miércoles, 5 de marzo de 2025
A precio de silencio
jueves, 27 de febrero de 2025
La novela después del fin del mundo
Mario Lavagetto
Podemos fingirnos inconscientes, pero, ¿conscientes?
Tejio
«La guerra, que a todo el mundo
infundió tanta inquietud, a mí me concedió una paz profunda, turbada -pero no
destruida por disgustos, dolores, miedos de toda clase (...) Antes de la
batalla de Caporetto, con un catalejo veía el Hermada en llamas. Además, vivía
en una parte de la ciudad, junto a los astilleros y las estaciones de
hidroaviones y submarinos, en la que caían bombas día y noche (...). Y, sin
embargo, nunca en mi vida tuve tanta paz. Pasaba muchas noches en un sótano,
pero era un sótano tranquilo e igualmente tranquila estaba la fábrica y el
mundo entero, por carecer de clientes. La industria se había ido a paseo y
entre la literatura y yo sólo se interponía el violín, coadyuvado por una época
dolorosa e imperiosa».
Cuando acabó la guerra y el
violín quedó abandonado, Svevo se encontró frente a frente con la literatura y
en 1919 comenzó a escribir La conciencia de Zeno: «Fue un momento de
inspiración intensa, arrolladora». El guion es tan hábil, que inspira cautela:
Svevo hace todo lo posible para acreditarlo e imponerlo a todos cuantos
colaboraron, directa o indirectamente, en el redescubrimiento del «escritor
ignorado» y de repente reconocido por Joyce y que, durante más de veinte años,
había esperado, como el genio de Las mil y una noches, a que alguien lo salvara
y lo volviera a sacar a la luz. Casi parece que adivinase la fortuna y la
productividad del caso literario que comenzó a cobrar forma a partir de 1925.
(…)
Cuando Joyce, en 1924, recibió La
conciencia de Zeno, respondió enviando cuatro direcciones: Larbaud,
Crémieux, Eliot y Ford Madox Ford. Aún no había acabado de leer la novela y su
juicio, muy rápido, es el único que puso por escrito. Le interesaban, según
dijo, dos cosas: el tema del tabaco y el «tratamiento del tiempo».
Treinta años después, Alain Robbe
Grillet, al incluir La conciencia de Zeno en una antología ideal de los
arquetipos del nouveau roman, observó: «El tiempo de Zeno es un tiempo
enfermo». No es arbitrario indicar en esa «enfermedad» la especificidad de ese
«tratamiento del tiempo». Y, como si Svevo hubiera inventado, a su vez y a
semejanza de uno de sus personajes, un específico apto para alterar la
percepción del tiempo y del espacio. La annina, el fármaco del doctor
Menghi, produce una vertiginosa aminoración de los ritmos vitales que acaba
dilatando la percepción de los fenómenos: su efecto, anota Menghi, «¡superaba
hasta mis esperanzas más atrevidas!» Más adelante, protegiéndose tras un tono
abierta y prudentemente irónico o delegando toda responsabilidad en el redivivo
Zeno, Svevo propondría una explicación cotidiana, anecdótica, de la
relatividad: «Un hombre con pulsaciones lentas, un latido por minuto, por
ejemplo, vería alzarse el sol por una parte y desaparecer por la otra con la
rapidez de un fuego artificial». Desde luego, no vale la pena subrayar que de
ese modo las conclusiones de Zeno contrastan con las alcanzadas por el inventor
de la annina. Lo que cuenta no son, desde luego, las «teorías», sino quien las
formula por persona interpuesta y se ve asediado por el problema de una posible
y experimental patología del tiempo. En efecto, Svevo, en su función de
narrador, parece haber inoculado en el cuerpo de su narración dosis variables
de annina o de su antídoto, el alcohol Menghi.(…)
No podemos por menos de admirar, una vez más, la habilidad y la prudencia de Svevo, que ha transformado el lugar común en hipótesis y lo ha inscrito al final de la novela como una constelación extrema: como para señalar que la última palabra escrita es -para el lector- también el último fragmento del mundo que Zeno Cosini ha construido y desintegrado él mismo, conclusión apocalíptica sólo en apariencia, porque -como ha observado Jan Kott refiriéndose a Beckett y no a Svevo- «el fin del mundo provocado por una enorme bomba es sugerente, pero grotesco (...) Sería un final de comedia bufa». Para Svevo, es el fin de una novela ambigua y difícilmente calificable y es también la brillante solución de un problema narrativo, tal vez el más espinoso de todos los problemas técnicos que debe afrontar un narrador: despedirse de sus lectores, aun cuando éstos, criados en régimen de incredulidad, ya no se parezcan al público que se apretujaba en torno al fuego y quería saber más, conocer la historia más allá de la historia, allende el límite extremo de la narración.
Prefacio a “La conciencia de
Zeno” de Italo Svevo.
sábado, 22 de febrero de 2025
Del vino y la vejez
Giovanni Orelli
Los libros sobre el
vino están entre los más numerosos en el catálogo de la biblioteca universal. La
razón es obvia: desde los tiempos de Noé ha hecho más felices los días de los
hombres y de los dioses. No se entrará aquí siquiera al pórtico de esta
“catedral vinícola”. Está la Biblia (de Noé a las bodas de Canaán), está la
poesía antigua (de Alceo a Horacio), la un tanto más próxima a nosotros,
elegantísima, civilísima novela de Giovanni Boccaccio, Decamerón, VI, 2 (Cisti
fornaio), y, pasando de Redi y Manzoni (entre otros) la prosa de Gadda, por su
dantesco Zavattari… No quisiera dejar fuera los varios elogios del Melot y dos
libritos medibles en milímetros, bellos por el contenido, dos libritos de Scheiwiller,
Proverbios sobre el vino, 1968, y sobre todo el delicioso Elogio del
vino de Gina Lagorio, 1986, que comienza así: “Es para preocuparse: últimamente
me han interrogado casi más sobre el vino que sobre la literatura…”. El librito
es de lectura obligatoria.
Traigo sin más una historia que recomendaría a
los lectores de la buena literatura. Me refiero al “formidable” (diré porqué
formidable) relato que tiene por título (no puede ser más irónico) Vino generoso
de Italo Svevo. Estoy un poco pesimistamente inclinado a pensar que incluso
para Svevo, en los años que llevamos del siglo XXI, años de escasa lectura, especialmente
ligados al inevitable “éxito” del día, incluso para Svevo, como para Verga, e inclusive
para Manzoni, se aplica
el “unius libri” del autor: como mucho La conciencia de Zeno, Los
malagana de Verga, Los novios de Manzoni, nunca Historia de la
columna infame, nunca La lupa, nunca Vino generoso.
No es que los lectores
más atentos de Svevo, mencionemos solo dos nombres, Debenedetti y Mario Lavagetto,
hayan dedicado mucho espacio a esta historia; pero algunas de sus páginas sobre
“la senectud” en Svevo, sobre la entropía psíquica, que Freud indicaba
como característica de la vejez, son esclarecedoras: “La vejez, para Svevo, es
una edad ‘salvaje’, intemperante, privada de reservas, ‘bárbara, melancólica y
coqueta’, como le pareció a Proust, y sin embargo dispuesta a jugar la última
mano con intactos apetitos y con una especie de impenetrable y enigmática
crueldad”. (Mario Lavagetto, en Introducción a Svevo para el volumen de Einauddi
editado por él, Turín, 1987).
Vino generoso
es la última mano (expresión del juego de cartas) para el protagonista de la
historia. Que habla en primera persona. Que ama el vino. Pero la Santa Alianza
de Médico de Familia y Mujer, lugar central de la Sagrada Familia, ha impuesto
vetos decisivos. Si ya para los antiguos el vino podía ser el néctar de los
dioses, también pudo causar la ruina de Polifemo.
Pero ocurre algo
nuevo: “Se casaba una sobrina de mi mujer, a esa edad en que las niñas dejan de ser
tales y degeneran en solteronas”. Así comienza la historia. Luego no hará de
esto un tramo de vida. Aquel matrimonio entra en su vida porque por una
vez (“estábamos en la cena de vísperas de la boda”) “Mi mujer había conseguido
del doctor Paoli que esa noche me permitieran comer y beber como a todos los
demás”.
En última instancia, el
protagonista del relato podría adoptar las palabras de Kafka: yo soy como el
ratón doméstico al cual, una vez al año, se le permite correr sobre la alfombra
del salón. “Y me comporté igual que esos jovenzuelos a quienes les dan las
llaves de casa por primera vez”. En otro símil, “tuve la sensación de correr y
saltar como un perro liberado de su cadena”.
En la primera parte de
la historia, el protagonista desempeña su comedia, su papel de bebedor
empedernido: bebe demasiado, habla demasiado, e incluso discute con alguno de
los invitados. Estamos muy lejos de la “tragedia” del tipo de Bajo el volcán
de Malcolm Lowry. Allí no es el vino sino el más deletéreo tequila y la mezcalina:
“No bebo por glotonería, sino para hacer llevadera la vida tal como nos la
venden”, dirá Lowry, quien pagará la cuenta prematuramente.
La esposa (y la hija)
de nuestro bebedor no le proporcionan la medicina adecuada, si es que alguna le
dan. Manzoni advertía con razón, hablando de las señoras Prassede, de las que el
mundo está demasiado lleno, que para hacer el bien antes hay que conocerlo. (Los
novios, XXV). “Ella todavía no lo sabe y está convencida de saberlo”, dice
el protagonista refiriéndose a la novia. Con el vino, las cosas no son
sencillas. “Todavía recuerdo que Giovanni (uno de los invitados, no muy querido
por el protagonista) dijo: -Pero déjalo beber. El vino es la leche de los
viejos”. Ni siquiera los clichés llevan muy lejos.
La habitual comedia familiar se pone peor cuando se acaba la fiesta. De vuelta a la realidad doméstica. Que incluye las píldoras prescritas.
“Mi esposa me entregó la caja de las pastillas. ¿Son éstas? -pregunté con una máscara de hielo en la cara. (…) Me tragué la pastilla con un sorbo de agua y me produjo un ligero alivio. Besé a mi esposa en la mejilla maquinalmente. Fue un beso como para acompañar a las pastillas”.
La historia de los besos “matrimoniales” es, en
Svevo, un capítulo en sí, hilarante. Por
citar solo un ejemplo, en La conciencia de Zeno, cuando Zeno recibe el
beso de su futura suegra por haber elegido a Augusta (tras las respuestas
negativas de las candidatas mejor clasificadas, Ada y Alberta): “No habría
escapado de ese beso aunque me hubiera casado con Ada”.
Pero quiero abreviar y
pasar de la comedia al momento, si puedo llamarlo así, trágico. El malestar provocado
por el exceso de vino, el conflicto (físico) con la cama. En la descripción “fenomenológica”
de este conflicto Svevo es genial. Pero el clímax se alcanza con el sueño-íncubo.
En el sueño atroz, después del rescate mental de un amor de juventud, he aquí
una cueva con una casa de cristal para meter a alguien, el holocausto: ¿quién?
¿La novia? ¿el
parlanchín Giovanni? ¿El doctor? ¿La esposa? Anna (¿el posible amor juvenil?).
No, la caja de muerto es para ti. La analogía (el término es impreciso) con el
relato de Kafka Ante la ley (no, no lo resumo, son menos de dos páginas
estrepitosas) es quizás plausible.
De frente al terrible ultimátum,
el protagonista renunciará al vino (¿vida?). Nadie querrá entrar al féretro en
su lugar. Ni siquiera Emma, la hija, que habría podido reinventar la entrega
de sí a la antigua, generosa, única Alcesti. Pero aquí Svevo tiene un último punto
irónico. Cuando en el sueño-íncubo el impío bebedor suplica por su hija Emma, su
mujer se equivoca diciéndole: “Estabas invocando a tu hija. ¿Ves cómo la
quieres?”
Como conclusión, terrible,
ésta de Svevo: “¿Cómo podemos obtener el perdón de nuestros hijos por haberles
dado esta vida?». Pero “todavía no saben nada”. La vejez es el turpis
senectus. Porque sabe. Si no están ya decrépitos.
Traducción: Pedro Marqués de Armas
Prefacio a Vino Generoso, Casagrande, 2008.
viernes, 7 de febrero de 2025
Rembrandt
Vladimír Holan
Rembrandt lo intuía… Y él sabía
que la pared estallada, la uva agrietada, la mujer-mujer,
que aquí no son abismos,
no pueden ser señales.
Rembrandt lo sabía… Y él sentía
qué pasaba para que la comida más simple
servida en la fuente más cara
se diera siempre unida al ideal
sobre los brillos de la mosca mortuoria.
Rembrandt lo intuía… Y él sabía
que las almas están entre ellas y sí mismas,
que por lo tanto puede que entre sí no escapen,
pero que el genio es el presente perpetuo…
Traducción Clara Janés
domingo, 2 de febrero de 2025
El triunfo de la muerte
A Marco A. Labarcena
En Forlimpopoli ganó la literatura.
Eso pensé mientras me apartaba del centro,
donde las calles tienen nombres de escritores:
Saba, más amplia, Calvino, alrededor
de una modesta rotonda, Pasolini,
rozando los últimos chalets
para una clase media sin mayores conflictos
que el final del verano, y en la que –parece–
nunca irrumpe la muerte.
Y sin embargo por eso estaba ahí.
Y por eso salí a caminar. Y caminé hasta las lindes
reconfortado casi, cediendo a la isomorfa
(belleza) de jardines podados, se diría
erigidos por un mecanismo
inteligente.
Pero a las calles con nombres de escritores
siguieron Gagarin, Allende, Lubumba,
Ho-Chi-Minh, y, como si se hubiese agotado
el catálogo,
otra vez Via dei Cosmonauti,
Via delle
Stelle, Via degli Astri…
Entonces pensé en los funcionarios
que nos recibieron esa mañana en el cementerio,
ironía felliniana para quienes
quedamos aquí: degli Angeli,
y su superior, Crudeli.
En este mundo solo hay una intersección verdadera:
ángeles y demonios asientan por igual
los nombres del Comune, y uno no puede
escapar a la imaginación de los mapas,
a la serie de fosas, al largo elenco
de trompetas y triunfos.
No recuerdo ya qué rotonda seguí
ni cómo encontré la casa.
El invierno, eso sí, había entrado de cuajo
y solo era tenaz la imagen de tres mujeres
eligiendo una tumba.
Pedro Marqués de Armas