domingo, 30 de noviembre de 2014

Treinta proposiciones




Leonardo Sinisgalli


1. La poesía no se desarrolla: se edifica.
2. La poesía está completamente cerrada por todos lados.
3. La sustancia de la poesía es inalterable.
4. No hay devenir para la poesía; está completa desde su nacimiento.
6. La poesía está acabada tan pronto como existe. Se cierra sobre sí misma en todos sus puntos.
7. Para la poesía, el crecimiento es indiferente. 
5. La poesía está excluida del tiempo, en el que no se mueve. Su naturaleza le impone un reposo absoluto.
8. La poesía tiene simpatía por ciertos números y por ciertas figuras.
9. En el curso de su formación, la poesía no se deja desviar.
10. La poesía tiende a volverse como inanimada.
11. La poesía necesita el sostén de leyes perfectas: no puede subsistir laboriosamente.
12. la poesía es pensamiento vuelto sensible.
13. Solo la poesía existe sin la menor interrupción de su modo de ser.
14. Eternamente aislada, la poesía no conoce otra cosa que ella misma. Es forma, es memoria, es conciencia.
15. Es imposible determinar el instante en que nace la poesía; su nacimiento mismo no es pensable.
16. En un poema las palabras se ignoran, aunque tengamos la impresión de que una arrastra a otra en cierta dirección.
17. La poesía no es nacimiento: es un accidente, es un desastre.
18. La poesía está ligada al tiempo por algo abrupto: una cortadura, una amputación, un sobresalto, un chorro, algo que llega enteramente en un instante incalculable, de un solo golpe, sin progresión.
19. La poesía nace de una gran voluntad de conservación.
20. En alguna medida puede sostenerse que todos los hombres tienden a expresarse en verso.
21. Una sola cosa le importa a la poesía: el estado último de su formación; si no lo alcanza, es como si estuviera arruinada, negada.
22. Puede decirse sin temor a exagerar que la historia de los hombres se edifica sobre las ruinas de los versos.
23. Cuando la poesía pierda el control de la naturaleza, la naturaleza se hundirá.
24. La poesía, desde el soneto hasta las palabras en libertad, se degrada hacia la prosa para dar alimento y cuerpo a la vida que, sin esa poesía, es decir sin su ruina, nunca habría sido.
25. Si la vida no hubiera nacido nunca, el mundo habría permanecido en el deseo de las palabras.
26. La poesía es una forma severa, inaccesible, incompatible con la vida. Sin embargo, desfallece constantemente por volverse vida.
27 La poesía nunca se deja plegar: la naturaleza nunca puede ejercer sobre ella una acción decisiva.
28. La poesía no puede reconocer nada fuera de sí, ni siquiera a su semejante.


Los anillos de esta cadena de proposiciones fueron transcritos del bellísimo tratado sobre los cristales de J. Killian. La transcripción por substitución, procedimiento caro a Lautréamont, sigue siendo muy útil para deducir de una ley de medida, una ley de posición.





Versión de Aurelio Asiain


Tomado de Vuelta, México, marzo de 1991.


sábado, 29 de noviembre de 2014

Poemas de Almelio Calderón Fornaris



Fugacidad

Soy un pequeño loco de estación gris
vivo en la soledad yo la he visto
el bisturí que muy pronto cortará los dedos
de mi corazón creado tres veces por los mecánicos del alma
no tengo enigmas para mis deseos
sólo este silencio que uso como gatillo
defiendo mi emblema de estrella
mi historia que no se llama salvación
me muerdo y desmuerdo
como un sueño que se repite y se repite
en este mundo donde el espejo es lo sagrado
la imagen del es
la gloria del fue
los peldaños del será
la vida en una selva con destino
me clava sus peces
pero yo soy uno solo
ése que se enfrenta al ciego tren de estas ferreterías.


Dialéctica

Los que quieran saber la historia
que sepan la historia.
Los que quieran aprender a saltar
que aprendan de saltos.
Los que quieran decir que su corazón
es de arena que lo digan.
Los que quieran decir como Anaximandro
que el hombre nació de un pez
-cuidado con los pescadores.


Balnearios

La balanza cree en su templo aunque esté despoblada de promesas.
Sólo el azar de sus llamas hace de los signos puertas que son atlas
hacía la sabiduría. La paciencia se desliza como archipiélago que
devora el tiempo.

¿Qué alas hay para otro vuelo, para otra marea? Las alas quieren
alejarse de la finitud del hombre. Escucho como caen los dioses en
estos balnearios donde la ola es una hebra más del muro.

                                                        
                                                         ...  
     

Antes era un homeless. Dormía en la calle, cerca de una Iglesia.
No puedo asentir que me influya la opinión del mundo.
Su mala prosa me provoca náuseas.
Sigo expuesto a la intemperie.



miércoles, 26 de noviembre de 2014

Homofobia y Lacras Sociales





Juan Goytisolo


Decir que he leído de un tirón, con apasionamiento, Mapa dibujado por un espía, de Guillermo Cabrera Infante, publicado por Galaxia Gutenberg en una cuidada edición a cargo de Antoni Munné, es quedarme corto. La inmersión en sus páginas ha sido para mí retroceder en el tiempo, un salto vertiginoso de medio siglo para vivir entre personajes que fueron mis amigos y otros muchos que frecuenté u oí hablar de ellos durante mis dos viajes de “turista revolucionario” a una Cuba que parecía encarnar la utopía de una sociedad libre, justa e igualitaria. Mi librito Pueblo en marcha, publicado en París en 1962, da buena cuenta de ello.
Durante mi segunda estancia en La Habana, en plena crisis de los cohetes, con miras a un guion de cine para Tomás Gutiérrez Alea que nunca se llevó a cabo, Cabrera Infante no estaba en Cuba. Había sido nombrado agregado cultural de la embajada de su país en Bruselas y allí residía cuando en junio de 1965 recibió la noticia de la grave enfermedad de su madre y llegó a La Habana justo para asistir a su entierro. Tras unos días de duelo, cuando se disponía a coger el avión de regreso, una llamada telefónica del ministro de Asuntos Exteriores se lo impidió. Raúl Roa quería hablar con él y no pudo embarcarse con los demás pasajeros.
Mapa dibujado por un espía abarca el periodo de cuatro meses entre esta salida frustrada y su costosa autorización para dejar la isla con destino a España en donde su novela Tres tristes tigres había sido galardonada con el premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral: un periodo lleno de tensiones e incidentes que desembocaron en su decisión de expatriarse con la amarga verificación de que Cuba ya no era Cuba y de que aquel país no era su país.
Ante el rumbo inquietante de la revolución hacia un sistema totalitario que alarmaba incluso a viejos militantes comunistas como el poeta Nicolás Guillén a quien Fidel Castro había tildado de “haragán” en una charla con los estudiantes (“¡Este tipo es peor que Stalin! Por lo menos Stalin está muerto pero este va a vivir 50 años más y nos va a enterrar a todos”, dijo Guillén a Cabrera Infante), los escritores cubanos llamados al orden desde el famoso encuentro con Fidel en 1961 y el cierre posterior del magacín Lunes de Revolución dirigido por Guillermo, se habían dividido entre quienes se atrevían a criticar abiertamente la deriva autoritaria del régimen como Walterio Carbonell y Martha Frayde, los críticos cautos como Carlos Franqui y Gutiérrez Alea (cuyo filme Fresa y chocolate fue un prudente ejercicio de disidencia) y los que se doblegaron a los imperativos doctrinales del “socialismo real” en el que, como dijo un libertario de Mayo del 68, todo era real excepto el socialismo.
Dada la imposibilidad de resumir aquí la pleamar represiva que afectaba a intelectuales, escritores y artistas reflejada en el libro, me detendré en uno de los elementos más significativos de lo que se conoce hoy como la Década Ominosa: la obsesión enfermiza del régimen contra los culpables o sospechosos de homosexualismo, calificados de “delincuentes sexuales”, obsesión que desembocó en el envío de decenas de millares de ellos a los campos de trabajo de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) poco después de la salida de Cabrera Infante de la isla.
La creación de un departamento del Ministerio del Interior, el de Lacras Sociales, era el vértice de una vasta pirámide de espionaje y control que a partir de los Comités de Defensa de cada barrio elaboraba casa por casa un censo de los sospechosos de desviación. Obviamente, los medios literarios y artísticos se convirtieron en el punto de mira de los celadores del orden y las buenas costumbres impuestos por la Revolución. El Teatro Estudio, el grupo cultural El Puente, los círculos intelectuales marginados por la línea oficial comenzaron a sufrir las consecuencias de esa manía persecutoria. El director de la revista Casa de las Américas, Antón Arrufat, había sido destituido de su cargo por haber publicado un poema de José Triana con alusiones homoeróticas e invitado a Cuba al icono de la Beat Generation Allen Ginsberg. En cuanto a Virgilio Piñera, detenido ya en 1961 en la primera redada organizada por los guardianes de la ortodoxia a ultranza y liberado gracias a la intervención de Carlos Franqui, vivía aterrorizado y con esa valentía suya que brotaba del miedo había discutido con sus amigos la idea de una manifestación ante el palacio presidencial para denunciar el acoso que sufrían por parte de Lacras Sociales y su jauría de malsines. Dicha manifestación que anticipaba la de los actuales activista gais en regímenes autoritarios y que en el contexto cubano de 1965 era inútilmente suicida no se realizó y el ministro del Interior, el comandante Ramiro Valdés y su adjunto Manuel Piñeiro siguieron con las suyas contra las “desviaciones y extravagancias” tanto de la santería africana de los lucumíes y abakuás como de los estigmatizados sodomitas.
El episodio más revelador de esa atmósfera paranoica que refleja el libro es tal vez el referido al autor por Tomás Gutiérrez Alea, mi amigo Titón: el del “juicio” al que asistió casualmente con dos colegas en la Federación de Estudiantes Universitarios contra dos alumnos acusados de contrarrevolucionarios, sentados en un estrado con el juez y sus acusadores ante una asamblea vociferante que no les concedía la palabra y exigía su expulsión. Las víctimas de aquella siniestra farsa eran un muchacho motejado de “raro” y una chica, de “egoísta y exquisita”. Los dos jóvenes y un asistente al acto que no alzó el brazo como los demás (“¡ojo, aquí hay uno que no votó!”) fueron excluidos de la universidad y después de aquel linchamiento purificador el raro, un alumno eminente de la escuela de Arquitectura, se arrojó del último piso del edificio en el que vivía. La epidemia de suicidios que diezmó las filas de la intelectualidad y la clase política cubanas durante aquellos años, epidemia analizada por Cabrera Infante en su obra Mea Cuba, se cobró una víctima más.
No quiero concluir estas líneas sin mencionar la digna y eficaz intervención de Lezama Lima para quitar hierro a las palabras del Walterio Carbonell ante un grupo de empresarios franceses salvándole así momentáneamente de la máquina represiva que se abatiría sobre él dos años más tarde acusado de fomentar un Poder Negro en la isla y el ostracismo y castigo de algunos fieles de Che Guevara como el embajador de Cuba en Bruselas Alberto Mora a quien su excompañero de lucha antibatistiana Ramiro Valdés visitaría más tarde en su celda de La Cabaña exhortándole a que confesara sus imaginarios crímenes contrarrevolucionarios, y Enrique Oltuski, enviado cuatro meses al penal de Isla de Pinos por haber pronosticado con acierto el fracaso de uno de los grandiosos planes agrícolas de Fidel.
La transformación del “desviacionismo” sexual en político y de ambos en una forma inicua de delincuencia constituye una de las páginas más sombrías de una Revolución que Cabrera Infante, como la inmensa mayoría de intelectuales cubanos, acogió con entusiasmo hasta que las sucesivas experiencias recogidas en el libro sobre su última estancia en la isla le convirtieron en este gran escritor de dentro desde fuera de Cuba que todos sus lectores admiramos.




14/12/2013

Tomado de El País




domingo, 23 de noviembre de 2014

Viaje a La Habana en la máquina de Wells




Fernando Vallejo


Por lo demás no es mi único regreso en sueños. Por años soñé que regresaba a La Habana a concluir una remota historia que se me había quedado inconclusa: la del muchachito de la noche del malecón, pero infructuosamente; bajaba del avión, dejaba el aeropuerto, tomaba un taxi, y a un paso de su casa y de encontrarlo, cuando tan sólo nos separaba una vía férrea, el sueño se interrumpía con un profundo dolor.
Para información del doctor Flores Tapia y colegas psicoanalistas anoto de pasada que en uno de esos disparates oníricos (¿pero cuáles no, si son la quintaesencia de la realidad?) estuve a punto de regresar a La Habana en una montaña rusa altísima; desde lo alto ya divisaba las olas rompiéndose contra el malecón y empezaba a bajar, pero en el vértigo del descenso el sueño se disipaba. Llegué a La Habana por primera vez en esta realidad (la de aquí, la de este lado desde el que escribo, la de este mundo que por lo visto es distinta a la de los sueños si bien yo cada día las distingo menos o las confundo más) con una compañía de cómicos de la legua mexicanos que regresaba a México tras una larga gira, gris cuanto inútil, por América. La víspera de mi partida de La Habana, al anochecer, cuando ya me despedía para siempre de la ciudad y sus miserias, en el hall del viejo Hotel Hilton, corazón del espionaje en un país de espías y tiburones, lo conocí. En el Hilton, al que le habían cambiado el nombre pero no las alfombras ni las cortinas raídas cual se estila en las revoluciones, muy dadas a apoderarse de lo que construyeron y trabajaron los otros para destruirlo como las ratas. Jesús, el muchachito, que en algún lado me había visto pasar entre los mexicanos, venía ahora a mi hotel a buscarme, en cumplimiento de los pronósticos engañosos de una gitana, más falsa que el comunismo, que le había prometido amor y felicidad. ¿Pero todavía quedaban gitanas en Cuba? Perros, por lo menos, yo no vi, los acabó la Revolución. Sombras, si acaso, de humanos, espectros deambulando por una ciudad semiderruida, despintada, desvaída, cortada del mundo, detenida en el pasado, fantasmal. Espectros espiándose. Le agradezco, eso sí, al comunismo, que al haber sacado a Cuba de los cauces del tiempo me hubiera permitido, por fin, satisfacer mi gran capricho de tomar la máquina de Wells para regresar al pasado a conocer a Jesús y su inocencia antediluviana, y ver de paso, como cualquier turista de antes con camisa de colores chillones a cuadros, el show del Tropicana en el esplendor de su momento pero años y años después, décadas que habían ido acumulando sobre la isla mágica capas de polvo y polvo y más polvo. Espejeando entre las lentejuelas polvosas del Tropicana, la Cuba que yo conocí era un espejismo del pasado, del ayer insidioso. Barba Jacob, que estuvo cuatro veces en ella tantísimos años antes que yo, la habría encontrado muy familiar; se habría extrañado, si acaso, de los colores de La Habana, idos, desvaídos por falta de pintura capitalista, y un poco también de las casas desmoronándose en ruinas, pero apuntaladas con los sólidos pilotes de la ideología que hacían prácticamente innecesarios los de madera, cansada, carcomida, vieja madera. Ah, y un edificio alto que dejó Batista en construcción y así se quedó diez años, veinte, treinta, mirando como pendejo al cielo. ¿Y los cubanos? Los cubanos, «el pueblo», pues comiéndose su sopita espesa de dialéctica condimentada con la sal del mito que le da sabor riquísimo. En cuanto al «comandante Fidel», el señor don Castro, elévese simplemente a la décima potencia a Machado, el «burro con garras» que dijo Mella, y ahí lo tienen, ahí tienen al tirano de los tiranos en este continentucho de tiranos, al máximo criminal, el energúmeno, el granuja, el carcelero, el cancerbero. Con esta simple operación matemática habría comprendido Barba Jacob por qué la isla bella se había trocado en una cárcel que era a la vez convento: por obra y gracia del dúplice señor don Castro, un sargentón que fusilaba y una madre superiora (con barbas blancas) que impedía pecar. Y eso sí que no, compañeros y compañeras, pero no, pero no, pero no porque no porque no puede ser, el mundo sin pecado no es mundo, es el infierno. A mí prohibirme cosas era apretarme el tubo de la respiración, taponarme el gaznate. Que la farsa esa sangrienta, la dizque «revolución» me impidiera llevarme al angelito que me llovió del cielo adonde se me antojara a hacer lo que se nos diera la gana me revolvía las tripas. Y ese maldito Hotel Hilton o Habana Libre o como lo quieran llamar (que no construyeron ellos, que construyó Batista) atestado de espías y esbirros del tirano –en el hall, en los elevadores, en los pasillos, en los cuartos, en los closets, bajo las camas, en la escalera y hasta en el polvo mismo que flotaba en el aire espejeando al sol– era para el pecado mortal con hombre o mujer, con burra o quimera, una fortaleza de la pureza. Cómo la vencí yo, cómo la burló el antipapa, ya lo conté en otro libro que hay que leer y comprar pues no me pienso repetir como Cuevas pintando siempre las mismas caritas, ¡siempre los mismos monigotes que lleva adentro! ¿Por qué más bien no los vomita en el inodoro? En fin, en fin, en fin, señorita, tache lo dicho de ese señor que me simpatiza y ponga en su lugar dos puntos: de tanto soñar que volvía a Cuba tuve que regresar. Bajé del avión, dejé el aeropuerto, y en el taxi archiconocido me dirigí a la dirección archisabida que tantas veces me había indicado el sueño: ahí, en esa casa, cruzando la vía del ferrocarril. Crucé la vía del ferrocarril y en la casa señalada llamé a la puerta. El tiempo, con lentitud perversa, se dio a arrastrarse inflándose. Débiles foquitos alumbraban la calle en la noche habanera y me recordaron las barriadas de Buenos Aires, y vaya Dios a saber por qué asociación de ideas, de sensaciones, me sentí feliz. ¿Acaso porque mi tío Iván había estudiado en Buenos Aires y su recuerdo me alegraba? La noche palpitaba, intemporal, en su tibieza. La misma tibieza de otra vaga noche, indistinta, en la finca Santa Anita que hacía tanto se había quedado atrás, con mi niñez, empantanada en el lodazal del tiempo. ¿Iría a despertar? Aún no, abrieron. Abrió ella, la madre, por quien Jesús jamás había pensado siquiera huir de Cuba, una pobre mujer mestiza, anodina, en los huesos, que me inspiró compasión: casi sin materia agente, se diría el mero espíritu del hambre, y lo más lejano que se pudiera imaginar usted, usted y Chucho Lopera, de la turbadora belleza de su hijo. Que Jesús estaba por llegar, me informó, que pasara… Al pasar pensé que iba a despertar, pero el sueño continuaba. Seguimos a la habitación del muchacho: en un alambre tendido de pared a pared colgaba humildemente su ropa; entonces advertí, entre sus camisas planchadas, pulcrísimas, la de cuadros y colores, ya apagándose, que yo le había regalado diez años antes y gracias a la cual, a su incontrovertible verdad extranjera, pudimos engañar a los guardias del elevador y del pasillo y entrar a mi cuarto haciéndoles creer que Jesús, como yo, era un huésped del hotel. La avalancha del tiempo se me vino encima y sentí que ahora sí iba a despertar, que hacía mucho el sueño debía haberse terminado. –Él cuida mucho su ropa–me dijo ella.
Entonces apareció «él», en el umbral de la puerta: más alto, hecho un hombre, muy cambiado, pero con la misma sonrisa triste de antaño. El sueño, por fin, era la realidad, había regresado. Al día siguiente, caminando solos por el malecón, entendí perfectamente cuanto me contó y explicó. De la Universidad lo habían expulsado por no pertenecer a las juventudes comunistas, y ahora trabajaba de albañil reparando ruinas. En cuanto a mí, me había reemplazado por otros en vista de que no regresaba. Que no podía vivir sin el amor, me dijo, cosa que acepté sin reproches. Sé que así pasa en las cárceles, sin fútbol, sin discotecas, sin cine, sin televisión, viendo siempre las mismas películas rusas, basura, y oyendo día y noche a la lora alharaquienta de Fidel chillando, perorando, como un viejo disco rayado, sin parar… ¿Qué queda entonces sino el amor? También entendí que me hubiera escrito con regularidad, y en clave, durante esos diez largos años, y que yo le hubiera contestado ídem, igual: él por desocupado, y yo por pendejo. ¿Pero por qué no me advirtió claro lo esencial, que nuestra ilusa historia de amor se había acabado, que sólo duró esa noche? –Así me hubieras evitado este regreso a Cuba, a nada, a ver ruinas de ruinas…



Fragmento de Entre fantasmas

La prueba





Rodrigo Rey Rosa


Una noche, mientras sus padres bajaban por la autopista de vuelta a una fiesta de cumpleaños, Miguel entró en la sala y se acercó a la jaula del canario. Levantó la tela que la cubría, y abrió la puertecita. Metió la mano, temblorosa, y la sacó en forma de puño, con la cabeza del canario que asomaba entre los dedos. El canario se dejó agarrar, oponiendo poca resistencia, con la resignación de alguien que sufre una dolencia crónica, tal vez porque creía que lo sacaban para limpiar la jaula y cambiar el alpiste. Pero Miguel miraba al canario con los ojos ávidos de quien busca un presagio.

Todas las luces de la casa estaban encendidas; Miguel había recorrido cada cuarto, se había detenido en cada esquina. Dios, razonaba Miguel, puede verlo a uno en cualquier sitio, pero son pocos los lugares apropiados para invocarlo a Él. Por último, escogió la oscuridad del sótano. Allí, en una esquina bajo la alta bóveda, se puso en cuclillas, al modo de los indios y los bárbaros, la frente baja, los brazos en torno de las piernas, y el puño donde tenía el pájaro entre las rodillas. Levantó los ojos a la oscuridad, que era roja en ese instante, y dijo en voz baja: "Si existes, Dios mío, haz que este pájaro reviva". Mientras lo decía fue apretando poco a poco el puño, hasta que sintió en los dedos la ligera fractura de los huesos, la curiosa inmovilidad del cuerpecito.

Un momento después, contra su voluntad, Miguel pensó en María Luisa, la sirvienta, que cuidaba del canario. Y luego, cuando por fin abrió la mano, fue como si otra mano, una mano más grande, le hubiera tocado la espalda: la mano del miedo. Se dio cuenta de que el pájaro no reviviría. Dios no existía, luego era absurdo temer su castigo. La imagen e idea de Dios salió de su mente, y dejó un vacío. Entonces, por un instante, Miguel pensó en la forma del mal, en Satanás, pero no se atrevió a pedirle nada.

Se oyó el ruido de un motor en lo alto: el auto de sus padres entraba en el garaje. Ahora el miedo era de este mundo. Oyó las portezuelas que se cerraban, tacones de mujer en el piso de piedra. Dejó el cuerpecito del canario en el suelo, cerca de la esquina, buscó a tientas un ladrillo suelto y lo puso sobre el pájaro. Oyó la campanilla de la puerta de entrada, y subió corriendo a recibir a sus padres.

—¡Todas las luces encendidas!—exclamó su madre cuando Miguel la besaba.
— ¿Qué estabas haciendo allá abajo?—preguntó su padre.
—Nada—dijo Miguel—. Tenía miedo. Me da miedo la casa vacía.

La madre recorrió la casa apagando las luces, en el fondo asombrada del miedo de su hijo.

Ésa fue para Miguel la primera noche de insomnio. El hecho de no dormir fue para él lo mismo que una pesadilla, sin la esperanza de llegar al final. Una pesadilla estática: el pájaro muerto debajo del ladrillo, y la jaula vacía.

Horas más tarde, oyó que se abría la puerta principal; había ruidos de pasos en el piso inferior. Paralizado por el miedo, se quedó dormido. María Luisa, la sirvienta, había llegado. Eran las siete; el día aún estaba oscuro. Encendió la luz de la cocina, puso su canasto en la mesa, y, como acostumbraba, se quitó las sandalias para no hacer ruido. Fue a la sala y levantó la cobertura de la jaula del canario. La puertecita estaba abierta; la jaula, vacía. Después de un momento de pánico, durante el que permaneció con los ojos clavados en la jaula que se balanceaba frente a ella, miró a su alrededor, volvió a cubrir la jaula y regresó a la cocina. Con mucho cuidado recogió las sandalias, tomó su canasto y salió de la casa. En la calle, se puso las sandalias y echó a correr en dirección al mercado, donde esperaba encontrar un canario igual al que, según ella, por su descuido se había escapado.

El padre de Miguel se despertó a las siete y cuarto. Cuando bajó a la cocina, extrañado de que María Luisa aún no hubiera llegado, decidió ir al sótano a traer las naranjas para sacar el jugo él mismo. Antes de volver a la cocina, trató de apagar la luz, pero tenía las manos y los brazos cargados de naranjas, así que tuvo que usar el hombro para bajar la llave. Una de las naranjas cayó de su brazo y rodó por el suelo hacia una esquina. Volvió a encender la luz. Dejó las naranjas sobre una silla, hizo una bolsa con las faldas de su bata, y fue a recoger la naranja que estaba en la esquina. Y entonces notó el ala del pajarito que asomaba debajo del ladrillo. No le fue fácil, pero pudo imaginar lo que había ocurrido. Nadie ignora que los niños son crueles; pero, ¿cómo reaccionar? Los pasos de su esposa se oían arriba en la cocina. Se sentía avergonzado de su hijo, y, al mismo tiempo, se sintió cómplice con él. Era necesario esconder la vergüenza, la culpa, como si la falta hubiera sido suya. Levantó el ladrillo, guardó el cuerpecito en el bolsillo de su bata, y subió a la cocina. Luego fue a su cuarto para lavarse y vestirse.

Minutos más tarde, cuando salía de la casa, se encontró con María Luisa que volvía del mercado, con el nuevo canario oculto en el canasto. María Luisa lo saludó de un modo sospechoso, pero él no advirtió nada. Estaba turbado; tenía el canario muerto en la mano que escondía en el bolsillo.

Al entrar en la casa, María Luisa oyó la voz de la madre de Miguel en el piso de arriba. Dejó el canasto en el suelo, sacó el canario y corrió a meterlo en la jaula. Con aire de alivio y de triunfo, levantó la cubierta. Pero entonces, cuando descorrió las cortinas de los ventanales y los rayos del sol tiñeron de rosa el interior de la sala, notó con alarma que una de las patas del pájaro era negra.

Miguel no lograba despertarse. Su madre tuvo que llevarlo cargado hasta la sala de baño, donde abrió el grifo y, con la mano mojada, le dio unas palmadas en la cara. Miguel abrió los ojos. Luego su madre lo ayudó a vestirse, bajó con él las escaleras, y lo sentó a la mesa de la cocina. Después de dar unos sorbos del jugo de naranja, Miguel consiguió deshacerse del sueño. Por el reloj de pared supo que eran los ocho menos cuarto; María Luisa no tardaría en entrar a buscarlo para llevarlo a la parada del autobús de la escuela. Cuando su madre salió de la cocina, Miguel se levantó de la mesa y bajó corriendo al sótano. Sin encender la luz, fue a buscar el ladrillo en la esquina. Luego corrió hasta la puerta y encendió la luz. Con la sangre que golpeaba en su cabeza, volvió a la esquina, levantó el ladrillo y se convenció de que el canario no estaba allí.

Al subir a la cocina, se encontró con María Luisa; la evadió y corrió hacia la sala, y ella corrió tras él. Al cruzar la puerta, vio la jaula frente al ventanal, con el canario que saltaba de una ramita a otra, y se detuvo de golpe. Hubiera querido acercarse más, para asegurarse, pero María Luisa lo agarró de la mano y lo arrastró hacia la puerta de la calle.

Camino de la fábrica el padre de Miguel iba pensando en qué decirle a su hijo al volver a casa por la noche. La autopista estaba vacía; era una mañana singular: nubes densas y llanas, como escalones en el cielo, y abajo, cortinas de niebla y luz. Abrió la ventanilla, y en el momento en que el auto cruzaba por un puente sobre una profunda cañada, quitó una mano del volante y arrojó el pequeño cadáver.

En la ciudad, mientras esperaban el autobús en la parada, María Luisa escuchaba el relato de la prueba que Miguel había recibido. El autobús apareció a lo lejos, en miniatura en el fondo de la calle. María Luisa se sonrió y le dijo a Miguel en tono misterioso: "Tal vez ese canario no es lo que parece. Hay que mirarlo de cerca. Cuando tiene una pata negra, es del diablo". Miguel, la cara tensa, la miró en los ojos. María Luisa lo cogió de los hombros y le hizo girar. El autobús estaba frente a él, con la puerta abierta. Miguel subió el primer escalón. "¡India bruja!", le gritó a María Luisa.

El autobús arrancó. Miguel corrió hacia atrás y se sentó junto a la ventana en el último asiento. Sonó una bocina, se oyó el rechinar de neumáticos, y Miguel evocó la imagen del auto de su padre.

En la última parada, el autobús recogió a un niñito gordo, de ojos y boca rasgados. Miguel le guardaba un lugar a su lado.

— ¿Qué tal? —el niño le preguntó al sentarse.

El autobús corría entre los álamos, mientras Miguel y su amigo hablaban del poder de Dios.