sábado, 16 de julio de 2016

Sobre el coleccionista de nervios





Antonio Armenteros 


  “…la extrañeza, una forma de originalidad que o bien no puede ser
   asimilada o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla como extraña…”
                                      Harold Bloom, El canon occidental.


Estimados lectores, ¿se acuerdan del poeta Almelio Calderón Fornaris (La   Habana, 1966)?, pues acabo de recibir desde España una antología de su obra. Leyéndola, estudiándola, sobre todo el develador prólogo del crítico, poeta y médico Pedro L. Marqués de Armas(1967), mi máquina de recuerdos se puso en marcha y la Memoria —muchas veces traicionera— me recoloco en los días de mis veintitantos, treinta años en que de retorno en mi Habana, el bardo Ismael González Castañer (1961) me contaba, como un poseso, de las reuniones y veladas en casa de Almelio —San Miguel 522, luego yo viviría a unos pasos en la misma San miguel, sobre la Asociación de Torcedores— y las anécdotas familiares. Pero fue en el mínimo habitáculo del vate Rafael Alcides Pérez (1933), cuando no se veía abocado a esta especie de “muerte civil”, en sustanciosas conversaciones, quien más ahondó en la participación e importancia de Almelio en la vida literaria de los años ochenta, del pasado siglo XX. Ganando varios de los certámenes literarios de la época.

¿Qué pasó desde 1994 en la vida del juglar? Esta y otras interrogantes son respondidas en la antología que tengo frente a mis ojos. Publicada por Efory Atocha Ediciones 2013, Colección de Literatura Hispanoamericana, se intitula De la pupila del ahorcado que selecciona, recopilación de autor, texto de toda su existencia. Prefiero realizar un viaje carpenteriano a la semilla y comenzar comentando los cuadernos que Almelio ha ido publicando durante su larga estadía, travesía en la madre patria. Ellos son, por orden de aparición/plasmación: “Poner orden en mis tierras(1997-2003) y Los dados de la noche (2010-2012)”. El último resulta un ejercicio escritural contenido, reflexivo e incómodo en sus lógicas sutilezas: “Ruinas humanas./ Prisioneros del movimiento de la noche./ Buscamos ¿qué verdad?” Existe una evidente ruptura con su etapa creativa de —por ejemplo— su libro: Las provincias del alma (1985-1990), más en la cuerda gala del surrealismo y también un barroquismo intenso propio: “La poesía, bosque de palabras que custodia una flauta. Teje su propio umbral, sabe ir hacia los arqueros,…” Su aliento filosófico posicional es de larga data y ya en su inaugural volumen Fragmentos para un caballo de aire (1982-1995) nos alerta/ilumina: “Hoy pregunté/ en qué lugares están las puertas para tocar/ —en todos los sitios— gritaron ustedes/ e incluso donde nunca han existido.” Muchos muros y puertas hemos visto erigirse, derrumbarse y reconstruirse en los últimos tiempos, sé que es lo circular de la existencia, el fatum. De esa maquinaria demoníaca y diaria nos previene Calderón Fornaris. Su lírica, leída atentamente, desde los años ochenta —a sus finales— nos recuerda aquel consejo semioculto/semiculto, soterrado de Ernest Hemingway (1899-1961) en París era una fiesta: “Mientras la gente no entiende lo que uno escribe, uno está más adelantado que ella…”

Conviven en él varios temas, pero tres son básicos: el saber, la verdad y el poder. La manera no ortodoxa y caótica en que se relacionan desde siempre, desde el día primigenio de la creación del hombre: “Los que quieran saber la historia/ que sepan la historia./ Los que quieran aprender a saltar/ que aprendan de saltos./ Los que quieran decir que su corazón/ es de arena que lo digan./ Los que quieran decir como Anaximandro/ que el hombre nació de un pez/ cuidado con los pescadores”. La lirica de Almelio está atravesada por disimiles saberes y experiencias. Leyendo —a nivel mental— me recoloque en el Período Especial de apagones o alumbrones diarios, bicicletas chinas, inventos camuflageados en el término indefinido y abarcador de: lucha,  muchos luchadores, gladiadores que cual marea se han transformado/adaptado en mercenarios y no desaparecen —la col redescubierta con pasión y esparcida expansivamente en toda su variedad sobre las mesas familiares—, la ley del más fuerte, esa deshumanizada ley de la selva en la contemporaneidad, allí se instrumentó una estrategia con un sólido eslogan: Un dólar para Almelio. Así relacionan su vuelta poética, sus versos nos aseguran lo que entonces muy pocos intuíamos. Almelio puede ejercer cualquier oficio del mundo, pero su universo, su existencia resulta esencialmente poética/creativa, tal como lo expresa su prosa desenfadada en el texto Extinción: “Decido marcharme a casa, me preparo una taza de té, enciendo la tele, voy al baño, me lavo los dientes, meo, entro en el cuarto, el reloj marca 4 y 45, me quedo en calzoncillos, leo alternativamente una antología de E.E. Cummings Buffalo Bill ha muerto y Extinción de Thomas Bernhard…me pierdo dentro de mí…” Después de tantas lecturas, tantos gestos y detalles cotidianos, puede que se le haya olvidado, o con deliberación macabra, no quiere mencionar otro libro capital de Bernhard (1931-1989), leído entre nosotros atentamente para evitar la depresión, o el suicidio con mucho humor/ironía/cinismo: El imitador de voces. Fue el mismo autor que tempranonos alertó sin falsos alardes de gnosis: “El absurdo es el único camino posible”.

En estos últimos años, durante sus regresos temporales a La Habana —por cierto, ninguna institución o persona jurídica, particular o no, lo ha invitado/organizado una lectura entre nosotros. ¿Será un apestado, un marginado, un no poeta, o un disidente y no un simple emigrante? A veces, hasta de él mismo. Almelio —en nuestros paseos por La Habana, me niego a utilizar la palabra: visita—, obsesivo, ha comentado como en sus versos y solo un ejemplo, donde ya van siendo miles: “La noche extiende/ su interminable/ dominio/ sobre la ciudad.” Calderón Fornaris se queja dolorosa/angustiadamente de la evidente desaparición del esplendor de la noche habanera, cubana, devorada por un galopante provincianismo o lo que es peor: reduccionismo. Una nación literaria donde su rapsoda más excelso José Martí (1853-1895), reflejó: “Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”. Dibujada o tallada en las estrellas por Guillermo Cabrera Infante (1929-2005) en su único: Tres tristes tigres. Pero si algún puritano me ojea le advierto que Charles Baudelaire (1821-1867) en su paradigmática: Las flores del mal, develo para el universo las potencialidades del reino nocturno o crepuscular. Cuando pensé en la noche, a nivel psíquico, razoné en un poeta norteamericano hacedor de una gran tradición, me refiero a Walt Whitman (1819-1892), fusionador como Almelio de las imágenes de la noche, la madre, la muerte y el mar —me detengo aquí, porque podría escribir todo un tratado sobre el tema y ese no es mi propósito—, tal vez, sus anversos: “Vivo en la sortija del mar/ un madero arrastra una estación con un caracol/ la roca es mi último camino para un surco de luz/ estar en la noche como intermitente…” O sea que, por su preparación y su intensa labor a través de los años Fornaris se reubica fuera de toda frontera, todo límite genérico. De eso se trata. A nuestra generación —como debe ser—  se nos educó en versos y canciones memorables de que: “El poeta es un peregrino.” La poesía habita las fronteras y Almelio es un Odiseo  circular que alguna vez retornará de su travesía de aprendizaje a su Ítaca habanera, pues también comprendemos que existe el viajante infinito cuyo recorrido es eterno y al cual el pueblo sabio denominó como: “Se tomó la coca cola del olvido”, lo sé, no es el caso. Una filósofa española, feliz exiliada/emigrada entre nosotros, María Zambrano (1904-1991) nos dijo: “…la realidad rebasa siempre lo que sabemos de ella; porque ni las cosas ni nuestro saber acerca de ellas está acabado y concluso, y porque la verdad no es algo que esté ahí, sino al revés: nuestros sueños y nuestras esperanzas pueden crearla.”

Confieso que he estado más de una hora riéndome/gozando la dedicatoria almeliana a mi persona, típico en él, cultivador/emanador de un humorismo entre las fronteras chaplinesca/groucho marxista, a veces, las más: cantinflescas. Tal vez no recordemos aquella exquisita máxima que atesoraban celosamente nuestras abuelas: “Todo lo que separe a los hombres lo logra unir La Cultura —La Literatura.”  Por este motivo retórico hasta donde nos aconseja el Jacques Lacan (1901-1981) de sus conferencias parisinas en la Sorbonne de 1977, insisto en inquirirle al lector cubano, despojado de toda antropología irónica poética: ¿Recuerdan al poeta Almelio Calderón Fornaris?








sábado, 2 de julio de 2016

El resto inmortal



Paulo Leminski


Quería no morir del todo. No en lo mejor. Que lo mejor de mi quedase, ya que, por encima o más allá, soy todo dudas. Quería dejar aquí en este planeta no solo un testimonio de mi pasaje, pirámide, obelisco, entradas en una oscura enciclopedia, campos donde no crece más hierba.

Quería dejar mi proceso de pensamiento, mi máquina de pensar, la máquina que procesa mi pensamiento, mi pensar transformado en máquinas objetivas, fuera de mí, sobreviviéndome.

Durante mucho tiempo, cultivé ese sueño desesperado.

Un día, intuí. Esa máquina era posible.

Tenía que ser un libro.

Tenía que ser un texto. Un texto que no solo fuese, como los demás, un texto pensado. Yo precisaba de un texto pensante. Un texto que tuviese memoria, produjese imágenes, raciocinio.

Sobre todo, un texto que sintiese como yo.

Al partir, yo dejaría ese texto como un astronauta solitario deja un reloj en la superficie de un planeta desierto.

Claro, yo podría haber escogido un ser humano para ser esa máquina que pensase como yo pienso. Bastaba conseguir un alumno. Pero las personas no son previsibles. Un texto es.

La impresión de mi proceso de pensamiento no podría estar en la escucha de las palabras ni en el rol de los eventos narrados. Tendría que estar inscrito en el propio movimiento del texto, en los flujos de su dinámica, traduciendo el juego de sus mañas y mareas.

Un texto así no podría ser fabricado ni forjado. Solo podría ser deseado.

El mismo escogería, si quisiese, la hora de su advenimiento.

Todo lo que yo podría hacer en esa dirección era estar atento a todos los impulsos, incluso los más ciegos, sin saber si el texto estaba llegando o no.

Era obvio, un texto así tendría, como mínimo, que llevar una vida humana entera. En la mejor de las hipótesis.

Una cuestión se planteó desde el principio. La tensión de la espera de un texto de este tipo podría ser el mayor obstáculo para su surgimiento. En este sentido, no había solución. La cuestión tendría que ser vivida a nivel de enigma y conflicto, sigilo y disimulación.

Por supuesto que el texto que resultase de ese estado debería, por fuerza, reproducirlo en su esencial perplejidad. La máquina-texto que surgiese no sería un todo armónico, ya que la armonía solo conviene a las cosas muertas. Lo que yo pretendía era una cosa viva, una vida que me sobreviviese. Y la vida es contradictoria.

No sé nunca si ese texto llegará. O si ya llegó.

Todo lo que quiero es que, si llega, se acuerde de mí tanto como yo supe desearlo.



Traducción: Pedro Marqués de Armas


“El resto inmortal”, fue recogido en Gozo Fabuloso -39 crônicas e contos... (2004). Tomado de Potemkin ediciones, Núm. 11, junio-septiembre de 2015. 


domingo, 19 de junio de 2016

Elogio de El Caramelo





Pedro Marqués de Armas


Me fascina ese trío que forman la vieja gorda, el niño (que al final resulta ser un puerco) y la joven que cae muerta (o mejor, hecha cadáver) en medio de la guagua. 

Pocas veces, por medio de personajes tan marionetescos, y a través de situación tan banal —el caramelo que le brindan a la anónima pasajera—, Piñera mostró tanto. Desde luego, no hay que dejar fuera a ese perito de poca monta que, a manera de "infundios", se lo saca todo de la cabeza.

Escena original, por esperpéntica, se atisba desde el desayuno en el Ten-Cent. Y es que entre un pie de fruta acabado a la carrera y un torrencial aguacero ("de fin de mundo") no puede anunciarse nada bueno. 

Ya en la guagua, no hay más que ver al niño adefesio cogiendo el caramelo con la punta de los dedos (la escrupulosidad, la fineza del crimen); pero, sobre todo, no hay más que oírlo cuando, desde el fondo de su animalidad y dirigiéndose a la joven, dice: "Cómetelo". 

Acto seguido la pareja se pone a roncar (casi hasta el final del cuento), mientras la que-será-cadáver cae de una vez y el diletante detective echa a correr sus especulaciones.

Y entonces todo rueda, o mejor, encaja como un juego de matrioshkas: la trama criminal dentro de la narración; el supuesto crimen, en el imaginario culposo del personaje; y las metáforas callejeras —a menudo frases tomadas literalmente— dentro de ese circo que va a ningún lado y en el que, siempre a ras de los acontecimientos, nos topamos con las descripciones más risibles y crueles, lo mismo que con las gratuidades más sabrosas.

A otro nivel, el guiño del narrador al personaje —por medio de otro personaje, el Capitán— cuando lo cogen con el pastillero en el bolsillo, o sea, la prueba del delito: "Al mejor escribiente se le va un borrón".

Piñera lo sabía: uno de sus mejores borrones. Tal como ha contado Luis Agüero, respondiendo a un chiste suyo Piñera le dijo en una ocasión: "No, no seré el Virgilio de La Eneida. Pero sí el de 'El caramelo', un cuento que tú, querido, no podrás escribir jamás...". Habría que advertirlo: ni nadie.

¿Qué circunstancias son estas? ¿Se alude a los tiempos que corren? En efecto, asistimos al desencuentro de dos estilos: el del hombre con rezagos del pasado ("suspendido en el abismo de la dubitación") y la grosería e insensibilidad del colectivo. 

Irónicamente, alguien goza el privilegio de acudir en su auxilio y refrendar su tesis "con el lenguaje llano del pueblo".  

A fin de cuentas, se trata del territorio del monstruo: bien visto, nada distingue la abyecta pilosidad del niño-puerco de la ratonera en que se mete el sabiondo tencenero, como tampoco, de la masa cuando expresa su asco ancestral. A la muerta: "Tírenla por la ventanilla".



domingo, 5 de junio de 2016

Una encrucijada del mundo



Robert Desnos
«Yo no tumbo Caña» *

¡Puros de La Habana, café de las Islas, azúcar de las colonias!.... La comida se termina. Un hombrazo rojizo... se parece al Tío Sam..., digiere sin discreción, mientras que su respiración hace estremecerse la pesada cadena de oro que cuelga de los bolsillos de su chaleco. Está ahíto. Una sangre demasiado espesa corre por las venas, que se divisan en sus sienes. Es lo que suele llamarse un hombre feliz, ya que no envidiable, y las horas pasan, entre el humo oloroso del tabaco y el perfume del café. Una gota de vino enrojece el fondo de un vaso, y, puesto como pisapapel sobre unas cotizaciones de bolsa, un trozo de azúcar semeja una piedra preciosa.

Más lejos, entre las olas tibias de los mares del Trópico, Cuba brinda al cielo sus plantíos de caña, de tabaco y de café. El colono se sume en sus meditaciones, mientras que, a lo lejos, el ingenio norte-americano hace mugir todas sus calderas, en un calor de infierno. Acurrucado al pie de una palmera, un negro tararea el son popular:

«Yo no tumbo caña,
¡Que la tumbe el viento!... »

Dos paisajes, dos cuadros: todo el drama del azúcar en Cuba.



Los tesoros de Cuba

El azúcar es, en efecto, la principal riqueza de Cuba, antes que el tabaco y el café. Cuba no posee diamantes; sus pozos de petróleo, son de escasa importancia; el oro no corre por sus ríos. Pero el azúcar era un tesoro que parecía seguro. Nada, en su cultivo, estaba confiado al acaso, y, a cada cosecha, las altas cañas brindaban pródigamente el zumo preciado. Sin duda, como ahora, el negro de los sembrados no podía trabajar más que cuatro o cinco meses al año, de enero a abril, y, como ahora, también tenía qué ofrendar doce horas de trabajo al día durante ese periodo, fuera bajo el ardiente sol o en la atmósfera densa del ingenio. Pero, si vivía sin riqueza, al menos desconocía la miseria.

Llegó la Guerra. La producción mundial del azúcar disminuyó. Las fábricas de azúcar de remolacha del Norte dejaron de funcionar, y esa industria, nacida bajo el signo de las guerras de Napoleón y del bloqueo continental, desapareció de Francia durante los cinco años que duró la nueva hecatombe. Cuba conoció entonces momentos de una prosperidad sin paralelo.

El azúcar era un nuevo diamante, y todos, desde el colono y el dueño de ingenio, hasta el humilde cortador de caña, conocieron la ilusión de la riqueza. Me contaron que ciertos estibadores de la Habana descargaban, por aquellos tiempos, fardos de camisas seda y sacos de joyas. Fue la «danza de los millones», ilustrada por una anécdota caricaturesca, publicada entonces en un periódico festivo.

«Volviendo a su casa, el colono encuentra a sus dos hijas tocando un trozo a cuatro manos en el piano.»

«... ¿Qué es eso?, pregunta.... ¡No quiero economías en casa! ¡Mañana compro otro piano!»

Esa era de prosperidad duró desde el 1916 hasta el final de 1921, en que el crack de varios bancos anunció el ocaso de los años dorados. Pero, por velocidad acumulada, la locura de la fortuna duró hasta el año 1923, aproximadamente.

Hoy Cuba contempla las riquezas despreciadas de sus sembrados, como una mujer bonita, que conservará estuches de joyas, vaciados por alguna catástrofe repentina.

El azúcar de caña, en 1928, vale doce veces menos que en 1920.

La razón actual del daño está en el exceso de producción, y esto combate de modo ejemplar, el famoso prejuicio de «la oferta y la demanda», y del libre juego de las competencias, considerado como la llave de la felicidad de los pueblos.

Cuba no ha encontrado aún nuevos mercados para su azúcar, y los Estados Unidos siguen siendo sus principales clientes.

La cuestión del azúcar en 1928

Los Estados Unidos poseen refinerías de azúcar de remolacha, y sus leyes arancelarias protegen esa industria. El único azúcar que percibe los beneficios de tarifas especiales, es el azúcar sin refinar destinado a las refinerías norteamericanas. ¡Más oro para los insaciables industriales yankees!

El único remedio práctico está en una política restrictiva de la producción, en espera de que los técnicos cubanos hayan logrado abrir nuevos mercados para el azúcar de caña.

Ya algunos colonos optaron por reemplazar la caña por el café, y nuevas perspectivas se abren ante sus ojos. Después de haber sido el país del azúcar, Cuba será tal vez el país del café. En espera de esto, no se muele toda la cosecha, y los negros de los cortes chupan melancólicamente cañas inutilizadas.



La explotación del azúcar en Cuba

El azúcar de Cuba es explotado, en gran parte, por los Norteamericanos. No es por puro desinterés que han prestado su concurso a los revolucionarios del 98, y ahora es casi siempre a un ingenio yankee instalado en la isla al que el colono vende su cosecha.

Una vez más, es el Norte-americano quien aprovecha el trabajo de los campos, como lo hace con el obrero, sometido diariamente a doce horas de trabajo, en la temperatura terrible de las calderas.

El Gobierno cubano no ha titubeado en intervenir muchas veces, para reprimir abusos.

Los ingenios se alzan lejos de las poblaciones. A sus alrededores se ha construido el caserío ocupado por los trabajadores. Y en ese caserío, la bodega, el restaurant y lo principal del comercio, pertenecen a la administración del ingenio que recupera, de este modo, el salario de sus obreros.

Ha sido necesario, a veces, prohibir a algunos industriales que pagaban su mano de obra con vales canjeables por mercancía en los almacenes del ingenio.

La mano de obra

El Gobierno cubano no tiene que enfrentarse solamente con la política general del azúcar. Un problema interior se le plantea, al cual, menester es reconocerlo, trata valientemente de hallar una solución.

Por el hecho de que el trabajo de los cortes no dura más que cuatro meses al año, la mano de obra cubana es insuficiente. Los colonos importan, pues, a la isla, en esa época, numerosos negros de Haití y Jamaica. Pero esos negros llevan una vida muy primitiva. Se alimentan por algunos centavos y no tienen grandes necesidades. Aceptan, por lo tanto, el trabajar a mitad de precio que el jornalero cubano, haciéndole así una terrible competencia.

Es por todas estas circunstancias, por lo que este cultivo, tan rico y seguro, acabará tal vez por desaparecer de Cuba. Sobre esa tierra tan fértil, vive una población más trabajadora que nunca. En ella misma reside su salvación.

Y dentro de algunas décadas, el azúcar se habrá reunido, posiblemente, en el país de las lunas idas, con las Habaneras de antaño, y en los nuevos cafetales, otros sones remplazarán al melancólico:

«Yo no tumbo caña.»


(De Le Soir.)

* En castellano en el original.


Invitado al VII Congreso de la Prensa Latina, Robert Desnos visitó La Habana en marzo de 1928. Conoció a Alejo Carpentier, quien lo introdujo en el entorno musical y afrocubano, y al que ayudaría a escapar del país, semanas más tarde, en el paquebote en que regresa a Francia. En abril de ese año Desnos publica en Le Soir cinco artículos sobre su breve experiencia cubana. “Una encrucijada del mundo” es uno de ellos y fue traducido –probablemente por el propio Carpentier- para Cuba en 1928, un volumen que recoge abundante información sobre el mencionado Congreso, y sobre la isla, en general.  

sábado, 28 de mayo de 2016

Campo y paisaje en la literatura cubana


por Lorenzo García Vega
(Dibujos paisajeños de Samuel Feijóo)




Se trata, digámoslo desde un inicio, de la posibilidad de una lección, o, siquiera sea, de la posibilidad de una lectura, dentro de un hipotético libro. De éste, que no es otro que el libro de la tierra, nos dio una receta el alquimista Paracelso. Una receta, de exquisita displicencia, para acercarlos a nosotros. Que consiste en sólo pedirnos lo rápido y como aventurero de un gesto, de tomar para siempre la romántica actitud del peregrino. Y, una vez en ello, la comprensión se nos dará por añadidura o gracia de los días, pues no nos deja de advertir el alquimista suizo, con palabras en las cuales el tiempo ha soplado con deliciosa ironía, que en este texto las “hojas se vuelven con los pies”.
A estas páginas acudimos. A las páginas de nuestro libro de la naturaleza, para recorrer algunas láminas de ingenuos paisajes, la tierna y entrecortada visión de lo que puede ser nuestro campo. Siguiendo con esta imagen, podemos añadir otras dificultades que, a nuestra posible lectura se oponen como un reto. Tal es, las desdibujadas figuras de este oscuro y cuestionable texto. Tal es, en otros casos, la misma circunstancia que, en la lucha por ser apresada, nos deja el jirón, casi incomprensible, de algunos detalles espesamente cotidianos. Detalles que, escasamente pueden integrarse en un paisaje, o restregarnos un rostro, pero en los cuales, el inefable raspar de lo que sabemos como nuestro, se nos llega con una calidad de difícil explicación, pero de la cual no nos podemos separar del todo. Así lo es, en una de las más infantiles láminas de nuestro paisaje, en la del circo. La trae, con su inevitable y cubano apresuramiento, Carlos Loveira, aquel cuentista de los primeros años de nuestra república. Con él nos vamos a esperarla, un poco más allá del pueblo, por el Ojo de Agua, hasta que empiece el asomo de nuestros jirones, de nuestros escasos y apenas significativos detalles. “Vienen entoldadas –nos dice Loveira- con las lonas corcusidas y negreantes de una vieja carpa, y tiran de cada una de ellas dos yuntas de bueyes viejos,” para añadirnos en seguida: “Delante de la carreta, jinete en el mismo burro que saca cuentas en el circo, golpeando un tambor, viene “Totico”…”.



Aquí, no podemos menos que detenernos, volviendo a leer: “lonas corcusidas y negreantes”, “jinete en el mismo burro que saca cuentas”. ¡Qué roto, que casi sin nada, y qué cubano es esto! ¿Cómo en lo inmediato, en lo equívoco de una situación que no ha de girar hacia un esplendor, lo escaso que trata de dibujar, ha logrado esta señal, esta entrevista historia donde situar nuestra morada? Esta pregunta, que tan precisa y evidente se nos hace ante estas lonas remendadas, no nos abandona nunca al hojear las páginas de nuestro texto. Y aún, en esto mismo infantil de lo de un circo, nuestra imaginación parece persistir en lo seco que hemos señalado. Así, en divertimentos de hogaño, el poeta Eliseo Diego, en su poema “El Circo” ha de decirnos: “Allí como un letra tosca y pura / que desborda el cuadernos de la infancia/ —fino cuaderno, lujo  de la noche—/ nos ilustró la extraña lejanía/de las palmas grabadas y el silencio/que va creciendo con el humo pobre. /Allí como un letra tosca y pura/nos querías, justísimo elefante”.



Sorprendemos con alegría, en estos versos, la continuidad, no ya de una tradición imposible entre nosotros, sino del hosco destello de un insignificante sucedido, del clavarnos ante el casi sin sentido de un hecho, en la fría irrealidad de una circunstancia sin forma. Ya tenemos, aunque solo sea con la letra pobre, la nostalgia del funambulesco circo de la infancia.
Apurémosla así, sin más pedir. Y guardemos el equívoco perfil de sus anécdotas, el restregón confuso de sus manchas. Pero, no dejemos de advertir, quedando para este repasar como ingenuo talismán o pequeño conjuro, lo de una palabra que ha gravitado. Me refiero a la palabra pobre. En ella, creo se nos empieza a hacer visible, todo ese raspar de detalles nuestros, inexpresados hasta ahora, y de los cuales no nos podemos separar del todo. Y una oscura señal también le refiero, la de esas cosas que se han quedado chicas, pero que en su inevitable y desvencijado rodas, nos van rescatando la otra historia, la que queda como visibilidad y encarnación de una imagen. Como ejemplo de esto, en lo menor, en lo de anécdota diaria, repasaría ante ustedes cualquier postal de nuestros recuerdos, como decir la cartera de una vecina que vimos en la infancia, y con la cual viajaba todo el pueblo. O, como un sombrero, también viajero, el de Caruca Mejía, que nos trajo en los cuentos de “El Gallo en el Espejo”, Enrique Labrador Ruíz, murmurándonos que el sombrero se había adquirido en la calle Obispo, “cuando todavía se hablaba de Matías Pérez”. A volatineros, agarrados al recuerdo de la provincia, me refiero pues, como ejemplo, cuando como ahora, quiero hacer torcer hacia ustedes ese rostro que creo sorprender en la mirada de nuestra literatura hacia el paisaje. Pero, lo pobre es entre nosotros mucho más. Puede significar, quizás, la oscura y entrecortada manera de habernos acercado al a veces roto centro de una expresión. Pues ahí, en eso triste que implica, en ese equívoco tierno de lo que apenas puede ser salvado por la mirada, nos hace transfigurar José Martí objetos y sucedidos, con el misterioso cuidado de quien teme cualquier interrupción en el desdén. No puedo menos que citar el comienzo de su Diario, para tratar de hacer visible esto escaso que quiero significar. Son muy pocas palabras, pero ya en ellas está lo como de apuro de circo, lo casi nada haciéndonos tremenda nostalgia. Es este su comienzo: “Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos”.
No ha sido más, pero esta rápida e ingenua unión de “Lola, jolongo”, de dos palabras de sobada cotidianidad, bastan para que podamos penetrar por su Diario, con la gravedad de quien ha reencontrado sus secretos. Presentimos desde ahí, lo que queda sin decir, lo que solo ha sido chamuscado por la palabra, pero en lo cual no podemos dejar de ver una obsesiva necesidad por perseguirnos, una irradiante forma de arañar nuestros contornos, a la manera de aquella mágica francesita de una sonata, que iba alucinando los días en los personajes de Proust.
Con lo escaso de una palabra, de una situación, hasta de un objeto, nos encontramos, sorpresivamente, cuando decidimos recorrer los a veces borrones con que hemos querido escribir nuestro libro de la naturaleza. Y en este fulgor de lo que queda sin decirse del todo, lo que en ocasiones salva la letra de algunos de nuestros escritores, necesariamente olvidados, dado el apresuramiento en que relato fue surgiendo.


Mucho hemos insistido pues, en la palabra lámina, también hemos recortado su confuso trazo con la nota de lo pobre. Quisiera tender, con ello, a una posible correspondencia.
Hacia esto, se me asoma de inmediato, el recuerdo de nuestros retratistas del siglo pasado. Me detengo en el miniaturismo de los bordados claveles de una blusa, pintados por Escobar. Lo tiernamente pueril de su preciso trazo, nos roba la aparente disposición de la figura. Es que, desde el momento en que nuestra mirada topa con lo pintiparado de estos claveles, su solo detalle empieza a resbalar por todo el cuadro, virándonos su historia. Allí, empieza a figurar la socarrona esquivez del que se planta frente a nosotros no más para quedar bien. Y surge la maliciosa sonrisa de la antigua dama, como para decirnos que también los objetos se han acomodado a su disfraz. Con guasa de quien ha escondido cuidadosamente su cara y se dispone a figurar, tapándonos su guiño. Pues lo escaso [roto] que quisiera ir a la fiesta chica de retratarse, dejándonos la ingenua ironía de una lámina. (Quiero, abriendo brevísimo paréntesis, advertir sobre lo tan conocido en provincias de esta imagen. Me refiero a los magníficos retratos ovalados, con fondo azul oscuro, en que la solemne guasa del tío difunto, parece escampar entre la placidez de nuestras salas).


Me ha asaltado, de una novela de folletín, una deliciosa observación que me ha hecho apuntalar en esta imagen. La novela de folletín, no es otra que El Penitente, de este inefable Cirilo Villaverde, que los libros de historia de nuestra infancia entregan, con sus barbas blancas y su delicioso epígrafe de primer novelista cubano. Pues bien, esta novela El Penitente, nos ofrece el colorinesco grabado de nuestra época colonial, donde Don Juan Eguiluz, la hermosa Rosalinda o la india Guamá, se empeñan, como los personajes de nuestros retratistas, en asomarse a un solemne balcón, con la sola disculpa de nuestro novelista, que nos dice: “Yo, que no soy Walter Scott, ni conozco reyes ni reinas de quienes escribir cuentos ni historias, pero que tuve un abuelo cuentista y memorioso, tanto si duda como el del célebre novelista escocés”.
Todos los personajes están allí, dispuestos a presentarse con el mejor disfraz. Diálogos, peripecias, situaciones dramáticas y, hasta una españolísima procesión de penitentes que sale de la iglesia de San Juan de Dios, viene a afirmar la calidad asimilativa de la novela, como de modelos bien aprendidos. Pero salta entonces, de algunas breves observaciones, lo que podemos sostener como correspondencia en nuestro paisaje, entre lo de lámina y lo de pobre. Así, en la introducción de la novela, después de habernos dicho Don Cirilo de su antecesor “cuentista y memorioso”, nos refiere: “Los usos, costumbres y morada de mi abuelo, modelo eran de sencillez, en mejores palabras de abandono, y, ¿por qué no? de incuria, que inspiraban al mismo tiempo compasión y cólera; pues todo ello era hijo más de su carácter antipático, que de la penuria suya”. Viniéndonos de esto, como una necesidad, los escasos trazos de la estampa, al describir inmediatamente la morada de su antecesor: cama colgante, que siempre estaba de servicio, sillas desvencijadas, cómoda negra de “puro vieja”, baúl sobre todos banquillos de cedro, y una descabezada estatua de San Genaro, son los coloridos elementos, entre los cuales no se nos deja de advertir que el abuelo siempre anduvo en mangas de camisa, pues “jamás se puso bata ni gorro, según usanza entonces entre los viejos”, porque él la tenía “por propio de comediantes o bufones”.  


De estas observaciones podemos derivar algunos toques, toques que se van precisando al entrar Don Cirilo en su novela. Don Juan Eguiluz, el personaje que hemos mencionado, es dibujado con el mismo aire pintiparado y solemne que los pintores retratistas cubanos escogían para sus modelos, pero aquí, como en el exquisito clavel de la blusa pintada por Escobar, un detalle abre lo socarrón, apura en revolico nuestra cotidianidad, exigiendo el reconocimiento de una expresión. Ese detalle es una observación sobre la cabeza del personaje. De pronto, sin que lo trillado del libro nos permita presentir este inesperado flechazo, acota Don Cirilo: “si bien tenía la cabeza blanca, no era ciertamente por edad, sino por acomodarse a la moda reinante, que ordenaba empolvársela, cual gallina que sale del revolcadero de ceniza”. Es decir, que el personaje, por este sorpresivo vuelvo de su cabeza, ha conquistado la traviesa agilidad de la estatuita descabezada del abuelo, y nos deja, con su guiño irónico, la posibilidad de novelar su secreta historia.
Después, nos separamos del folletinesco relato, pero no sin que antes, al leer las últimas páginas del libro, el revolico, lo como en guasa, apurándonos para terminar. Sin que en un principio podamos advertirlo, el hecho se nos presenta así: una procesión llamada del Silencio sale de la iglesia de San Juan de Dios, terminado el claro-oscuro romántico de unos sermones de la Soledad. Tenemos pues, dentro de lo inasible de nuestras calles habaneras, toda una grave y españolísima cofradía de penitentes. Tenemos, con el desvelo de quien sabe estar entre lo escaso, que ese exótico añadido de católicos y sombríos penitentes, inimaginables entre nosotros, ha de barrer lo que con delicias habíamos apurado en Don Cirilo, lo de saberlo entre el sabroso desbarajuste, en que cabía el precioso abandono de que, una aristocrática cabeza empolvada hiciera la cubana metamorfosis de una gallina en cenizas, dentro del familiar destartalo de nuestros patios de pueblo. Pero no, pero llega lo imprevisible para salvarnos lo poco. Es como si dijéramos que, en el último momento, acudió la estatuita descabezada de San Genaro, con el metalotaje del cuarto del abuelo. Y así es, aunque por lo rápido que sucede, casi pique un humito inefable.
Porque solo se trata, como en aquello anterior del solemnísimo Don Juan Eguiluz, de una breve observación. Don Cirilo, con precisiones de exquisito copista, se cree obligado a darnos la razón que desataba a los penitentes, y nos dice: “pues los españoles unidos a los franceses, andaban con los ingleses protestantes a mátame que te mataré, añadiendo: “Por esto y otras mil cosas que dejo en el tintero, no sea que mi cuento sea el de nunca acabar, aquellos que habían pecado gordo, lo mismo que los que temían caer en ello y querían prepararse para no caer en las tentaciones del dominio, hacían penitencia formal, como medio de merecer las glorias eternas”.


Como se ve, después de este chapuzón de razones un tanto atolondradas, podemos andar con toda confianza, sin perder las anteriores imágenes. Porque es, como si se nos enseñara el corcusido de esa irreal feria de cubanos, devotísimos, donde, según la prolija enumeración del novelista “hubo crucificados, encadenados, maniatados, anancornados, doblados, arrodillados, azotados o disciplinantes, con otros muchos cuyo género de penitencias, mejor dicho, de tormento, no puede sujetarse a una calificación especial”. Si, como las lonas del circo de Loveira, también ha sido un remendón este “mátame que te mataré”, y este temor de los que habían “pecado gordo”, entre los penitentes de Cirilo Villaverde. Un remendón zampado hacia nosotros con grotesca precipitación, sin que llegue a impresionarnos como la sorprendente comparación sobre el pelo empolvado de Don Juan Eguiluz, pero en el cual su aire, con no sé de turba a fantasmones atribulados, nos recata la áspera ternura de lo que se improvisa, queriendo quedar bien.
Hemos andado por algunas láminas de nuestro siglo XIX, y me cuesta abandonarlo, sin poder repasar con ustedes las imágenes de un fórmico y acongojado sabio, entre la simpática vibración de mil antenas, en Estaban Borrero Echeverría. Pero, la brevedad de estas páginas nos apura, y es preciso picar en punto. Hemos buscado consejo en el alquímico abuso de volver las hojas con los pies, sin detenernos. De toda esta barahúnda, colgamos preciosos pedazos, fotográficos fragmentos, donde, desde las remendadas lonas del circo de Loveira, trepamos al celestial retrato con claveles, de la dama pintada por Escobar. Diciendo de un libro de la naturaleza, y abandonando cualquier lectura posible de su texto, nos entregamos, por el contrario, al ingenuo recorrido de sus estampas, sin que mucho hayamos podido talar en lo un poco confuso que se ha visto.


Pero, en fin, ¿qué es lo que hemos visto? ¿Por cuál trazo escapamos en nuestro paisaje y, sobre todo, ¿dónde está el campo? He aquí lo culpable que se nos ha ido precisando, al galope de ir recorriendo algunas láminas. Ya tenemos agarrada nuestra confusión, y es preciso reparar, en lo posible, la molesta zancadillas con que estas preguntas nos han detenido.
Por lo pronto, quiero hacer una pequeña observación. Es ésta: hemos tomado puntos para fijarnos o, lo que es lo mismo, nos hemos acercado a las láminas de nuestro texto, entresacándolas de los libros de relatos. Pues bien, eso tiene una significación para nosotros, y es la creencia de que nuestro choque con el paisaje alcanza su mejor apresamiento a través de lo narrativo. Insisto en que me refiero al paisaje como lo ásperamente inmediato, como esos objetos, inútiles ya, pero de los cuales no nos podemos separar. Insisto en que el paisaje es también el dato pequeño, oscuro, pero el cual, quizás por su misma fatalidad de hecho que nos ha sacudido, comienza, más tarde, en el recuerdo, a trazar la espiral de su obsesiva ausencia.
De ahí que, por eso de irrealidad con que se nos toca continuamente, por todo este choque grotesco con una inmediatez sin formas, cualquier tipo de expresión que marche hacia el paisaje, desdeñando lo escaso de nuestra circunstancia, el roto de lo que no sabemos cómo decir, sólo puede arañarnos un rencor, o quedar en la espera de lo que podrá ser tocado cuando empiecen a girar a través de la imagen, los sucedidos de su contorno, es decir, cuando tengamos nuestra novela. Por esto, el registrar el paisaje en nuestra literatura como la fábula de unas láminas. De unas láminas sin el esencial contorno de una realidad mayor, desprendidas de un relato que todavía no se ha hecho posible. Por esto, el que no pueda decir sobre el campo en la literatura cubana, pues no creo lograda su visión.


Y ha sido un escritor de tan seria y digna preocupación por lo cubano como Enrique Labrador Ruiz, en cuyo libro El Gallo en el Espejo, toca preciso en todo es pandemónium de nuestros mundillos pueblerinos, el que ha podido, sobre esta imposibilidad que anoto para captar a nuestro campo en nuestra literatura, decirnos sobre la hasta ahora supuesta novela cubana, lo siguiente: “se llama erróneamente novela cubana y no es más que novela regional”, “se trata en ellos de la eterna refranería campesina, o de cierto artificial inventario de lucha de clases —¡qué clase de lucha!— o de un no menos vacuo parloteo entre pescadores y contrabandistas todo bien salpicado de bellacadas o impertinencias del peor gusto”. Mostrándonos después Labrador, ese especial cuidado o suerte de molestia que sentimos hacia lo que entre nosotros no ha logrado su flechazo al decirnos: “y rehuyendo siempre ese dudoso ambiente, de bric-a-brac que aquí llaman lo terrícola al cual creo que no le ha llegado todavía la hora de convertirse en cosa artística”.
Así, dentro de esta carencia de una novela, asomo como paradoja lo que es para mí el rumor de nuestros campos. Es sentirlo alejado de todo airecillo sutil, unido en lo plástico espeso, en el manchón. (Recordar un verso del Cucalambé: Yo miro de la montaña / el incesante rumor). Donde una jarra, donde una vieja cocina estén dentro de su inmenso soplo. Pero sin perder su resquemor, su sordo topetazo en lo que gravita.
Es decir -y siento cree encontrar aquí algo de nuestra secreta dificultad para expresarnos-, el rumor en lo grávido, en lo de manchón; en lo táctil, visual, de las estampas. Así, elaborar hasta lo necesario su marco, su estructura. Fijar la hipótesis desde donde se nos vincule y acompañe. Esto he pensado frente a las grandes, viejas ventanas de las casas provincianas. Frente a las exigencias de su estar, en la inevitable pieza de espacio que nos cuela.
Viejas ventanas de las casas de provincia y nuestro rumor. Su paradójico y entrelazado ritmo. Maneras, desde la imagen, de relatarnos sus sendos retos. Aquí, también explicaría eso, como espeso y gravitante que el rumor me ofrece. Como poder llegar a decir lo que en él, de reverso de un marco nos ofrece.
He aquí, un rostro o necesidad que, entre tantas, podemos esperar de nuestra posible novela. Mucho me agradaría llevarlo a la hipótesis, a lo febril de su teoría. Pero la precisa brevedad de estas páginas me hace cerrarla, como la última lámina, de un cuestionable texto que hemos repasado.



“Campo y paisaje en la literatura cubana”, tomado de Potemkin ediciones, No. 13, Enero-Julio de 2016. Se publicó originalmente en Islas (Universidad Central de Las Villas, Enero-Agosto, 1960, Vol. II, núms. 2-3, pp. 427-439), con unos “dibujos paisajeños” de Samuel Feijóo cuyas imágenes reproducimos aquí.