sábado, 23 de marzo de 2019

El domingo

   
Sandro Penna
                                         A Eugenio Montale


El domingo hacia el atardecer camino
en dirección opuesta de la masa
que alegre y ágil sale de la cancha.
No miro a nadie y miro a todos.
Cada tanto recojo una sonrisa.
Más raramente un festivo adiós.

Ya no me acuerdo de quién soy.
Sin embargo morir me desagrada.
Morir me parece muy injusto.
Incluso si ya no me acuerdo de quién soy.

 

La festa verso l’imbrunire vado
in direzione opposta della folla
che allegra e svelta sorte dallo stadio.
Io non guardo nessuno e guardo tutti.
Un sorriso raccolgo ogni tanto.
Più raramente un festoso saluto.

Ed io non mi ricordo più chi sono.
Allora di morire mi dispiace.
Di morire mi pare troppo ingiusto
Anche se non ricordo più chi sono.



Versión de Edgardo Dobry



viernes, 22 de marzo de 2019

La acuarela



Luciano Erba


La acuarela


Catecati Catunza Caterina
¿qué hija eres? bravo quien lo adivina
Por casualidad miraba tu acuarela
en la habitación que da sobre la terraza
pero el vidrio no reflejaba más que el maltiempo
solamente hojas y nubes al viento
(y las tres pestañas de esmeralda, ¿rojas?)
Padre amoroso que prestas tus sueños
las hijas van a lo largo de las estaciones.



L'acquerello


Catecati Catunza Caterina
che figlia sei? bravo chi l'indovina.
Per caso guardavo il tuo acquerello
nella stanza che dà sulla terrazza
ma il vetro non rifletteva che il maltempo
soltanto foglie e nuvole al vento
(e le tre ciglia di smeraldo, roseaux?).
Padre amoroso che presti i tuoi sogni
le figlie vanno lungo le stagioni.



Traducción: Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas



martes, 19 de marzo de 2019

El apocalipsis según Huidobro



Jorge Edwards

Tengo recuerdos remotos, infantiles, casi prenatales, de Vicente Huidobro, a pesar de que nunca lo vi, o de que lo vi parado en la puerta del Hotel Crillón de Santiago, de sombrero enhuinchado y abrigo oscuro con vuelta de terciopelo negro, pero no sabía quién era, o no estaba seguro. Mi padre contaba que una mañana de domingo había una verdadera conmoción en los bancos de la iglesia de San Ignacio. Corría el rumor de que Vicente, en un baile de sociedad, se había enamorado locamente de una niña y se había escapado con ella. Después se contaba que se había casado con ella y que la había llevado a vivir al caserón de sus padres, a poca distancia del colegio, en la Alameda de las Delicias esquina de Amunátegui. Decía mi padre también que había visitado a Vicente de Montmartre, pocos años más tarde, y que vivía encima de un cabaret donde una orquesta negra tocaba música de jazz toda la noche. Se decía que en esos mismos años Perico Vergara, amigo de Vicente, se había robado un enano de circo para entretener a su madre, misiá Blanca Vicuña, hija de don Benjamín, que estaba aburrida de convalecer en París de alguna enfermedad. Vicente se cambió en ese tiempo de la habitación de encima del cabaret a un departamento en el mismo barrio, en la calle Victor Massé, lugar donde fue visitado por Joaquín Edwards Bello, que firmaba entonces como Jacques Edwards y acababa de ser nombrado cónsul del movimiento Dadá en Valparaíso, Chile. Joaquín escribió que en el departamento de la calle Victor Massé había una señora más bien gorda, de gruesas perlas en la piel blanca del escote, y un hombre con la cabeza vendada, el poeta Guillaume Apollinaire, que había escrito hacía poco "La jolie rousse", uno de los poemas claves de la modernidad literaria, recogido en Calligrammes.

Algunos habían visto a Huidobro, "el loco de Vicente", el día de la proclamación de su candidatura a la presidencia de la República, en la plaza de Artesanos. Habían ido para ver quiénes eran sus electores, pero parecía que los demás habían ido a ver lo mismo. En resumen, en la plaza de Artesanos había escasos electores y muchos curiosos. En aquella época Huidobro editaba la revista "Ombligo", tan poco visible, según Hernán Díaz Arrieta, como la parte del cuerpo humano que le daba el nombre.

Un domingo de mi adolescencia abrí el suplemento del diario "La Nación" y me encontré con el poema "El pasajero de su destino", cuya publicación coincidía con el regreso de Vicente Huidobro a Chile:

"Es así como somos Y como nos paseamos hoy sobre la tierra
Precedidos por los ruidos de nuestros antepasados y seguidos
por el dolor de nuestros hijos ... "

¡Qué poema! ¡Qué descubrimiento de la palabra del poeta, de los poetas! De pronto salía del anecdotario, de la familia, de la provincia, de la erosión cotidiana, y me sentía entrar en el universo poético huidobriano, que hasta entonces, desorientado por las anécdotas, ignoraba por completo. Comenzaba un viaje que todavía no ha terminado, que no terminará, que siempre deja recodos, senderos, rincones por explorar. Poco después de mi encuentro con esos magníficos Últimos poemas, con "El pasajero de su destino", con "Monumento al mar", supe que el poeta había muerto en su casa de Cartagena. Lo supe demasiado tarde, puesto que la relación de Vicente con el mundo que me rodeaba estaba cortada, había una especie de cordón sanitario o de conspiración de silencio, y no pude, por lo tanto, subirme al tren de San Antonio con Jorge Sanhueza y con Enrique Lihn. Ellos regresaron con los zapatos entierrados y hablaron de un cementerio de pueblo en una colina, de un cortejo más bien pequeño, heterogéneo, y que vacilaba, se equivocaba de tumba, y de una lápida quizás inevitable: "Se abre la tumba y al fondo se ve el mar". Hernán Díaz Arrieta, que entonces firmaba siempre con su seudónimo de Alone, completó la descripción en una de sus crónicas dominicales y añadió recuerdos de un paseo de comienzos de siglo a la casa patriarcal de los Huidobro Fernández, la del abuelo Fernández Concha, en la Viña Santa Rita. Evocó una mansión llena de clérigos y de obispos y con un curioso aire de iglesia o de convento: "Por todas partes altas estatuas de la corte celestial se alzaban entre los pilares de la vieja casa o lucían su aureola detrás de vidrios, en marcos de oro... Mirábamos el jardín, los restos de un famoso castaño, recién cortado, prados verdes, una pila y, sobre ella, un pájaro hecho con flores blancas o plantas acuáticas. Preguntamos qué contenía: era el Espíritu Santo".

Yo ya había empezado a leer la poesía anterior, la de EcuatorialTemblor de cieloAltazor. Encontraba un vínculo que no conseguía explicar del todo entre esa atmósfera eclesiástica, esa representación ingenua del Espíritu Santo, y los textos del Huidobro joven. Ahora, después de releerlos por enésima vez, me parece encontrar una explicación más coherente. Mejor dicho, me siento inclinado a introducir algo de coherencia en esos elementos tan dispersos: una casa señorial llena de clérigos, una paloma trinitaria, un final en un cementerio de pueblo, un mar de Cartagena que desde Europa y desde la juventud se divisaba debajo de una tumba, en el lugar del muerto, y que en los años del regreso, en cambio, bramaba, tosía, se angustiaba, identificado con la angustia, con el presentimiento angustioso del poeta que lo contemplaba desde su ventana.

Antes veía con evidencia al poeta fundacional, adánico, creador, creacionista. Ahora me encuentro con un poeta mucho más ambivalente, que vacila entre el Génesis y el Apocalipsis, entre la creación primigenia, la destrucción por la guerra, por el fuego, por los cataclismos, el éxodo entre ruinas, y la necesaria reconstrucción, recreación. La línea divisoria de Ecuatorial, publicado en Madrid en 1918, es la primera guerra europea, que separa al mundo antiguo, caduco, del mundo que vendrá. Todo son imágenes de ciudades que se apagan, de emigraciones masivas, de procesiones dirigidas por poderes enigmáticos. Todo el horizonte de la escritura está ocupado por signos del Juicio Final y por símbolos cristianos que huyen. "El último rey portaba al cuello/ una cadena de lámparas extintas..." Todo es viaje, huida, vuelo, pero vuelo a ninguna parte, sin destino alguno. "Y el Cristo que alzó el vuelo/ Dejó olvidada la corona de espinas..." Me pregunto si "El pasajero de su destino", en Últimos poemas, no es una culminación cíclica, un regreso de esos vuelos iniciales e iniciáticos descritos reiteradamente en Ecuatorial y en Altazor. Por los mismos años, Apollinaire, el gran amigo francés de Huidobro, describía la guerra con acentos líricos, melancólicos, dentro de la tradición cantada, medieval y popular, de la mejor poesía francesa. Hablaba en sus poemas a Lou de los "bellos obuses semejantes a mimosas en flor". Chagall, por su parte, pintaba Cristos en vuelo. También hacían algo parecido los pintores expresionistas alemanes, aunque con un tono más amargo, más sarcástico, cercano a la desesperación completa. Huidobro, el recién llegado, el marginal, el iconoclasta, el que se había escapado de un caserón conventual, de una mansión llena de clérigos, de los bancos de San Ignacio en las misas de viernes primero en la madrugada, llegaba y miraba las mismas cosas, pero con una visión mucho más ingenua y a la vez más brutal, en alguna medida casi religiosa, drástica y humorística, y, en el mejor sentido de la palabra, infantil. Los cielos de la primera etapa madura de su poesía, surcados por dirigibles, aeroplanos, paracaídas, a la manera del vanguardismo italiano, de la poesía de Marinetti o la pintura metafísica de Giorgio de Chirico, están ocupados al mismo tiempo, con curiosa ternura evocativa y con humor, por ángeles extraviados, vírgenes distraídas, Cristos destronados. Dios Padre crea el mundo y bebe enseguida un poco de coñac, como todos los padres en todas las sobremesas de esta tierra, y el poeta niño lo contempla, pensativo, ensimismado, llena la cabeza de preguntas y de fantasías. Sospecho que la fantasía infantil de Huidobro equivale a un tema recurrente de la poesía de Neruda: el niño perdido. Y me pregunto si esta condición de niño, unida a la condición de persona que llega de otra parte, extranjera, periférica, chileno en Europa o en el Extremo Oriente, en París y Madrid o en Rangún y Ceylán, me pregunto si estas circunstancias no provocan una visión más extrema de fin de mundo, de final apocalíptico. Muere Dios, tal como los filósofos lo habían anunciado, pero sobreviven imágenes incompletas, fragmentos, símbolos que parecen haber estallado y haberse dispersado por los aires. Huidobro-Altazor, el antipoeta y mago, está dotado de antenas especiales que le permiten captar la huella o la respiración cercana del Anticristo.

El pequeño dios creacionista crea con palabras, poniendo nombres a las cosas. Su éxodo de Ecuatorial, su viaje en paracaídas o en parasubidas de Altazor, su calidad del orden y su búsqueda por todas partes de la aventura, para citar de nuevo a Apollinaire, es una búsqueda, un recorrido, una empresa esencialmente verbales. Por esos el Canto VII y último de Altazor, que cierra la primera gran etapa del Huidobro vanguardista, termina en un balbuceo y un silencio. Como sucedió con la experiencia narrativa de otro contemporáneo suyo, también, a su modo, marginal, y también salido de recintos conventuales católicos, el irlandés James Joyce, el lenguaje termina por pulverizarse y desemboca en la nada, en el no lenguaje: "Ai a i ai a i i i i o ia". Es una broma, desde luego, una humorada, pero toda la poesía juvenil de Vicente Huidobro es una broma, una broma que tiene sentido, como lo es gran parte de la poesía de juventud de Neruda, con esa "vaga niebla cagada por los pájaros", o con esa idea tan insólita de que "sería delicioso... dar muerte a una monja con un golpe de oreja".

Líneas divisorias, finales y comienzos, adanes y anticristos. Al término de su primer gran viaje aéreo, el poeta se pone tartamudo, balbucea un rato, puerilizado, y por fin enmudece. A partir de ahí, sin embargo, y en notario contraste con su contemporáneo irlandés, empieza un lento y seguro proceso de recuperación del habla. Los mejores versos de Últimos poemas son largos, solemnes, sonoros, corales:

"Paz sobre la constelación cantante de las aguas
Entrechocadas como los hombros de la multitud
Paz en el mar a las olas de buena voluntad
Paz sobre la lápida de los naufragios
Paz sobre los temblores del orgullo y las pupilas tenebrosas..."

Después de su largo periplo europeo, de sus idas y venidas, de sus golpes de efecto, de sus experiencias con la escritura, con la caligrafía como pintura, con el cine, el poeta regresaba a lo suyo y recuperaba el uso largo y tendido, tranquilo y profundo, de la palabra. Se cumplía el ciclo y se cerraba el círculo con una seguridad implacable. Ese regreso de la aventura era, al mismo tiempo, de un modo inevitable, una muerte, la muerte. El poeta, desde la orilla del mar de su infancia, la presentía y pedía la paz. Para la naturaleza, para las olas de buena voluntad, para los náufragos (fantasmas repetidos en su obra), y para los orgullosos y los tenebrosos (también fantasmas huidobrianos), es decir, para los vivos y los muertos. El destino del pasajero, en su viaje humano y verbal, se había cumplido. Después del silencio metafórico del Canto VII de Altazor, el poeta ingresaba, rodeado por los ruidos del caserío de Cartagena ("por los ruidos de nuestros antepasados"), en el silencio definitivo. Nos dejaba a nosotros, sin embargo, los resultados sonoros, verbales, de todo el trabajo de su vida: creaciones por encima del caos que le había correspondido contemplar, una obra lúcida y lúdica, irremplazable y necesaria. 


Vuelta, marzo de 1994


domingo, 24 de febrero de 2019

Gato negro a la vista



Gonzalo Rojas


Gato, peligro
de muerte, perversión
de la siempreviva, gato bajando
por lo áspero, gato de bruces
por lo pedregoso en
ángulo recto, sangrientas
las úngulas, gato gramófono
en el remolino de lo áfono, gato en picada
de bombardero, gato payaso
sin alambre en lo estruendoso
del Trópico, arcángel
negro y torrencial de los egipcios, gato
sin parar, gato y más gato
correveidile por los peñascos, gato luz,
gato obsidiana, gato mariposa,
gato carácter, gato para caer
guardabajo, peligro.




domingo, 17 de febrero de 2019

En memoria de Léon-Paul Fargue




Alejo Carpentier


Como Paul Valéry, como Alexis Leger, Léon-Paul Fargue fue un hombre que sólo necesitó unas pocas páginas, llenadas sin gran prisa, con grandes descansos y silencios, para situarse entre los mejores poetas que Francia haya dado al mundo. Apenas si su obra reúne unos diez títulos. Pero bastaría la presencia de Vulturne –uno de los más extraordinarios poemas escritos en este siglo– para que el poeta, muerto hace algunos meses, siguiera hecho verbo y habitara entre nosotros.

 El feliz azar de una colaboración al frente de una revista literaria, hizo que durante más de un año me fuese preciso ver cada día a Léon-Paul Fargue. Gracias a ello pude conocer, en la medida de sus entregas, a uno de los espíritus más finos, más sagaces, más penetrantes, que hayan existido jamás. Conociendo su carácter, nunca me atrevía a llamarlo "maestro". Pero ganas no me faltaban de darle ese título, pues Fargue respondía, en todo, a la idea que me hice siempre de lo que podía ser un verdadero maestro: un hombre jamás atragantado por una vastísima erudición, a quien la cita de un poeta griego, de un dístico latino, o un juego de palabras sobre una frase de Descartes o Malebranche, venían espontáneamente a los labios, al paso de una mujer hermosa, bajo un chubasco estival, ante un vaso de mosto verde que podía beberse, a veces, en otoño, en ciertas carbonerías de la Rue Vaugirard. Su charla era una perenne lección de estilo. Nadie, como él, sabía ver y explicar las grandezas de una prosa; hallar lo que le sobraba o faltaba en cuanto a densidad, transparencia, rapidez o misterio. Y nada importaba que nuestros idiomas fuesen distintos. Los principios de Fargue eran aplicables a cualquier lengua hablada por el hombre, puesto que se refería siempre al planteamiento, a la estructura, al tiempo, a la elección de las herramientas: en suma, al oficio, cuya carencia pretende suplir, con rocallas de estuco o barroquismos, falsamente poéticos, el escritor desordenado, presuroso, o demasiado llevado a contentarse con el pasajero relumbre del oro feble.

  Siempre vestido de azul marino, con una estela de ceniza de cigarros donde los hombres de 1900 solían llevar la leontina, Léon-Paul Fargue era un hombre de andar lento y distraído, que no lograba cubrir del todo su cráneo reluciente con un cabello llevado de oreja a oreja, mediante una de esas artimañas de calvo que a nadie engañan. Una ligera asimetría de los ojos daban cierta vaguedad a su mirada –mirada que, sin embargo, solían encenderse, fijarse y hacerse lacerante en un segundo de enojo o de indignación. Su voz grave y asordinada, que sabía alzar y malear el tono cuando pasaba de la broma al sarcasmo –a “la gota de limón”, dijo uno de sus críticos– daba una rara plasticidad a las palabras, ayudada por una articulación de muy gran estilo, que debió ser la de un Diderot o la de un Montesquieu. Poco dado a los ejercicios físicos, moderadamente grueso, el poeta no ocultaba una pueril envidia por la anatomía de André Gide, que, a la edad de sesenta años, exhibía todavía una sólida musculatura en las playas de Antibes. Renuente a los viajes, incapaz de imaginar siquiera que un viaje pudiera considerarse como un placer, Léon-Paul Fargue era parisiense en presencia y alma; no admitía que hubiera un aire más beneficioso para el organismo humano que el de París. A pesar de que nadie conociera la ciudad tan a fondo como él, no se cansaba de descubrir en ella nuevos secretos de puertas cocheras, patios antiguos, casas raras, oficios singulares, cafés novocentistas, baratillos, callejones antiguos, liberados por la demolición de un inmueble. Se dijo que era el último noctámbulo, y era cierto. Cada noche, cuando nos despedíamos de él, a la hora en que cerraba la cervecería Lipp, en el Boulevard Saint Germain, lo veíamos alejarse a pie, hacia el Sena, a sabiendas de que el alba lo sorprendería donde menos pudieran sospecharlo sus amigos: tal vez en la Rue aux Ours, no lejos de la casa que fuera del alquimista Nicolas Flamel, o bien a lo largo del Canal de l’Ourq, que fascinaba a Serguéi Eisenstein, o bien en algún tabernucho de La Villette, hablando de cosas doctas a mujeres de pelo suelto y botas de alto tacón. Además, Léon-Paul Fargue rodeaba sus andanzas nocturnas de una especie de misterio; no quería que lo acompañaran en esas caminatas que, muchas veces, despertaban en él una peculiar euforia verbal. Sin embargo, muchos sabemos ahora de su particular afecto a ciertas esquinas “erguidas en la noche como proas de naves”, a ciertos lugares, a ciertos coches, a ciertos mendigos, gracias a su delicioso manojo de prosas escritas “según París” (D ́aprês Paris).

 Hombre fiel a cierta despreocupación, a cierto desorden que hacía felices a los artistas de comienzos del siglo, el “anarquista moderado” que era Fargue ignoraba toda disciplina cronométrica. Los relojes no hablaban su idioma. Llegaba a cenar a la casa de una princesa con cuatro horas de retraso. Permanecía hasta la media noche en una reunión, contando deliciosas historias, sin recordar que, en la calle, lo esperaba un automóvil de alquiler con el taxímetro encendido –insecto metálico que le iba vaciando los bolsillos, franco a franco, por control remoto, sin que él se diera cuenta de ello. Cuando se le invitaba a comer, no era raro que se presentara dos o tres días después de la fecha, convencido de que martes era sábado, o viernes miércoles. Pero era imposible enojarse con el poeta. Bastaba ver su sonrisa a la vez tierna y maliciosa, su paso vacilante de oso mal parado sobre las patas traseras, para desear el estrechón sin mentiras de su mano cordial. Fargue hizo un pequeño retrato psicológico de sí mismo, al escribir un día: “Aquellos que no aman la música y los músicos, el arte y los artistas, los animales y los buenos maestros, aquellos que no aman a los hombres vencidos y sensibles... esos pertenecen a otra raza que la mía”.


 El poeta vivía en lo alto del Boulevard de la Chapelle en compañía de su anciana madre, en un pequeño apartamento invadido por los libros. En la irregularidad de sus itinerarios urbanos observaba, a pesar de su apego al propio desorden, una serie de escalas y paraderos fijos. La cervecería Lipp, el Café de Flora –donde se encontraba a menudo con Picasso–, y el privilegiado tramo de la rue de l’ Odeon, donde vivía James Joyce, y se abrían, casi frente por frente, la famosa librería de Adrianne Monnier, especie de monja laica de la literatura, y la Shakespeare and Co. de Sylvia Beach, la primera editora de Ulises. Al atardecer visitaba frecuentemente a Elvira de Alvear, en cuya casa se tropezaba con Arturo Uslar Pietri, con Carlos Eduardo Frías, con Miguel Ángel Asturias, a los que se ponía a narrar, de pronto, una carga de caballería de las campañas napoleónicas, o citaba a José Martí –aunque sin saber gran cosa de su obra– porque había sido gran admirador de una dama cubana en otros tiempos. De noche, muy tarde ya, el noctámbulo aparecía en El Buey en el Techo, donde, invitado a la mesa de un Noailles o un Polinac, se hacía descorchar una larga botella de vino del Rhin. Gran señor aunque no tuviera dinero, Fargue era uno de esos hombres que, como Proust, pedían cien francos prestados al camarero que los servía, para devolvérselos, en el acto, a título de propina. Por lo demás, el poeta dilapidó grandes sumas de dinero –centenares de miles de franco de otros tiempos–, sin saber cómo, haciendo presentes, andando, alquilando coches, ignorando la hora, mentando la soga en casa del ahorcado, tomando el rábano por la hojas, llevando el cántaro al agua, fumando, mirando las nubes, prefiriendo siempre cien pájaros volando a uno en mano, pensando que más valen peces en el cielo que calandria en sartén. Admito que nuestra época no permite ya la existencia de hombres como Léon-Paul Fargue. Es época demasiado llena de tareas, de deberes, de apremios. Pero, pueden estar seguros de que lo siento. El poeta fue de los últimos hombres que tuvieron el privilegio de dejarse vivir en el clima delicioso creado por lo que su íntimo amigo Maurice Ravel llamaba “el placer siempre renovado de una ocupación inútil”. Era un flâneur. El hombre que, como el mandarín chino de Bernard Shaw, hubiera pagado a un sirviente para que lo despertara cada mañana con esta sabia frase: “Señor... todavía no es hora de levantarse”. El mismo Fargue lo decía: “Estamos empeñados en no confesarnos que nada nos resulta tan grato, tan dulce, tan útil, como perder nuestro tiempo”. Cortés y comedido hasta el enojo, Fargue apareció cierta tarde en el Café des Deux Magots decidido a vapulear a un joven poeta que le había hecho una fea trastada. Al encontrarlo, cuando yo creía que iba a ocurrir un incidente desagradable, un solo insulto salió de la boca del poeta:

  –¡Vieja mandrágora podrida!...

 ¡Querido Fargue!... Me dicen que vuestros últimos años –los de la ocupación alemana, los de la bomba atómica– os fueron intolerables; que andabais por vuestro París sin comprender, anonadado, sin ganas de seguir viviendo. No me extraña. Todavía vivías con un pie en el siglo XIX, y volvían cada vez más a menudo a vuestra mente, ciertos recuerdos de una infancia pasada en otro mundo: el recuerdo del día en que os mostraron a Victor Hugo, y pensasteis que se trataba de Papá Noel. Un Papá Noel que os comunicó, tal vez, en aquel instante, el inestimable don de la poesía, de una poesía que atraviesa intacta esta época terriblemente dura, desafiando lo momentáneo, porque tiene la perdurabilidad y transparencia del diamante.

  De pronto, Léon-Paul Fargue erguía el pulgar de la mano derecha, y hacía un rápido y sorprendente gesto, en el que intervenían, a modo de alas, los otros dedos.

 –Descríbame con precisión el gesto que acabo de hacer. Nunca fue difícil para un escritor bien dotado trazar un gran fresco literario de la batalla de Waterloo, pongamos por caso. En cambio, observé cuán difícil es describir sobriamente y con exactitud los gestos del hombre. ¿Sabe por qué? Porque cuando el hombre habla del gesto que vio hacer a otro, tiende a reproducir, a imitar, a describir el gesto con un gesto parecido. Vuelve a una especie de lenguaje mímico, que es el de su infancia. La pobreza del vocabulario en cuanto a palabras que expresen gestos, acciones físicas, es algo increíble. No hay términos precisos para dar la sensación de un modo de andar, de un modo de llevar las manos, de un modo de caer al suelo. Trate de describir un trabajo acrobático sencillo, de esos que los funámbulos ejecutan sin trapecios ni aparatos, con las manos en las manos. Verán cuán difícil es. Pero un escritor verdadero encontrará siempre una fórmula, un sistema, una “manera de hacer”. Y cuando haya logrado esto: que yo vea la persona que me pinta, que su andar, sus actitudes, sus alardes físicos, la emoción de sus gestos, se me hagan sensibles en unas pocas palabras, habrá logrado un resultado mucho más útil, para su oficio de escritor, que el que consiste en culminar brillante una descripción del incendio de Roma.

 Léon-Paul Fargue solía decir:

 –La prosa recargada de palabras poco usuales, de adjetivos rebuscados, de expresiones inusitadas, es propia de los escritores pobres, lo que equivale a decir: de los pobres escritores. Mientras más vasto sea el vocabulario de un escritor, más llevado se verá a valerse de un lenguaje llano, claro, lineal, en el cual una palabra afortunada, inesperada, preciosa, traída de muy lejos, brillará como una gema, echando a volar la frase entera. [...]

 Estas preocupaciones de Léon-Paul Fargue –preocupaciones que habían dejado de serlo para transformarse en técnicas de uso constante en su obra– se advierten en el envidiable logro de todo lo que nos legó. Reléanse Vulturne, Sous la lampe, Pour la musique, o los traviesos Ludiones. Hay en todas las prosas, en todos los poemas, un tan completo dominio del idioma, un tal exacto sentido del alcance expresivo de las palabras, que nos sentimos vivir plenamente en los mundos, a veces físicamente inalcanzables, del poeta. Es sorprendente ver cómo Fargue pasa de las visiones cosmogónicas de Vulturne –poema en que ponemos los dedos sobre la Vía Láctea y los anillos de Saturno–, a los paisajes de la creación del mundo, a los minerales, a los grandes cataclismos de la Tierra, a las “serpientes marinas que arrastran su interminable aburrimiento en la cuenca del Sena”, con un don de abrir o de cerrar el ángulo de visión, de ampliar o reducir las escalas, que le permite, poco después, enternecerse ante objetos que caben bajo la pantalla de una tienda, ante una “rama americana” de un juego de tragafichas, ante el “monóculo manchado de yema de huevo” de su amigo, el compositor Florent Schmitt. Independientemente de su potencial poético, de su íntimo lirismo, hay en la obra de Fargue una preocupación artesanal por el trabajo bien hecho, por el texto sin resquebrajaduras, por el “acabado a mano”, que es lo que caracteriza siempre al escritor de obra perdurable.

 “Un soneto sin defectos vale más que un largo poema”, decía Fargue a menudo, citando frase ajena. Y se ha marchado sencillamente de este mundo hostil a los “fantasmas demasiados tiernos” que poblaban una vida que se definía a sí misma “como el sueño de un sueño”, dejando, sobre diez libros perfectos, un gran nombre a la literatura universal.


 “En memoria de Léon-Paul Fargue” fue originalmente publicado en El Nacional de Caracas, el 16 de mayo de 1948. Se le incluyó luego en Los pasos recobrados: ensayos de teoría y crítica literaria, Biblioteca Ayacucho, 2003.