbilo, en ese preciso
momento donde brindábamos por la fraternidad entre los pueblos, el
derrocamiento de las clases opresoras y el triunfo del bloque socialista fuera
de Europa del Este, algunos marineros hubiesen querido degollarme, pues una
condecoración así, incluso sin título de cocinero, abría cualquier cerrojo.
Gracias a esa estrella de níquel comenzaron mis viajes a Japón. Así fue. Jamás
pisé la República Popular de Kampuchea de la cual soy héroe.
Capítulo perteneciente a la novela No quiero llanto (Editorial Betania, 2020).
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