Paulo Leminski
Quería no morir del todo. No en
lo mejor. Que lo mejor de mi quedase, ya que, por encima o más allá, soy todo
dudas. Quería dejar aquí en este planeta no solo un testimonio de mi pasaje,
pirámide, obelisco, entradas en una oscura enciclopedia, campos donde no crece
más hierba.
Quería dejar mi proceso de
pensamiento, mi máquina de pensar, la máquina que procesa mi pensamiento, mi
pensar transformado en máquinas objetivas, fuera de mí, sobreviviéndome.
Durante mucho tiempo, cultivé ese
sueño desesperado.
Un día, intuí. Esa máquina era
posible.
Tenía que ser un libro.
Tenía que ser un texto. Un texto
que no solo fuese, como los demás, un texto pensado. Yo precisaba de un texto
pensante. Un texto que tuviese memoria, produjese imágenes, raciocinio.
Sobre todo, un texto que sintiese
como yo.
Al partir, yo dejaría ese texto
como un astronauta solitario deja un reloj en la superficie de un planeta
desierto.
Claro, yo podría haber escogido
un ser humano para ser esa máquina que pensase como yo pienso. Bastaba
conseguir un alumno. Pero las personas no son previsibles. Un texto es.
La impresión de mi proceso de
pensamiento no podría estar en la escucha de las palabras ni en el rol de los
eventos narrados. Tendría que estar inscrito en el propio movimiento del texto,
en los flujos de su dinámica, traduciendo el juego de sus mañas y mareas.
Un texto así no podría ser
fabricado ni forjado. Solo podría ser deseado.
El mismo escogería, si quisiese,
la hora de su advenimiento.
Todo lo que yo podría hacer en
esa dirección era estar atento a todos los impulsos, incluso los más ciegos,
sin saber si el texto estaba llegando o no.
Era obvio, un texto así tendría,
como mínimo, que llevar una vida humana entera. En la mejor de las hipótesis.
Una cuestión se planteó desde el
principio. La tensión de la espera de un texto de este tipo podría ser el mayor
obstáculo para su surgimiento. En este sentido, no había solución. La cuestión
tendría que ser vivida a nivel de enigma y conflicto, sigilo y disimulación.
Por supuesto que el texto que
resultase de ese estado debería, por fuerza, reproducirlo en su esencial
perplejidad. La máquina-texto que surgiese no sería un todo armónico, ya que la
armonía solo conviene a las cosas muertas. Lo que yo pretendía era una cosa
viva, una vida que me sobreviviese. Y la vida es contradictoria.
No sé nunca si ese texto llegará.
O si ya llegó.
Todo lo que quiero es que, si
llega, se acuerde de mí tanto como yo supe desearlo.
Traducción: Pedro Marqués de
Armas
“El resto
inmortal”, fue recogido en Gozo Fabuloso -39 crônicas e contos... (2004). Tomado de Potemkin ediciones, Núm. 11, junio-septiembre de 2015.
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