Se trata, digámoslo desde un inicio, de la
posibilidad de una lección, o, siquiera sea, de la posibilidad de una lectura,
dentro de un hipotético libro. De éste, que no es otro que el libro de la
tierra, nos dio una receta el alquimista Paracelso. Una receta, de exquisita
displicencia, para acercarlos a nosotros. Que consiste en sólo pedirnos lo
rápido y como aventurero de un gesto, de tomar para siempre la romántica
actitud del peregrino. Y, una vez en ello, la comprensión se nos dará por
añadidura o gracia de los días, pues no nos deja de advertir el alquimista
suizo, con palabras en las cuales el tiempo ha soplado con deliciosa ironía,
que en este texto las “hojas se vuelven con los pies”.
A estas páginas acudimos. A las páginas de
nuestro libro de la naturaleza, para recorrer algunas láminas de ingenuos
paisajes, la tierna y entrecortada visión de lo que puede ser nuestro campo.
Siguiendo con esta imagen, podemos añadir otras dificultades que, a nuestra
posible lectura se oponen como un reto. Tal es, las desdibujadas figuras de
este oscuro y cuestionable texto. Tal es, en otros casos, la misma
circunstancia que, en la lucha por ser apresada, nos deja el jirón, casi
incomprensible, de algunos detalles espesamente cotidianos. Detalles que,
escasamente pueden integrarse en un paisaje, o restregarnos un rostro, pero en
los cuales, el inefable raspar de lo que sabemos como nuestro, se nos llega con
una calidad de difícil explicación, pero de la cual no nos podemos separar del
todo. Así lo es, en una de las más infantiles láminas de nuestro paisaje, en la
del circo. La trae, con su inevitable y cubano apresuramiento, Carlos Loveira,
aquel cuentista de los primeros años de nuestra república. Con él nos vamos a
esperarla, un poco más allá del pueblo, por el Ojo de Agua, hasta que empiece
el asomo de nuestros jirones, de nuestros escasos y apenas significativos
detalles. “Vienen entoldadas –nos dice Loveira- con las lonas corcusidas y
negreantes de una vieja carpa, y tiran de cada una de ellas dos yuntas de
bueyes viejos,” para añadirnos en seguida: “Delante de la carreta, jinete en el
mismo burro que saca cuentas en el circo, golpeando un tambor, viene “Totico”…”.
Aquí,
no podemos menos que detenernos, volviendo a leer: “lonas corcusidas y negreantes”,
“jinete en el mismo burro que saca cuentas”. ¡Qué roto, que casi sin nada, y
qué cubano es esto! ¿Cómo en lo inmediato, en lo equívoco de una situación que
no ha de girar hacia un esplendor, lo escaso que trata de dibujar, ha logrado
esta señal, esta entrevista historia donde situar nuestra morada? Esta
pregunta, que tan precisa y evidente se nos hace ante estas lonas remendadas,
no nos abandona nunca al hojear las páginas de nuestro texto. Y aún, en esto
mismo infantil de lo de un circo, nuestra imaginación parece persistir en lo
seco que hemos señalado. Así, en divertimentos de hogaño, el poeta Eliseo
Diego, en su poema “El Circo” ha de decirnos: “Allí como un letra tosca y pura /
que desborda el cuadernos de la infancia/ —fino cuaderno, lujo de la noche—/ nos ilustró la extraña lejanía/de
las palmas grabadas y el silencio/que va creciendo con el humo pobre. /Allí
como un letra tosca y pura/nos querías, justísimo elefante”.
Sorprendemos con alegría, en estos versos, la
continuidad, no ya de una tradición imposible entre nosotros, sino del hosco
destello de un insignificante sucedido, del clavarnos ante el casi sin sentido
de un hecho, en la fría irrealidad de una circunstancia sin forma. Ya tenemos,
aunque solo sea con la letra pobre,
la nostalgia del funambulesco circo de la infancia.
Apurémosla así, sin más pedir. Y guardemos el
equívoco perfil de sus anécdotas, el restregón confuso de sus manchas. Pero, no
dejemos de advertir, quedando para este repasar como ingenuo talismán o pequeño
conjuro, lo de una palabra que ha gravitado. Me refiero a la palabra pobre. En ella, creo se nos empieza a
hacer visible, todo ese raspar de detalles nuestros, inexpresados hasta ahora,
y de los cuales no nos podemos separar del todo. Y una oscura señal también le
refiero, la de esas cosas que se han quedado chicas, pero que en su inevitable
y desvencijado rodas, nos van rescatando la otra historia, la que queda como
visibilidad y encarnación de una imagen. Como ejemplo de esto, en lo menor, en
lo de anécdota diaria, repasaría ante ustedes cualquier postal de nuestros
recuerdos, como decir la cartera de una vecina que vimos en la infancia, y con
la cual viajaba todo el pueblo. O, como un sombrero, también viajero, el de
Caruca Mejía, que nos trajo en los cuentos de “El Gallo en el Espejo”, Enrique
Labrador Ruíz, murmurándonos que el sombrero se había adquirido en la calle
Obispo, “cuando todavía se hablaba de Matías Pérez”. A volatineros, agarrados
al recuerdo de la provincia, me refiero pues, como ejemplo, cuando como ahora,
quiero hacer torcer hacia ustedes ese rostro que creo sorprender en la mirada
de nuestra literatura hacia el paisaje. Pero, lo pobre es entre nosotros mucho más. Puede significar, quizás, la
oscura y entrecortada manera de habernos acercado al a veces roto centro de una
expresión. Pues ahí, en eso triste que implica, en ese equívoco tierno de lo
que apenas puede ser salvado por la mirada, nos hace transfigurar José Martí
objetos y sucedidos, con el misterioso cuidado de quien teme cualquier
interrupción en el desdén. No puedo menos que citar el comienzo de su Diario,
para tratar de hacer visible esto escaso que quiero significar. Son muy pocas
palabras, pero ya en ellas está lo como de apuro de circo, lo casi nada
haciéndonos tremenda nostalgia. Es este su comienzo: “Lola, jolongo, llorando
en el balcón. Nos embarcamos”.
No ha sido más, pero esta rápida e ingenua
unión de “Lola, jolongo”, de dos palabras de sobada cotidianidad, bastan para
que podamos penetrar por su Diario, con la gravedad de quien ha reencontrado
sus secretos. Presentimos desde ahí, lo que queda sin decir, lo que solo ha
sido chamuscado por la palabra, pero en lo cual no podemos dejar de ver una
obsesiva necesidad por perseguirnos, una irradiante forma de arañar nuestros
contornos, a la manera de aquella mágica francesita de una sonata, que iba
alucinando los días en los personajes de Proust.
Con lo escaso de una palabra, de una
situación, hasta de un objeto, nos encontramos, sorpresivamente, cuando
decidimos recorrer los a veces borrones con que hemos querido escribir nuestro
libro de la naturaleza. Y en este fulgor de lo que queda sin decirse del todo,
lo que en ocasiones salva la letra de algunos de nuestros escritores,
necesariamente olvidados, dado el apresuramiento en que relato fue surgiendo.
Mucho hemos insistido pues, en la palabra lámina, también hemos recortado su confuso trazo con la nota de lo pobre. Quisiera tender, con ello, a una posible correspondencia.
Hacia esto, se me asoma de inmediato, el
recuerdo de nuestros retratistas del siglo pasado. Me detengo en el
miniaturismo de los bordados claveles de una blusa, pintados por Escobar. Lo
tiernamente pueril de su preciso trazo, nos roba la aparente disposición de la
figura. Es que, desde el momento en que nuestra mirada topa con lo pintiparado
de estos claveles, su solo detalle empieza a resbalar por todo el cuadro,
virándonos su historia. Allí, empieza a figurar la socarrona esquivez del que
se planta frente a nosotros no más para quedar bien. Y surge la maliciosa
sonrisa de la antigua dama, como para decirnos que también los objetos se han
acomodado a su disfraz. Con guasa de quien ha escondido cuidadosamente su cara
y se dispone a figurar, tapándonos su guiño. Pues lo escaso [roto] que quisiera
ir a la fiesta chica de retratarse, dejándonos la ingenua ironía de una lámina.
(Quiero, abriendo brevísimo paréntesis, advertir sobre lo tan conocido en
provincias de esta imagen. Me refiero a los magníficos retratos ovalados, con
fondo azul oscuro, en que la solemne guasa del tío difunto, parece escampar entre
la placidez de nuestras salas).
Me ha asaltado, de una novela de folletín, una deliciosa observación que me ha hecho apuntalar en esta imagen. La novela de folletín, no es otra que El Penitente, de este inefable Cirilo Villaverde, que los libros de historia de nuestra infancia entregan, con sus barbas blancas y su delicioso epígrafe de primer novelista cubano. Pues bien, esta novela El Penitente, nos ofrece el colorinesco grabado de nuestra época colonial, donde Don Juan Eguiluz, la hermosa Rosalinda o la india Guamá, se empeñan, como los personajes de nuestros retratistas, en asomarse a un solemne balcón, con la sola disculpa de nuestro novelista, que nos dice: “Yo, que no soy Walter Scott, ni conozco reyes ni reinas de quienes escribir cuentos ni historias, pero que tuve un abuelo cuentista y memorioso, tanto si duda como el del célebre novelista escocés”.
Todos los personajes están allí, dispuestos a
presentarse con el mejor disfraz. Diálogos, peripecias, situaciones dramáticas
y, hasta una españolísima procesión de penitentes que sale de la iglesia de San
Juan de Dios, viene a afirmar la calidad asimilativa de la novela, como de
modelos bien aprendidos. Pero salta entonces, de algunas breves observaciones, lo
que podemos sostener como correspondencia en nuestro paisaje, entre lo de
lámina y lo de pobre. Así, en la introducción de la novela, después de habernos
dicho Don Cirilo de su antecesor “cuentista y memorioso”, nos refiere: “Los
usos, costumbres y morada de mi abuelo, modelo eran de sencillez, en mejores
palabras de abandono, y, ¿por qué no? de incuria, que inspiraban al mismo
tiempo compasión y cólera; pues todo ello era hijo más de su carácter antipático,
que de la penuria suya”. Viniéndonos de esto, como una necesidad, los escasos
trazos de la estampa, al describir inmediatamente la morada de su antecesor:
cama colgante, que siempre estaba de servicio, sillas desvencijadas, cómoda
negra de “puro vieja”, baúl sobre todos banquillos de cedro, y una descabezada
estatua de San Genaro, son los coloridos elementos, entre los cuales no se nos
deja de advertir que el abuelo siempre anduvo en mangas de camisa, pues “jamás
se puso bata ni gorro, según usanza entonces entre los viejos”, porque él la
tenía “por propio de comediantes o bufones”.
De estas observaciones podemos derivar algunos toques, toques que se van precisando al entrar Don Cirilo en su novela. Don Juan Eguiluz, el personaje que hemos mencionado, es dibujado con el mismo aire pintiparado y solemne que los pintores retratistas cubanos escogían para sus modelos, pero aquí, como en el exquisito clavel de la blusa pintada por Escobar, un detalle abre lo socarrón, apura en revolico nuestra cotidianidad, exigiendo el reconocimiento de una expresión. Ese detalle es una observación sobre la cabeza del personaje. De pronto, sin que lo trillado del libro nos permita presentir este inesperado flechazo, acota Don Cirilo: “si bien tenía la cabeza blanca, no era ciertamente por edad, sino por acomodarse a la moda reinante, que ordenaba empolvársela, cual gallina que sale del revolcadero de ceniza”. Es decir, que el personaje, por este sorpresivo vuelvo de su cabeza, ha conquistado la traviesa agilidad de la estatuita descabezada del abuelo, y nos deja, con su guiño irónico, la posibilidad de novelar su secreta historia.
Después, nos separamos del folletinesco
relato, pero no sin que antes, al leer las últimas páginas del libro, el
revolico, lo como en guasa, apurándonos para terminar. Sin que en un principio
podamos advertirlo, el hecho se nos presenta así: una procesión llamada del
Silencio sale de la iglesia de San Juan de Dios, terminado el claro-oscuro
romántico de unos sermones de la Soledad. Tenemos pues, dentro de lo inasible
de nuestras calles habaneras, toda una grave y españolísima cofradía de
penitentes. Tenemos, con el desvelo de quien sabe estar entre lo escaso, que
ese exótico añadido de católicos y sombríos penitentes, inimaginables entre
nosotros, ha de barrer lo que con delicias habíamos apurado en Don Cirilo, lo
de saberlo entre el sabroso desbarajuste, en que cabía el precioso abandono de
que, una aristocrática cabeza empolvada hiciera la cubana metamorfosis de una
gallina en cenizas, dentro del familiar destartalo de nuestros patios de
pueblo. Pero no, pero llega lo imprevisible para salvarnos lo poco. Es como si
dijéramos que, en el último momento, acudió la estatuita descabezada de San
Genaro, con el metalotaje del cuarto del abuelo. Y así es, aunque por lo rápido
que sucede, casi pique un humito inefable.
Porque solo se trata, como en aquello anterior
del solemnísimo Don Juan Eguiluz, de una breve observación. Don Cirilo, con
precisiones de exquisito copista, se cree obligado a darnos la razón que
desataba a los penitentes, y nos dice: “pues los españoles unidos a los
franceses, andaban con los ingleses protestantes a mátame que te mataré,
añadiendo: “Por esto y otras mil cosas que dejo en el tintero, no sea que mi
cuento sea el de nunca acabar, aquellos que habían pecado gordo, lo mismo que
los que temían caer en ello y querían prepararse para no caer en las
tentaciones del dominio, hacían penitencia formal, como medio de merecer las
glorias eternas”.
Como se ve, después de este chapuzón de razones un tanto atolondradas, podemos andar con toda confianza, sin perder las anteriores imágenes. Porque es, como si se nos enseñara el corcusido de esa irreal feria de cubanos, devotísimos, donde, según la prolija enumeración del novelista “hubo crucificados, encadenados, maniatados, anancornados, doblados, arrodillados, azotados o disciplinantes, con otros muchos cuyo género de penitencias, mejor dicho, de tormento, no puede sujetarse a una calificación especial”. Si, como las lonas del circo de Loveira, también ha sido un remendón este “mátame que te mataré”, y este temor de los que habían “pecado gordo”, entre los penitentes de Cirilo Villaverde. Un remendón zampado hacia nosotros con grotesca precipitación, sin que llegue a impresionarnos como la sorprendente comparación sobre el pelo empolvado de Don Juan Eguiluz, pero en el cual su aire, con no sé de turba a fantasmones atribulados, nos recata la áspera ternura de lo que se improvisa, queriendo quedar bien.
Hemos andado por algunas láminas de nuestro
siglo XIX, y me cuesta abandonarlo, sin poder repasar con ustedes las imágenes
de un fórmico y acongojado sabio, entre la simpática vibración de mil antenas,
en Estaban Borrero Echeverría. Pero, la brevedad de estas páginas nos apura, y
es preciso picar en punto. Hemos buscado consejo en el alquímico abuso de
volver las hojas con los pies, sin detenernos. De toda esta barahúnda, colgamos
preciosos pedazos, fotográficos fragmentos, donde, desde las remendadas lonas
del circo de Loveira, trepamos al celestial retrato con claveles, de la dama
pintada por Escobar. Diciendo de un libro de la naturaleza, y abandonando
cualquier lectura posible de su texto, nos entregamos, por el contrario, al
ingenuo recorrido de sus estampas, sin que mucho hayamos podido talar en lo un
poco confuso que se ha visto.
Pero, en fin, ¿qué es lo que hemos visto? ¿Por cuál trazo escapamos en nuestro paisaje y, sobre todo, ¿dónde está el campo? He aquí lo culpable que se nos ha ido precisando, al galope de ir recorriendo algunas láminas. Ya tenemos agarrada nuestra confusión, y es preciso reparar, en lo posible, la molesta zancadillas con que estas preguntas nos han detenido.
Pero, en fin, ¿qué es lo que hemos visto? ¿Por cuál trazo escapamos en nuestro paisaje y, sobre todo, ¿dónde está el campo? He aquí lo culpable que se nos ha ido precisando, al galope de ir recorriendo algunas láminas. Ya tenemos agarrada nuestra confusión, y es preciso reparar, en lo posible, la molesta zancadillas con que estas preguntas nos han detenido.
Por lo pronto, quiero hacer una pequeña
observación. Es ésta: hemos tomado puntos para fijarnos o, lo que es lo mismo,
nos hemos acercado a las láminas de nuestro texto, entresacándolas de los
libros de relatos. Pues bien, eso tiene una significación para nosotros, y es
la creencia de que nuestro choque con el paisaje alcanza su mejor apresamiento
a través de lo narrativo. Insisto en que me refiero al paisaje como lo
ásperamente inmediato, como esos objetos, inútiles ya, pero de los cuales no
nos podemos separar. Insisto en que el paisaje es también el dato pequeño,
oscuro, pero el cual, quizás por su misma fatalidad de hecho que nos ha
sacudido, comienza, más tarde, en el recuerdo, a trazar la espiral de su
obsesiva ausencia.
De ahí que, por eso de irrealidad con que se
nos toca continuamente, por todo este choque grotesco con una inmediatez sin
formas, cualquier tipo de expresión que marche hacia el paisaje, desdeñando lo
escaso de nuestra circunstancia, el roto de lo que no sabemos cómo decir, sólo
puede arañarnos un rencor, o quedar en la espera de lo que podrá ser tocado
cuando empiecen a girar a través de la imagen, los sucedidos de su contorno, es
decir, cuando tengamos nuestra novela. Por esto, el registrar el paisaje en
nuestra literatura como la fábula de unas láminas. De unas láminas sin el
esencial contorno de una realidad mayor, desprendidas de un relato que todavía
no se ha hecho posible. Por esto, el que no pueda decir sobre el campo en la
literatura cubana, pues no creo lograda su visión.
Y ha sido un escritor de tan seria y digna preocupación por lo cubano como Enrique Labrador Ruiz, en cuyo libro El Gallo en el Espejo, toca preciso en todo es pandemónium de nuestros mundillos pueblerinos, el que ha podido, sobre esta imposibilidad que anoto para captar a nuestro campo en nuestra literatura, decirnos sobre la hasta ahora supuesta novela cubana, lo siguiente: “se llama erróneamente novela cubana y no es más que novela regional”, “se trata en ellos de la eterna refranería campesina, o de cierto artificial inventario de lucha de clases —¡qué clase de lucha!— o de un no menos vacuo parloteo entre pescadores y contrabandistas todo bien salpicado de bellacadas o impertinencias del peor gusto”. Mostrándonos después Labrador, ese especial cuidado o suerte de molestia que sentimos hacia lo que entre nosotros no ha logrado su flechazo al decirnos: “y rehuyendo siempre ese dudoso ambiente, de bric-a-brac que aquí llaman lo terrícola al cual creo que no le ha llegado todavía la hora de convertirse en cosa artística”.
Así, dentro de esta carencia de una novela,
asomo como paradoja lo que es para mí el rumor de nuestros campos. Es sentirlo
alejado de todo airecillo sutil, unido en lo plástico espeso, en el manchón.
(Recordar un verso del Cucalambé: Yo miro de la montaña / el incesante rumor).
Donde una jarra, donde una vieja cocina estén dentro de su inmenso soplo. Pero
sin perder su resquemor, su sordo topetazo en lo que gravita.
Es decir -y siento cree encontrar aquí algo de
nuestra secreta dificultad para expresarnos-, el rumor en lo grávido, en lo de
manchón; en lo táctil, visual, de las estampas. Así, elaborar hasta lo
necesario su marco, su estructura. Fijar la hipótesis desde donde se nos
vincule y acompañe. Esto he pensado frente a las grandes, viejas ventanas de
las casas provincianas. Frente a las exigencias de su estar, en la inevitable
pieza de espacio que nos cuela.
Viejas ventanas de las casas de provincia y
nuestro rumor. Su paradójico y entrelazado ritmo. Maneras, desde la imagen, de
relatarnos sus sendos retos. Aquí, también explicaría eso, como espeso y
gravitante que el rumor me ofrece. Como poder llegar a decir lo que en él, de
reverso de un marco nos ofrece.
He aquí, un rostro o necesidad que, entre
tantas, podemos esperar de nuestra posible novela. Mucho me agradaría llevarlo
a la hipótesis, a lo febril de su teoría. Pero la precisa brevedad de estas
páginas me hace cerrarla, como la última lámina, de un cuestionable texto que
hemos repasado.
“Campo y paisaje en la literatura cubana”, tomado de Potemkin ediciones, No. 13, Enero-Julio de 2016. Se publicó originalmente en Islas (Universidad Central de Las Villas, Enero-Agosto, 1960, Vol. II, núms. 2-3, pp. 427-439), con unos “dibujos paisajeños” de Samuel Feijóo cuyas imágenes reproducimos aquí.
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