Mario Lavagetto
Podemos fingirnos inconscientes, pero, ¿conscientes?
Tejio
«La guerra, que a todo el mundo
infundió tanta inquietud, a mí me concedió una paz profunda, turbada -pero no
destruida por disgustos, dolores, miedos de toda clase (...) Antes de la
batalla de Caporetto, con un catalejo veía el Hermada en llamas. Además, vivía
en una parte de la ciudad, junto a los astilleros y las estaciones de
hidroaviones y submarinos, en la que caían bombas día y noche (...). Y, sin
embargo, nunca en mi vida tuve tanta paz. Pasaba muchas noches en un sótano,
pero era un sótano tranquilo e igualmente tranquila estaba la fábrica y el
mundo entero, por carecer de clientes. La industria se había ido a paseo y
entre la literatura y yo sólo se interponía el violín, coadyuvado por una época
dolorosa e imperiosa».
Cuando acabó la guerra y el
violín quedó abandonado, Svevo se encontró frente a frente con la literatura y
en 1919 comenzó a escribir La conciencia de Zeno: «Fue un momento de
inspiración intensa, arrolladora». El guion es tan hábil, que inspira cautela:
Svevo hace todo lo posible para acreditarlo e imponerlo a todos cuantos
colaboraron, directa o indirectamente, en el redescubrimiento del «escritor
ignorado» y de repente reconocido por Joyce y que, durante más de veinte años,
había esperado, como el genio de Las mil y una noches, a que alguien lo salvara
y lo volviera a sacar a la luz. Casi parece que adivinase la fortuna y la
productividad del caso literario que comenzó a cobrar forma a partir de 1925.
(…)
Cuando Joyce, en 1924, recibió La
conciencia de Zeno, respondió enviando cuatro direcciones: Larbaud,
Crémieux, Eliot y Ford Madox Ford. Aún no había acabado de leer la novela y su
juicio, muy rápido, es el único que puso por escrito. Le interesaban, según
dijo, dos cosas: el tema del tabaco y el «tratamiento del tiempo».
Treinta años después, Alain Robbe
Grillet, al incluir La conciencia de Zeno en una antología ideal de los
arquetipos del nouveau roman, observó: «El tiempo de Zeno es un tiempo
enfermo». No es arbitrario indicar en esa «enfermedad» la especificidad de ese
«tratamiento del tiempo». Y, como si Svevo hubiera inventado, a su vez y a
semejanza de uno de sus personajes, un específico apto para alterar la
percepción del tiempo y del espacio. La annina, el fármaco del doctor
Menghi, produce una vertiginosa aminoración de los ritmos vitales que acaba
dilatando la percepción de los fenómenos: su efecto, anota Menghi, «¡superaba
hasta mis esperanzas más atrevidas!» Más adelante, protegiéndose tras un tono
abierta y prudentemente irónico o delegando toda responsabilidad en el redivivo
Zeno, Svevo propondría una explicación cotidiana, anecdótica, de la
relatividad: «Un hombre con pulsaciones lentas, un latido por minuto, por
ejemplo, vería alzarse el sol por una parte y desaparecer por la otra con la
rapidez de un fuego artificial». Desde luego, no vale la pena subrayar que de
ese modo las conclusiones de Zeno contrastan con las alcanzadas por el inventor
de la annina. Lo que cuenta no son, desde luego, las «teorías», sino quien las
formula por persona interpuesta y se ve asediado por el problema de una posible
y experimental patología del tiempo. En efecto, Svevo, en su función de
narrador, parece haber inoculado en el cuerpo de su narración dosis variables
de annina o de su antídoto, el alcohol Menghi.(…)
No podemos por menos de admirar, una vez más, la habilidad y la prudencia de Svevo, que ha transformado el lugar común en hipótesis y lo ha inscrito al final de la novela como una constelación extrema: como para señalar que la última palabra escrita es -para el lector- también el último fragmento del mundo que Zeno Cosini ha construido y desintegrado él mismo, conclusión apocalíptica sólo en apariencia, porque -como ha observado Jan Kott refiriéndose a Beckett y no a Svevo- «el fin del mundo provocado por una enorme bomba es sugerente, pero grotesco (...) Sería un final de comedia bufa». Para Svevo, es el fin de una novela ambigua y difícilmente calificable y es también la brillante solución de un problema narrativo, tal vez el más espinoso de todos los problemas técnicos que debe afrontar un narrador: despedirse de sus lectores, aun cuando éstos, criados en régimen de incredulidad, ya no se parezcan al público que se apretujaba en torno al fuego y quería saber más, conocer la historia más allá de la historia, allende el límite extremo de la narración.
Prefacio a “La conciencia de
Zeno” de Italo Svevo.
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