Robert Desnos
«Yo no tumbo Caña» *
¡Puros de La Habana, café de las
Islas, azúcar de las colonias!.... La comida se termina. Un hombrazo rojizo...
se parece al Tío Sam..., digiere sin discreción, mientras que su respiración
hace estremecerse la pesada cadena de oro que cuelga de los bolsillos de su
chaleco. Está ahíto. Una sangre demasiado espesa corre por las venas, que se
divisan en sus sienes. Es lo que suele llamarse un hombre feliz, ya que no
envidiable, y las horas pasan, entre el humo oloroso del tabaco y el perfume
del café. Una gota de vino enrojece el fondo de un vaso, y, puesto como
pisapapel sobre unas cotizaciones de bolsa, un trozo de azúcar semeja una
piedra preciosa.
Más lejos, entre las olas tibias
de los mares del Trópico, Cuba brinda al cielo sus plantíos de caña, de tabaco
y de café. El colono se sume en sus meditaciones, mientras que, a lo lejos, el
ingenio norte-americano hace mugir todas sus calderas, en un calor de infierno.
Acurrucado al pie de una palmera, un negro tararea el son popular:
«Yo no tumbo caña,
¡Que la tumbe el
viento!... »
Dos paisajes, dos cuadros: todo
el drama del azúcar en Cuba.
Los tesoros de Cuba
El azúcar es, en efecto, la
principal riqueza de Cuba, antes que el tabaco y el café. Cuba no posee
diamantes; sus pozos de petróleo, son de escasa importancia; el oro no corre
por sus ríos. Pero el azúcar era un tesoro que parecía seguro. Nada, en su
cultivo, estaba confiado al acaso, y, a cada cosecha, las altas cañas brindaban
pródigamente el zumo preciado. Sin duda, como ahora, el negro de los sembrados
no podía trabajar más que cuatro o cinco meses al año, de enero a abril, y,
como ahora, también tenía qué ofrendar doce horas de trabajo al día durante ese
periodo, fuera bajo el ardiente sol o en la atmósfera densa del ingenio. Pero, si vivía sin riqueza, al
menos desconocía la miseria.
Llegó la Guerra. La producción
mundial del azúcar disminuyó. Las fábricas de azúcar de remolacha del Norte
dejaron de funcionar, y esa industria, nacida bajo el signo de las guerras de
Napoleón y del bloqueo continental, desapareció de Francia durante los cinco
años que duró la nueva hecatombe. Cuba conoció entonces momentos de una
prosperidad sin paralelo.
El azúcar era un nuevo diamante,
y todos, desde el colono y el dueño de ingenio, hasta el humilde cortador de
caña, conocieron la ilusión de la riqueza. Me contaron que ciertos estibadores
de la Habana descargaban, por aquellos tiempos, fardos de camisas seda y sacos
de joyas. Fue la «danza de los millones», ilustrada por una anécdota
caricaturesca, publicada entonces en un periódico festivo.
«Volviendo a su casa, el colono
encuentra a sus dos hijas tocando un trozo a cuatro manos en el piano.»
«... ¿Qué es eso?, pregunta....
¡No quiero economías en casa! ¡Mañana compro otro piano!»
Esa era de prosperidad duró desde
el 1916 hasta el final de 1921, en que el crack
de varios bancos anunció el ocaso de los años dorados. Pero, por velocidad
acumulada, la locura de la fortuna duró hasta el año 1923, aproximadamente.
Hoy Cuba contempla las riquezas
despreciadas de sus sembrados, como una mujer bonita, que conservará estuches
de joyas, vaciados por alguna catástrofe repentina.
El azúcar de caña, en 1928, vale
doce veces menos que en 1920.
La razón actual del daño está en
el exceso de producción, y esto combate de modo ejemplar, el famoso prejuicio
de «la oferta y la demanda», y del libre juego de las competencias, considerado
como la llave de la felicidad de los pueblos.
Cuba no ha encontrado aún nuevos
mercados para su azúcar, y los Estados Unidos siguen siendo sus principales
clientes.
La cuestión del azúcar en 1928
Los Estados Unidos poseen
refinerías de azúcar de remolacha, y sus leyes arancelarias protegen esa
industria. El único azúcar que percibe los beneficios de tarifas especiales, es
el azúcar sin refinar destinado a las refinerías norteamericanas. ¡Más oro para
los insaciables industriales yankees!
El único remedio práctico está en
una política restrictiva de la producción, en espera de que los técnicos
cubanos hayan logrado abrir nuevos mercados para el azúcar de caña.
Ya algunos colonos optaron por
reemplazar la caña por el café, y nuevas perspectivas se abren ante sus ojos.
Después de haber sido el país del azúcar, Cuba será tal vez el país del café.
En espera de esto, no se muele toda la cosecha, y los negros de los cortes
chupan melancólicamente cañas inutilizadas.
La explotación del azúcar en Cuba
El azúcar de Cuba es explotado,
en gran parte, por los Norteamericanos. No es por puro desinterés que han
prestado su concurso a los revolucionarios del 98, y ahora es casi siempre a un
ingenio yankee instalado en la isla
al que el colono vende su cosecha.
Una vez más, es el
Norte-americano quien aprovecha el trabajo de los campos, como lo hace con el
obrero, sometido diariamente a doce horas de trabajo, en la temperatura
terrible de las calderas.
El Gobierno cubano no ha
titubeado en intervenir muchas veces, para reprimir abusos.
Los ingenios se alzan lejos de las poblaciones. A sus alrededores se ha
construido el caserío ocupado por los trabajadores. Y en ese caserío, la
bodega, el restaurant y lo principal del comercio, pertenecen a la
administración del ingenio que recupera, de este modo, el salario de sus
obreros.
Ha sido necesario, a veces,
prohibir a algunos industriales que pagaban su mano de obra con vales
canjeables por mercancía en los almacenes del ingenio.
La mano de obra
El Gobierno cubano no tiene que
enfrentarse solamente con la política general del azúcar. Un problema interior
se le plantea, al cual, menester es reconocerlo, trata valientemente de hallar
una solución.
Por el hecho de que el trabajo de
los cortes no dura más que cuatro
meses al año, la mano de obra cubana es insuficiente. Los colonos importan,
pues, a la isla, en esa época, numerosos negros de Haití y Jamaica. Pero esos
negros llevan una vida muy primitiva. Se alimentan por algunos centavos y no
tienen grandes necesidades. Aceptan, por lo tanto, el trabajar a mitad de
precio que el jornalero cubano, haciéndole así una terrible competencia.
Es por todas estas
circunstancias, por lo que este cultivo, tan rico y seguro, acabará tal vez por
desaparecer de Cuba. Sobre esa tierra tan fértil, vive una población más
trabajadora que nunca. En ella misma reside su salvación.
Y dentro de algunas décadas, el
azúcar se habrá reunido, posiblemente, en el país de las lunas idas, con las
Habaneras de antaño, y en los nuevos cafetales, otros sones remplazarán al
melancólico:
«Yo no tumbo caña.»
(De Le Soir.)
* En castellano en el original.
Invitado al VII Congreso de la
Prensa Latina, Robert Desnos visitó La Habana en marzo de 1928. Conoció a Alejo
Carpentier, quien lo introdujo en el entorno musical y afrocubano, y al que ayudaría a escapar del país, semanas más tarde, en el paquebote en que regresa a Francia. En abril de ese año Desnos publica en Le Soir cinco artículos
sobre su breve experiencia cubana. “Una encrucijada del mundo” es uno de ellos
y fue traducido –probablemente por el propio Carpentier- para Cuba en 1928, un volumen que recoge
abundante información sobre el mencionado Congreso, y sobre la isla, en
general.
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