martes, 19 de marzo de 2019

El apocalipsis según Huidobro



Jorge Edwards

Tengo recuerdos remotos, infantiles, casi prenatales, de Vicente Huidobro, a pesar de que nunca lo vi, o de que lo vi parado en la puerta del Hotel Crillón de Santiago, de sombrero enhuinchado y abrigo oscuro con vuelta de terciopelo negro, pero no sabía quién era, o no estaba seguro. Mi padre contaba que una mañana de domingo había una verdadera conmoción en los bancos de la iglesia de San Ignacio. Corría el rumor de que Vicente, en un baile de sociedad, se había enamorado locamente de una niña y se había escapado con ella. Después se contaba que se había casado con ella y que la había llevado a vivir al caserón de sus padres, a poca distancia del colegio, en la Alameda de las Delicias esquina de Amunátegui. Decía mi padre también que había visitado a Vicente de Montmartre, pocos años más tarde, y que vivía encima de un cabaret donde una orquesta negra tocaba música de jazz toda la noche. Se decía que en esos mismos años Perico Vergara, amigo de Vicente, se había robado un enano de circo para entretener a su madre, misiá Blanca Vicuña, hija de don Benjamín, que estaba aburrida de convalecer en París de alguna enfermedad. Vicente se cambió en ese tiempo de la habitación de encima del cabaret a un departamento en el mismo barrio, en la calle Victor Massé, lugar donde fue visitado por Joaquín Edwards Bello, que firmaba entonces como Jacques Edwards y acababa de ser nombrado cónsul del movimiento Dadá en Valparaíso, Chile. Joaquín escribió que en el departamento de la calle Victor Massé había una señora más bien gorda, de gruesas perlas en la piel blanca del escote, y un hombre con la cabeza vendada, el poeta Guillaume Apollinaire, que había escrito hacía poco "La jolie rousse", uno de los poemas claves de la modernidad literaria, recogido en Calligrammes.

Algunos habían visto a Huidobro, "el loco de Vicente", el día de la proclamación de su candidatura a la presidencia de la República, en la plaza de Artesanos. Habían ido para ver quiénes eran sus electores, pero parecía que los demás habían ido a ver lo mismo. En resumen, en la plaza de Artesanos había escasos electores y muchos curiosos. En aquella época Huidobro editaba la revista "Ombligo", tan poco visible, según Hernán Díaz Arrieta, como la parte del cuerpo humano que le daba el nombre.

Un domingo de mi adolescencia abrí el suplemento del diario "La Nación" y me encontré con el poema "El pasajero de su destino", cuya publicación coincidía con el regreso de Vicente Huidobro a Chile:

"Es así como somos Y como nos paseamos hoy sobre la tierra
Precedidos por los ruidos de nuestros antepasados y seguidos
por el dolor de nuestros hijos ... "

¡Qué poema! ¡Qué descubrimiento de la palabra del poeta, de los poetas! De pronto salía del anecdotario, de la familia, de la provincia, de la erosión cotidiana, y me sentía entrar en el universo poético huidobriano, que hasta entonces, desorientado por las anécdotas, ignoraba por completo. Comenzaba un viaje que todavía no ha terminado, que no terminará, que siempre deja recodos, senderos, rincones por explorar. Poco después de mi encuentro con esos magníficos Últimos poemas, con "El pasajero de su destino", con "Monumento al mar", supe que el poeta había muerto en su casa de Cartagena. Lo supe demasiado tarde, puesto que la relación de Vicente con el mundo que me rodeaba estaba cortada, había una especie de cordón sanitario o de conspiración de silencio, y no pude, por lo tanto, subirme al tren de San Antonio con Jorge Sanhueza y con Enrique Lihn. Ellos regresaron con los zapatos entierrados y hablaron de un cementerio de pueblo en una colina, de un cortejo más bien pequeño, heterogéneo, y que vacilaba, se equivocaba de tumba, y de una lápida quizás inevitable: "Se abre la tumba y al fondo se ve el mar". Hernán Díaz Arrieta, que entonces firmaba siempre con su seudónimo de Alone, completó la descripción en una de sus crónicas dominicales y añadió recuerdos de un paseo de comienzos de siglo a la casa patriarcal de los Huidobro Fernández, la del abuelo Fernández Concha, en la Viña Santa Rita. Evocó una mansión llena de clérigos y de obispos y con un curioso aire de iglesia o de convento: "Por todas partes altas estatuas de la corte celestial se alzaban entre los pilares de la vieja casa o lucían su aureola detrás de vidrios, en marcos de oro... Mirábamos el jardín, los restos de un famoso castaño, recién cortado, prados verdes, una pila y, sobre ella, un pájaro hecho con flores blancas o plantas acuáticas. Preguntamos qué contenía: era el Espíritu Santo".

Yo ya había empezado a leer la poesía anterior, la de EcuatorialTemblor de cieloAltazor. Encontraba un vínculo que no conseguía explicar del todo entre esa atmósfera eclesiástica, esa representación ingenua del Espíritu Santo, y los textos del Huidobro joven. Ahora, después de releerlos por enésima vez, me parece encontrar una explicación más coherente. Mejor dicho, me siento inclinado a introducir algo de coherencia en esos elementos tan dispersos: una casa señorial llena de clérigos, una paloma trinitaria, un final en un cementerio de pueblo, un mar de Cartagena que desde Europa y desde la juventud se divisaba debajo de una tumba, en el lugar del muerto, y que en los años del regreso, en cambio, bramaba, tosía, se angustiaba, identificado con la angustia, con el presentimiento angustioso del poeta que lo contemplaba desde su ventana.

Antes veía con evidencia al poeta fundacional, adánico, creador, creacionista. Ahora me encuentro con un poeta mucho más ambivalente, que vacila entre el Génesis y el Apocalipsis, entre la creación primigenia, la destrucción por la guerra, por el fuego, por los cataclismos, el éxodo entre ruinas, y la necesaria reconstrucción, recreación. La línea divisoria de Ecuatorial, publicado en Madrid en 1918, es la primera guerra europea, que separa al mundo antiguo, caduco, del mundo que vendrá. Todo son imágenes de ciudades que se apagan, de emigraciones masivas, de procesiones dirigidas por poderes enigmáticos. Todo el horizonte de la escritura está ocupado por signos del Juicio Final y por símbolos cristianos que huyen. "El último rey portaba al cuello/ una cadena de lámparas extintas..." Todo es viaje, huida, vuelo, pero vuelo a ninguna parte, sin destino alguno. "Y el Cristo que alzó el vuelo/ Dejó olvidada la corona de espinas..." Me pregunto si "El pasajero de su destino", en Últimos poemas, no es una culminación cíclica, un regreso de esos vuelos iniciales e iniciáticos descritos reiteradamente en Ecuatorial y en Altazor. Por los mismos años, Apollinaire, el gran amigo francés de Huidobro, describía la guerra con acentos líricos, melancólicos, dentro de la tradición cantada, medieval y popular, de la mejor poesía francesa. Hablaba en sus poemas a Lou de los "bellos obuses semejantes a mimosas en flor". Chagall, por su parte, pintaba Cristos en vuelo. También hacían algo parecido los pintores expresionistas alemanes, aunque con un tono más amargo, más sarcástico, cercano a la desesperación completa. Huidobro, el recién llegado, el marginal, el iconoclasta, el que se había escapado de un caserón conventual, de una mansión llena de clérigos, de los bancos de San Ignacio en las misas de viernes primero en la madrugada, llegaba y miraba las mismas cosas, pero con una visión mucho más ingenua y a la vez más brutal, en alguna medida casi religiosa, drástica y humorística, y, en el mejor sentido de la palabra, infantil. Los cielos de la primera etapa madura de su poesía, surcados por dirigibles, aeroplanos, paracaídas, a la manera del vanguardismo italiano, de la poesía de Marinetti o la pintura metafísica de Giorgio de Chirico, están ocupados al mismo tiempo, con curiosa ternura evocativa y con humor, por ángeles extraviados, vírgenes distraídas, Cristos destronados. Dios Padre crea el mundo y bebe enseguida un poco de coñac, como todos los padres en todas las sobremesas de esta tierra, y el poeta niño lo contempla, pensativo, ensimismado, llena la cabeza de preguntas y de fantasías. Sospecho que la fantasía infantil de Huidobro equivale a un tema recurrente de la poesía de Neruda: el niño perdido. Y me pregunto si esta condición de niño, unida a la condición de persona que llega de otra parte, extranjera, periférica, chileno en Europa o en el Extremo Oriente, en París y Madrid o en Rangún y Ceylán, me pregunto si estas circunstancias no provocan una visión más extrema de fin de mundo, de final apocalíptico. Muere Dios, tal como los filósofos lo habían anunciado, pero sobreviven imágenes incompletas, fragmentos, símbolos que parecen haber estallado y haberse dispersado por los aires. Huidobro-Altazor, el antipoeta y mago, está dotado de antenas especiales que le permiten captar la huella o la respiración cercana del Anticristo.

El pequeño dios creacionista crea con palabras, poniendo nombres a las cosas. Su éxodo de Ecuatorial, su viaje en paracaídas o en parasubidas de Altazor, su calidad del orden y su búsqueda por todas partes de la aventura, para citar de nuevo a Apollinaire, es una búsqueda, un recorrido, una empresa esencialmente verbales. Por esos el Canto VII y último de Altazor, que cierra la primera gran etapa del Huidobro vanguardista, termina en un balbuceo y un silencio. Como sucedió con la experiencia narrativa de otro contemporáneo suyo, también, a su modo, marginal, y también salido de recintos conventuales católicos, el irlandés James Joyce, el lenguaje termina por pulverizarse y desemboca en la nada, en el no lenguaje: "Ai a i ai a i i i i o ia". Es una broma, desde luego, una humorada, pero toda la poesía juvenil de Vicente Huidobro es una broma, una broma que tiene sentido, como lo es gran parte de la poesía de juventud de Neruda, con esa "vaga niebla cagada por los pájaros", o con esa idea tan insólita de que "sería delicioso... dar muerte a una monja con un golpe de oreja".

Líneas divisorias, finales y comienzos, adanes y anticristos. Al término de su primer gran viaje aéreo, el poeta se pone tartamudo, balbucea un rato, puerilizado, y por fin enmudece. A partir de ahí, sin embargo, y en notario contraste con su contemporáneo irlandés, empieza un lento y seguro proceso de recuperación del habla. Los mejores versos de Últimos poemas son largos, solemnes, sonoros, corales:

"Paz sobre la constelación cantante de las aguas
Entrechocadas como los hombros de la multitud
Paz en el mar a las olas de buena voluntad
Paz sobre la lápida de los naufragios
Paz sobre los temblores del orgullo y las pupilas tenebrosas..."

Después de su largo periplo europeo, de sus idas y venidas, de sus golpes de efecto, de sus experiencias con la escritura, con la caligrafía como pintura, con el cine, el poeta regresaba a lo suyo y recuperaba el uso largo y tendido, tranquilo y profundo, de la palabra. Se cumplía el ciclo y se cerraba el círculo con una seguridad implacable. Ese regreso de la aventura era, al mismo tiempo, de un modo inevitable, una muerte, la muerte. El poeta, desde la orilla del mar de su infancia, la presentía y pedía la paz. Para la naturaleza, para las olas de buena voluntad, para los náufragos (fantasmas repetidos en su obra), y para los orgullosos y los tenebrosos (también fantasmas huidobrianos), es decir, para los vivos y los muertos. El destino del pasajero, en su viaje humano y verbal, se había cumplido. Después del silencio metafórico del Canto VII de Altazor, el poeta ingresaba, rodeado por los ruidos del caserío de Cartagena ("por los ruidos de nuestros antepasados"), en el silencio definitivo. Nos dejaba a nosotros, sin embargo, los resultados sonoros, verbales, de todo el trabajo de su vida: creaciones por encima del caos que le había correspondido contemplar, una obra lúcida y lúdica, irremplazable y necesaria. 


Vuelta, marzo de 1994


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