sábado, 31 de octubre de 2020

La primavera

 

Wenceslau de Moraes

                                                                                         A Camilo Pessanha 


Hace algunos días, en la ciudad de Kobe, -podría precisar el día, y casi la hora, si tamaño rigor se me exigiese,- irrumpió la Primavera. Irrumpió: no hay sombra de exageración en la palabra. Irrumpió, surgió de un salto, hizo explosión. En este país del Sol Naciente, donde el sol, y con él todas las grandes fuerzas naturales, siguen siendo salvajes –si puedo expresarme así-, salvajes sin freno, sin noción de las conveniencias, incapaces de presentarse de etiqueta en una corte cualquiera de nuestra Europa; en este país del Sol Naciente, decía, la creación entera apostó, parece, por ofrecer cada día una sorpresa, toda ella exuberancias inauditas, alborotos únicos, arrebatos nerviosos, caprichos locos, como si reuniera en sí la quintaesencia del alma de los niños y la quintaesencia del alma de las mujeres, la carcajada, la burla, en fin, motejadora de todo cuanto es orden, armonía, contemporizadora ley de las transiciones.

Ayer fue un invierno duro y gélido, vestido apenas de una amplia túnica de nieve. Hoy, de un salto, el sol rompió en amoroso calor, los árboles comenzaron a florecer y los insectos evolucionaron. Mañana será el verano tórrido, abrasador, como ni en China ni en África se siente. Y así corre el tiempo, vuelan las horas; cada instante es un meteoro; y aquí un tifón arranca los troncos, y toda la lluvia torrencial inunda las llanuras aluviales, y un río se desborda de su cauce, y una ola enorme ahoga las aldeas, y una convulsión subterránea sacude el suelo.

El europeo, el pobre europeo de los paisajes serenos, sufre los choques de esta naturaleza, por demás subversiva para su espíritu triste, meditativo y atribulado. Se le ofrece uno de dos caminos a seguir: o comulga con la vida japonesa, iniciándose en sus secretos íntimos, amándolos en sus modalidades, y así gasta su existencia, la consume rápidamente, sumergido en admiración, enloqueciendo de vértigo; o se retrae y aísla, odia la naturaleza que no comprende, odia el exilio, vive de la saudade de la patria, entre las cuatro paredes de su hogar, o de los clubs cosmopolitas de la colonia extranjera. No hay más que ver el tic de locura, fácilmente perceptible, en la mayoría de estos expatriados, hombres y mujeres, después de una corta estancia en el país nipón.

Pues bien, hecha esta concisa explicación para los incrédulos, hace algunos días, en la ciudad de Kobe, irrumpió la Primavera. Por la madrugada llegó una brisa como amorosa, acariciadora, perfumada. En el silencio de la oscuridad, las carpas despertaron, en el estanque que rodea a mi albergue; y entrecerraban los ojos, y producían extraños ruidos, saltando fuera del agua, ardiendo en celos, endemoniadas. Cuando rompió el día, y apareció el sol, un aliento indescriptible, cálido, embalsamado, genésico, llenaba el espacio. El cielo tenía azules nuevos; cirros de paz flotaban en las alturas. El paisaje verdeó, verdeció de la hierba nueva, que surgía, y de los árboles viejos, que enverdecían. En este ambiente nuestra observación se educa en minuciosas variedades, abundando en todas partes, en campos y jardines, las coníferas, de todas las formas y tamaños. Estos árboles nunca se deshojan, pero en invierno se descoloran, empalidecen como mujeres cloróticas, llegan a recordar enfermos, llegan a recordar cosas muertas; después, la primavera excita su savia, un verde intenso asoma en sus hojas, la vida recomienza loca, ¡las flores brotan con furia!

Los ciruelos se presentan en galas florecientes; los negros troncos rugosos y labrados por la lepra de los líquenes, sin una hoja siquiera, se cubren ahora de vastas cabelleras, blancas y rosadas, hechas de mil y mil flores adheridas a las ramas por minúsculos pedúnculos. Vistas de lejos, en los sitios donde abundan, recuerdan una floresta de árboles secos, rodeados por el humo y las llamas de un fuego devorador. En breve serán los duraznos los que florecen. Después los cerezos. Después los perales. Todos los árboles. Todos en vistosa apoteosis. Todo un juego, en todo caso –estos árboles no dan fruto, no dan ciruelas, no dan duraznos, no dan cerezas, no dan peras; o, si lo dan, no sirven. Agotan los ardores de la savia en la superabundancia de enormes flores, enormes como nunca se vieron en otra parte; contribuyen, en meras orgías de colores, a la increíble hilaridad del escenario, a la supina risotada primaveral; nada más. Sirven en todo caso de pretexto a los mil motivos de desbandada hacia los campos, de estos buenos japoneses, calabaza al hombro, musumé al lado, el alma abandonada abierta a los esplendores.

Son estas floraciones paradojales, tan características del suelo nipón, las que dirigen a cada momento el pincel nativo hacia esos refinamientos de matices que la estética occidental no comprende; son ellas las que inspiran en los artistas esos tan frecuentes fondos de paisaje salpicados de blancos y rojos, la reminiscencia del instante en que las flores se defolian y caen desde lo alto, en un chubasco de pétalos.


En simpatía con los árboles, son las hierbas, las plantas, los arbustos, los que se visten de hojas y adornan de flores. Ya a lo largo de los muros acechan, por entre las piedras, las violetas silvestres; y el suelo prosperará de musgos, de helechos, de pastos, de bambús y de humildes gramíneas; y se teñirá de blancos, de azules, de amarillos, de escarlatas, de rojos, de mil colores, de mil flores sin nombre, apenas conocidas por los insectos, que son botánicos eméritos y saben de salteados colores donde las corolas ofrecen los manjares más deliciosos. Ya florecen los junquillos, las camelias. Van a florecer las glicinas, las azaleas, los iris, los lirios, los narcisos, los convólvulos, las peonías, la legión vegetal.

Los ciruelos, por aquí en las cercanías de Kobe, se verán en la pintoresca colina de Okatomo, o en Suma, en el dominio de un templo famoso. Los duraznos veremos en Momoyama, donde florecillas rosadas se incendian por cortos días. Las cerezas, particularmente queridas por los japoneses, en uno o dos templos de Osaka; o en la célebre colina de Arashiyama, en Kioto, bordeando la ribera de Hozukawa, caudalosa y rumoreante; o, en el mismo Kioto, en el parque de Maruiyama, donde un sólo árbol, el vetusto cerezo de la noche de Guion, de delicadas ramas colgantes, se ha ganado los entusiasmos y estrofas de no sé cuántas generaciones de amantes y poetas, que junto a él se sientan, de día o de noche, absortos en el éxtasis del espectáculo; o incluso en Yoshino, el lugar preferido por excelencia, sitio montañoso y agreste, pero por eso mismo frecuentado por los grandes entusiastas de la naturaleza; Yoshino, con su sentida leyenda de un monarca fugitivo, y con el peregrino rapto de sus mil –cuenta justa, afirman- cerezos, muchas veces macrobios, ofreciendo aquí, allá y acullá, en un valle, sobre un puente, al borde de un precipicio, las escenas más sorprendentes y arrebatadoras, al punto de parecer los árboles en flor, copos de nubes blancas raspando la hierba del paraje. La glicina, o fugi, se ve en Nara, la vieja ciudad clásica; las ramas trepadoras enroscándose en los troncos de las chryptomerias gigantes, y los largos racimos blancos y los largos racimos rojos colgando al capricho de las brisas.

Peregrinaciones indescriptibles de gracia pagana, de vida exuberante, estas peregrinaciones, que se unen al bello cuadro de la naturaleza, de una majestad conmovedora y deslumbrante, la hilarante kermesse del pueblo en celebración. Tiendas con banderolas que exponen mil artículos; asientos improvisados para comidas frugales; los hombres en bandos para jugar; los niños brincando y carcajeando, vestidos primorosamente de sedas de mil tonos; mujeres de todas las condiciones, graves madres deliciosas, niñas recatadas ataviadas de flores de invernadero, presuntuosas cantantes callejeras, campesinas en ropas escarlatas, gueshas de refinado lujo y de ovales encantos como ídolos, todas ellas cosméticas, todas aromas, todas sedas rugientes, todas mímicas y requiebros, asombrosas.

Al final de la fiesta, la ola humana es curiosísima: cada cual empuñando un tallo florido, cada cual con su envoltorio para el regalo de estilo a los amigos que no fueron; las mujeres comentando las escenas con gestos y risitas; los niños rebosantes de frutas y pasteles, cansados, somnolientos, divagando; los hombres contentos, no muy firmes, con las frentes y los párpados enrojecidos, como si los delatara el pecadillo de haber bebido más de lo conveniente.

En esta contemplación de los escenarios está el alma del nativo. Les voy a reproducir un dato que apareció en un periódico local hace unos días, y que define la tierna puerilidad panteísta de estas personas únicas: -“En Himeji, ya se dio fe este año de dos flores de cerezos”, dos, ¡es sobre todo delicioso!... El hombre de Occidente piensa, el japonés mira; he ahí la enorme diferencia que los separa. El placer de los ojos y la alegre preocupación de todos; se vive en el presente, para gozar del momento, para sonreír a las cosas; y puede que sea esta la manera más coherente del ser humano de prestar culto a sus dioses, al Creador, que le impone en la tierra una misión.

En aquella primera mañana primaveral, salieron de los bosques más temprano, en bandadas alegres, en altos vuelos serenos en busca de aventuras, chocarreando, lanzando a los vientos sus carcajadas de burlas, los cuervos, en los cuales tan bien encaja, sin saber yo porqué, el nombre japonés de karuçu. El gorrión parloteaba de amor y escapó resueltamente de los pueblos en busca de los campos. Una mariposa amarilla –apostaría que la primera de la estación- cruzó en un vuelo mi jardín. Sobre cada flor se posaba un insecto, una mosca, o abeja, o avispa, o escarabajo, o moscardón, venidos no sé cómo, por hechizo, pues hacía largos meses que nadie les ponía un ojo encima; y no tarda que llegue la inmensa escoria alada, cigarras, saltamontes, mosquitos, polillas, saca-ojos, los gánsteres del aire, todos bullicio, colores y vida!... Por los arroyos, por los canales de riego, a lo largo de las calles y caminos, ensordecían por primera vez desde sus cubiles los sapos, roncando; y de dos en dos, graves… pero no estoy ahora para contarles lo que hacían en los canales y en los arroyos, los sapos, graves, de dos en dos.

En los rostros de la gente, sugestionada, embriagada de aromas, se pintaba una alegría nueva, una recrudescencia de actividad animal. Las muchachas pasaban más animadas, en alegres kimonos, claros, descalzas sobre las sandalias por primera vez después del invierno, sus pies muy blancos, muy mimosos, tras el recatado abrigo de los meses fríos. Encontré luego, en una esquina, una musumé que vendía huevos, y un vendedor ambulante de cestas y escobas; habían puesto en su suelo sus productos, conversaban en secreto, mas con intensa vivacidad de expresión; él la agarró por la muñeca, bruscamente; y ella, riendo, a juzgar por el brillo de los ojos y por la carita alborotada de deseos…, se entregaba, en promesas.

Pues fue aquel día que yo, en vez de vagar por los campos, como los bellacos –ya no digo ir a vender cestas y escobas por las calles-, me encórvate cuidadosamente y fui a tocar la puerta de un amigo. Se trataba de una fiesta infantil, lo que quiere decir, de un pretexto para adultos. Efectivamente, se exhibía, frente a una docenes de niños y otra de personas circunspectas, un graphophone americano; grafófono, o cosa parecida; un phone cualquiera en todo caso; que esto de phones, para quien cursó clases de physica hace ya cerca de treinta años, es de una complicación tal, que la gente nunca llega, por más que se aplique, a dictaminar con seguridad en el asunto.

Pero les puedo ahora traducir la dolorosísima impresión que la fiesta me dejó. Excentricidad mía, sin dudas. Se introducía en una caja un cilindro apropiado para el caso y se daba cuerda al instrumento… ¡pero a quién estoy enseñando el padre nuestro!… Entonces, un americano fañoso, desenfrenado, como con aires de borracho y ademanes de exhibidor de saltimbanquis, a punto de deshilachársele la casaca llena de manchas y con una corbata blanca que llevaría sin quitarse unas seis semanas, hablaba al público, anunciaba la casa comercial de Nueva York, y lo que enseguida iba a oírse. Eran cancionetas chulas, solos de flauta, estruendos de orquestas, devaneos de viola, discursos grotescos; y todo aquello, y las voces del público que reía, que vociferaba, que batía palmas, que pedía bis, niños berreando, damas aguantando la risa, caballeros soltando chistes, todo aquello, indistintamente, salía de la caja hechizada y llenaba la sala donde me hallaba, como si una multitud de moluscos, viniendo de América, viniendo del infierno, la hubiese invadido por sorpresa.

¡Pero qué inmensa tristeza!... Como yo maldecía, en aquella hora, esos inventos de la época, esos artilugios sorprendentes, monstruosos, que vienen a burlarse de la vida y a asesinar el arte, asombros fugaces que pasan, reminiscencias, saudades, todo lo que es dulce al espíritu…, porque –afirmo en tanto las palabras puedan traducirme el pensamiento-, a fin de cuentas, me quedó una desconsoladora noción de desprestigio de la existencia, y de burla a las leyes del mundo, a la ley de la sucesión de los hechos en el tiempo; y vi en mi mente a un grupo de viejos alquimistas soltar las retortas, por un momento, y venir a gritar a la creación, enviando al cielo las carcajadas:—“¡Déjate de imposturas, sabemos tanto, hacemos tanto como tú!...”-. Ya no es suficiente con la fotografía, esa irreverente artimaña que juega con los ausentes, con los difuntos, con el mundo distante, dándonos a cambio del sentido recuerdo que guardamos, el fantasma, en contornos, de lo que escapó de nuestros ojos. Ahora es el gramófono, que eterniza los sonidos, la voz de los lejanos, la voz de los que morirán. Muerte, ausencia, ya no tienen razón de ser en los diccionarios. Para el caso a que me refiero, acá continúa el irrefrenable americano vomitando sus discursos, los músicos tocando, los cantantes cantando, el público riendo, llorando, aplaudiendo, bromeando. Ocurrieron así estos hechos hace dos años, hace cinco años, hace diez años. A estas horas el americano estará muerto, ¿cuestión de alguna borrachera más fuerte que lo postró?, el niño que lloraba, ¿dormirá también en una tumba, pobrecito?, la dama que reía, ¿estará loca, en un asilo?, el hombre que aplaudía, ¿en una cárcel, cumpliendo sentencia? Nada importa. La maquina los llama, los reúne, los resucita, los renueva para la pandilla de un momento de la existencia; el pasado es presente; y la máquina los agita, los empuja hacia el interior de nuestras casas, para divertirnos a costa de ellos mismos.

¿Primavera? Estaba pensando en mis retoños. ¿Primavera?, ¿ríe la naturaleza?, ¿florecen los árboles?, ¿cantan los pájaros? ¿Es una realidad? ¡Ah!, tal vez no, pues hoy a un fenómeno sustituye casi siempre una industria; y los espectáculos del Padre del Cielo casi todos ya fueron suprimidos, porque aburrían a la humanidad... Cada día que pasa, se registran cien descubrimientos, cada uno de los cuales tiende a borrar de nuestro espíritu la leyenda del misterio, de lo incomprensible. La vida, el mundo se reduce a maquinas, a dispositivos más o menos complicados. Dulce primavera, ¿quién me hechiza? Cambia. Ven aquí máquina, ¡apuesta! Quién me asegura que esta no fue una primavera servida a mis abuelos hace más de un siglo, grabada en un cilindro e impuesta después como nueva, de tanto en tanto, a los cretinos, que aplauden?

Y a propósito de la Primavera que irrumpía, dos palabras sobre otra Primavera, que moría, por la misma época. No habrá nadie, imagino, que, habiendo estado en Kobe, no conozca Nunobiki, la cascada. Y que el sitio, por su merecida fama, es un paseo obligado de todos los que llegan, si bien toma unas dos horas. No hay conductor de carro, guía de viajeros, un cualquier alcahuete a la caza de gente que desembarca de los paquebotes, que se olvide de indicar, como primera diversión, ir a la caída de agua. Allá van todos. Allá fui yo, una vez, como viajero, y muchas veces, después, como residente, residente en ocios, atraído por los apacibles escenarios. Allá arriba, muy arriba de la montaña, y salpicada de espuma y acariciada de rumores, en la penumbra del yermo apretada entre roquedales, cubierta de ramaria silvestre, estaba la casa del té, la cháya tradicional, ofreciendo reposo por algunos minutos y una bebida al forastero extasiado, sin que faltasen las sonrisas, las reverencias, que prodigan ampliamente las muchachas que se ocupan allí de la venta. Hace algunos años, me dijeron, eran tres las muchachas, tres hermanas, –las tres gracias-, pero yo solo conocí a dos, habiéndose casado la otra con un empresario europeo, como escuché. Yo solo conocía a dos: O-Tane San, la Señora Simiente, y O-Haru San, la Señora Primavera. Como puede presumirse, eran las japonesas más populares de todo Kobe; de las cuales los forasteros, tal vez no me equivoque, considerando los muchos millares que en estos últimos seis años han visitado el Japón, guardan una reminiscencia, una saudade… ¿Dos hadas del bosque hechizando a los incautos? No tanto: como mucho, dos sirenas de agua dulce, simplemente amables, simplemente gentiles, vendiendo graciosamente una taza de té, sin azúcar, al modo japonés, y regalando una sonrisa, tan dulce, que quita al té su propio toque, incluso para el paladar más exigente. Yo prefería Simiente, a Primavera. Era más fresca –fresca como su lindo nombre— y más aterciopelada la mirada negra, y más esmerada en los kimonos de seda y en la curva en alas de mariposa de los cabellos. Con ella platicaba, con ella reía, que la risa es el lenguaje más usual de esta tierra; y tomándola de las manos, le pregunté quién había sido el delicado, inglés, ruso, coreano, hotentote, que le ofreció aquel anillo con un zafiro, que tan bien ensartaba en su dedo color de rosa… 

Pues muy bien. Se sabe que en materia de progreso material el Japón anda a galope. Acordaron no hace mucho estos señores establecer una empresa para la distribución del agua a domicilio, en Kobe. La idea no es nueva. Ya Yokohama, Osaka, Nagasaki y ciertamente otros centros, gozan de instituciones de la misma especie. Lo que es una lástima, –si vale la pena a la gente aferrarse a bagatelas,- es que así, alcanzado por la turbulencia reformadora que está acabando con todo lo pintoresco de este pueblo, tienda a desaparecer poco a poco… el pozo clásico de antaño, con un borde circular tallado en una sola piedra, el elegante porche sostenido por dos maderos, los cubos colgando de los dos extremos de la cuerda de cáñamo, que se desliza hacia la tosca rama central; ubicado en plena cocina doméstica, o a un lado del jardín, o en una vereda accesible a un montón de vecinos; y cerca las vasijas de uso, baldes, ollas, cucharones, de la más graciosa y original artesanía, de las que las criadas, medio-desnudas, emplean en sus servicios, demorándolos para alargar chácharas propias del sexo y todavía más de las japonesas; he aquí el pozo, correspondiendo a un cuadro muy característico de la vida íntima, el pozo que los adorables pinceles de los maestros de la pintura se complacían en reproducir mil veces, enmarañándolos en las ramas de las trepadoras, de las asagao, cuyas bellas campánulas de variados colores se abren al nacer el sol y fenecen poco después. 

En el caso de Kobe, se dirigieron desde el inicio los picos y azadas hacia la montaña de Nunobiki, donde el agua brotaba de un manantial interminable; y, a fuerza de brazos y de dinamita, con la intención de desviar el torrente a los embalses de la empresa, se produjo tal desastre abatiendo los árboles, cortando las rocas y cavando la tierra, que el encanto del sitio desapareció, quedando el paisaje en ruinas. Rigurosamente hablando, la cascada dejó de existir. La cháya, tal como la conocimos en su rústico y pintoresco entorno, forzada por las excavaciones a cambiar de puesto, tampoco existe. ¿Y las muchachas?, desde luego, tenían también que desaparecer. En efecto, la Simiente se casó con un japonés y escapó así… y hago votos para que su nombre le sea de buen augurio, e invoco a los hados para que concedan a los cónyuges una prole feliz y numerosa; y la Primavera murió; murió por azarosa coincidencia, cuando la otra Primavera iba a renacer, dar vida y flores a los árboles, no a los de la cascada, a merced de la nueva empresa. Murió tísica; su cascada, donde naciera, donde vivió veinte años, con su eterna penumbra crepuscular, con sus rocas chorreando eternamente, con su ambiente eternamente húmedo, roídos sus pulmones…

Pobre Primavera… Pero quizá no murió, piensen bien en esto que les digo; aun cuando nadie más lograse verla, aun cuando las amigas hubiesen acompañado al cementerio su cuerpecito inerte… Su retrato ya recorre el mundo, en postales fotográficas, vendidas en las tiendas, perpetuando su carita. Y nada más posible que el hecho de andar haciendo dinero por las ferias, hoy, mañana y de aquí a cuarenta años, un sujeto cualquiera escoltado con un gramófono, un phone cualquiera americano… Entonces imaginemos la parranda: —Cilindro apropiado; désele cuerda… La plebe escucha poco más o menos lo siguiente: —“¡Gran compañía de grafófonos de Nueva York y de París! Escena de la famosa cascada de Nunobiki, en Japón!”—Y la plebe continúa escuchando: ahora es el murmullo continuo, sollozante, del agua despeñándose de roca en roca; trina un pájaro vagabundo; un francés bate palmas, pide cerveza; un inglés pide whisky; un nipón pide té; la voz de la Señora Primavera vibra distinta, fresca, dulce; Primavera se deshace en disculpas, en risitas, dice que ya va, que no tarda; pero el inglés tiene prisa, repite su pedido con amargura: y entonces el instrumento es perfecto: —¡oh, maravillas de la ciencia!— que se escucha hasta el chasquido de un beso, que es naturalmente del francés.

1899

Traducción: Pedro Marqués de Armas


De PAISAGENS DA CHINA E DO JAPÃO, LISBOA, LIVRARIA EDITORA VIUVA TAVARES CARDOSO, 5, Largo de Camões, 6, 1906, pp. 33 y ss. (Fragmento en curso). 


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